XIV

NO CONSIGUIÓ DORMIRSE en toda la noche, pero luego, ya amanecido, se durmió con un sueño profundo, total. No salió de su cuarto hasta la hora de almorzar. Lo hicieron padre e hijo sin mirarse, sin pronunciar palabra. Terminados los postres, don Joaquín se retiró a su despacho. Largo rato después salió de casa.

Aún flotaban en el cielo azul de julio rastros de humareda y airones de ceniza. Pero empezó a escucharse nuevamente, progresivamente, el estruendo de los cascos de la caballería sobre las losas de las calles, y los pechos oprimidos sintieron un leve alivio. Desde lejos llegaban ecos tardos de fusilería, alguna vez. Ya se veían en la calle los primeros transeúntes, no se sabe si habituales al desorden o al orden. Joaquín Rius había cobrado hoy un paso largo, de grandes zancadas, con su pierna inmóvil. Llegó al piso de los Fernández, llamó y preguntó a la doncella por la señorita Carmen.

En el fastuoso piso reinaba hoy un silencio absoluto. La doncella le hizo pasar a un salón íntimo, reducido. La luz entraba muy tenue, tamizada por las cristaleras altas y multicolores, modernas, que dominaban la pequeña estancia.

Rius se sentó en una butaquita, junto al sofá. Al poco, apartando silenciosamente la cortina, asomó el rostro de Carmen. Entró.

—Tenía… tenía necesidad de hablar con usted —dijo Joaquín después de saludarla—. ¿Y su madre?

—Evelina ha caído enferma. Las revoluciones y los tiros son demasiado fuertes para ella. Pero, ¿le ocurre algo?

—Vengo a pedirle, Carmen, vengo a suplicarle…Adelantó su mano y apretó fuerte la mano de él.

—Diga lo que tenga que decirme, Joaquín.

Enérgica y suave, había adelantado el busto hasta hacer que Joaquín se contagiara de su nervio.

—Recuerdo cómo me ha cuidado usted esos meses en la clínica y vengo a preguntarle si me ama usted todavía —dijo él, claramente—. Me dijo en una ocasión…

—Sí —dijo ella, conmovida de pronto—, le quiero aún. —… y ahora venía para saber si quería… No puedo… —no lograba terminar—, no puedo ofrecerle más que mi vejez. Hubiera querido conocerla hace años, muchos años.

Los grandes ojos rasgados de la mujer cobraron un resplandor oculto. De pronto se deslizó, sombría .y dolorida, y su frente cayó lentamente sobre la pierna inmóvil del hombre. Allí quedó Carmen, ocultando la intensa palpitación de su ser.

—Perdí a mi mujer en condiciones trágicas, más trágicas de lo que nadie logre sospechar nunca. Si nos hubiéramos amado no hubiera sido peor. Todo lo que he tocado se ha deshecho en mis manos. Mi mujer, y eso no me importa. Ahora noto, no que las cosas me dejan, sino que soy yo el que las dejo. Estoy desesperado.

Caída al suelo, jadeando sobre la rodilla yerta del hombre, habló:

—Cuando mi padre se volvió a casar yo tenía diecisiete años —balbucía, sin erguirse—; Evelina se propuso destrozarme como había ya destrozado a mi padre. Después, ella hubiera dado cualquier cosa porque yo hubiera seguido quedándome al margen, pero he logrado obsesionarla y mi padre es feliz.

Levantó la cabeza.

—Joaquín —dijo—. El mayor orgullo de mi vida es haberle querido y quererle y tener la esperanza de que así sea siempre.

Se acallaba lentamente la violencia y surgía un temblor lírico y armonioso de sus labios.

Se incorporó un tanto más y besó la mano de Joaquín.

—¿Quiere usted?

Ella movió negativamente la cabeza.

—Ya no puede ser.

El brazo de Joaquín temblaba sobre la empuñadura de su bastón, junto a él.

—¿No puede ser, Carmen? ¿Qué lo impide?

—Cuando le confesé que le había amado creí que eso ya no le podría afectar. Lo hice para que notara usted que no había estado tan solo en el mundo como imaginaba. Lo impide su apellido, lo impide su hijo, lo impide todo… —dijo, al fin.

—¿Eso? —inquirió él de pronto, sonriendo, aliviado, ilusionado—. ¿Eso es lo que lo impide? Yo no tengo ni hijo ni apellido, Carmen. Todo se ha acabado para mí. —Volvió el rictus de tristeza a su rostro envejecido—. Le pregunto, Carmen, si quiere usted casarse conmigo.

Lentamente ella se levantó.

Se arreglaba el mechón rebelde, de pie, con los ojos cerrados, la cabeza inclinada y movió de nuevo la cabeza, negativamente.

—No se engañe a sí misma, Carmen —afirmó él, con voz pausada, como una confidencia—. ¿Por qué creía usted que me quería?

También ella hablaba lentamente.

Y sonreía, fija en Joaquín.

—¿Por qué cree usted que no le quise? Sigue usted creyendo que no puedo querer a un hombre como usted. Se ha despreciado siempre, estoy segura de que siempre se ha creído inferior a los demás. Tampoco en eso me equivocaba al quererle. Yo estuve rodeada siempre de lo peor. No vi más que basura. Si yo me casara con usted su hijo le odiaría toda su vida. Él ha entrado aquí y ya no saldrá de esta casa. Conozco bien esta casa, Joaquín; apenas es mía, pero la conozco bien. Y entonces Desiderio creería siempre que es usted quien le ha echado. En esta vida, ya nada es de usted.

—¿Y cree que podré vivir, así, dígame?

—No podría vivir de otra manera. Su pasión no sería nunca yo. Yo no sería ni siquiera su compañía. Usted se queja, pero ha sido siempre afortunado. Ha vivido en lo que quería vivir. ¿Por qué quiere hacer intervenir ahora una nueva mujer en su vida? —y quedó de espaldas, de pie, silenciosa.

Llevó su mano a la frente.

Se volvió de pronto.

—Bien, Joaquín. Cuando le hablé en Vallvidrera, aquello había pasado ya, todo, todo. Por eso me atreví a hacerlo, creyendo que ya no le importaría. Y fue entonces cuando empezó a importarle. No se convierta usted también en un hombre de barro, Joaquín, se lo suplico. Quédese como era.

Y sus manos, sus pálidas manos se desgarraban imperceptiblemente una a otra.

Joaquín se levantó.

Hubo un largo silencio.

—Tiene usted razón, Carmen.

Quedaron enfrentados. Respiraban pausadamente. La luz, a través de los ventanales, era entonces tenuísima. A la vez se adelantaron y Joaquín no osó estrechar el cuerpo de la mujer, que sentía palpitar frente al suyo, rozándole. Ella se apartó entonces.

En la calle había un silencio absoluto. La delirante luz de la tarde alta parecía torcer las perspectivas. Sentía la boca seca, extrañamente sedienta. Apenas si un lejano penacho de humo lograba devolverle a la realidad. Estaba alucinado, deslumbrado, vacía su mente de todo pensamiento, en una extraña inacción. Torció, a tientas casi, por no hundirse en la pila de unos adoquines saltados, junto a una barricada inútil.

Se encontró inconscientemente frente a su casa y no osaba entrar; le causaba una extraña perplejidad rozar con su hábito; no podía imaginar siquiera encontrar a su hijo, cruzarse con él. Permanecía en el portal, apoyado en su bastón, acariciándose la barba. El portero había acudido a su lado.

—Acababan de preguntar por usted, señor.

Rius se volvió y miró, ausente, al portero.

—¿Quién ha sido?

—Un joven, un policía.

Esa sola noción le devolvió lentamente a la realidad y al tiempo. ¿Un policía? La palabra volvía y resolvía lentamente, sin encontrar un asidero. Entonces acertó a entrar. Ganó lentamente los peldaños.

—Don. Joaquín.

Se volvió rápidamente.

Era Arturo Llobet.

—Pamias está en la fábrica, escondido. Mario le ha seguido, está allí. Me ha enviado un recado, con una ambulancia. ¿Vamos?

Como un autómata aún, Rius siguió al contable. Caminaron hasta la calle de Lauria. Montaron en un carro, una ambulancia.

—La policía se ha adueñado de las ambulancias. Ha llegado la tropa. Hay órdenes de que todo el mundo trabaje mañana —informó Llobet.

—¿Y Pamias? —inquirió entonces Rius, devuelto al mundo.

—Estos días ha salido de su escondite. Ha vuelto allí. A través de la rendija de las ventanas del carricoche, semejante a las de los coches celulares, descubrían ahora a medias el siniestro panorama de las calles de la ciudad. Parecía una ciudad desventrada, abandonada. A medida que se acercaban al arrabal abundaban más los obstáculos. Barricadas, adoquines dispersos, y las fauces abiertas de las naves de las iglesias aullando a un cielo ya gris.

A través de la celosía solo era posible mirar a ras del suelo. En un instante vio Rius pasar, yacente, un perro ensangrentado, muerto a balazos, luego una primaria bandera abandonada en un charco. El traqueteo del coche, que avanzaba tocando la lúgubre campana, reintegraba a la mente de Rius una realidad extraviada.

Al llegar a la fábrica se sentía firme en su bastón.

Pedro, el portero, había abierto la puerta.

—¿Dónde está Mario?

—Ha entrado; no sé dónde está.

Entraron en las oficinas. Rius lo hacía dificultosamente por las escaleras. Entró en su despacho. Abrió el ventanal que daba a Máquinas. La sala de los telares dormía en la penumbra. Vio perderse, corriendo por el pasillo, a Arturo Llobet, que iba en busca de Mario.

El silencio era absoluto y desde allí Rius llamó con voz potente:

—Mario…

Un eco tardo le devolvía: Ma… rio… levemente.

Se oyó aullar un can, del lado siniestro de la fábrica. Rius recogió nuevamente su bastón y salió de su despacho. Abrió la puerta de contabilidad y la cerró de nuevo. Luego advirtió un leve susurro.

Rius se retiró, rápido. Salió del pequeño departamento y cerró la puerta. Dio vuelta al llavín, cerrando a Pamias en él. Temblaba. Luego se dirigió nuevamente a su despacho.

—¡Arturo! —gritaba—. ¡Mario…, Pedro!

El eco y un ruido de cristales rotos. Se volvió a la puerta y vio a Pamias saltar por la vidriera rota. Quiso correr para alcanzarle y no pudo. El cajero se deslizaba veloz por las escalerillas. Corría como la sombra de un gamo entre los telares. En aquel momento llegó Pedro.

—Mírelo, mírelo.

Se apresuraron. Descendió lentamente. Luego corrieron cuanto pudieron en la dirección en que se perdió el cajero. Los espectros de las máquinas eran testigos mudos de esa persecución. Pero habíanse esfumado los rastros de Pamias. Salieron al patio de Aprestos y miraron a todos lados. Estaba casi oscurecido. Un murciélago rozó su frente. Entraron en Aprestos. Se oía un gluglú de acequia cercana y silbó un tren.

—Lo hemos perdido.

De pronto Pedro lanzó un grito.

—Allí…

Se veía solo la llama de un madero encendido corriendo por la cornisa del almacén.

—Va a quemar el almacén.

—¡Maldito!… —masculló Rius.

La llama crecía en la noche. Esa antorcha iluminaba el escorzo huidizo del cajero, a ráfagas, siniestro en la oscuridad, en la altura.

El cajero se había parado.

—Pamias, escúcheme, Pamias.

El cajero estaba, mudo, en la cornisa.

—Se matará, Pamias; vuelva en sí —suplicaba.

Pamias levantó el brazo. La antorcha se elevó en la oscuridad. En aquel momento se oyó un disparo. La llama se elevó; luego vaciló, a derecha e izquierda. Finalmente el bulto negro y la llama se inclinaron.

Pedro lanzó un grito.

Veloz, verticalmente, la llama cayó. Luego el bulto del cajero y un golpe sordo, horrendo.

—Ya está —sonó la voz de Mario. También se aproximaba, con él, Arturo Llobet. Rius se había acercado al cuerpo exánime del cajero, caído de bruces. La llama de la antorcha, a su lado, iluminó un instante su cráneo partido y después se apagó.

—Le he dado —y le observó. Se miraron. El policía sonreía—. Una vez, cuando estaba en Galicia, un cargador de muelle… —Cállese, Mario… —ordenó, en voz baja, Rius.

Se había arrodillado. Luego lo hizo Arturo y rezaron todos juntos.

Miraron hacia la ciudad. La silueta del Tibidabo se diseñaba como un bloque de sombras, y la de Montjuïc. Campanarios y chimeneas. Una docena de humaredas estaban inmóviles entre el mar de tejados y un cielo oscurecido. Era como un sopor, como el aliento expirante en el desvarío.

Recogió del suelo las gafas intactas de Pamias y las puso junto a él.

Deambuló, más que andar, hasta la salida. Las máquinas, en la ancha nave, le parecían monstruos. Sentía asco, pavor.

«No vale la pena tanta sangre», musitaba; la boca contraída, los ojos hundidos, sin ver. Caminaba como un borracho.

Se iría. Necesitaba borrar como fuera el recuerdo, la obsesión de tanta sangre. Se iría.

En el trayecto hacia su casa, en el interior de la ambulancia, sentía la perentoria necesidad de huir. De que aquello concluyera de algún modo.

Se encontró nuevamente, solo, ante la puerta de su casa. No lograba subir. Su mundo le asustaba.

Impelido, caminó lentamente. «Debo parecer un viejo», pensó. Y así era.

Por la calle transitaban ahora lentamente los soldados. —Su documentación, por favor.

Sacó sus papeles. Los mostró y volvió a caminar. Cruzaba la Plaza de Cataluña, sombría y sin sentido. Se encontró frente a «Eldorado». Entró en la calle de Vergara.

Por la puertecilla de entrada al escenario se escurría una melodía conocida, en el piano. Era una czarda antigua. Dio en la puerta, y esta cedió. El cristal de la czarda vibraba en sus oídos. Nadie le impidió el paso; se encontró en el escenario. Una sola bombilla, potente, iluminaba el ensayo. La sala estaba oscura, y sin nadie. En un rincón del escenario había un piano vertical, que un joven con gafas, en mangas de camisa, estaba tocando. Volteando sobre la madera del suelo, aguerrida, los cabellos sueltos, la cabeza hacia atrás, Lula mostraba ágilmente el remolino vivo de sus piernas desnudas, la palpitación magnífica de su seno medio oculto, unos dientes blancos y voraces, perdidos en la ola, que venía y se iba, .de sus cabellos rubios.

Ella se detuvo de pronto, en seco. Le miró. Le vio sombrío en su bastón, la barba cenicienta…

Le miró fijamente y luego:

—Rius…

Se abalanzó a él. Le cogió por la solapa.

—Villano. Ha huido de mí y me envió unas flores. Venga aquí, viejo, venga conmigo.

Lo conducía hasta su camerino. Pero sin poder aguantarse más, tras unos bastidores, le dio un cachete y luego se abalanzó a su cuello y le besó en la boca, mordiendo su barba. Era para él como si una tremenda sacudida pusiera en vigor sus nervios.

—Lula —y no podía hablar.

—Venga conmigo, villano —y le cogía de la mano.

—¿Qué quiere de mí? —inquiría Rius, desconcertado.

—Quiero ser su amiga —respondió ella, con furor—. ¿No lo sabía?

Y reía, reía caudalosamente, soltaba esa risa que alucinaba a Rius, lanzando el raudal, pero no el rumor.

El camerino era una pieza minúscula enteramente llena de fotografías, dibujos, potingues. Y la ropa semisucia de los escenarios, la ropa de las mujeres de los escenarios que despide un hedor sensual a la locura de la carne, suelta y apilada informemente en un butacón desventrado.

—No hay donde sentarse. Siéntese aquí, no tenga cuidado. Y lo hizo sentar sobre sus enaguas, sobre sus medias, sobre su ropa interior, en el butacón.

Sacó dos copas sucias. Y apareció, de un rincón polvoriento, una botella de champán. Al descorcharla todo tembló. El tapón dio contra los muros de cartón, contra el techo y el espejo, contra la propia Lula y terminó en el regazo de Rius, irónicamente.

—Por su salud, Rius; por su barba, por su pierna y por mí.

Echando la cabeza atrás, que mostraba el cuello desnudo, la línea de su seno, cruzado por una vena azulísima, ingirió lentamente, cerrando los ojos, la espuma y el líquido. Luego sorbió una bocanada de aire, satisfecha.

—Cuénteme. Estuvieron a punto de matarle y se lo merecía. Se portó como un bellaco conmigo; Me dejó plantada. Rius sonreía, ladeando la cabeza, sorbiendo el champán.

—Beba más aprisa, hombre de Dios, beba más aprisa. Él tragó de un sorbo.

—Conque París, Viena, Varsovia—decía ella, llenándose nuevamente la copa—. Sí, sí… Si llego a esperar…

Llenó de nuevo la copa de él.

—Ahora le digo, Lula, que podemos hacerlo.

—¿Hacer? ¿Hacer, qué?

—Ir a todos esos sitios.

Bebió nuevamente el champán. Le picaba el bigote.

—Si ya no se puede mover… —y reía ávidamente—. ¿Quiere usted que le lleve con carretilla de mano? No; compraré una cestita y le llevaré dentro.

Se contorsionaba, riendo, ante el espejo.

—No quiero ir con usted —dijo de pronto—. Estamos reñidos. Y hacía ademán de enojo, contemplándose hacerlo en el espejo.

—¿Verdad que estoy guapa, ahora? —y se volvió a Rius—. Si viera cómo bailo —decía—. He aprendido mucho. Pero no quiero ir con usted. Ande, váyase —y le empujaba. Pero Rius estaba sentado, sonriendo imperceptiblemente. Bebió otra vez.

—¿Por qué? Si estoy muy bien aquí —decía.

—Váyase, grosero. Me tengo que vestir.

Su faz abandonó la sonrisa. Se puso de pie, sin ayuda del bastón. Cogió a Lula por los hombros, agarrándola.

Ella le miraba ahora, sin saber si reír o ponerse seria.

—Vamos a cenar. Venga a casa —le dijo—. Ahora espérese fuera. Y le echaba.

—Anda, aprisa, aprisa —dándole pequeños empellones.

Pero, ya Rius en el pasadizo, la mujer abrió nuevamente la puertecita y, protegida por ella, asomando su cabeza, aproximose a él. Le dio un beso largo y lingual, absoluto, que dejó a Rius como atontado.

Acodado en la baranda del balcón de un pisito nuevo, amable y descuidado de la Plaza de Tetuán, que Lula alquiló al llegar a Barcelona, sentía refrescada su frente por la noción de la brisa rápida insospechada, que presagiaba el amanecer. Estaba saciado en la nebulosa grata de sus sensaciones inconcretas, adquiridas a medias, de sí mismo, de la mujer; todo en la ciudad era oscuro, difuso e inexistente. Aún se oyó pasar, lejana, una ambulancia. Ese leve rumor le hizo suspirar, aligerado, dulcemente. Solo de su propio balcón trascendía luz. Años, años enteros buscando ese placer, ese cierto sosiego; no sentirse existir, ni sufrir ni pensar y permanecer horas enteras ante la propia ciudad en tinieblas sin noción del lugar, sin noción del tiempo. Se volvió; Lula dormía descuidadamente, cubierta a medias por una colcha de un pálido azul. Sentía él que el aire de sus pulmones se renovaba pausadamente, con absoluta plenitud. Contemplar el cuerpo olvidado de la mujer era para él de una placidez rebosante.

Lula le había conducido hasta allá, a rastras de su alucinante risa, y dormía, ahora, plenamente. Era toda su juventud dormida en sí misma. Todo en la estancia la contemplaba dormir, saciada también. La diminuta violeta de la lamparita, los retratos, los espejos, la polvera, su ropa abandonada en el sofá; y la noche. La noche que entraba a tientas por el abierto balcón.

Volviose de nuevo. Sentía que su cabeza vacilaba, pero se sentía tremendamente lúcido, inexplicablemente lúcido y satisfecho. No le atemorizaba esa plaza, presentida en las sombras, con sus palmeras, con sus arriates. Mañana, tal vez, cuando el sol tranquilo se restituya a esos suelos, empezarán a surgir en esta plaza los primeros niños, bajo la mirada aún atemorizada de las madres tras los ventanales y los balcones. Pero en el resto de la ciudad aún transitarán las caras hoscas, un ruido de cerrojos de fusil, el de los cascos de los caballos sobre el adoquinado. La ciudad desventrada irá curando, tal vez, lentamente, sus heridas, y él estará entonces lejos, muy lejos, poniendo en orden su indolencia.

Se sentía lavado de toda la sangre. No quería pensar. Se sentía bien. La huida adquiría su forma. Sus labios eran fáciles, dúctiles, prietos, saciados.

Iba amaneciendo y se sabía inexplicablemente inexistente. Surgían de su sombra las palmeras de la plaza, surgían los perfiles de los tejados, el canto de los gallos. Surgían, también, difusas, las aciagas columnas de humo.

Sintió entonces un poco de frío. Entró en el aposento y apagó la lamparilla. Una luz incierta modificó entonces el tono de la carne que, de rosa, transfigurase en gris. Contempló un momento ese prodigio. Luego, la cubrió del todo con la colcha y la acarició. Ella se movió tardamente, en un sueño. Se levantaba el día raudamente: París, Viena, Varsovia…

Se miró en el espejo y arregló su corbata y el pelo; se acarició la barba y sonrió.

En la calle, hasta su casa, caminó con una suma tranquilidad. Pero la luz del día le devolvía, a ráfagas, con el miedo a esas calles, las realidades más concretas. Los billetes, el itinerario, las maletas. Y ya en la calle de Caspe, aceleró su paso y miró su reloj.

Caminaba ahora apresuradamente.

Tenía que pasar a recoger a Lula a las diez. El tren salía a mediodía.

Abrió el portal y tuvo que subir con precaución las escaleras. «¡Qué curiosa es la vida!», pensaba. «He malbaratado mi juventud y ahora me doy cuenta».

Entró en su casa y en el despacho. Abrió el cajón de su mesa y llenó su cartera de billetes. Se asomó al balcón y retiró la cortinilla. Aún el convento de las siervas de María humeaba levemente a la izquierda. Desahució el recuerdo atroz con un escalofrío; luego sobre su mesa encontró un anónimo antiguo, olvidado, .de Pamias y se pasó la mano por los ojos y lo rasgó.

No quería pensar. Quería olvidarse.

¿Cuándo había ocurrido? ¿Anoche o cuándo? Entró y la vio, aguerrida, el pelo suelto hacia atrás, danzando la czarda. «¿Hasta cuándo seréis de pesado corazón, hijos de los hombres?».

Fue rápidamente a su cuarto. Luego se fue al desván y bajó una maleta. Abrió el armario.

Era meticuloso, ordenado, lo reconocía. Si Lula lo viera se moriría de risa. Fue apilando, por orden, su ropa. Llenaba los huecos con pequeñas cosas. Y sin embargo, ahora, su corazón palpitaba furiosamente. Era cierto que se iba a ir. Era cierto que pasaría meses enteros fuera. Hacía años, muchos años, que no había estado en París. Su aposento era oscuro y había tenido que encender la luz. Apagó la luz y se tendió, un instante, sobre la cama. Luego, dificultosamente, levantose y volvió a llenar apresuradamente la maleta.

Salió de su aposento. Fue al baño y estaba ocupado. Dio en la puerta y le respondió Desiderio.

—Ya voy.

Sintió inquietud, una tremenda inquietud y volvió a su cuarto. Al poco Desiderio llamaba en la puerta.

—Ya puedes ir —dijo.

Vacilante se dirigió por el pasillo al baño. Desiderio se había metido en su cuarto nuevamente. Rius pasó largo rato contemplando su rostro en el espejo, sin verse, en la más absoluta perplejidad. Luego adivinó de lleno la idea del viaje. Preparó el agua y se lavó. Y volvía a quedar pasmado ante el espejo, sin reconocerse siquiera.

Salió del baño y volvió a su cuarto. Lentamente, con grandes pausas, se vistió. Quedaba sentado en la cama con un calcetín en la mano.

Desiderio llamó a su puerta.

—Ya estoy, papá.

«¿Ya está? —pensó—. ¿Para qué está?».

En un reloj cercano dieron las siete.

Y se puso de pie bruscamente. «El primer día de trabajo irás a la fábrica como un obrero».

Quedó hundido, postrado, sin saber qué hacer. Pasaban los minutos y quedaba allí, sin reaccionar. Al pronto la realidad sobrevino evidente, clarísima. Acabó de vestirse. Se alisó el pelo y salió. Iba a hablar a su hijo, pero este, de pie ante él, le dijo:

—¿Vamos?

Y le miraba fijamente.

—Espera un momento —respondió él.

Y se encerró en su despacho. Empezaba a oírse el trasiego de los primeros carros. Contemplaba aquella habitación como un estúpido. El sofá donde discutiera con Mariona. Acercose y vio el retrato, vestidos de moros. En su rostro cuajó un instante una ráfaga de desilusión.

Salió de su despacho. Miró a Desiderio. No acertaba a decirle nada. Desiderio se dirigió a la puerta del piso. Él le siguió.

El muchacho descendía ya por las escaleras. Rius quedó un momento indeciso en el pasillo. Pero de pronto cogió bruscamente su bastón y salió.

No había en la ciudad tranvías ni coches. Caminaban apresuradamente, uno al lado del otro. Entraron, Plaza de Cataluña abajo, por la Puerta del Ángel. Luego por la calle dels Archs hasta la Plaza Nueva. El eco de sus pisadas resonaba limpiamente en el aire. De la calle de la Paja surgió un leve, antiguo olor de hierbabuena, y Joaquín Rius seguía caminando, por la calle del Obispo, junto a la catedral, por la Plaza del Ángel, por la calle de la Platería. El paso de su hijo era rítmico, enérgico. Las persianas de los balcones estaban cerradas aún. Su propio paso no era como aquel de antes, el de muchos años atrás, por esos mismos caminos. Y al doblar una esquina reconoció una losa antigua, antiquísima en su recuerdo. Cuando con su padre se dirigía a la fábrica cruzaba la calle Ancha por aquella misma losa, justamente por aquella, y recuerda que, por una estúpida costumbre, inconsciente, se apartaba siempre a un lado para no pisarla. Ahora estuvo a punto de hacerlo, pero su pierna mutilada le obedeció a última hora. Y no la pisó. Una vieja, cansada, se dirigía a misa matinal, a la Merced; él apenas la vio; un llanto sordo le nublaba los ojos.

—Papá —díjole su hijo, mirándole—, haré lo que tú me mandes.

Rius no respondió. Apretó más el puño en su bastón.

Se escuchó, entonces, nítido, un clamor de campanas. Eran las campanas de las iglesias supervivientes. La vibración de la vieja «Tomasa era solemne, de «hosanna».

Enfocaron el Paseo de Isabel II y siguieron caminando. Llegaron al Paseo de la Industria. La mole blanca de la fábrica se distinguía a lo lejos, con sus dos chimeneas. Su hijo iba a su lado con paso firme, que se dejaba oír. En el cielo límpido se elevaban unos pájaros. Ahora, ni un solo rastro de humo en toda la ciudad.

Entraron en la Plaza de Aleu y luego en la calle Viada. Al pasar por ella Rius inclinó su cabeza.

Y vio a todos en la explanada. Con sus paquetes bajo el brazo, charlando, vagando por los terraplenes.

—Buenos días, señores Rius.

—Va bien acompañado hoy, señor Rius. Enhorabuena. Rius padre sonreía, dando una mano.

—¿Qué tal, Vinyals, cuándo ha llegado usted?

—Esta mañana. Buenas noticias de Andalucía, señor Rius. Solo siento no haber estado aquí estos días para…

—Bien, ya está pasado, Vinyals.

—Se les saluda, señores Rius.

—Buenos días.

—Buenos días.

Lejos se oyó aullar una sirena.

Apoyándose con la izquierda en su bastón introdujo con la derecha la llave y abrió.

Sonó otra sirena, más cercana. Luego otra y otras.

Entró sin vacilar. La sirena de «Tejidos Joaquín Rius» empezó a aullar entonces vigorosamente.

FIN