III

A las once salieron del colegio para asistir a la conducción del cadáver. Llovía mucho. Llevaban los capuchones de las capas impermeables muy metidos, y echaban las cabezas atrás para verse. Se empujaban bajo los goterones y las aguas sobradas de los canalillos de los tejados. El prefecto marchaba pastoreando las filas, distraído y solemne, cubierto con un gran paraguas aldeano.

Lauzurica resbaló en el bordillo de la acera. El prefecto se adelantó y golpeó en el hombro a Gamarra.

—Siempre usted, Gamarra —dijo—. Dará cincuenta vueltas al patio si escampa; si no, me escribirá durante los recreos cien líneas. Recuerde: «No sé andar por la calle como una persona.» ¿Me ha entendido?

—Sí, don Antonio; pero no he sido yo.

—No quiero explicaciones.

Bajo la marquesina de la entrada principal del cuartel donde estaba montada la capilla ardiente, esperaron la llegada de las autoridades. La familia y los amigos y compañeros del muerto estaban velando. Gamarra y Ugalde se refugiaron en una de las garitas de los centinelas, abandonadas de momento. La garita olía a crines, a cuero y a tabardo. Gamarra imitaba a los centinelas pasando de la posición de descanso a la de firmes, presentando armas invisibles. Ugalde descubrió inscripciones pintadas a lápiz o rayadas en la cal. Los dibujos obscenos les provocaban una risa calofriada.

—Fíjate, Chema, fíjate.

Cada uno descubría por su cuenta. Ugalde quería llamar a Lauzurica cuando la garita se ensombreció.

—Muy bonito —dijo el prefecto, apretando los labios—. Muy bonito y muy bien. Salgan de ahí, marranos. En las notas de esta semana van a tener su justa compensación. Cero en conducta, cero en urbanidad, y advertencia —el prefecto se ejercitó pensando la sucinta nota aclaratoria de las dos censuras—: «Conducta y urbanidad de golfete. Aprovecha la ocasión para chistes, dichos y palabras de bajo tono. Presume de hombrón.»

Les empujó con la contera del paraguas hacia el grupo de compañeros.

—¿Qué pasa? —preguntó susurradamente Lauzurica, haciendo un gesto cómico al mirar por encima de los empañados cristales de sus gafas—. ¿Ha habido hule? ¿Le dio el ataque?

—Ya te contaré —dijo Chema.

—Van ustedes a pasar de uno en uno —dijo el prefecto con la tenue, silbante, respetuosa voz de las funciones religiosas—. Darán la cabezada a su compañero y a los que le acompañan en el duelo. De uno en uno… No quiero ni señas ni empujones. ¿Entendido? ¿Me han entendido?

La capilla ardiente estaba situada en el Cuarto de Banderas del regimiento. En las paredes del portalón formaban panoplias las hachas, los picos, las palas de brillante metal de los gastadores. Las trompetas, cornetas y cornetines de la banda colgaban de un frisillo de terciopelo rojo. Tres alabardas de sargento mayor cruzaban sus astas detrás de un gran escudo de madera pintado de gris. Los colegiales contemplaban las armas con arrobo.

—No se paren —dijo el prefecto—. ¡Vivo, vivo!

Un educando de banda, pequeñajo y terne, les sonreía con superioridad. Llevaba el gorrillo cuartelero empuntado y de ladete, y el largo cordón de la borla hacía que ésta le penduleara sobre los ojos. A un costado, en el enganche del cinturón, tenía la corneta, y al otro, el largo machete español le pendía hasta la corva izquierda. Era causa de admiración y osadía.

Entraron silenciosos y atemorizados. Iban a ver un cadáver. No lo vieron. Junto al ventanal enrejado, cerca de la puerta, les esperaba el duelo: Miguel Vázquez, acompañado de un coronel, un capitán y un señor vestido de luto con aire campesino. Al fondo de la sala estaba el ataúd. Unos soldados montaban la guardia. Los grandes cirios y las flores cargaban de un olor descompuesto y pesado la habitación. Como una sábana, la bandera cubría la caja mortuoria, y unas mujeres, arrodilladas en sillas de asientos bajos y altos respaldos, rezaban. De vez en cuando un zollipo contenido hacía volver las cabezas de los que formaban el duelo hacia la escenografía funeral.

Miguel Vázquez alzó las cejas cuando Larrinaga inclinó la cabeza. Miguel Vázquez saludaba a los amigos, y no volvió a su apariencia contrita y aburrida hasta que no pasó el último de ellos.

—¿Lo has visto? —preguntó Zubiaur a Eguirazu.

—Al entrar.

—Imposible —dijo Larrea—. No se veía nada. Me he puesto de puntillas y nada. La bandera lo tapaba todo. Debe estar en trozos. Una granada, si le da a uno en el pecho, no deja ni rastro…

—¿Y quién te ha dicho que ha sido una granada? —interrogó Larrinaga—. Ha sido una bala perdida. Gamarra lo sabe porque se lo ha contado su padre, que era muy amigo del padre de Miguel.

Estaban fuera de la marquesina. El prefecto les había reunido en su torno.

—No vamos al cementerio —dijo—. El duelo se despide en la fuente de los patos. En cuanto se despida el duelo pueden ir a sus casas. Gamarra y Ugalde, no. Gamarra y Ugalde se vienen conmigo al colegio hasta las dos. ¿Lo han entendido todos?

La respuesta fue un moscardoneo discreto que Larrinaga y Sánchez cultivaron con pasión hasta sobresalir de sus compañeros.

—El señor Sánchez y el señor Larrinaga —dijo el prefecto— también vendrán al colegio. Allí podrán rebuznar cuanto les apetezca.

—Siempre a mí —dijo Sánchez desesperadamente—. Siempre a mí. El bureo ha sido de todos.

—Siempre a usted, ¡inocente! —respondió el prefecto—, que, además, esta semana se lleva un cero por protestar y que entra por propio derecho en el grupo de los elegidos, viniendo los domingos por la tarde.

—No —dijo Sánchez.

—Sí, señorito, sí. Ya lo verá usted.

—No volveré jamás al colegio —gritó Sánchez llevado por los nervios—. No tiene usted derecho, no tiene usted derecho. ¿Por qué no castiga a sus paniaguados?

—Yo no tengo paniaguados. Lo que acaba de decir se lo va a explicar al señor director.

A Sánchez se le saltaban las lágrimas. Estaba enrabietado. Un codazo de advertencia de Larrinaga sirvió solamente para empeorar la discusión.

—Esas niñas piadosas —dijo Sánchez intentando un dengue, sin que cesara su llanto—. La congregación de las niñas piadosas… Y la coba que le dan en los recreos… A ésos, nada, y a los demás… ¡Que conste que lloro de rabia!

—¿Ha terminado usted? —dijo gravemente el prefecto. Sánchez le miró de arriba abajo y apretó los dientes.

—No volveré jamás al colegio.

Se alejó sollozando y a los pocos metros se echó a correr.

—Venga usted aquí. Piénselo bien, porque si no, va a ser peor.

El prefecto ametrallaba el pavimento con la contera del paraguas.

—Apártense —dijo el prefecto cuando llegaron las autoridades—. Aprendan a escarmentar en cabeza ajena. He ahí uno que ha perdido el curso, por lo menos en lo que esté de mi mano.

—Está la cosa que arde —murmuró Gamarra.

A la fuente de los patos los colegiales llegaron dispersos. Después de despedir el duelo, dieron la mano al prefecto.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

Por calles solitarias, por cantones donde torrenteaban las aguas de lluvia, por el camino de barro que llevaba a las fértiles huertas de la vera del río de la suciedad, el prefecto y los castigados iban al encuentro de la puerta trasera del colegio. Atajaban.

Al entrar en el colegio, el prefecto les preguntó:

—¿Ya no tienen ganas de reírse?

No tenían ganas de reír.

Cruzaron el huerto, trabajado por los chicos del Tribunal de Menores. Dieron de lado al invernadero nacarado, que guardaba una calavera. Atravesaron el parque de árboles musgueados.

—Dos minutos para hacer sus necesidades.

Corrieron hacia los retretes del patio pequeño. Había grandes manchas de grasa en el asfalto del vacío cobertizo.

—Verboten —dijo Gamarra—. Se han ido. Vais a oír cañonazos. Yo tirar, tú tirar. Guerra. ¿Entender?

—Si vienen aviones a bombardear, no habrá clase —dijo Ugalde.

—Me gustaría escaparme al frente —dijo Larrinaga.

El prefecto les estaba esperando en el aula grande que llamaban Estudio.