II
ASENTADA EN UN LEVE MONTÍCULO, que los años van cubriendo lentamente de pequeñas edificaciones —chalets baratos o garitos de bebidas, arrimados al calor de la industria de Rius—, la fábrica se distingue en la neblina por el rojizo de las techumbres. La forman cuatro cuerpos de una sola planta, asimétricos y desiguales, pero todos igualmente pardos, negruzcos. Solo la tapia que los envuelve es blanca, de cal. Mas no da unidad al bloque esa tapia —que se encarama o desciende por los terraplenes, dejando a trechos que la pared misma de uno de los cuerpos cierre por sí el recinto—, sino el penacho de humo de las dos chimeneas centrales, de ladrillo, torreones de esa ciudadela que tiznan el cielo con el alma de hollín de las calderas.
En letras del tamaño de un hombre, sobre la tapia blanca, cara al ferrocarril que silba lejano, se lee: «Tejidos Joaquín Rius». Del lado de Aprestos, junto al cenagoso discurrir de un torrente, duermen por la noche los mendigos y aúllan perros sin rumbo.
Ese es el lado adverso de la fábrica. El cartel y el torrente, las basuras y los vagabundos que por allí transitan hurgando en los desperdicios, a recoger retales podridos de pana o de lona, son como otros tantos retales podridos de la urbe, desperdicios de la vida; y la fábrica vive de espaldas a ellos. Parece como si en las almenas de ese sector de la fortaleza los centinelas se hubieran dormido hace años.
El hastial delantero es la frente y fisonomía de la fábrica; solo allí se toleró que la utilidad y la fantasía se encadenaran. En el frontispicio de la entrada, sobre la verja maciza, con cerradura enorme como la de las puertas de una ciudad medieval, unas letras de metal dorado, en abanico sobre tela metálica, rezan asimismo: «Tejidos Joaquín Rius».
Este lienzo frontal está cuidado, limpio. No debe diferir del lienzo de entrada a centenares de fábricas similares. Se pasa a un patio de unos quince metros de longitud, que al doblar, en su extremo, se prolonga, hasta el término de la ciudadela. De entrada el visitante observa que lo que está a su vista no es exactamente fabril; es el despacho del dueño y del personal de oficinas. Se sube a él por tres peldaños y semeja vagamente un chalet, perdido. Si se toma la dirección que marca la desembocadura del patio, el olor de paja y estiércol delatará las cuadras. El tinglado siguiente es el almacén: desde el exterior se presagia la húmeda presencia del hilado. Luego un ancho tramo vacío; a partir de aquel punto se entra en el corazón de la fábrica. El muro de la izquierda es inconfundible: estruendo de telares. Junto al visitante se elevará de pronto la doble columna enorme de las chimeneas de humo errabundo y se sentirá un calor angustioso. Las calderas están encendidas. De la derecha, avanzando aún más, se sentirá el acoso, el agobio de un penetrante olor químico, a sebo, a cola, a alquitrán: Aprestos y Tintes, dos grandes departamentos al fondo del pasillo, comunican entre sí y con telares. De esos compartimentos entran y salen constantemente contramaestres, mayordomos, operarios o algunos empleados de oficinas. Al penetrar en la ancha nave de las máquinas, viniendo de Aprestos o Tintes, nadie dejará de dirigir su mirada, un instante, al ancho y chato ventanal tras el cual Rius, el dueño, preside y dirige la empresa como un capitán en su puente.
Y es que con solo pisar las losas del patio de la fábrica todo el ser del fabricante se ha puesto en tensión. Los obreros que aguardan formando grupos, se separan maquinalmente para dejarle paso. Él se dirige, directo, a la puerta lateral de entrada, junto a la grande de la verja. Saca la llave y la introduce en la cerradura. Hay algo de movimiento ritual, religioso, en su manera de introducir la llave, de darle la vuelta. Eso es el emblema de su categoría, de su supremacía y el símbolo de la continuidad económica, familiar y social. Hasta que él no haya llegado a su despacho no podrá Pedro, el portero, abrir las anchas puertas de hierro. Desde su despacho oye el graznido de la herrumbre resonar por el aire. Y luego el murmullo de los pelotones de trabajadores que entran a trabajar. Entran como una fuerza ciega, como una lava. Entran por centenares. Desde la ventana que da al patio observa a esa masa amorfa discurrir a sus pies, puertas adentro. Volviéndose, al otro lado, a la amplia ventana que da a la sala de las máquinas, contempla como esa masa se desmenuza, diluye y personaliza. Un simple tránsito a través de una puerta abierta y ya puede reconocerlos, dominarlos… Cada cual ante su máquina, ya todos ellos son otros. Y, lentamente, aquel mundo se pondrá en ebullición, en movimiento. El chasquido de los telares se elevará, estruendoso. Al poco, del otro lado, apercibirá unos gritos tristes de niños, los hijos de las obreras, esos gritos entristecidos de un niño que le hacen pensar en su niñez sin gritos, que le recuerdan la calle de la Paja, la imagen del hijo del panadero, la de su madre secándose las manos en el delantal…
Pero es preciso no distraerse.
Se sienta en el sillón movible, hace sonar el timbre, y entra en el despacho el contable con los asuntos del día.
Llobet, padre es ya un hombre de sesenta años. Impecable en el vestir, si bien al tono mate, sin relieves, que por su cargo le corresponde; gris, casi cano el pelo; mediana estatura, peinado atrás, ligeramente obeso, erguida la frente y el pecho en la actitud que precede a la inclinación de cabeza es, exactamente, la expresión del contable, del hombre de confianza. Su actitud reverencial, su absoluta seriedad, la nobleza y la claridad de sus observaciones no han menguado un ápice. Un dije, con el esmalte de la esposa, prende del chaleco.
Además de la carpeta de la correspondencia, del muestrario, y de una tercera carpeta con los asuntos pendientes, el contable Llobet lleva hoy consigo —último día del año y del siglo—un enorme libro negro que parece cuidar como a un niño en peligro. Las dos manos gordezuelas oprimen su lomo con suma precaución. Las tres carpetas le llenan las axilas y avanza con pasos cortos y el rostro sonriente.
—¿Ya está? —inquiere Rius.
El contable asiente. Rius recoge el libro y, con rápido movimiento de los dedos, hace girar las hojas como los planos de un calidoscopio. Deja el libro a un lado.
—¿A qué hora terminaron?
—A las dos.
—¡Todos los años lo mismo!
Pero se da cuenta de que, pese al retraso, el «Mayor» fue puesto al día y de que Llobet espera una felicitación. Esta consiste en una simple sonrisa que se desvanece cuando el contable se libera de las tres carpetas.
Empieza por la correspondencia. Lee con atención media docena de las cartas. De pronto su semblante muda de expresión.
—La partida Bofill —y musita, luego, en el colmo de su compunción, el contable—: Las panas…
Rius se levanta de su sillón.
—Es la tercera reclamación que nos llega. Ahora veremos esas panas. —Su mano izquierda lanza sobre la carpeta, con desagrado, la carta oprobiosa.
Cierra la carpeta y, sin mirar a Llobet y profundamente enojado, adelante la mano en espera de la segunda. Llobet le entrega la de asuntos pendientes.
La abre y fija su atención en una hoja, que desdobla, de papel satinado. La deja luego, desdoblada, sobre su mesa y se sienta de nuevo, saca del bolsillo superior de su chaleco un lapicero. Con la punta va señalando y comprobando en las columnas de cifras manuscritas. Su atención salta de pronto.
—No podemos seguir así, Llobet —dice—. Esas lustrinas van bajando. Ramoneda me aseguró una cifra para esta semana.
—Las sargas de Basereny…
—¡Qué, Basereny! Ir de cliente en cliente como a pedir limosna. Se nos escapan… ¡Ramoneda!
Llobet sale disparado, con sus pasitos cortos. Entra al instante con Ramoneda. Es un joven empleado, lívido y escuálido, de porte atildado.
—Señor Rius… —impetra, saluda y explica.
—Batllori para Basereny, Bofill para Basereny, las «Reunidas» para Basereny. ¿Se han propuesto dejarme sin clientes? ¿No se avergüenza de presentarme esta hoja?
Pero advirtiendo por la compunción de los dos empleados que su actitud no conduciría a nada práctico, concluye, bajando el tono de su voz:
—Diga, diga…
—«Reunidas» me recibió riendo. ¿Se imaginan en Rius que la temporada va a ser de luto perpetuo?
—¿Eso dijo?
—Y Batllori me explicó que tiene lutos para dos temporadas. Por no interrumpir una tradición se llevará una tercera parte de lo del año pasado. El público manda —dijo—. Si a la gente le da por vestir de colorado no tendrá más remedio que usar paranitra en lugar de anilina. López Arnau y Basereny están tejiendo tela de cordel según la moda de París y han inundado el mercado.
—¡Todo está trastocado! ¡Payasos de circo! A ver…
Rius adelantó la mano. Automáticamente Llobet puso en ella la tercera carpeta, la de las muestras.
Desabrochó los corchetes y pasó la yema de los dedos por los retales. «Ese lo lanzó mi padre en 1889 —pensaba—. Un simple combinado para mantelería base segura» —y palpaba el trozo de tela pegado a la cartulina—. «Sarga B, con satina extra, invariable. ¿De qué se quejan? —pensaba—. El muestrario está al día. Rasos, acolchados, acolchados con perdidos… y un semipiqué superior…».
Levantó su cabeza; la expresión de susto de los dos empleados le hubiera hecho sonreír.
Consciente del efecto que producía, dio nueva vuelta a la hoja y fijó en ella su vista. Los lutos empezaban. Volvió hoja tras hoja. Era un séquito de lutos como los de un entierro. En ellos había nacido su fortuna. Por primera vez consideraba de una manera seria la oportunidad de aligerar ese stock.
Los dos empleados le vieron sacar de un cajón de su mesa un sobre abierto y sucio, del que sacó un retal de tela clara, trama marrón y urdimbre verde.
—¿Lo conocen?
—Es… es un Basereny…
Rius sacó dos agujitas curvadas del bolsillo superior de su americana; después, del cajón, una lupa. Puso el retal sobre un papel blanco. Sacó su lápiz. Con las dos agujitas fue separando de la trama consecutivamente hilos de urdimbre, y de los de urdimbre los de trama. Al tiempo hacía unos cálculos rápidos y anotaba letras y cifras en el papel. Sacó una basculita de precisión del cajón de su mesa, la desenfundó, montó y pesó los hilos sueltos. Anotó nuevas cifras.
—¡Orlau! —gritó cuando la operación estuvo concluida.
Llobet, con sus pasitos cortos se precipitó a la puerta. En el acto entraba con el jefe de Presupuestos, Compras y Entregas, señor Orlau. Era un obeso y alto caballero de unos cuarenta años, que resoplaba en todo instante. Quedó junto a los otros dos.
—Aquí va el análisis de ese cordel de Basereny. Prepáreme el telar «dos» para unas muestras.
—¿Vamos a hacer «cordeles»? —inquirió, estupefacto, Orlau. Pero Rius se había puesto en pie. Comprendieron al instante que era hora de hacer la inspección.
La comitiva se puso en marcha. Descendieron por las escalerillas. Al pie de ellas quedó formado el, grupo. En el centro iba Rius, que llevaba a su derecha a Llobet y al rubio y macilento Ramoneda. Ala izquierda el obeso Orlau. Ala izquierda de este se situó un obrero anciano, con gafas. Llevaba un gran bigote blanco, que dificultaba su respiración. Cuello y corbata asomaban bajo el guardapolvo. Era el contramaestre de máquinas Planells.
—Pare el «dos» para unas muestras —ordenó Rius al contramaestre.
—Señor Rius, el «dos» ya está parado —dijo, rápido, el viejo obrero.
—Bien, pues que preparen los hilos. Orlau le indicará lo que hay que hacer.
—Señor Rius, está parado desde ayer.
—Mejor, no importa.
—Señor Rius. Tiene un desperfecto.
—Llamen en seguida al mecánico.
—Señor Rius, ya está allí.
—¿Qué tiene el «dos»? —gritó Rius, perdiendo la paciencia.
—Se cortaron los hilos y no va.
Rius, seguido por su grupo, se adelantó, disgustado, por el pasadizo. El mecánico había desmontado el batán; y observaba la lanzadera.
—La lanzadera está muy usada —explicó el mecánico.
—Vuelva a colocar el batán. Quiero ver cómo va —y le dejó en pleno trabajo. Al aproximarse Rius, los tejedores parecían redoblar el trabajo. Cruzando por entre los telares salieron al aire libre, al sector del patio lateral que conducía a Tintes y Aprestos. Llobet y el viejo contramaestre habían quedado rezagados, pues el paso de Rius era vivo. Al entrar en Aprestos, Llobet tosió; hacía treinta años que tosía al entrar en Aprestos. Hacía treinta años que Rius, al sentir su tos, se volvía y le miraba.
Campins, jefe de aprestos, acudió a la entrada.
—Panas quebradas, Campins.
—Es el aceite, señor Rius. Habrá que ir con mucho cuidado. Deben ser dos o tres piezas.
—Campins, dos o tres piezas son muchas piezas, son todo un mercado. Déjeme ver el aceite.
Le fue entregado un bote. Dejó escurrir un hilillo sobre un papel.
—¿Qué tiene este aceite?
—Señor Rius… Despedí a la operaria.
—No es el aceite; Campins. Le tengo dicho que abusa de la cola.
—Hace falta personal, señor Rius. Por lo menos cinco mujeres más.
—Todo lo arreglan aumentando personal. Cuanta más gente, peor vamos.
El obrero Campins estaba colorado.
—La cola, para los driles, ¿recuerda?
—Sí, le hice añadir cola a los driles, pero no a las panas, ¿comprende? ¡Maldita rutina! ¡Bah!
Pero su enojo no conduciría a ninguna parte.
—Le pondré tres mujeres más.
Dio media vuelta y se dirigió a Tintes. En la amplia sala las desmelenadas mujeres parecían brujas. Los hombres revolvían los cubos, de los que manaba un vapor irrespirable. Rius se dirigió al jefe, Tralla, un escuálido tipo tiznado como de sebo hasta los codos, con la blusa arremangada y una gorra deshilachada en la nuca.
—Prepare la sosa y el hidrosulfito con colorante verde y rojo, para unas pruebas.
—Había preparado…
—Haga lo que le digo.
Se dirigió al termómetro, sobre uno de los calderos y observó en el tubo.
—Mantenga así.
—Sí, señor.
Disgustado, nervioso, volvió sobre sus pasos. Los cinco satélites le seguían como polluelos. Entró nuevamente en Telares. El «dos» estaba ya montado. Se puso frente a él.
—Póngalo en marcha.
Observó un instante. La máquina se ponía en movimiento, pero al salir la lanzadera del cajón se producía inesperadamente un parón brusco. La correa daba entonces unas vueltas sin lograr hacer seguir al corrón y quedaba en silencio. Rius observó fijamente, con los ojos semicerrados, el ademán del artefacto y parecía auscultar sus imperceptibles latidos. Se inclinó y miró, detenidamente, al dorso de la máquina. Con un signo hizo que el operario la pusiera en marcha y con un nuevo signo que la detuviera. Entonces tiró con la mano del batán hasta que el cigüeñal quedó horizontal.
—El «cadell» está roto —y señaló un punto diminuto de la máquina—. Al pasar, no toma el diente del regulador.
Los operarios le vieron dirigirse nuevamente a las escalerillas, dando rodeos por entre los telares. Subió por ellas seguido de sus satélites.
¡Siempre esta maldita desidia, que las cosas no puedan estar nunca en su sitio! No se explicaba cómo la gente pudiera ser así, tan indiferente.
Entró en su despacho. El negro libro estaba sobre su mesa. El «Mayor» estaba listo para la revisión. El libro cerraba no solo la anualidad en curso, sino todo un siglo. Una etapa entera de trabajo quedaba condensada en la colección de negros mamotretos, forrados con tela de luto, que se apiñaban en los altos anaqueles del archivo.
Se disponía a abrirlo y hojearlo cuando hizo su entrada subrepticia el cajero Pamias.
El cajero de la fábrica es un hombre enjuto y bajito; la mínima expresión física de cajero. Lleva desde tiempo inmemorial unas gafas deterioradas por el constante esfuerzo de mantenerlas a presión sobre una nariz prácticamente simbólica. Pamias apenas habla. Pero se escucha constantemente, año tras año, la letanía lejana de un monólogo aritmético flotar sobre los compartimientos: doce, veintisiete, cuarenta y dos, ciento quince, ciento noventa, doscientas siete… La cantinela es la constante efusión de una segunda alma de aquel hombre entristecido y mínimo. Nadie entra jamás en su despacho, como no sea para resolver cuestiones ineludibles y urgentes; pero nadie sale de las oficinas sin despedirse en voz alta del cajero, aunque sin traspasar los umbrales de su feudo: «Se le saluda, señor Pamias». Escúchese el susurro: «Trescientos veintidós, trescientos cuarenta, trescientos cincuenta y nueve; total, trescientos cincuenta y nueve». Al término de la suma, la voz del cajero Pamias, cuando ya el visitante está en la calle: «No s’hi cansi, senyor Balet», dice. Y el hombre echa una mano, cauto, al equilibrio de sus gafas.
Todas las mañanas, cuando Rius regresa de la inspección, entra el cajero en el despacho del jefe. Deposita en silencio el estado de caja sobre la mesa, se arregla la postura de las gafas, y se va por donde ha venido. Rius observa algunas veces a Pamias retirarse sin bullicio por la puerta, sin que el cajero lo note, y sonríe un instante.
Al salir, Pamias se cruza hoy con el hijo del contable, el joven Arturo Llobet, que solicita entrar. Al verle Pamias se arregla nuevamente, con movimiento más nervioso y convulso, la postura de sus gafas.
—Adelante —dijo Rius; y piensa—: «¿Qué tendrá Pamias contra el joven Llobet? Le saca de quicio».
Arturo era un muchacho de unos veinticinco años. De sus ademanes y desenvolturas trascienden, ahora, serenidad y decisión.
Durante el curso de los años anteriores, Arturo Llobet, a fin de año, había solicitado la misma audiencia. En ella entregaba a don Joaquín una cantidad, a cuenta de la que este habíale adelantado, hacía ahora ocho años, con ocasión del desgraciado incidente.
—Señor Rius: tengo la satisfacción de poder saldar, ya este año, el resto de mi deuda.
Rius hace un ademán de grata sorpresa.
—Le quedaba a usted todavía una cantidad respetable que saldar.
—Sí, señor. Ochocientas cincuenta pesetas.
—¿Y puede sin esfuerzo liquidármelas en una sola entrega?
—He tenido la suerte de encontrar dos casas a las que he llevado la contabilidad en horas extras. Mis ingresos en esos trabajos los destinaba a esto.
Dejó sobre la mesa un fajo de grandes billetes.
Rius le miró cara a cara. Levantose.
—Deme usted la mano, Llobet.
Arturo Llobet apretó reciamente la mano de Rius. Yergue su frente.
—Debo decirle, señor, que mi deuda material ha sido saldada —su voz, recia, quedaba, sin embargo, nublada por la emoción—, pero pido años largos de vida para saldar la deuda moral que tengo con usted.
Las manos siguieron juntas, en un postrer, nervioso apretón.
—Venga usted, Llobet. Mire.
Le ha hecho pasar junto a su sillón movible.
Del cajón de la mesa saca un largo rollo de papel apergaminado.
—Vea —le decía, desenrollándolo, y sin darle ninguna explicación, como si estuviera ilusionado en sorprender al joven, en hacerle partícipe del más amado de sus secretos, hablando en voz baja.
Ante los ojos del hijo del contable se desarrolla un largo panorama de esquemas de edificación.
—Mire, vea…
Y en voz baja, susurrando:
—Las nuevas dependencias.
Llobet queda pasmado.
Se inclina, absorto, sobre los planos.
Sitúan los pisapapeles en los cantos del pergamino.
—Esto es la dimensión actual de la fábrica —y el lápiz recorre el diseño de la nave reproducido sobre el papel—. De forma que las nuevas dependencias, como usted ve, circundarán en forma de herradura la nave actual. Nuestra fábrica actual no es más que el palo vertical de la T, pero como usted ve, los brazos de esa T serán casi tan largos como esta sala.
Arturo Llobet contempla el plano, estupefacto.
—Levantaré un piso más, aquí arriba, para ampliación de oficinas. En el sector izquierdo habrá las caballerizas, el almacén, la cantina y el comedor y la sala de duchas, con el botiquín y la enfermería. En el derecho, una sala de telares con los modelos más perfectos. Esta sala actual será para los géneros de batalla…
Se incorpora. Pero su voz aún más baja:
—Ni una palabra a nadie de eso, Llobet…
—Confíe absolutamente.
—Ni a su padre.
—No tenga usted cuidado.
—Lo digo porque, ¿sabe usted?… En una palabra; la crisis es muy fuerte y podría dar lugar a malas interpretaciones.
—Comprendo, señor Rius.
—A su padre… quiero darle yo mismo la sorpresa. Quitó los pisapapeles y enrolló el proyecto.
Se enfrasca en su monólogo, entusiasmado.
—Hace años que venía acariciándolo. Finalmente se presentó la oportunidad de adquirir el solar que me faltaba, el de la izquierda. He tenido que dar una prima alzada, no crea usted…
De pronto:
—Yo tengo un hijo, un hijo único, niño aún —añade Rius.
—Sí, señor.
—Quiero que usted se haga a la idea de que, dentro de la fábrica, le incumbe algo más que el simple trabajo de oficina. —Sí, señor.
—A saber: ayudarme, con los años, a inculcar a mi hijo la técnica y el amor de estas paredes, y que él encuentre en usted, por lo menos, lo que yo encontré en su padre de usted.
—Sí, señor.
—En cuanto a su trabajo… dirigirá usted en adelante la sección de Personal.
—Muchas gracias, señor Rius.
—Su asignación será, en lo sucesivo, de doscientas veinticinco pesetas.
El cuerpo del fabricante, aquel tronco inflexible y alto, parecía moverse como si de su propio esfuerzo físico de cada instante dependiera la puesta en marcha de los actos de su voluntad. «Yo tengo un hijo, un hijo único, niño aún…» —y en aquel instante Arturo Llobet daría su vida por don Joaquín, por la fábrica y por el joven Rius.
—Llame a su padre.
—Sí, señor Rius…
Fue un gran placer, un placer inexplicable que regocijaba todo el ser, abrir, hojear lentamente el volumen. Todo era claro, transparente, sin un error. Las columnas manuscritas se sucedían con un orden arquitectónico.
Llobet, el contable, que había vuelto a entrar, se sentía partícipe de la satisfacción de su jefe. Inclinado ligeramente a espaldas de Rius, seguía atentamente, aguantando la respiración, el itinerario que sobre las páginas describía el lápiz silencioso de don Joaquín. Su rostro estaba iluminado por una leve y sana sonrisa solo borrada cuando, al azar, el lápiz del dueño señalaba una columna espeluznante: impuestos.
—Llobet. Vamos a revisar grosso modo la labor de esos veintisiete años. ¿Le importaría traerme el balance del setenta y siete?
Eran como dos chiquillos que contemplaran por primera vez las grandes láminas de una historia de ensueño.
Se enfrascaron, ebrios, en la revisión. Por la tarde prosiguieron en ella.
Así pasaron el día. La idea del tiempo había desaparecido. Habían aullado las sirenas. Luego habíase hecho un silencio extraño, al parar los telares. Se apagaron las luces de la nave. Sonó el moho de la puerta, al ser cerrada. Rius y su contable siguieron abocados a los libros.
—Las diez… —susurró, al fin atónito, Rius, que, sin ánimo para consultar su reloj, había ido contando una por una las campanadas del reloj de pared de su despacho.
Ayudado por el contable se enfundó el gabán, con súbita prisa.
—Su familia me va a maldecir —chanceó.
—Basta con estar en casa a las doce, cuando cambie el siglo.
Por los oscuros terraplenes, que no caminos, llegaron a la calle de Viada y caminaron hasta el Paseo de la Industria, menos accidentado.
—Los tiempos serán muy difíciles —afirmó Rius de pronto, como consecuencia de toda su cavilación—. Lo han sido ya. —Pero no podemos quejamos, señor Rius, no hay atentados. Caminaban apresuradamente en la oscuridad.
—Estamos destinados a pasar de la crisis a los atentados y de los atentados a la crisis. Esto no tiene remedio, Llobet. Por lo visto no hay forma de que puedan existir en España dos cosas, dos hombres: un ministro de Hacienda y un ministro de la Gobernación.
—¿Quiere usted decir que podría hacer algo un ministro de Hacienda? —objetaba lentamente el contable—. ¿Sería capaz de recuperar los mercados de Ultramar?
—La inmensa mayoría de países han vivido sin Ultramar y no por eso han sido países pobres.
—Nosotros ya íbamos mal cuando teníamos las colonias; ¿adónde irá a parar nuestra economía sin ellas?
—Ahora tenemos algo peor que colonias; tenemos los impuestos a causa de la pérdida de las colonias. En una palabra, antes el Estado se dedicaba a despojarnos porque teníamos las colonias y ahora porque no las tenemos. No le quepa a usted duda, Llobet, que la mejor colonia que podríamos tener sería un buen gobernante —el contable atendía con unción—. A pobres diablos como nosotros las circunstancias los convertirán en héroes a la fuerza. ¡Héroes a la fuerza! —exclamaba.
—Pensaba —manifestó tras un silencio el contable— que si los proyectos que el general Polavieja tenía hace un año pudieran realizarse, tal vez se conseguiría ahuyentar la crisis por unos años.
—Por desgracia, Polavieja es un general y no un político.
—Pero… ¿no considera usted que su manifiesto ha sido uno de los grandes aciertos que…?
—En efecto, el programa Polavieja era excelente. Pero el general no cuenta con un grupo político y, naturalmente, fracasa. Han empezado por imponer a un ministro de Hacienda cuyo propósito es no reformar nada y que no tiene otra ambición que alcanzar el superávit.
—Pero en el Gobierno hay gente de valor. Durán y Bas…
—Un gran abogado, naturalmente. Pero ya verá usted cómo este Gobierno será el del superávit. Lo que quiere decir que a toda costa se ahogará la riqueza y con la riqueza, el país. Yo prefiero para estos años, en que lo hemos perdido todo, un Gobierno que se aventure a gastar todo el dinero que haga falta en reformar el país, en estimular la iniciativa y dar alas a toda empresa nueva, como Polavieja pretendía… Y en lugar de eso vamos a una etapa de ahorro. Nos dedicaremos a administrar bien la miseria que nos ahoga…
Al pasar ante el Parque de la Ciudadela, Joaquín recordó la Exposición Universal, doce años antes. Con escalofrío adelantó el paso.
—¿Me acompañará usted a tomar unos bocados, Llobet?
Penetraron en los estrechos callejones de la ciudad menestral. Las gentes inundaban las aceras con sus gritos. Vociferar de chiquillos, canciones en las tabernas, campanillas de organillos distantes, risas de mujeres. Los gatos saltaban enfurecidos de tejado en tejado, como si incluso a ellos les afectara la noción de la importancia de aquella noche, tan distante a las demás. En esta noche, en efecto, cien años iban a ser ingeridos de un sorbo por la Humanidad; iba a ser tragada por todos en un santiamén una buena porción de eternidad, entre la primera y la duodécima campanada. Parecía que, aturdida, la Humanidad se hubiera encontrado enfrentada a un barranco, al que hubiera llegado bailando; y se detenía, espeluznada. Había que saltar al vacío sin remisión; la Humanidad bebía en las tabernas, fornicaba en los portales, para cobrar coraje.
Engalanaban las calles gallardetes y flores de papel. Muchos balcones estaban ornados con farolillos, lo que daba a la ciudad un mágico aspecto. En las calles más anchas, ya en el centro, los coches de punto transitaban dificultosamente entre la muchedumbre; y los caballos, que mostraban la grotesca dentadura como un sarcasmo blanco a la noche, rozaban con su belfo los sombreros, los altos peinados de las mujeres, las cuales se apartaban del acoso sorprendidas y asustadas, con gritos y risas. Ocupaban los carruajes jóvenes con sombrero hongo, damiselas de dudosa procedencia que blandían en lo alto botellas de champán o de vino. En uno de tantos coches que formaban parte de la caravana que iba a conducir al cementerio, simbólicamente, al siglo agonizante, una figura de cartón, grotesco monigote de guardarropía, luengas barbas decrépitas, simbolizando el siglo viejo, sostenía el cartelón: «Muero por mis pecados».
No fue sencillo dar con un restaurante y, una vez en él, encontrar plaza. Los comensales, por lo general, habían ya cenado, pero las mesas seguían repletas. Por un azar uno de los camareros reconoció a don Joaquín y les ofreció pasar a un pequeño palco reservado, que acababa de quedar libre en aquel instante.
El local era reducido y acogedor, pero parecía una casa de locos. En una de las mesas un grupo de mujeres de tono ambiguo cantaba, asesinándolo, un couplet de moda. Aliñaban el estribillo con ademanes de picardía, cuya intención era plenamente recogida y agradecida por el anfitrión, un caballero de mediana edad cuyo orondo tupé había perdido por completo la curva prescrita por el cosmético. En un rincón un joven besaba glotonamente el cuello de una damita; la cual, mirando al otro lado, arreglábase indiferente unos bucles ante el gran espejo del local. En aquel instante penetraban estrepitosamente en el restaurante un grupo de muchachas y caballeros cogidos, como apelotonados todos, por la cintura, armando un infernal concierto con trompetitas de cartón.
Fabricante y contable se sentaron. Sobre la mesa aún quedaba el servicio de los anteriores clientes. Con lento movimiento de perplejidad Joaquín Rius adelantó su mano y asió, olvidado allí, un guante granate, de mano femenina.
—Han olvidado un guante —y. Llobet buscaba con la mirada al camarero.
Luego quedó mirando a Rius.
Pero Rius parecía asir en aquel instante no el guante: la mano, la mano misma que debía haberlo sostenido y que se dejaría ahora estrujar por la de un hombre saciado y feliz. Al dar con el símbolo, huidizo en la memoria, sobre la mesa, había retrocedido súbitamente hasta el dolor del guante original, que era como si reapareciera ahora incorrupto, esta noche de fin de siglo. Pero lo ajeno de su contacto había podido más. Sobre el mantel había quedado tan dulcemente rendido, que el ligero temblor del antebrazo al recogerlo se había mitigado. Y sin embargo…
—¿Se siente cansado?
Quedó sorprendido de entender a su contorno levantarse una voz, que acudía a socorrerle. Advirtió entonces que, en efecto, había hundido su frente en la palma de la mano, apoyado el codo dolorosamente en la mesa. Y la ráfaga amenguaba, desaparecía…
—Perdone usted, Llobet, no es fatiga.
El contable quiso adelantar su mano para confortar al hombre que yacía hundido en medio del bullicio, solitario y crispado. Pero no fue él quien adelantó su mano, sino don Joaquín, hasta dar con ella.
—¿Le puedo pedir que después de cenar me deje acompañarle a su casa hasta después de esas doce malditas campanadas? —Su voz era grave, sus ojos estaban aún levemente entornados.
El piso de los Llobet, en la Ronda de San Antonio, era modestísimo. Pero hasta de las paredes parecía trascender la noción de honrado orden, la felicidad pacientemente almacenada. El papel de los tabiques, desteñido ya por los años, lucía, sin embargo, limpio, impecable. El mechero Auer de la sala estaba oculto por una enorme violeta de cristal, rodeada de pequeñas violetas puramente ornamentales apiñadas de tres en tres en los largos brazos de latón dorado. El sofá y los tres sillones, altos y trascendentales, de estilo gótico, ocupaban mucho más espacio en aquel salón que el que lógicamente debían, pero eran en él elementos tan importantes, desempeñaban en el aposento una función tan ilustre, que la idea de la desproporción quedaba rápidamente superada. Unas «labores» triangulares cubrían la parte superior de los respaldos para que la tapicería no se desprestigiara con el constante uso. De la pared principal pendían dos grandes retratos, los abuelos, a todo color, en cuyo pie la descomunal firma del artista parecía un epitafio. Una vitrina sencilla albergaba pequeñas fruslerías, caracolas, rosarios, parejas de ángeles de porcelana que se besaban sin entusiasmo…
En el rincón había sido preparada una mesilla con dulces y unas botellas de vino rancio.
Además de la esposa de Llobet, doña Eulalia, y de su hija, Teresa, estaba una amiga de ellos, Gertrudis, que charlaba junto al balcón con Arturo Llobet.
La señorita Teresa Llobet —una muchacha alta y curvada a quien ciertamente Dios había querido dotar de las virtudes de la mansedumbre y de la honestidad en mayor cantidad que de los encantos de la belleza— se aproximó al señor Rius, azorada, y le presentó a su amiga. Rius le dio la mano con atención.
Sin ser una belleza, Gertrudis era agradable, delicada; una de esas muchachas a las que en seguida se les descubre el inmenso bien que pueden hacer por el solo hecho de existir; discretas, su vida es un relevo de cariños, de los padres al marido, del marido a los hijos; derraman sin cesar los dones de una sumisión innata, atenta; la vida cotidiana parece florecer literalmente de sus manos, tan pulcras para la cocina como para la ropa blanca y la alianza conyugal. Doña Eulalia, la esposa de Llobet, no acostumbraba a equivocarse jamás en la tasación de esos valores, que eran los suyos propios. La vida transcurría en aquella casa pausadamente, tranquila y felizmente. «Allí —pensaba don Joaquín en este instante, dirigiendo su mirada a lo hondo del pasillo, hacia el comedor—, allí se quemó los ojos Llobet revisando los libros, buscando desesperado un error que no existía…».
Aguardaban en silencio el tránsito del siglo.
Dirigiéndose al balcón y, a través de los cristales, apercibieron la oleada turbulenta y lejana de la noche. Unos minutos escasos les separaban del nuevo siglo y el corazón se anticipaba a golpear, sin razón, tumultuosamente. Rius se separó y fue a sentarse en el sofá. Ya no hablaba; pensativo, miraba su reloj.
Recordó haber escuchado de boca de su madre: «La hora de los fantasmas», y ella fue el primer recuerdo que apareció. Ahora estaría, tal vez, adormilada en su mecedora de la calle de la Paja en compañía de Fabián, su hermano, su desconocido hermano. Arturo Llobet se había aproximado ahora al balcón y enumeraba con voz fuerte los tañidos del bronce:
—Una…
Bruscamente, sí, apareció su madre a su recuerdo. Se arrepintió de pronto de no quererla bastante. Era como la esposa de Llobet, como la hija de Llobet, como la amiga que hoy estaba con ellos acompañándoles, como su cuñada Mercedes: la mujer fuerte y casera…
Y el espectro de su padre… «Aquí donde nos ve, Majestad, empezamos lo que se dice sin un céntimo…».
Un sorbo de amargura subió a su garganta, dificultó su respiración.
—Tres, cuatro…
Mariona, su tez aproximada a él… Y el fantasma de Ernesto Villar, pero no en su mente; antes, antes, en el colegio…
—Siete, ocho…
Volvió la vista a su derredor, pero no veía. Estaba ausente, ensoñado…
—Nueve…
Proximidad y lejanía. Su vida fue como un río, y la de los demás, como sus orillas. Hubiera querido detenerse para alcanzarlos, para retenerlos y poseerlos. Inútil.
—¡Desiderio!
¡Si pudiera retenerle por lo menos a él, si fuera capaz de encauzarle, de dirigirle! ¿Le sería concedido el último, el único favor?
—Once, doce…
La voz de Arturo había sido triunfal.
—¡Siglo veinte!
Desde el exterior, a través del cristal, parecía llegar el fragor desatado de las voces, la Humanidad lanzada a una estúpida dicha. Y las campanas todas de la ciudad eran echadas al vuelo. Centenares de cohetes hendían el aire. Volviéronse todos para verse de nuevo. Joaquín estrechó las manos de Llobet y de su hijo Arturo.
—Que tengan ustedes mucha felicidad… —estaba emocionado. Luego apretó cariñosamente la mano de doña Eulalia.
Arturo se aproximó a la mesilla y descorchó una de las botellas. Su hermana Teresa pasaba con la bandeja de los dulces. Arturo le ofreció una copa de vino. Él intentó cogerla, pero la mano le temblaba; hizo un esfuerzo. Arturo no había reparado en ello; su padre, sí. Le temblaba como una rama sacudida de pronto por un vendaval y se sintió incapaz de sostener la copa. Llobet aguardó a que don Joaquín intentara llevársela a los labios. Al hacerlo, el vino se derramaba a sorbos sobre la alfombra.
—¡Oh, Llobet, perdone!… —dijo, agradeciendo al contable, cuando vino en su ayuda.
Y aproximándose, ciego, al sillón, quedó allí unos minutos, mirando impávidamente a todos, sin verlos.
—¡Siglo veinte!
¿Sería el mundo más feliz? ¿Tendrían ellos, él, energías bastantes para conducirlo todo hasta el final? ¿Qué imperativo o qué apetito le ordenaba luchar, hasta jugarse la vida? ¿Quién iba a ayudarle ahora a él, irremediablemente solo? ¡Oh, si pudiera dominar los años! ¡Si su hijo pudiera haber crecido de golpe, si pudiera acompañarle a la fábrica, si pudiera, Dios santo sentir ya su complicidad!…
Las campanas habían cesado de tañer y se percibía, sordo, encrespado, violento y loco el mugido de la multitud; era como si una gran ola tenebrosa pasara por encima de nosotros y barriera la borda sin piedad. Se sentía en el alma un crujir de maderos; se sentía el gemido intermitente y amargo de todas las cuerdas en tensión.