VII

EL FABRICANTE había pasado seis días en Madrid, en lugar del día y medio que proyectara. Habían sido seis días ciegos, de olvido, presididos por la risa de Lula. Después, ya de retorno, con el transcurrir de los días, la realidad, fuerte, se le impuso en el acto.

Ya en el momento mismo de llegar a su casa, de llamar a la puerta de su hogar, había sentido la inquietud. Seis días ausente de aquella casa, de la fábrica, de los familiares muebles, rostros y problemas. Seis días —una eternidad— ausente de su propia soledad. Y sentía que podía incorporarse en un instante al trabajo; podía sentir que se enlazaban matemáticamente las dos épocas, formando un puente por encima de la aventura. Pero el cariño del hijo era más difícil de soldar. La aventura se infería en él, le tocaba de lleno. Se sentía avergonzado.

Josefina, la doncella, había ya abierto la puerta. Desiderio estaba allí. Joaquín se adelantó, emocionado.

—¿No estás contento, no me besas?

—Sí, papá.

Le pareció que había crecido, que se había ensanchado, hecho un muchacho.

—¿Y el colegio?

—Bien.

—¿Me echaste en falta?

Sí, el chico le había echado de menos, claro…

—¿Has trabajado mucho, has estudiado?

El chico no se entregaba. Sucedía algo.

—Di, pícaro. ¿Has tenido buenas notas?

—Papá, escucha…

—¿Qué te sucede, di?

—El cura me tiene manía y ha dicho que no quiere que me presente a exámenes de historia de España porque dice que no voy preparado, y no es verdad.

La tormenta iba a desatarse.

—¿De historia de España?

Ahora Rius se daba cuenta de las dimensiones de su ausencia. ¿Desiderio no podía presentarse siquiera a examen? (¡Oh!; tú has estado seis días fuera con una fulana: ¿a santo de qué tengo yo que ir preparado de historia? Joaquín creía leer algo así en los ojos concentrados e inquietos de su hijo).

—Sí, papá, he estudiado —afirmó él, temeroso, con falso enojo.

Rius paseó un instante, pensativo, con la mano en el mentón. Se sentó en la butaca.

—Ven aquí, Desiderio.

Y cuando el chico creía que su padre iba a levantar en el mejor de los casos la voz, y en el peor la mano, se sintió atraído por sus brazos.

—Ven, ¿qué quieres que te regale si apruebas el curso? —y lo decía serio, con voz rara, gravemente; mirando lejos, como si estuviera desorientado, como si sintiera un mal sabor…

Decididamente tenía un padre que era buen hombre. Antes no estaba seguro, pero ahora había podido comprobar eso: que su padre era un buen hombre.

—Un caballo —dijo.

Esta es la historia de «Johnny», el caballo de Desiderio Rius.

«Mientras sus obreros se mueren de hambre —rezó en el acto un anónimo sobre su escritorio—, el burgués compra a su hijo un caballo de dos mil pesetas. Nos acordaremos».

—¿Quién ha entrado en mi despacho?

Llobet no supo contestar.

—Lea.

El viejo contable leyó.

—No sé quién pueda haber sido.

Hubo una pausa. Rius estaba irritadísimo.

—Están revolucionados. Ha entrado la revolución —dijo Llobet.

—¿La revolución?

—Cada uno de ellos lleva en su bolsillo una hoja, una consigna. Por la noche van al café Español, en el Paralelo, donde hacen discursos y se organizan. En dos meses todo ha vuelto a cambiar. Pero ahora es peor que antes.

—¿Qué es lo que ha notado usted?

Llobet se acercó a la mesa y abrió uno de los cajones. Sacó un fajo de hojas, de todos los colores, rudimentariamente impresas.

Rius les echó un vistazo.

—Sí, .es el estilo de siempre.

—Lea esto, lo que está subrayado.

—Sí, ya lo veo: los burgueses, el clero, el opio del pueblo… El estilo no es nuevo.

—Pero ahora se han puesto con mucha más rabia.

—No hay que apurarse. Son marejadas que pasan… Levantó la mirada de los papeles.

—¿Y dónde los repartían? ¿Dentro de la fábrica o en el patio?

—No, fuera.

—¿Los de aquí?

—Sí. Algunos de la fábrica, y otros desconocidos.

—¿Conoce usted los nombres? Bien, bien, no los quiero saber —rectificó en el acto.

—Para conocer a fondo de qué se trataba, quise ir a comprobar por mí mismo qué es lo que hacían en el Paralelo. —¿Se metió usted allá?

—No. Mi hijo me lo impidió pero él fue.

—¿Y qué es lo que cuenta?

—Bueno, vino indignado…

—Llame usted a su hijo.

Al poco entraba Arturo Llobet.

—¿Estuvo usted en el Paralelo, Llobet?

—Sí, señor.

—¿Y qué es lo que vio?

—Me dio asco, señor Rius —hablaba respetuosamente, pero luego se lanzó—: A esta gente pueden meterle en la cabeza las ideas que quieran. Ha llegado un agitador, no sé de dónde, al que los diarios conservadores llaman «el Emperador del Paralelo». El día en que yo estuve no hablaba, porque estaba afónico, pero se dejaba admirar y daba consejos a todo aquel que se los pedía. Es una especie de sacamuelas de la revolución. Rius sonrió.

—¿Quisieran ustedes venir esta noche allá?

—Señor Rius, no se lo aconsejo —balbució Llobet padre, con susto.

—Si usted no quiere venir, Llobet —dijo dirigiéndose al contable—, hará muy bien en quedarse en casa. Lo peor que podría ocurrir sería ir allí con miedo. De todas formas es probable que nadie nos reconozca. Hay muchos de mis obreros que no se acuerdan de la cara que tengo.

—Pero ¿y si no es así?

—Tampoco es para apurarse. La revolución en los cafés no me da miedo. Cuando uno tiene treinta céntimos para tomarse un coñac a la salida del trabajo, es cuando menos puede hacer una revolución. Y de todos modos creo que debo verlo.

Se dirigió a Arturo Llobet.

—Iremos usted y yo, Arturo. ¿Tiene inconveniente?

Al atardecer la luz del puerto parece estallar en las mil aristas que ofrece una arteria, mitad descampado, mitad carretera, llena de carruseles, tenderetes, puestos de churros, bodegas, barracas… El Paralelo se hunde entonces plenamente en su desvarío. Se encienden poco a poco mil destellos de acetileno, y entre dos luces arde como una pira con sus sombras inmóviles. Durante el día solo se sintió el aullido de las sirenas de los barcos, el alarido de una corneta en el cuartel de Atarazanas, un repicar de castañuelas en una bodega. Ahora, al anochecer, entran los hombres en los tugurios, las mujeres vuelven sus miradas a ellos con temor. El Paralelo comienza a crecer, a crecer; su sombra se agranda en la noche, esculpida en la sombra de un cielo sin estrellas que lo envuelve, oculta y oprime.

Un muchachito se escurre por la calzada. Tiene una pierna tullida, inservible, que le cuelga. Con las dos muletas brinca como un saltamontes y se pierde en la oscuridad. Tres pilluelos le persiguen y él se para de pronto. Con una de las muletas arremete contra ellos. Se sostiene en la pierna sana y se vuelve a todos lados. Uno de sus enemigos ha caído al suelo, con la cabeza sangrante. ¿Qué haces aquí?

—Déjenme, déjenme, o…

Y levanta su muleta contra los guardias.

—Eh. Ven con nosotros, mal bicho.

Uno de los guardias da un manotazo al chico.

La .gente rodea la escena. De los grupos surgen dos hombrones.

—A dejar al chico, che.

—Oye tú, valenciano, no te metas en líos.

—Yo respondo por él.

—¿Pues ya puedes?

—Ah, la bofia, cobardes.

—Vamos, vamos, no hay para tanto.

Con sorpresa de todos, el chico anda corriendo, brincando, ya lejos del grupo. Los guardias salen en pos de él, pero ha desaparecido.

Poco después todo quedará de nuevo en calma. En los cafés se acallarán las conversaciones. Es la hora de la polémica y. del vino.

La noche era espesa, nebulosa. Los faroles titilaban. —Espero que llegaremos en plena sesión — bromeó Rius, al salir de su casa.

Cogieron el tranvía, que les llevó hasta las Ramblas. Por la calle Nueva alcanzaron el Paralelo.

El aspecto del Paralelo no era, ciertamente, intranquilizador. La menestralía paseaba apaciblemente; los chiquillos, sucios, corrían entre las piernas de los transeúntes, persiguiéndose. Era el mundo de la gorra y de la honrada alpargata, todo lo contrario del mundo de la revolución. Rius se había cambiado de ropa, poniéndose un traje antiguo, largo tiempo olvidado en el armario.

Más arriba el Paralelo cambiaba ya de aspecto. Las mujeres escaseaban ya. En los veladores se apoyaban los hombres, sucios del trabajo, con los dos codos sobre el hierro de las mesas, formando piñas de cabezas, que se transmitían los rumores, las noticias, eso que Llobet padre llamaba las consignas.

—Este es el café Español.

—El dueño ganará un dineral. Hasta ahora en los cafés solo se reunían los artistas para hablar de política. Ahora se reúnen aquí las masas. Imagínese lo que esto puede dar de sí como negocio. Es como si tuviera usted una plaza de toros abierta toda la semana.

Estaban indecisos. No cabe duda de que el aspecto turbio y sobrecargado del local lograba impresionar.

Entraron por una puertecilla lateral en el sector menos concurrido y visible del local. Un clima caliente y opaco, de humo de caliqueño, se les metió en la garganta.

—¿Dónde nos metemos?

—Tal vez allí, detrás del piano —indicó Llobet.

Pero les sorprendió de pronto un bullicio bronco, de gritos y aplausos, silbidos y como si arrastraran a la vez todas las mesas del local.

Pudieron ver, a través del humo, al fondo, la figura de un orador. Estaba de pie sobre una silla y gesticulaba, pronunciando palabras en catalán, acogidas con escaso interés por los oyentes.

Luego el orador mostraba las palmas de las manos largo rato. Finalmente amenazaba con el puño.

Otra vez los gritos, los aplausos y los silbidos les impidieron hablarse.

¿Era eso la Revolución?

Desde su rincón podían observar sin ser observados. El conjunto tenía escasísimo interés. Casi no hubiera valido la pena hacer la visita.

Pero en aquel instante se produjo una distensión, un silencio súbito y luego un murmullo.

Por una de las puertas, casi aquella por la que Rius y su acompañante acababan de entrar, hacía solemnemente su aparición el Emperador del Paralelo. Rius quedó impresionado. Era un hombre aleonado, lento, no muy alto, de mirada penetrante. Le seguían unos cuantos satélites. Se quedó pasmado.

A través del humo, Rius podía distinguir perfectamente la cara de uno de ellos, pero no lograba de ningún modo identificarlo. —Aquel es, el primero.

—Oiga usted, Llobet. Fíjese en el que va en tercer lugar.

—¿El gordo, con la gorra?

—Sí, ese. ¿Le recuerda a alguien?

Llobet observaba atentamente.

—No, señor Rius. No creo haberlo visto nunca.

Los que llenaban el local habían procurado todos aproximarse a la mesa donde se acababa de instalar el «Emperador». Este saludaba, risueño y tranquilo, a todos, y los llamaba por su nombre.

La gente empezó a sisear.

—Tengo una noticia para vosotros, amigos, compañeros… Ha caído un Gobierno más. Los tiranos se saldrán nuevamente con la suya. —Hablaba con lentitud, con voz diáfana.

Luego se puso de pie, se irguió, poderoso.

Rius observaba, atónito, la sugestión que la simple figura de aquel hombre ejercía sobre los oyentes. Hasta el humo parecía haberse quedado parado, a la expectativa.

Hablaba con una lentitud de volcán.

—Los frailes y sus emisarios se deslizan por los salones… Se produjo un siseo violento, a causa del ruido de unas cucharillas que un camarero, apresurado, había dejado caer al suelo. —Los frailes y sus emisarios…

Pero Rius ya no atendía al orador. Había sentido que una mirada se posaba en él lacerante, sin pestañear. Era un ceño fruncido, y una sonrisa cínica. Se trataba del hombre de la gorra.

Rius apartó un instante la mirada. El orador seguía hablando. Apartó la mirada para concentrarse, para recordar, para darle un nombre a aquellos ojos.

—¿Le sucede a usted algo, don Joaquín?

Pero Rius no respondía. Impávido, aunque intranquilo, veía aproximarse al tipo.

Sin prestar atención a la oración de su jefe su acompañante se había levantado de la mesa y se dirigía pausadamente, sin dejar de mirar, a la que ocupaba Rius y el hijo del contable.

Ya estaba allí, desafiador.

—¿No te acuerdas? —preguntó a Rius en voz baja, sin dejar de sonreír con asco.

Rius movió negativamente la cabeza.

El desconocido no dijo nada. Fijó todavía un instante su mirada en la del fabricante. Luego, de pronto, escupió. El escupitajo fue a parar a un palmo del zapato de Rius, que no se había movido.

—Dentro de poco ya podré escupirte en la cara, cerdo. Se alejó.

Un instante de estupor en los dos.

—Vámonos, Llobet. Es más prudente.

Salieron a la calle. Marchaban apresuradamente.

—¿Le conocía usted? ¿Le conocía?

—Ya no me acordaba de eso. —Rius jadeaba—. Se llama Regás. Sí, Regás… —repetía—. Hace bastantes años le eché de mala manera. Era un gandul, se lo aseguro. Su padre lo sabe. Un gandul y… todo lo peor…

Joaquín Rius tardó mucho rato en dormirse. Se sentía tremendamente inquieto. «¡¡Ojalá ese Maura… Maura, tal vez!!…», clamaba, sin lograr conciliar el sueño.

En julio Mercedes y Federico tuvieron el sexto de sus hijos: una niña, Joaquín fue nombrado padrino. Mercedes le había prometido que en cuanto tuviera otra niña sería apadrinada por él: se llamaría Mariona. Mariona Costa y Rebull, he aquí un nombre de muchacha. Los hijos de Mercedes eran: José, Mercedes, Federico, Adelina, Pablo y Mariona.

—Seis hijos ya, Mercedes. Y todavía me pareces una chiquilla.

—Tú también me pareces a mí un muchacho, Joaquín. Hablaba sin levantar la voz, con un susurro.

—Pues ya no lo soy. —Joaquín palpaba su sien, levemente encanecida.

Había un dulce silencio entre los dos.

—Me acuerdo, Joaquín, de una cosa que le dije a Mariona la primera vez que ella te vio. ¿Lo recuerdas tú, a la salida del colegio? Joaquín sonrió, avergonzado.

—¡Qué necedad irla a esperar! —murmuraba.

—No te avergüences. Sentíamos todas un poco de envidia. No se atrevían a mirarse, ruborizados. La recién bautizada se movió en su cuna.

—Le dije que no debía hacerte ningún caso, ni mirarte siquiera. Que eras un señor mayor.

—No tenía más que veinticinco años. ¡Qué mala has sido siempre conmigo!

Rememoraba.

—Es curioso, Mercedes: solo tengo quince años más que entonces. ¡Qué pocos son! Pero me pesan, me pesan horriblemente. A veces no sé ni cómo puedo sostenerme.

Y llevó por instinto su mano, acariciándolo inconscientemente, a su hombro derecho. Parecíale que el peso de aquel cadáver se hubiera empotrado en él. Sentía que todo aquel lado suyo estaba medio muerto.

Hubo como un largo temblor, apenas perceptible, de los muebles y la luz vaciló.

—¿No habéis oído? —preguntó Mercedes a Joaquín y Federico.

Ellos se miraron.

—Sí, suenan pitos, ¿oyes? —advirtió, inquieto, Joaquín.

La nena gemía y se movía ahora tardamente en su cuna, como sacudida en su sopor por la onda sangrante.

—Voy a ver.

Joaquín descendió con prisa por las escaleras. Fermín, el portero, no sabía de qué se trataba. La algarabía de los silbatos se encrespaba. Salió a la calle.

—¡Una bomba, Virgen santa! —sollozaba una mujer, con pañuelo en la cabeza.

El ir y venir de sombras fugaces, movedizas, sobre los adoquines.

—Vaya a la Rambla a ver qué ha sido, Fermín.

En la Rambla se estaban formando grupos. Al poco, el galopar sonoro de los coches de los bomberos, con sus lúgubres campanillazos.

—¡Qué espanto… Dios mío! —Una madre joven, que estrechaba a una chiquilla contra su pecho, corría apresurada, arrimada a los muros, monologando, hacia la Plaza Nueva. —Una bomba en la calle de Escudillers —balbució, lívido, Fermín, ya de vuelta.

Joaquín volvió a subir. Sentía en su pecho ese peso sombrío de la noche y sus oídos destrozados por el clamor de los gritos, de los silbatos, su cuello como atenazado.

Se repuso, antes de entrar.

—¿Qué era?

Mercedes sonreía, tranquila; la cabecita de la recién nacida quedaba oculta junto al seno por un pañolón de seda; sorbía ávidamente la savia materna.

—No sé, Mercedes.

Callaron. Pero Mercedes sonreía aún, contemplando a su cría, perfectamente tranquila. Con su índice acariciaba suavemente la manita del pedazo de alma que acababa de serle regalada; era como si no existiera nada más. Federico y Joaquín se miraron; estaban pálidos.

—Tomad un poco de coñac —dijo ella—. Está en la despensa.

Renació en la industria una cierta normalidad. Los pedidos de provincias fueron llegando regularmente. Pero el beneficio no era el de antes. En ningún momento trabajaban ya la totalidad de las máquinas. Rius exigía a sus operarios una mayor atención. Había que encontrar las materias más baratas, acentuar el rendimiento y demostrar que se sabía trabajar. Varios clientes protestaron de la calidad de los aprestos. Rius había llegado a hacer de la cuestión de la cola un motivo personal de disputa con el raro jefe de la sección de Aprestos, Campins. La llegada al feudo de este era siempre temida por el pelotón de confianza que acompañaba a Rius.

Orlau y el joven Llobet opinaban, es cierto, que Campins no estaba a la altura del puesto que se le asignaba. El fallo de muchas piezas provenía de la escasa preparación de Campins, que era un obrero puesto al frente de la sección por razones de antigüedad, incapaz de romper una rutina o de tener una iniciativa. No se explicaban cómo el dueño había pasado sin más que unos gritos la quema de unos tejidos que hubo que regalar meses atrás. Pero también es cierto que Rius exigía un apresto normal de encolados baratos, y que entre todos los posibles aprestadores era Campins, al cabo, el jefe más dócil, sumiso y apocado. Orlau y Llobet advertían con razón que, en igualdad de conocimientos técnicos, nadie en la sección de Aprestos se hubiera dejado atropellar tan satisfactoriamente por el dueño como su actual jefe.

—Eso es un lavadero —vociferaba Rius—. ¿Usted cree que se puede encolar así?

—Señor Rius, la cola…

—Déjese de excusas. No entiende una palabra. No serviría ni para aprendiz. Un día lo acabaré de un golpe.

Los anónimos se sucedieron sobre la mesa de Rius. Estaban redactados utilizando letras de periódicos pegados pacientemente en papeles, y denotaban una perfecta información sobre la vida del fabricante. En uno de ellos se hacía alusión al trato que Rius daba a sus obreros: «Se te escucha, tirano. Aprende a hablar a tus semejantes si no quieres recibir tu castigo». En otra ocasión: «Sabemos lo que has hecho en Madrid». Finalmente: «Vuelve al Paralelo. ¿Te atreves?». Los anónimos aparecían inexplicablemente por las mañanas sobre la mesa del fabricante.

Empezó a sentirse preocupado.

Rius ordenó a Pedro, el portero, que redoblara la vigilancia por las noches y a la entrada. Pero a pesar de la vigilancia estricta de este, los anónimos siguieron apareciendo semana tras semana.

Ante el fracaso de unas pruebas de «Quellín», sustancia que debía dotar de flexibilidad a los hilos y que Basereny utilizaba ya en sus aprestos satisfactoriamente, Rius decidió sustituir a Campins. Hízose buscar por Llobet un buen aprestador fuera de la fábrica.

Cuando Campins fue informado por Llobet de la decisión del jefe, solicitó verle.

—No estoy contento de usted, Campins. No dudo de su buena voluntad, pero necesito a gente más apta.

Surgió un inesperado argumento de la boca del aprestador.

—Hace eso porque conoce mis ideas. Pero, señor Rius, mis ideas son mis ideas y…

—Aquí no se habla de ideas, sino de aprestos. ¿Qué ideas tiene usted?

—Siempre las he tenido y por eso me odia. Odia a los trabajadores y vive con nuestro sudor — dijo, airado.

—Queda despedido, Campins. Pase por la caja.

El obrero salió, dando un portazo.

Días más tarde llegó Vinyals, el viajante de Andalucía, con excelentes noticias. Traía en la cartera los pedidos de los tiempos normales.

—¿Qué tal, Vinyals? ¿Cuándo ha llegado usted?

—Anteayer. —Era un hombre gordezuelo y activo, muy charlatán, muy satisfecho de sí y de vivir—. Hay que traer las buenas noticias personalmente, señor Rius, me dije. Y aquí estoy.

Se llevó el dedo a la axila, resuelto.

—En cuanto al terrorismo, aquí estamos todos a pecho descubierto no dudando un instante en dar nuestras vidas si es preciso, señor Rius. Mi mujer está advertida.

Rius no pudo menos que sonreír.

—Gracias, Vinyals, no creo que sea necesario.

—¿Y qué hace la opinión pública? ¿No ha saltado, enfurecida?

—Supongo que a estas horas la opinión pública debe estar paseando por las Ramblas; Vinyals, sorteándose a quién le toca la bomba de hoy.

Apoco formose en el despacho de Rius una pequeña reunión. Habían entrado Llobet y su hijo a despedirse e hizo luego su entrada, tímidamente, el cajero Pamias. Llevaba ya el sombrero puesto y una gabardina de color indefinible, que le llegaba hasta los pies.

Pero lo más ostensivo era el plúmbeo paraguas, que no se separaba nunca de él.

Pamias sentía una irritación sorda y disimulada contra los viajantes. Si algo había, en efecto, antípoda de la nimiedad de aquel ser en constante susurro era la vitalidad, la desfachatez, el descaro y la suficiencia de los viajantes; razón por la cual, al advertir el movimiento en el despacho del jefe, había entrado a participar en los comentarios aunque solo fuera por ver qué es lo que pensaba Vinyals de eso. Y a discrepar in mente de él.

Los viajantes, por su parte, se sentían impelidos desde tiempo inmemorial a hacer a Pamias blanco de sus bromas; bromas abiertas, sin malicia, tal vez un tanto groseras, pero llenas, en el fondo, de cariño.

—Hombre, señor Pamias, dichosos los ojos —manifestó Vinyals—. ¿Cómo van esas sumas, cómo van?…

El cajero no se inmutó.

Pamias, con la cabeza gacha, dio un vistazo circunval al aposento por encima de sus gafas que, inmediatamente, apuntaló en la exigua nariz. Y no pronunció palabra, como si no le afectara la, a su juicio, impertinencia del viajante.

Los viajantes, en efecto, gozaban de una independencia y de una autonomía en su trabajo que, en el fondo, eran envidiadas en silencio por el cajero. Envidiaba asimismo los modales de los agentes, que él confundía con la urbanidad de salón. Ese hombre entristecido y nimio, complemento de un paraguas, estaba molesto al pensar que de él dependían, en definitiva, los envíos de dinero, los adelantos y las liquidaciones que los viajantes percibían, y que eso no era tenido por ellos en consideración.

—¿Qué opina usted de las bombas, Pamias? —preguntole, por decir algo, Vinyals. Pamias había creído descubrir en la pregunta un punto de socarronería. No contestó. Apuntaló sus gafas y miró agudamente al viajante.

—Pan y catecismo —opinó al fin.

Era uno de sus principios, muy de tarde en tarde expresado. Quería decir que con pan y catecismo las cosas podían arreglarse.

—Esa norma se hace ya vieja, Pamias —arguyó Vinyals, riendo a carcajadas.

—No va descaminado Pamias, a mi juicio —intervino el viejo Llobet.

—¿Y qué, le gustó, Pamias, le gustó «La Paloma dorada»?

Pamias mudó de color. Todo lo que en Pamias no era paraguas, gabardina, gafas, sombreros, se tornó lívido, violáceo.

—¿Qué le sucede, Pamias?

Lanzó, irritadísimo, una mirada agudísima, centelleante, contra el viajante. Se adecuó precipitadamente las gafas. Puso, nervioso, el mango de su paraguas en el antebrazo. Se abrochó el botón superior de la gabardina.

No s’hi cansin… —dijo, premiosa y precipitadamente. Salió, con pasos cortos y rápidos.

—Le ha irritado usted, Vinyals. Está irritadísimo; es muy especial —explicaba Llobet padre.

—¿Qué quiso usted decir, con eso de «La Paloma dorada»? El viajante se echó a reír estrepitosamente.

—¡Le hubieran visto, anoche! Él no me vio. Estaba en un palco de «La Buena Sombra».

—¿Pamias?

—Acompañado por una matrona, una odalisca que abulta tres veces lo que él.

—¡Dios santo! ¿Está casado?

—No, soltero —respondió Llobet hijo.

—Eso sí que me extraña de Pamias —decía Rius, nada divertido—. ¡Qué cosa más rara!

—Bah, el hombre se divierte como puede —y Vinyals ofreció la petaca al hijo del contable. Arturo rehusó, pensativo.

A los quince días de haber despedido a Campins —que fue sustituido por un excelente aprestador hallado por Arturo Llobet—, Rius decidió ir a proponer al despedido su readmisión. Sentía un peso en la conciencia. Campins era uno de los veteranos, de los de la época de su padre y le dolía el incidente. Se informó de su domicilio y, por la tarde, después de comer, se encaminó allá. Sabía que Campins vivía en la miseria, desde el despido.

El obrero vivía en la calle de Tantarantana. La escalera era oscura y estrecha. Era una escalera que parecía vacilar, a punto de derrumbarse toda, tal era el desgaste de los peldaños, de la barandilla, la movilidad, espeluznante para el que se aventurara por ella, de los ladrillos en los rellanos.

Hubo que subir cinco pisos. Ya en el paraíso todo era mucho más claro.

—¿Qué desea? —gritó una cascada de voz femenina al cabo de un rato de haber hecho sonar la campanilla, pero sin que la puerta se abriera.

—¿Está Ramón Campins? —gritó Rius, un tanto inquieto.

—¿Qué? —insistía la voz.

—Campins… —gritó, más fuerte aún, el fabricante. La puerta se abrió lentamente.

Era una anciana desmelenada y sin dientes, casi absolutamente sorda, que no comprendió nada de lo que don Joaquín inquiría. En el acto salió una muchacha muy bella, de ojos tristes, negros; se secaba las manos en un trapo.

—Entre.

E hizo pasar al visitante, sin extrañarse y sin sonreír, en un angosto comedor; por el exiguo balcón se veía la colada tendida y un palomar vacío.

—Siéntese, voy a llamarle.

—¿Está descansando?

Pero la muchacha no respondió. Entró en la habitación contigua y se oyó la voz de la chica y el buceo adormilado de la voz del obrero en la realidad. Al poco el obrero hacía su aparición con un sucio birrete en la cabeza, desmelenado y ensoñado; se pasó la mano por los ojos como queriendo cerciorarse de que aquel era, en realidad, Rius. Y sin decir palabra, más que balbuceos, entró de nuevo y precipitadamente en el cuarto.

—Ya voy, señor Rius; ya voy. Un momento —acertó a decir desde allá.

La joven guapa y triste no se había movido del quicio de la puerta del pasillo, donde quedó apoyada, con los brazos cruzados y mirando a Rius. Este se sentía cohibido por la belleza y el descuido, la suciedad de aquella mujer.

—¿Es usted la esposa de…? —lanzose a preguntar.

—No. No lo soy —y no se movió ni inmutó.

Rius aprovechó para observar la habitación. Pegado a la pared presidían la estancia, sobre el papel descolorido y agrietado del tabique, un retrato de Marx y otro de Pablo Iglesias, ambos recortados de una revista gráfica. En el rostro de ambos líderes habían dejado su huella las moscas de tres temporadas. Amontonados en un desvencijado aparador se veían un montón de revistas, novelas por entregas y folletos políticos. Sobre la mesa de madera blanca, por lo visto en curso de lectura, uno, con tapas amarillas, titulado: «La tiranía encubierta y la tiranía al descubierto», perteneciente a la colección «La conquista obrera». Rius alargó la mano para hojearlo.

—Deje, haga el favor —la voz de la mujer le detuvo, hosca.

—No iba más que a hojearlo.

Pero ella no chistó. En aquel instante apareció un muchacho de unos catorce años, demacrado, la tez olivácea, los ojos vivos, el cabello ensortijado, revuelto. Todos los andrajos que le cubrían le estaban cortos. Por lo visto había hecho el crecimiento a la inesperada. Rius desvió su mirada del muchacho al observar su defecto físico: tenía una pierna más corta que la otra y la tullida le colgaba en el aire, muerta.

Quedose junto a la mujer, que le pasó el brazo por el hombro. En aquel instante, por fortuna, salió Campins, peinado y sin birrete.

—Me tiene usted que perdonar. Pase, pase.

Y le llevó a un minúsculo cuartito oscuro, en el que no cabía más que un diván —utilizado seguramente como jergón, por las noches— y una mesilla.

La mujer joven acababa de aposentarse nuevamente en el quicio de la puerta.

—Largo de ahí —ordenó Campins—. ¿Qué te importa lo que hablaremos? —se levantó a cerrar la puerta.

—¿Es su esposa?

—Es mi hermanastra.

—¿Y el chico joven?

—Mi hijo —contestó Campins—. Tuvo una desgracia, de pequeño.

—¿No tiene madre?

—No, señor.

—Me perdonará que haya venido a su casa. En realidad, tenía necesidad de suplicarle…

—Usted dirá —inquirió el obrero, como desconcertado, titubeando entre el amo y el ideal.

—Quisiera que volviera usted a la fábrica. Conozco su situación… El obrero recelaba.

—Estoy dispuesto a readmitirle.

—Señor Rius… —exclamó, lleno de zozobra, el otro—; mis ideas…

Casi temblaba.

—Yo vengo para ampararle a usted, para hacer que usted prospere con su familia de una manera honorable. ¿Es usted realmente un convencido?

—Ah, señor Rius, las ideas son aparte, aparte… No toque usted ese asunto, porque me veré obligado a…

Tardo, el obrero empezaba ahora a reaccionar de la sorpresa.

—Mire usted, señor Rius, en confianza —y bajaba la voz—. Me compromete usted, me ha comprometido usted gravemente viniendo a casa. ¿Sabe usted? Yo me debo a la Sindical. Si me admite sepa que yo me debo a mis ideas.

Rius se levantó.

—Será mejor que dejemos las cosas tal como están —dijo.

Al bajar por las escaleras no podía apartar de sí la imagen del tullido de quince años, la seriedad, la hosquedad de la bella mujer. Hermanastras, hijos sin madre; la vida realizada sin precaución, sin método, según se presenta. Los pegotes de las paredes, la pusilanimidad del obrero, la miseria doblada de abandono; el hedor de los cuchitriles en que viven, frente a los palomares vacíos…

El anónimo autor de los anónimos, que había pasado varias semanas sin dar señales de vida, reemprendió sus ataques semanales con una puntualidad que dio a Rius evidencia de la seguridad que aquel sentía en sí mismo. En la mañana de cada sábado el papel amenazador era depositado sobre la mesa del despacho. Decidió, en vista de la desidia del portero, hacer una noche —la noche de un viernes— la pesquisa por sí mismo.

Introdujo la llave en la pequeña puerta de oficinas. Pedro, el portero, estaría haciendo su rodeo nocturno. Silbó, para avisarle, de una manera peculiar, que Pedro conocía bien. El silencio y la oscuridad eran absolutos. Alumbró su lamparita de bolsillo, que había llevado consigo, y subió por la escalerilla a su despacho.

Iba ya a entrar en él cuando le pareció oír un rumor. Paró en seco y se hizo a un lado, apoyándose en el muro. Llamó, en voz queda, al portero.

—Pedro.

Pero el silencio seguía siendo absoluto. Un gato maulló en el tejado.

Iluminó de nuevo su lamparita y entró en su despacho súbitamente. Lanzó el haz de luz contra las paredes —el armario, el archivo, los proyectos y el retrato de la reina en la pared, la figura de su padre en el gran cuadro. Y sobre su mesa: todo estaba en perfecto orden. Respiró hondo.

Iba a sentarse en su butaca cuando apercibió distinta, claramente, rumor de pasos y el ruido de un cerrojo. Volvió a llamar más fuerte a Pedro, y aguardó. De pronto, de la manera más sorprendente, se hizo la luz, plena, deslumbrante, en la ancha nave de las máquinas. Quedó todo perfectamente iluminado, como si se trabajara, pero no se oía un rumor. Quedó cegado por el resplandor. A los pocos segundos, con una algarabía infernal, sonaron todos los timbres de la casa. La respiración de Joaquín Rius se hizo alterosa, pero en el acto se sobrepuso. Abrió de par en par la ventana de la sala de máquinas.

—Pero, ¿qué pasa? ¿Quién ha dado la alarma?

El eco le contestaba.

En seguida oyó un rumor apresurado de pasos por la escalera. Salió de su despacho.

—¿Qué ocurre?

Frente a él estaba, respirando, desordenadamente, Arturo Llobet. Pedro y dos de los carreteros, con cara de sueño, y el abrigo echado sobre los hombros, acababan de llegar. Los cinco se miraron, sorprendidos.

—¿Qué ocurre? ¿Quién ha dado la alarma?

—He sido yo —afirmó, velada su voz, Arturo Llobet.

—¿Y qué hace usted aquí a estas horas? —clamó.

Pasaron al despacho de don Joaquín.

—He pasado tres noches durmiendo en ese diván —y señaló el diván del despacho de don Joaquín—. Anteayer Pamias se llevó del despacho un paquete que me intrigó; he registrado todos los muebles de su despacho. Se trataba de folletos de propaganda de una secta. Tenía aquí guardada una correspondencia interesantísima. Si usted me lo permite voy a mostrarle algo atroz. —Pasaron rápidamente al despacho de Pamias—. Vea —prosiguió Arturo, abriendo un enorme sobre del que sacó unos papeles, de los que dio uno a Joaquín—. Vea usted mismo.

«Agua Marina se portará bien y sin cuidados antes de medianoche. Topacio deberá estar prevenido para la colecta. Sin falta hay que mantener vivo el recuerdo en los tres Nardos iniciados y no olvidar al Panteón en la hora dicha».

Pasó la vista por innumerables comunicados de este estilo.

—Vea aquí la coincidencia de la fecha de este sobre —señaló. Llobet. En efecto, en la envoltura Pamias había trazado dos fechas.

—Son las de la bomba de los Cambios Viejos. Pamias recibía estas consignas entonces.

Rius no prestaba el crédito que Llobet a aquellos misterios.

—Pero ¿cómo es posible?

Arturo afirmaba con una seguridad especial.

—He llegado a hacerme con todos los datos que me faltaban y conozco la vida de Pamias al dedillo. Pero mire, mire…

Arturo sacó un segundo pliego de cartas. Buscó entre ellas unas cuantas. Alterado, las mostró a Rius, que quedó de una pieza.

—Lea la firma, haga el favor.

Estaba atónito.

—Mateo Morral… —balbució.

—El autor del atentado de la calle Mayor había vivido una temporada, años atrás, en la pensión de Pamias. En estas cartas le pide consejo a Pamias sobre muchas cosas que no están lejos de la motivación del atentado. Esa S sobre la que hablan en la carta es nada menos que Soledad Villafranca, la querida de Ferrer. Yo he perdido la cabeza desentrañando eso. El bueno de Pamias es amigo de Ferrer y Guardia, de Soledad Villafranca, era amigo de Mateo Morral, de… Vea, vea.

A la tarde siguiente Rius cogió sombrero y bastón y salió precipitadamente tras de Pamias. Le seguía a larga distancia, pero sin perderle de vista por los terraplenes.

Por la calle Viada, pasados los minúsculos chalets baratos de la encrucijada, se dirigieron ambos, perseguido y perseguidor, hacia el Paseo de la Industria.

Confundido entre los demás pasajeros ya en el tranvía Rius no sería visto por el cajero, que había entrado en el interior y se había sentado, hurtando el puesto a una mujer que forcejeó con él unos instantes en la portezuela, y a la que venció interponiendo su paraguas.

En la plaza de la Universidad, al fin, Pamias hizo ademán de levantarse.

Pamias torció por la calle de Elisabeths; Rius se adelantó. —Pamias —le llamó.

Asustado, sorprendido, al notar una mano sobre su brazo, el cajero paró.

—Tenía necesidad de consultar con usted algo, pero usted había ya salido.

—Diga, diga, señor Rius —exclamó temblando.

—¿No podríamos subir un instante a su domicilio? Es una cosa privada, preferiría estar a solas con usted.

Pamias se azoró. Introdujo a Rius en un portal oscuro.

Subieron por las escaleras. Pamias, vivía, al parecer, en una pensión, en la pensión «La Violeta», según rezaba una placa de latón en la puerta. Añadía: «Trato familiar» y «Toda confianza».

Como el hocico de una rata atemorizada, los dedos de aquel hombre sacaron el llavero de su bolsillo.

Hízole pasar.

Pamias le indicó el camino. Al pasar ante la puerta de madera del pasillo pronunció un «Buenas noches» opaco, que fue contestado por la voz femenina de un ser que estaba, invisible, al otro lado de la puerta.

—Es la camarera —reseñó, sonriendo.

Le llevó hasta el comedor. Típico comedor de casa de huéspedes modesta, con retratos de abuelos, una «Cena» de Leonardo en litografía barata, innumerables bibelots de bajo precio.

La habitación de Pamias estaba casi absolutamente desamueblada; había solamente la cama, de hierro, con un cubrecama floreado, y una exigua mesa, frente a la puerta que daba a la galería. La luz era tenue, escasa, luz de realquilado.

—Tome asiento, señor Rius, tome asiento —y le ofreció una de las dos sillas que completaban la sintética decoración del cuarto.

Sobre la mesilla había un libro de misa. Pamias era, según parecía en aquella habitación, un hombre devoto. Acababan de favorecer tal impresión el descubrimiento, que Rius hizo al azar, de la silla que Pamias le había ofrecido y que se apresuró a retirar.

—Los acontecimientos nos han probado, Pamias, que los obreros no están contentos. Quería consultarle sobre la oportunidad de dar unos premios, unas gratificaciones, de estimular, en suma, a nuestros obreros.

—Pobre de mí, señor Rius, sabe que no soy más que… Los señores Llobet, padre e hijo —y asomaba un instante la picardía a sus ojos— saben mejor que yo las ventajas y los inconvenientes, conocen…

—También ellos serán consultados, Pamias.

—Creo que sí, señor. Rius, hay un germen de descontento. Pero no tiene razón. Están… demasiado bien tratados.

—¿Cree usted?

Pamias se expresó en el sentido de que la masa obrera no tenía el menor derecho a las reivindicaciones que exigía. Era soliviantada sin escrúpulos por un conjunto de vividores que jamás habían trabajado y que hacían profesión de su demagogia. La cuestión social había sido ya suficientemente tratada y determinada por el pontífice, León XIII, y era imposible superar la claridad de los postulados de la Santa Sede. El arrobo de Pamias le permitía, al hacer esta afirmación, exaltarse, vocalizar con claridad, adoptar unas actitudes que nada tenían que ver con las del Pamias de las sumas en la oficina; en aquellos instantes dejaba en paz sus gafas y, ante la sorpresa de Rius, aparecía como un hombre de cultura y palabra nada vulgares. Concerniente al motivo concreto de la consulta, no podía responderle. Él se limitaría a cumplir las órdenes de pago, fuera cual fuere la determinación del dueño.

—Veo que tiene usted algunos libros.

—Lecturas, lecturas. Cuatro lecturas piadosas y algún libro de matemáticas, señor Rius.

Rius había hojeado brevemente un ejemplar de Las Confesiones de san Agustín.

—¿Qué quiere? La vida de un empleado, soltero. Por eso…

—Diga, diga, Pamias.

—Por eso duele más cuando… cuando ciertas personas lanzan su calumnia, su puñado de cieno.

—¿A quién se refiere?

Rius observaba ahora vivamente a ese hombre embarazado por la justificación.

Enojaos y no queráis pecar —peroró de pronto—: He aquí la verdad —ahora susurraba, los ojos agudísimos tras las gafas—. ¿Hasta cuándo seréis de pesado corazón, hijos de los hombres? —Se notaba que estaba en aquel instante enormemente desconcertado, tal vez porque hubiera hecho un esfuerzo demasiado grande; o bien en su inconexión había un punto de equilibrio, de locura—. Sí, ya lo dijo Él —y levantaba entonces su índice hasta casi rozar el rostro de don Joaquín, que se retiraba—: Venid a Mí, los que estáis trabajados.

Y sonrió:

—He aquí mis lecturas, señor Rius —concluyó, con el tono normal—; libros sacros, libros de álgebra. Ya lo dijo también: Escondisteis estas enseñanzas a los sabios y a los prudentes y las revelasteis a los pequeñuelos.

Rius se sentía en aquel instante agobiado por la incoherencia de las citas, por la revelación de ese Pamias que acababa de surgir del alma del cajero y que se aproximaba a él, con los ojos agudos tras las gafas opacas. La luz, esa tenue luz de la bombilla y los ademanes de Pamias, arreglándose ahora nuevamente las gafas, frotando luego una mano contra la otra, pasando la diestra al cuello, que se pellizcaba, impelieron a Rius a despedirse como fuera.

En el instante en que se disponía a hacerlo quedaron ambos enfrentados, silenciosos, mirándose, como si en el interior de los dos hubiéranse desarraigado los caracteres, volatilizado las sustancias de los que estaban formados. No había en aquel instante en el que se miraban, dura y fríamente, el menor punto de contacto. El cajero parecía enormemente fatigado, don Joaquín lo advertía. Y él, Joaquín, se sentía en pleno desconcierto; no acertaba siquiera a hallar la forma de iniciar la despedida con aquel hombre que acababa de serle revelado, del que ignorara hasta el instante aquellos prontos y sacudidas. ¡Cómo, a través de la rendija abierta por las citas del cajero, habían aparecido fondos insospechados, honduras y simas de un alma que empezaba a singularizarse, independiente, monstruosa tal vez! Y eso, esa locura, era entonces algo más que una línea en una plantilla o un sueldo a fin de mes. «Quince, cuarenta y dos, sesenta y nueve, ciento tres, ciento setenta y siete: total, ciento setenta y siete». Pero más allá del total, siguiendo por el vértigo del susurro, deslizándose por la pendiente del monólogo, el espíritu libre se había deformado llegando a las regiones donde el asidero matemático hurga en el cosmos y se confunden las cifras puras con la danza de los astros, Dios con la nada.

Pamias le miraba con su sonrisa; iba a pronunciar, adelantando su mano como el hocico de una rata; entonces, inesperadamente, zozobró la luz, los cristales del balcón trepidaron ferozmente, a punto de estallar; todo quedó un instante como hundido, sacudido por una tremenda explosión que, sin embargo, no hizo mover a los dos hombres enfrentados. Devolvioles, únicamente, de un golpe, en un instante, a la realidad, al mundo concreto exterior, el de las bombas, el de la muerte, en la calle. Había sido una bomba allí cerca —tal vez a los mismos pies de aquel balcón.

—Yo soy uno de esos pequeñuelos, señor Rius… —prosiguió el cajero como si nada hubiera oído—. En mi vida todo es una línea recta así —y trazaba una diagonal en el aire—. Cuando estéis al borde del abismo, llamadme…

—Ha sido una bomba. Aquí mismo.

Le dejó precipitadamente. Bajó a toda prisa por la escalera; se sentía aún alterado por la extraña manera de mirar del cajero. Tropezó con un bulto y lo apartó, espeluznado. Detúvose en el umbral. Llevó las dos palmas de sus manos al rostro. Había en la calle un silencio absoluto y no se veía un alma, en la oscuridad. Lejano, oyó un lamento agudo. Una sombra penetró ahora en el portal de la casa. Él se apartó a un lado.

—¿Quién es usted? —inquirió una voz.

Temblando llevó la mano a la cartera y extrajo un laissez passer que le dieran en el Gobierno Civil. El policía lo leyó a la luz de una lamparita de bolsillo.

—Le aconsejo que no se quede aquí. Suba a su casa.

—Yo no vivo aquí.

—Pues vaya a la suya cuanto antes. Vamos a hacer una razzia a fondo. Apresúrese.

Salió y enfocó hacia la calle del Buensuceso. No se veía un alma. Al pronto notó que alguien le seguía.

—Señor Rius.

Apresuraba su paso, pero el joven Llobet le dio alcance. Rius, sin detenerse, se volvió.

—Yo también seguía a Pamias. La bomba ha estallado en la plaza del Buensuceso.

Apresuráronse por llegar hasta la plaza. Rius sentía miedo, inseguridad, no sabía por qué. La oscuridad le angustiaba. —No le autoricé a seguirme, Llobet. Creo que me está usted espiando. Su padre hace lo mismo. Déjenme en paz.

—Señor Rius, he indagado cosas atroces de Pamias. Van a detenerle. Cosas atroces.

Pasaron ante un bar de la calle del Buensuceso que se había mantenido abierto, con todas las luces encendidas. Del interior llegaba el campanilleo ostentoso y monótono de un organillo-pianola, deprimente.

Llegaron a la plaza del Buensuceso. La plaza estaba solitaria. Solo en el centro, un grupo de policías rodeaba a un cuerpo tendido. En una de las escaleras de la iglesia había una mujer gimiendo. Rius y Llobet siguieron, cruzando la plaza, con la intención de ganar las Ramblas.

—¡Alto, de aquí no sale nadie!

Nuevamente Rius mostró sus papeles.

—Atrás, atrás. No hay salvoconducto que valga —ordenaba el inspector.

Retrocedieron nuevamente hacia la plaza, sumida en un silencio angustioso.

—Esa mujer, esa mujer está herida.

El bulto que gemía en las escaleras de la iglesia había rodado hasta la calzada.

Con la ayuda de unos agentes la levantaron. Rius y Llobet la llevaban de los brazos y los dos agentes de los pies.

—A la farmacia.

A desandar, en dirección nuevamente, a la calle de los Ángeles. Pero la mujer perdía fuerzas.

—Éntrenla aquí, en el bar.

La tendieron sobre dos veladores.

—Que venga el Viático —ordenó el doctor—. Aprisa. Lo está pidiendo y se nos va.

El dueño del bar intentaba parar en vano la pianola, que no cedía a la rutina de las perras gordas depositada antes de que la bomba estallara.

—Si no para usted ese trasto le disparo —clamó el inspector, fuera de sí, zarandeando al dueño. Luego empezó a puntapiés contra el aparato.

Por la calle del Buensuceso se escuchaba la campanilla del Viático, cada vez más cercana. Sacerdote y acólito entraron en el bar. Hubo un silencio súbito. La pianola, en los límites de su cuerda, desfloraba ahora despacio y moribundos los compases de «El vals de la rueda», que, al fin, se acallaron; y resplandeció entonces la llamita de la vela y la del disco blanco de la Hostia. La moribunda—una mujer con mantilla, ya de alguna edad, que había llevado aún, en todo su drama, y sin saber cómo, asida la bolsa de hule de la que emergían unas legumbres tintas en sangre—, elevó imperceptiblemente su mirada; babeaba o balbucía; abrió el rictus de su boca, con sed de esa Sagrada Forma.

Rius había hundido su poderoso mentón en el pecho y su rostro entero estaba contraído, dolorido. Levantó entonces un tanto los ojos, pero no el cuerpo, que se mantuvo arrodillado; la mujer acababa de morir, el Viático había regresado a la iglesia. Y vio, apoyadas en el rincón del bar, detrás de la pianola, dos muletas pequeñas.

—Está usted afectado y conviene que volvamos, tal vez… —díjole Arturo, que deambulaba por el local, junto a la muerta, a la que habían cubierto el rostro con unos sacos.

Rius pasó su mano por la frente. Todo en su imaginación era entonces vertiginoso, inasible. Esas muletas correspondían a la estatura y al defecto del hijo de Campins; recordaba su mirada vivaz, su pelo ensortijado, el encono de su mirada y de la mirada de su hermanastra. Se levantó. Sobre una silla yacían el bolso y la bolsa de hule de esa desgraciada mujer, a la que los hijos estarían ahora aguardando en casa para cenar; las piernas no le llevaban. Apoyó su rostro sobre los brazos, en el mostrador de mármol. Llobet acercó una silla.

El amanecer ha sido lento. Rius se tendió, vestido, en su cama y pudo dormir tres o cuatro horas. Su dormir fue absoluto, total. Se lavó, cambió y desayunó. En el periódico leyó los titulares de una información, según la cual, mister Arrow, un detective de Scotland Yard, había descubierto la trama terrorista; no acertaba a leer bien, pero en la información había una fabulosa mezcolanza de temas: terrorismo, Escuela Moderna, Pamias, Soledad Villafranca, el atentado contra la pareja real, las logias y los estupefacientes. Apartó a un lado esa basura, con gesto de cansancio.

Se trasladó, fatigado, a la fábrica. Los grupos eran nutridos. Las revelaciones de Arrow eran leídas en alta voz por los obreros. El pasadizo que abrían al paso de Rius era más estrecho, más amigable, como si la inesperada irrupción de Pamias en los grandes temas del día creara una fusión entre el patrono y sus trabajadores. Era la comunidad de una popularidad que, del patrono a los trabajadores, repartía a prorrateo sus beneficios por toda la fábrica. Pero Rius no recordaba apenas a Pamias. Los dos Llobet entraron con él en su despacho.

—Ocupe el lugar de Pamias, mientras resolvemos esto —ordenó al hijo del contable.

Este entró en el despachito del cajero. Al poco hizo su entrada nuevamente en el despacho de Rius, llevando consigo, con gran turbación, un sobre cerrado.

—Es de Pamias, para usted —y lo entregó a Rius.

Con gran tranquilidad, Rius, muy postrado, abrió el sobre, tras haber leído su nombre, escrito por Pamias, en la cara anterior de la envoltura.

Del sobre cayó un llavín, que el viejo contable se apresuró a recoger del suelo.

La misiva decía:

Admirado y siempre respetado jefe: Las circunstancias me obligan a abandonar momentáneamente mi trabajo —Rius tuvo que hacer un esfuerzo para alcanzar, violentándose, los conceptos—, lo cual hace que le devuelva el llavín de la caja que treinta años atrás me dio el difunto y llorado don Joaquín, depositando en mi modesta persona una confianza que no merecía. Señor Rius, debo decirle que he puesto al servicio de la casa mis conocimientos como cajero y he procurado ser digno de la memoria de su señor padre, y hubiera seguido ocupando mi puesto a pesar de todas las injusticias y de que determinada persona, cuyo nombre me guardaré de pronunciar, que con artimañas ha logrado seducir la joven voluntad de su jefe (que conste que no aludo al señor Llobet padre, persona de mi mayor consideración y estima, sino a alguien de su mismo apellido aunque no de su misma educación y compostura), que esta persona haya usurpado puestos que solo a mi correspondían en la empresa, por mi abnegación y espíritu de sacrificio y probidad a prueba de bomba. Pero, como le digo, eso no hubiera sido obstáculo, si fuerzas superiores no hubiesen reclamado de mí la más completa renunciación a las comodidades de la vida respetable de un cajero de confianza. Mi modestia ha sufrido mucho y solo pruebas irrefutables han podido convencerme de mi destino. La elección que sobre mí ha pesado me obliga a hacer entrega de mi persona para la regeneración de la sociedad y la nueva luz. La antorcha de los tiempos nuevos ha empezado a arder y siento su peso en mis impuras y miserables manos por el camino de la purificación universal, aunque duros de oídos se nieguen a su evidencia. Ni la muerte me espanta, pues conozco la liberación de los seres. El amor suprimirá el mal y no habrá fronteras ni diques para las almas. La Humanidad pasará por grandes pruebas, es necesario que pase por grandes pruebas, antes de la extirpación del cáncer corrompido, y el Eureka sobre la putrefacción, pero de ellas saldrá purificada en la claridad. La policía no podrá encontrarme vivo ni muerto. Supongo que designará cajero a ese joven, pero mi conciencia está tranquila.

Le saluda respetuosamente su atto. y s. s.

JACINTO PAMIAS.

Sentía desánimo y desazón al notar que la podredumbre llegaba hasta sus más cercanos colaboradores, al advertir que la lava de la revolución le asediaba ya.

Pasó el día desazonado, en su despacho. En el exterior chillaban los niños de los obreros y al otro lado trepidaban, infatigables, las máquinas. Pero parecía que algo faltara, esas sumas del cajero susurradas treinta años seguidos y acalladas ahora de manera tan inesperada, tan ridícula y atroz…

Por la tarde empezó a llover. Era una lluvia densa, que amenguó al anochecer. En los caminos cuajó el fango. Rius se dirigió a su casa, apesadumbrado. En ella todo le agobiaba. El recuerdo del tiempo, el de Mariona, los inmóviles muebles sin vida y el rumor de la lluvia lenta en el exterior.

Salió a la calle, lustrada por la fina llovizna, que era como de pulverizador, tenuísima. La salpicadura de las gotas en la piel mitigaba su dolor. Otra vez respiraba con pausa. El corazón ya no marchaba como antes. Es una máquina que empieza a descomponerse, pensó. Adormilado por la intensidad de sus sensaciones fue deslumbrado impensadamente por el brillo más intenso de algunos faroles, en el Paseo de Gracia, brillo irisado en la rumorosa y etérea llovizna, implacable. Su desazón se amortiguaba dificultosamente. Cerró su paraguas y lo colgó en su antebrazo. Le producía ahora un cierto goce adentrarse, con la frente libre a la lluvia, en la Plaza de Cataluña, inmensa, desguarecida, ridícula con las incipientes palmeras. Estaba casi solitaria, pero en Canaletas se diseñaba la sombra nutrida de las gentes, no se sabe por qué detenidas allí, en los charcos. Hace solo treinta años, pensaba, era eso el límite, casi un arrabal.

Desde esta lejanía veía moverse esos grupos, escuchó unos gritos, captó la rápida aparición de un jinete con un sable, más gritos. Todo nublado, difuso y blando en la noche. «Es una carga de la policía», pensó. Ensoñado, torció lentamente, las manos hundidas en los bolsillos del gabán, hacia la Puerta del Ángel. Allí la luz era más opaca, el agua de los charcos más espesa y en la calzada la incierta sombra de un tenderete de castañas, aterido, como una lámpara votiva en plena calle, cuajaba en diagonal el escaso lagrimón de una luz de acetileno. ¡Cuán intensa es la sombra de los muros con lluvia, en esas calles anchas del invierno! Solitario, al fondo, el siniestro farol encumbrando a la borrosa pulpa de su luz, y a la derecha, en la entraña sombría de un portal mal alumbrado, el susurro de dos sombras juramentadas, fundidas, el escorzo aciago de una pugna en la imposible entrega.

Por la calle de la Puertaferrisa había caminado lentamente, muchos años atrás, sosteniendo el hacha en la procesión, y mirando a lo alto. Mariona reía en ese balcón. Ahora es un mar de sombras. En la desembocadura, el charol vacilante de la Rambla le devuelve la noción plena de la ciudad. Media docena de jóvenes, con los abrigos desabrochados, dudando inquietos entre huir o regresar, se yerguen mirando en dirección a Canaletas, atentos a la actitud de la policía. Ni la lluvia les calma, piensa. Pero hoy no hay himnos. No aciertan a cantar, bajo la lluvia.

Prosigue, con lentitud, por la acera izquierda de la Rambla. Los transeúntes se guarecen bajo la marquesina del Liceo. No llueve, pero han quedado allí, retenidos. Él queda un instante, sin saber por qué, bajo la marquesina. De su lado parte, brincando como un insecto, un bulto blanco, y Rius se apoya violentamente en el muro. Recobra de pronto la noción de sí. El hijo de Campins, brincando con sus dos muletas, gana la calzada central de la Rambla y, veloz, se pierde por ella en la neblina, en dirección al Arco del Teatro. Rius siente frío, vuelve .a caminar. Su paso es, nuevamente, de una gran lentitud. Se introduce en la calle de San Pablo. Una sombra le acomete. Es un hombre que oculta su rostro en las solapas del abrigo.

—Fuego, por favor.

Palpa los bolsillos de su gabán.

Rius hace un signo negativo; no, no, sigue andando. De los balcones trasciende una luz menguada. En un bar vociferan tres mujeres. Rius vuelve atrás y, en las Ramblas, apresura sin darse cuenta el paso. Frente al «Café de la Rambla» un policía le detiene.

—La documentación, por favor.

Se palpa los bolsillos. No la encuentra. Al fin da con ella. El policía parece auscultarle con los ojos. Se aproxima a la luz de un farol y le devuelve el papel.

—Apresúrese —le dice—. No se entretenga.

Cruza nuevamente la Plaza de Cataluña. Sus botas se meten; a traspiés, en los charcos. Él lleva ahora una de sus manos a sostener las dos solapas del gabán que cubren su cuello, pues el frío es intenso. Al entrar nuevamente en la calle de Caspe el panorama se le antoja familiar. Siente miedo de la noche, de esta noche. La vida es vacilante como la llama de un farol.

Dan las nueve en el reloj de la farmacia, cuando pasa ante ella. Al perderse el eco de las horas, fugaz en la neblina, un bronco estampido, único y atroz, hondo en la noche, quiebra imperceptiblemente el polen lento de la lluvia, a contraluz en el farol cercano. Después, el silencio, y el siseo súbito de una ráfaga de viento. Joaquín Rius está ya en la entrada. El portero, que cenaba en su garita, ha salido de ella, aturdido por la lejana explosión.

—Sí, sí, otra vez. Cierre el portal.

¡Qué noche triste, Señor, qué noche triste! Ten piedad.