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DURANTE LOS MESES DE VERANO la fábrica trabajó a pleno rendimiento. Rius tuvo la fortuna de que le fueran adjudicados íntegros unos pedidos de Intendencia, con los que se trabajó el verano entero. Se enteró de que la Policía había estado a punto de pillar a Pamias, pero que este, astuto, había conseguido burlarla nuevamente. Rius recibió aún unos anónimos, sin duda, del ex cajero, en el curso del verano, pero ya no les prestaba atención. Más le inquietó la realidad social que empezaba a plantearse sin tapujos en la entrada de la fábrica.

—Buenos días, señor Rius.

Algunos se quitaban la gorra. La mayoría permanecían cubiertos.

El hijo de Llobet, quitándose el sombrero, se volvía a verlos, mientras el fabricante introducía la llave en la cerradura.

—Se le saluda, señor Rius.

—Buenos días.

—Buenos días.

Y sabía que, a sus espaldas, se fraguaba la acción, que todos ellos estaban ya de acuerdo en contra suya.

Desiderio estaba veraneando en Santa María. Él fue, en dos ocasiones, a la finca. Pero no podía soportar ahora aquella inacción. Parecía como, si al tener de nuevo la fábrica plenamente en marcha, no pudiera permitirse la menor distracción.

Y entró el otoño con ráfagas violentas, bruscamente. A fin de verano, en vísperas de la Merced, habían estallado dos bombas casi simultáneas una en la Plaza Nueva, otra en la calle de Fernando.

A mediados de noviembre aparecieron en los muros de las fábricas pasquines reclamando la jornada de nueve horas. Pronto la campaña en pro de la jornada de nueve horas desbordó en intensidad y dirección a cuantas habían sido llevadas a término por los Sindicatos hasta el momento. Denotó ya, desde los primeros instantes, una organización, una «técnica» perfectas. Eran repartidas proclamas a la salida del trabajo. Las sirenas ululaban desgarradamente, como presagio. Lo que inquietaba más era la prudente reserva que los Sindicatos hacían de su fuerza. Durante largos días la campaña de agitación se fue desarrollando lenta y progresivamente. Los obreros, al dejarle paso, ocultaban una imperceptible sonrisa. Más que la perentoriedad de la aplicación de las nuevas bases parecía que importara la extensión y profundidad de esa «reclame», de ese lujo propagandístico, la exhibición del descaro. El nerviosismo de los fabricantes acreció. En lugar de esperar a que la demanda se hiciera a las claras para reaccionar, muchos de ellos, descompuestos, aceptaron prematuramente el reto. El joven Basereny —que había tomado las riendas de su fábrica— fue apaleado en una calle oscura. Rius decidió mantenerse impávido, sin reaccionar.

La comisión entró a darle cuenta un sábado de los acuerdos del Sindicato, que habrían de ser aplicados bajo amenaza de huelga general.

Primero había hecho su entrada el viejo contable. Estaba desencajado.

—Señor Rius, el Comité pide verle.

—¿El Comité? ¿Qué Comité? —inquirió, afectando no comprender.

—El de la fábrica. Han dejado el trabajo y piden verle. Los delegados del Sindicato en cada sección.

—¿Esas tenemos? Que pasen.

Quedó sorprendido al ver que presidía la comisión un veterano a quien tenía por hombre apacible, un tal Rodergas. Este fue parco en palabras. O jornada de nueve horas o huelga general.

—¿A qué se debe esta demanda? —inquirió, seco, Rius.

—Con su fuerza ustedes nos contratan a nosotros para que les trabajemos. Nosotros no tenemos más remedio que aceptar, pues la constitución de la sociedad burguesa nos obliga a someternos al pacto del hambre, y a la esclavitud. Pero nosotros nos valdremos de la necesidad que los patronos tienen de nosotros, en mucha mayor proporción que ustedes se valen de nosotros ahora, que necesitamos de ustedes.

—¿Dónde ha leído eso, Rodergas? —dijo enojado.

—Yo no leo, señor Rius. Eso de que los obreros llevamos en la cabeza lo que leemos en libros de otros se lo hacen creer a ustedes los curas en los púlpitos.

—La sociedad es una máquina delicada que hace muchos siglos que empezó a funcionar y que hace muchos siglos que se está perfeccionando —atajó airado Rius.

Rodergas se mantenía impávido.

—El obrerismo es nuevo. Hace cincuenta años no había problema obrero porque no había obreros. Hace cien años aún había esclavos. La sociedad será muy perfecta, pero va evolucionando con las necesidades —y Rodergas también levantaba la voz.

—Bien —indicó Rius—. Consultaré con mis colegas. Pero si depende de mí no tendrán ustedes esa jornada.

De pronto se sulfuró.

—Además —lo decía con suprema ira—, además, no harán ustedes nada… nada… Todo es boquilla, y nada más… Organizarían ustedes una farsa ridícula… Ande, váyase a… la Sindical… No me hagan perder más el tiempo —y cerró estruendosamente la puerta tras ellos.

—¡Diablo! —exclamó, fuera de sí, ya solo, propinando un puñetazo sobre la mesa de su despacho—. ¡Qué majadería!

Tanto que Llobet, que había asomado su cabeza cana por la puerta, la retiró y cerró de nuevo, amilanado.

Desde el ventanal que daba al patio, a la salida, advirtió cuán distinta era aquella noche de las noches corrientes. Fuera ya del patio, en el camino y por los terraplenes, los obreros hablaban agitadísimos, formando grupos. No podía oírse lo que decían, pero daba la impresión de que los pareceres estaban divididos. Por lo visto, no todos, ni mucho menos, eran afectos al Sindicato. Los sindicalistas o sindicatos eran, sin embargo, los más jóvenes y los que más gritaban. En un momento creyó Rius que habría altercado serio: de tal manera los ánimos contrapuestos se hallaban excitados. En el centro de un grupo, Roig, antiguo en la casa, en la que empezaba a encanecer su opulenta barba rojiza, era acorralado por tres vociferadores, uno de ellos una mujer. Desde su ventanal Joaquín vio cómo, antes de que llegaran a agredirle, se filtraba por el grupo Arturo Llobet, y, llegando a los tres agresores, hablaba con energía con ellos. El grueso obrero de las barbas se retiró, gesticulando aún a su vez.

Luego vio salir al patio al portero, Pedro, que venía de dar el pienso a los caballos de tiro, y cerraba la pesada puerta de hierro, los goznes enmohecidos de la cual hacían resonar su herrumbre hasta la ventana. Todo ello aparecía cubierto por la neblina oscura de la fatiga, por el sinsabor, por la amargura conformada de Joaquín Rius, ya tan acostumbrado a considerar como ajeno a lo propio, a que entraran a saco en sus cosas cuando creía poseerlas más.

Le parecía que si le dijeran en este instante: «Ahora tiene usted que entregarnos su alma», les respondería: «Ahí va»…

—¿Le espero, señor Rius? —era el contable, que asomaba su cabeza cana.

—Sí, Llobet. Ahora voy.

Y con un nervioso movimiento de cabeza, con un chasquido incongruente en la boca, ahuyentó su desazón.

Por los oscuros terraplenes el contable y él caminaban ahora en silencio.

—Agárrese a mi brazo, Llobet.

Y luego, mirándole:

—Le tengo dicho que debe usted salir antes. No tiene ya edad para andar a oscuras.

Llobet no respondía. Era la misma reprimenda de .todas las noches, reprimenda que duraba hasta la parada del tranvía.

—Creo que Basereny ha tenido que comerse mil piezas de la temporada pasada —dijo el contable según costumbre establecida.

—El joven Basereny es un loco, que creyó que podía ponerse a fabricar «fantasías» como si se tratara de «negros» o «rayadillos» —argüía Rius, intentando distraerse—. Ahora se ve su equivocación. Las «fantasías» son flor de un día. Si esas mil piezas fueran de panas o de gabardinas, podría soportarlo; el viejo Basereny se irá a la ruina por culpa de ese joven. Y al joven le han roto la cara por atolondrado. ¿Ya sabe usted lo que hizo? Caminaban, a ciegas, por la calle Viada.

—Apóyese en mi brazo, Llobet.

Salieron a la plaza de Aleu.

—Agarró por las solapas nada menos que al delegado de los Sindicatos y le quiso pegar en el momento en que, con sumo tacto, Moixó acababa de resolver satisfactoriamente su huelga. Será una suerte para ellos tener retenido ese stock. Los obreros temerán el cierre de la fábrica y se portarán como unos ángeles.

Esperaban el tranvía.

—¡Fantasías, fantasías! —mascullaba Rius—. Ya no se llevan las americanas de cordel, de doble corte, ¿ve usted? Eso lo lanzó López Arnau al llegar de París, como si llevara consigo la torre Eiffel.

—A los fabricantes que no tienen especialidad les conviene atontar a los mercados con lo que sea —corroboraba con voz suave el contable.

—Y los sastres están encantados —proseguía Rius—. Pero que a nosotros nos dejen con nuestros «caquis» y nuestros «negros», aunque nos llamen «La Funeraria». ¡Qué más quisieran ellos!

Parecía que Llobet temiera algo en la semipenumbra. Miraba a todos lados, escudriñando en la oscuridad. Rius, menos cauto, esperaba tranquilamente al vehículo.

Cuando Llobet le dejó en la puerta de su casa notó Rius con qué ademán el viejo contable se había arreglado las solapas del abrigo, arrebujándose en su bufanda. Vio alejarse al contable, curvado en la oscuridad, con pasitos cortos y vacilantes.

Dentro de la fábrica todo siguió igual, pero la prensa extremista arreció la campaña; a la entrada de la fábrica empezaron a verse caras forasteras y el rostro de los trabajadores no dejaba lugar a dudas. Al fin, el Sindicato determinó plazos y normas.

Los fabricantes se reunieron. Rius tuvo que pasar por la prueba —desagradable para él como para todos— de tener que acordar algo en común con sus competidores. Estos le nombraron delegado del Textil en la Comisión de patronos encargada de gestionar la solución del conflicto, sea con un pacto con los obreros, sea aceptando su reto. A los pocos días recibió la primera citación de la Comisión para un cambio de impresiones antes de acudir a la reunión mixta convocada por el gobernador.

Tuvo el placer de ver entre sus compañeros a don Jorge Cavestany, largo tiempo ausente. También Moixó participaba en la Comisión patronal, integrada, además, por un representante de la industria metalúrgica, un tal señor Arquer, con facha de «chantre» de basílica; otro de los hoteleros, el señor Viala, ceremonioso como un maître d’hôtel, y el señor Pou, un contratista, por la construcción.

La reunión previa se celebró en los locales del Fomento del Trabajo Nacional. Don Jorge Cavestany, don Cosme Moixó y el señor Viala estaban dispuestos a ceder, tras algunos tanteos, a la exigencia obrera. El señor Arquer y el señor Pou eran, a rajatabla, partidarios de una negativa; tanto en el ramo metalúrgico como en el de la construcción una revisión de jornales y horarios sería la catástrofe. Rius era partidario de llegar a un acuerdo como fuera por un procedimiento de regateo que en el peor de los casos implicaría la cesión de la jornada de nueve horas a los obreros especializados. El peonaje y los trabajadores subalternos se seguirían rigiendo por las normas de libre contrata.

—Esto no puede ser —clamó Pou, con ademán de ex albañil—. ¿De qué le servirá que los subalternos se rijan por un horario libre si los que tienen que hacer el trabajo lo tienen fijo? Yo no puedo hacer mis casas con solo los peones.

—Lo que no podemos hacer —terció Cavestany— es presentarnos desunidos al Gobierno Civil. Es seguro que los obreros, a estas horas, están perfectamente de acuerdo entre sí.

La prudencia, la calma de don Jorge Cavestany se impusieron. Al término de la reunión, que se prolongó hasta dadas las nueve, surgió la indispensable unanimidad para presentarse, como un bloque compacto, a la tentativa de mediación gubernativa.

La reunión estaba convocada a las nueve y media de la mañana siguiente. A los comisionados obreros se les hizo pasar a una sala de espera ornada con pomposos frescos murales, alegóricos de la grandeza catalana; en uno de los ángulos del amplio salón se moría de frío una chimenea de mármol.

Los comisionados patronos vieron, no sin inquietud, cómo el pelotón de los obreros —una partida de bultos azules con alpargatas limpias— era introducido en el despacho del gobernador. Los comisionados patronos aguardaban, con ligero carraspeo de voces y toses dominadas, en un saloncito más íntimo y menos pomposo; en un rincón de este saloncito un viejo amanuense copiaba datos de un mamotreto apolillado. La puerta estaba abierta y por ella se ofrecía el pasillo vacío, polvoriento, que conducía a las más recónditas criptas del palacio, hornos misteriosos de la gobernación.

Al rato, un guardia rogó a los patronos quede siguieran. A través de innumerables pasadizos llegaron ante una pequeña puerta de nogal, labrada y polvorienta. Misteriosamente esta puerta se abrió. La luz, clara, a través de grandes ventanales, les cegó un instante. El gobernador, de pie, les indicó, con sobriedad, los asientos que debían tomar. La mesa tenía forma de herradura. Al lado derecho, de espaldas a los ventanales, estaban sentados los siete representantes obreros. Los siete patronos tomaron asiento en el otro palo de la herradura, frente a ellos; en el eje de la misma, dominando esas dos orillas, tomó asiento el gobernador.

Los patronos entornaban los ojos; la luz era violenta. Así, no podían, por el momento, distinguir los rostros de sus interlocutores. Nublados por el cegador resol, estos parecían como siluetas negras y torvas. La voz del gobernador, grave como la de un órgano, rompió el silencio de pronto.

—Señores, repetidas veces había tenido intención de reunirles a ustedes, patronos y obreros, para que dirimieran delante de mí sus cuestiones. Sin un acuerdo que determine en el acto la prosecución del trabajo en condiciones normales, salvaguardando la consideración, económica y moral, debida a la condición humana, la energía nacional se irá debilitando hasta morir. Muchas veces he recibido las quejas de todos, ora de los obreros, ora de los patronos, y sobre este problema he tenido ocasión de formarme una opinión personal muy clara.

El gobernador hizo sonar una campanilla, y se presentó un ordenanza, al oído del cual su excelencia susurró unas palabras:

—Creo que la situación tiene un arreglo, y que este debe ser definitivo. Ni la postura obrera —y miraba a los patronos, inclinándose suavemente hacia ellos— puede ser tan irreductible que afronte las consecuencias de una huelga general continua… —e hizo una pausa para balancearse del otro lado, insinuándose con la mirada hacia el sector obrero—… ni los patronos llevarán constantemente sus negativas al extremo de hacer de los puntillos profesionales un arma contra sus propios intereses.

Entró sigilosamente el ordenanza trayendo un vaso de agua con un azucarillo, que depositó sobre la mesa, ante el gobernador.

—En resumen: los intereses de las dos ramas de la producción tienen un punto de contacto, una articulación que es imprescindible hallar. Y vamos concretamente a los móviles de esta reunión: la jornada de nueve horas.

Dio la palabra al representante obrero.

—Dentro de dos días, el primero de diciembre, los obreros de todas las ramas exigen que sea aplicada la jornada de nueve horas —dijo una voz honda, segura y rápida—. De lo contrario, quedará decretada la huelga general. La decisión es unánime de todas las ramas. Eso es todo.

Rius se apoyó, rápido, en el respaldo de su silla. La voz que escuchaba era la de Regás. Algo deslumbrado aún vio la mano de su enemigo hacer un ademán rápido, retirándose de la mesa. Hubo un absoluto silencio. Escuchó entonces la voz de don Jorge Cavestany.

—Estamos persuadidos de que…

Pero el constructor Pou se adelantó, inquiriendo, ágil, al gobernador:

—¿Quién es el que decreta?

El gobernador, que sorbía su agua con azucarillo, dio un golpe con la mano sobre la mesa y dejó el vaso, con movimiento airado:

—Señores; para hablar es preciso que sigan un orden. Diga usted, señor Cavestany.

—Decía que estamos persuadidos de que esta amenaza no surtirá sus efectos. Sin embargo — añadía, con calma—, no es del todo preciso que los surta. Sabido es que la mayoría de empresas, sea del tipo que fueren, cumplen tácitamente la jornada de nueve horas, sin que haya habido necesidad de imponérselo.

—El sesenta por ciento de las empresas, y somos generosos con la estadística, trabaja la jornada de más de nueve horas —insistió la voz de Regás.

—Nosotros, los patronos, no estamos sindicados, señor gobernador. No podemos, por tanto, implantar modificaciones en nombre de la clase patronal, modificaciones que no sabemos hasta qué punto serán aceptadas por los demás.

—Si usted me permite, señor Cavestany, eso no es óbice para que ustedes puedan hablar, en este instante, en nombre de toda la clase patronal, y tomar acuerdos por ella. Ustedes han sido elegidos por sus colegas, delegados por ellos. Esa comisión que ustedes forman cumple las veces de una verdadera delegación, estén ustedes sindicados o no. Tienen ustedes sus gremios, sus entidades. Eso no es excusa.

—Si usted me permite, señor gobernador —aventurose a solicitar, ya sometido al protocolo, al contratista, tomando como modelo las maneras de Cavestany—; los obreros tienen todos, sean del ramo que sean, un solo punto de vista: jornada de nueve horas, jornada de ocho horas, jornada de siete, de seis, de cinco, y así sucesivamente sean del ramo que sean. Un albañil estará en eso de acuerdo con un minero o un textil. Y al revés con los jornales: de cuatro, de cinco, de seis, de ocho, cuanto más mejor. En cambio, la fábrica del señor Rius o del señor Moixó no tienen las mismas leyes ni los mismos vencimientos que mis contratos. El señor Rius, por ejemplo, es un decir, quiere ampliar su fábrica —de paso el contratista intentaba captar un posible encargo—; él trabajará, en la que tiene, las nueve horas, pero me exigirá a mí que le tenga lista la nueva fábrica a un plazo previsto y me obligará a trabajar las veinticuatro horas si es preciso, porque en tal fecha le llegan los nuevos telares, porque ha adquirido ciertos compromisos para la inauguración, etcétera. ¿Cómo podemos estar el señor Rius y yo reducidos entonces a la misma jornada?

—Muy sencillo— atajó Regás—. Contratando usted a tantos turnos de obreros como sean necesarios para llenar las veinticuatro horas del día sin que cada uno de ellos trabaje, por un jornal, ni un minuto más de las nueve horas. En fin —concluyó el obrero, presa de contenida hilaridad, dirigiéndose con sorna a sus compañeros de comisión—. Solo faltará que les tengamos que explicar lo que es la jornada de nueve horas.

De las sombras de los comisionados de la derecha surgió un murmullo de jocosa aprobación.

—Nada de explicar, amigo Regás —saltó, clara, rauda, algo temblorosa, la voz de Rius—, nada de explicar. Sabemos perfectamente lo que es la jornada de nueve horas… —Notó los ojos de Regás, visibles ahora, fijarse derechamente en los suyos; él sostuvo esta mirada—. Hace muchos años que sé lo que es una jornada y lo que es un jornal. Le voy a preguntar una cosa: ¿qué exigencia tienen planeada para después de la concesión de esta jornada? ¿Dónde acaba su proyecto? Si pudieran ustedes sujetarse a un compromiso, de alguna forma; la cosa cambiaría.

—Se desplaza usted de la cuestión —advirtió el gobernador.

—Con su permiso, excelencia. Creo que me ciño más que nunca a ella. No pueden ustedes comprometerse, no hay garantía suficiente que les permita asegurarnos contra inmediatas protestas y exigencias. En estas condiciones, ¿no creen que seríamos imbéciles si cuando nos piden la jornada de nueve horas se la concediéramos? Nosotros no estamos sindicados, pero no somos tontos. Si supiéramos que van a cumplir ustedes a su vez su compromiso de dejarnos luego en paz, no la jornada de nueve horas, la de ocho, la de siete, lo que ustedes quisieran…

—No son capaces, no son capaces —Regás volvía a dirigirse a sus compañeros, reclamando su constante aprobación—. ¿O habéis conocido algún burgués que comprara un frasco de árnica antes de que un obrero se hubiera cortado una pierna? —Aprobación rotunda en el elemento obrero—. Si usamos esta táctica es porque sabemos que es la única que les hace mover.

—Señor gobernador —dijo Moixó—, si en esta reunión no se aborda el problema de una manera clara y con vistas a su solución, o si lo que se pretende es abochornamos y hacer demagogia, solicitaré de mis compañeros que me dejen retirar —y ya iba a levantarse.

—Siéntese usted, Moixó, cálmese. —El gobernador dirigió su apacible mirada a ambos bandos—. La postura de ustedes, obreros, es irreductible. Jornada de nueve horas o huelga. La de los patronos lo es también, si en los patronos puede haber algo irreductible. Bien: pues hagan ustedes la huelga. ¿Yo qué le voy a hacer? Avisaré a mis fuerzas y me limitaré a guardar el orden de la calle, que es para lo que estoy aquí. Y me pregunto si después de los nueve, de los diez, de los quince días de huelga general, cuando ustedes, los obreros, ya no puedan soportar por más tiempo la falta de ingresos, y ustedes, los patronos, se inquieten ante la suspensión de pagos y por la inactividad, si no se acordarán entre todos que en el día de hoy desaprovecharon una magnífica ocasión de evitar esa catástrofe. Ustedes dirán.

Absoluto silencio en ambas partes.

—Lo tremendo es que, por mucho que fastidie y perjudique a los obreros, el. Sindicato no hace más que ganar popularidad entre ellos con estas exigencias —dijo Pou.

—¿Y eso a ustedes qué les importa? —sonó la voz de Regás.

—Calma, señores —ordenó el gobernador—. Vamos a hacer lo siguiente: Ustedes, patronos, se reúnen, consultan, acuerdan, celebran con sus colegas los debates que estimen oportunos. Pasado mañana celebramos una nueva reunión y traen ustedes aquí su contestación precisa. Por mi parte— prosiguió, doblándose del lado obrero— propongo la siguiente fórmula transaccional: que en lugar de requerir la contestación en bloque de todas las ramas se divida en tantas cuestiones como gremios. Lo digo en interés de ustedes mismos. Creo que por separado los resultados serán totalmente, o casi totalmente, satisfactorios. En cambio, en bloque, la negativa de un sector provocará la negativa en los restantes.

Hubo un silencio.

—No podemos aceptar este criterio —objetó, al cabo, Regás—. Todos o ninguno.

—Lo que usted quiere —intervino, con indignación contenida, personal, Joaquín Rius— no es resolver la cuestión, sino embrollarla. Este procedimiento es muy de usted, que por otro lado no ha trabajado nunca.

—Cállese —vociferó levantándose Regás—; cállese o… El gobernador se había levantado. Hizo sonar la campanilla.

—Si le dijéramos que no va a haber huelga general tendría usted un disgusto, Regás. Lo conozco bien.

El gobernador daba puñetazos contra la mesa. Comparecieron dos ordenanzas.

—Señores —gritó el gobernador—, no volveré a hacer esta prueba: se ha acabado.

—Es inútil discutir, es inútil —clamaba, exaltado, Rius, mirando con supremo encono a Regás.

—Se levanta la sesión, en el acto —clamó su excelencia. Los ujieres habían abierto la puertecilla. Cavestany daba el brazo a Rius, exhortándole a salir. Regás le miraba, desafiador, diciéndole: «Ya veremos quién gana. Eso sí que lo veremos».

—¡Claro que lo veremos! —le contestaba, envalentonado, Rius, al que Cavestany acompañaba a duras penas hacia la puerta. —Señor Rius —advertía, dubitativo, el gobernador, cuando ya el fabricante no podía oírle—, si dice usted una palabra más, me veré obligado a detenerle. Y ustedes, ustedes…

Se paseaba, lívido, por la habitación.

—No me armen conflictos, no me armen conflictos —clamó de pronto—. Váyanse, váyanse.

Y uno por uno, cubriéndose con las gorras, fueron desfilando. A los dos días quedaba decretada la huelga general.

Desde la embocadura de la calle de Viada, por la mañana, Joaquín Rius presagió el espectáculo. La noche anterior no había dormido apenas. Intentaba tranquilizarse, convencerse de que la huelga no se produciría. Tenía la esperanza de que la decisión del Sindicato fuera, en absoluto, impopular.

Los obreros no le saludaron.

Abrió y subió a su despacho. Al poco entraba Arturo Llobet.

—¿No cree usted conveniente avisar que nos manden alguna fuerza, por si acaso? —dijo el joven.

—No creo que vayan a asaltar la fábrica, Arturo.

—Pero se pueden producir altercados entre ellos.

Rius meditó.

—Sí, no había pensado en eso. Pero no se vaya usted… ahora. Debiera habérseme ocurrido. Puede llegarse Pedro mismo. Es de entera confianza.

Solo pasaron los empleados de oficina. Los obreros charlaban, discutían, acalorados. En algunos se manifestaba todavía cierta indecisión. En conjunto, el número de los que aguardaban no era más que una tercera parte de los que constituían la plantilla de Rius.

Desde el ventanal contemplaban la indecisión de los grupos.

Y avanzó resuelta, tranquilamente, Roig, el grueso operario de las barbas rojizas. Llevaba en la mano su paquete del almuerzo, como si tal cosa. Inmediatamente le siguieron cuatro más; luego otro, joven, rezagado.

Rius tenía el corazón en vilo. ¿Entrarían todos?

Ya estaban en el patio y entraron derechamente en la sala de máquinas. Desde el ventanal que daba a las máquinas observó Rius como, con absoluta parsimonia, el de las barbas se quitaba americana y chaleco y se ponía el guardapolvo. Los demás hicieron lo mismo.

Volvió de nuevo Rius al ventanal del patio. Había empezado de lleno la batalla. Cinco o seis de ellos vapuleaban a tres muchachos que intentaban entrar.

Bajó Arturo. Soltaron a los tres muchachos. Imprecaban al hijo del contable. Eran treinta o cuarenta los que, habiendo descubierto a Rius tras el ventanal, elevaban ahora contra él su puño, le amenazaban e insultaban.

Rius descendió por la escalerilla a la silenciosa sala de máquinas. Se dirigió a aquella tras la cual estaba sentado, pacíficamente, el operario fiel, el de las barbas.

—Gracias, Roig.

—Y qué, ¿no se trabaja? —preguntó.

—¡Qué remedio queda!

—La primera vez desde la historia de esta casa. Si el viejo Rius lo viera.

—Y que lo diga, Roig…

—Son una serie de gandules. No hay ni modos, ni vergüenza, ni nada.

—¿Cuántos años hace que está aquí?

—Exactamente, veintiocho.

—¿Está contento?

—Vamos tirando. Mi hijo es aquel.

Era un muchacho de unos veinte años, que había entrado con su padre.

—¿Dónde trabaja?

—En el agua, de momento.

—Que suba a verme el primer día de trabajo. Le pondré en una máquina.

El día fue desolador. Marcháronse los obreros y llegaron los guardias de Seguridad, tres parejas, que se pasaron el día de tertulia con Pedro, el portero, el cual había sacado a relucir en el patio una botella de aguardiente. Rius, tras haber revisado todo lo que había por revisar en las oficinas, sintió no poder más. ¡Era tal el silencio de su fábrica! Por primera vez sentía que el chasquido estruendoso de los telares era algo consustancial a su ser, y que sin aquel rumor quedaba casi absolutamente vacío. Paralela a la ausencia de ese chasquido sentía la ausencia de los gritos de los chiquillos en el patio. Contemplar, así de golpe, aquel desierto silencioso, sin vida, le daba la impresión de estar a la cabecera de un enfermo de gravedad de nuestra misma casta. Nunca había notado como en aquel instante cuánto la fábrica representaba para él, con qué lazo afectivo tan prieto estaba atado su ser a aquellos muros.

Descendió por las escalerillas hasta el pasadizo de las máquinas. Su empleado Arturo Llobet se había levantado de su pupitre y le contemplaba desde la portezuela de las oficinas. Rius caminaba en aquellos instantes ligeramente curvado, lentamente. Arturo fue a avisar a su padre.

—Vaya, padre, hay que hacerle compañía.

Llegó junto a él. En efecto, la mirada de Rius era honda:

—Ya ve, Llobet, ya ve las cosas.

—¿Y qué se puede hacer?

—Hay que aguantar, Llobet, hay que aguantar hasta donde se pueda. Usted y yo estamos preocupados, pero mucho más deben de estarlo ellos.

Joaquín Rius se aproximó a una de las máquinas. Pasó la palma de su mano sobre el tablero.

—O nos salvamos o nos hundimos, Llobet. No hay término medio.

Aunque Llobet hubiera tenido algo que oponer, no lo hubiera manifestado.

—¿Se acuerda, el año uno, el año dos, qué proyectos teníamos? Y todavía nos quejábamos.

Rius sonreía agriamente.

—Pensar que estuve a punto de empezar las obras…

—Todo vendrá, señor Rius.

—Lo veo muy mal —y seguía acariciando la máquina. Volvieron a caminar, lentamente—. El año que viene, en octubre, Desiderio, mi hijo, estará ya en disposición de venir. Me hubiera hecho ilusión tenerle la fábrica ampliada. ¡Si no hubiera habido ese bajón fenomenal! Y luego, ahora, eso. ¡Y las bombas!

Los días transcurrieron sobre la fábrica vacía con una lentitud pavorosa. Desde su despacho silencioso podía ahora Rius percibir diáfanamente, las manos en las sienes, el silbido de las locomotoras lejanas, que pasaban al otro lado de la cerca, en el sector siniestro del edificio. Los empleados de oficinas trabajaban en silencio. La inactividad era como una pesadumbre mortal. Sin saber cómo, de qué manera, llegaban, mezclados con la correspondencia, los anónimos del misterioso Pamias. Parecía preso por un delirio salvaje al conocer la desdicha de los fabricantes. Rius dejaba a un lado esa basura absurda. Al atardecer entraban los Llobet en su despacho y comentaban la situación, se acompañaban en la tristeza. Arturo le mostró una tarde una larga carta del ex cajero, firmada y rubricada.

Le amenazaba en ella con las más grandes iras y sacudidas de todas las fuerzas de la Naturaleza. Hacía en la carta alusión venenosa al fraude que Llobet había cometido de jovencito en la fábrica de Rius, a expensas, según el cajero, de la probidad a prueba de bomba del responsable de la caja. Le vaticinaba la peor suerte, que él no se preocuparía de amenguar si Supremos Designios dejaban .en sus manos la decisión. Seres como Arturo Llobet eran un oprobio para la Sociedad. La responsabilidad de ese oprobio alcanzaba también a Rius, pero este ya iba camino de saldar sus cuentas.

Rius, más dolorido que indignado, leyó la carta que Arturo le había dejado. Estaban solos en el despacho de Rius.

—Pienso una cosa, al leer eso —dijo, meditativo y profundamente serio Arturo—. Pienso que en la locura de Pamias hay una parte de responsabilidad de usted y… mía. Mía concretamente.

Rius levantó la vista del papel y atendió a las palabras de Arturo.

—¿Por qué dice eso? —inquirió, al La ojeriza de Pamias es completamente arbitraria, Arturo. Se ha posado en usted como podría haber elegido a cualquier otro.

—Creo… Creo que en aquella ocasión debía usted haberme despedido y entregado a los tribunales. He estado meditando mucho sobre eso, y ahora, cuando recibí esta carta…

—No lo entiendo…

—En la mentalidad de Pamias, comprender aquello debió ser superior a sus fuerzas. No le debía caber en la cabeza que un ladrón, eso, eso, un ladrón, fuera perdonado, protegido y encumbrado por su jefe. Él había manipulado centenares de miles de duros sin rozarlos. Y de pronto se descubrió no solamente igualado a mí, sino preterido a mí. Era injusto.

—Se preocupa usted por cosas que ya no tienen remedio. —La locura, señor Rius, empezó aquí.

Para un hombre simple como él, el Bien y el Mal estaban bien delimitados. Aun lado estaban los «probos» y al otro los ladrones. Llegué yo y la divisoria quedó borrada .para él. Se refugió en los libros. Se le llenó la cabeza y acabó en lo peor. Encuentro que Pamias tiene perfecto derecho a justificar ahora a los criminales, casi a creer en la regeneración de la Humanidad por la dinamita. A sus ojos, Mateo Morral es posible que haya sido un ser puro y generoso, no como yo, que no reparé en robar, en tomarle el puesto y en reírme de sus pequeñas cosas, sin pensar en lo que hacía…

—Se equivoca, Arturo. Hay gestos de Pamias que no se me olvidan. La manera como entró en un tranvía, la vez que le seguía, su mirada, su sutileza. Pamias era un hombre propenso a eso.

—Sí, pero no en su origen. Las casi seguras grandes cualidades de ese carácter, su orden, su honradez, su paciencia sin límites, fueron degenerando imperceptiblemente por mi causa. Escarnecido, se defendió como pudo.

—Tal vez en eso sí tenga razón. A esos caracteres cerrados y pusilánimes de los que no han tenido suerte en la vida puede ocurrirles eso. Recuerdo una institutriz de casa de mi mujer, una pobre señora que ha muerto hace poco en las hermanitas, haciendo la vida imposible a las monjas y a todo el asilo. Su rebeldía se manifestaba solo en las cosas más pequeñas. Era un saco lleno de odios atroces y diminutos, de jaquecas sufridas en la soledad, de envidias, de celos, de privaciones continuas y pequeñas. Como no son capaces de herir de verdad, pellizcan. Pero son gentes que no hacen sufrir ni siquiera la mitad de lo que ellos sufren por ser como son…

—Y sin embargo, hay algo en Pamias…

Arturo paseaba ahora con la cabeza gacha, las manos en los bolsillos, buceando en lo más hondo de su criterio.

Proseguía:

—…algo que no puede hacer que le odiemos ni usted ni yo. Su sumisión a estas paredes, su rencor hacia mí y hacia usted son superiores en su ánimo incluso a su triste filosofía. Su actitud le ha encumbrado adonde, en la fábrica, no podía aspirar a llegar nunca. Ahora es un hombre célebre, tiene amigos; un ejército de locos y de desharrapados podría llegar a seguirle casi como a un profeta… Y sin embargo, a través de esas cartas nos indica que no está del todo allí, sino aquí. Parece como si una parte de él siguiera murmurando sumas. Me parece como si estuviera mutilado y lo ignorara.

—Así es en realidad, Llobet.

Rius estaba también pensativo.

—No piense más en eso, Arturo. No le dé vueltas a cosas que no tienen solución.

La noche empezaba a acechar en el exterior de la ventana.

Regás y los dirigentes obreros no habían logrado cohesionar esta vez sus esfuerzos. Planteada la cuestión hubo ramas que, a los diez días de huelga, postularon un entendimiento directo con sus patronos. El bloque había fracasado. Pero la petición se mantenía en pie con las características iniciales. Textil, Hotelería, Puerto, etcétera, obtuvieron, por concesión patronal, la jornada de nueve horas. Metalurgia, Transportes y Construcción, cuyos patronos se mantenían firmes en su negativa, siguieron vagando.

Se admiró Rius de que todos ellos entraran con una tranquilidad tan absoluta al trabajo. Amenazas, insultos, altercados, todo palabras vanas. Entonces advirtió realmente la gravedad de la situación. Todos podían hacerle daño, perjudicarle; él, en cambio, a la hora de exigir explicaciones, satisfacciones, no tendría a quién dirigirse. Al entrar, ellos se quitaban la gorra otra vez, tan campantes.

—Buenos días, señor Rius.

—Buenos días.

—Se le saluda, señor Rius.

—Buenos días.

—Buenos días.

Introdujo la llave en la cerradura y abrió; pero antes de entrar se volvió a verles.

Una serie innumerable de caras beatíficas le sonreían apaciblemente.