III

LAS PRIMERAS LECCIONES de Arturo Llobet al hijo de Rius no pudieron ser dadas hasta la primavera del primer año del siglo. Varias razones habían hecho diferir el propósito. En primer lugar, Arturo Llobet tuvo que hacerse cargo de la importante sección que le había sido encomendada en la fábrica. Las cuestiones de personal, hasta entonces divididas a las diversas secciones y llevadas por uno de los ayudantes de Pamias, requerían ser unificadas y sometidas a una dirección y vigilancia estrictas. A las pocas semanas el joven Llobet había puesto en orden los ficheros de Personal, con el historial de los obreros, antecedentes e índices de su rendimiento. El hijo del contador se valió de los ficheros existentes, pero sostuvo largas conversaciones con Orlau, Campins, Planells y Tralla, jefes de Compras, Aprestos, Telares y Tintes, respectivamente. Recabó del jefe la facultad de elegir en cada caso el personal nuevo, pasándolo a la aprobación de Rius y a propuesta de los jefes de Sección. A los pocos meses el despacho de Llobet tuvo que ser trasladado a la planta baja; toda baja por enfermedad era sometida a un escrupuloso control y por el despacho de Llobet pasaban los tullidos, los bronquíticos, las mujeres de los enfermos a dar cuenta de los motivos de la baja y exhibir los certificados. El cajero Pamias observaba con recelo el auge de esa sección. «Mucho ruido y pocas nueces», musitaba para sí.

Pero las lecciones a Desiderio fueron diferidas también por otro motivo. A mitad de marzo, en Santa María, se produjo una tragedia. Jaime, el tartanero, cuyas visitas a la bodega se habían convertido en una estancia perpetua en ella, había salido una tarde al patio, sacado a Revérter de la cuadra y le había propinado una tal paliza, que el caballo cayó desnucado y murió, al anochecer, sobre un charco de sangre. Perseguido por los colonos, el tartanero logró esconderse hasta la madrugada, en que, aguardando a que Palluí, su acérrimo enemigo, saliera con su carrito hacia el mercado, saltó a su encuentro en las proximidades de la mina y lo mató a navajazos. La persecución del monstruo duró dos días, al cabo de los cuales el pueblo, agolpado en la carretera, vio pasar a Jaime atado codo con codo entre la pareja de la Guardia Civil.

De todo ello tuvo Rius noticia en el acto. Juan, el colono, llegó a Barcelona descompuesto y le comunicó con pormenores la historia. Y que Desiderio había caído enfermo. Rius dejó todo lo que tenía entre manos, dio unas instrucciones a Llobet y se trasladó en el acto a Santa María, acompañado de su médico, el doctor Renom.

Sobre el enlosado del patio le mostraron el manchón de la sangre de Revérter ya cuajada. Subió apresuradamente al cuarto de Desiderio. Este se removía en la cama, convulso; su manita apretaba furiosamente la sábana y se retiraba, como despavorido por los fantasmas de su cerebro. Se inclinó, raudo, sobre la cabecita de su hijo, sobre su torcida boca. ¡Oh, Dios santo! Le pasó la mano por la frente, y hervía. Una monja veladora susurraba el rosario en un rincón.

La noche fue angustiosa. Sobre los muros de la gran casa la luna de Nissán alargaba las sombras de los árboles. Rius paseó, perplejo, dolorido, por el jardín. Sonaba a lo lejos el canto circunflejo del mochuelo traído por ventoleras súbitas, sofocantes.

El suero aplicado por el doctor Renom calmó aquel desvarío. Con el amanecer entró el muchacho en un sopor dulce. A la mañana la fiebre amenguó. Al tercer día pudo Rius, ya tranquilo, regresar a la ciudad. Pero el doctor Renom había prescrito al chico mucho reposo. Su constitución no era fuerte. Había que evitarle toda emoción. Que no empezara sus lecciones hasta quedar del todo restablecido.

Desiderio dio un estirón; pálido, delgado y crecido, al bajar por primera vez al patio, Colom, el perro de los colonos, le recibe ladrando, una mitad por no reconocerle y otra por reconocerle a medias.

Desiderio podrá dedicarse meses enteros a correr. Por las noches, antes de acostarse, jugará a cuit con los chicos del barrio, sus amigos: Moisés, Jaime, Andrés, Encarnación, Matilde y Filomena. Irán, jadeando, hasta la riera para cazar ranas y anguilas. Llegarán a casa con las manos verdes y resinosas, después de haber estado mucho rato mondando con las uñas nueces verdes. Los sábados, aprovechando los restos del agua de la acequia, regará su pequeño huerto. En julio se mezclará entre los segadores, montará en la era sobre el potro ciego; en agosto seguirá a las recolectoras de avellanas que cantan por los caminos, y en septiembre con los vendimiadores. Y a pisar uva, a hundir sus pies en ella, a bailar sobre el zumo…

Pero a mitad de agosto descendió de la tartana, en el patio, junto a su padre, un desconocido con un maletín.

Los recién llegados almorzaron en la rotonda. A los postres, don Joaquín hizo llamar a su hijo.

—El señor Llobet, que tiene enteramente mi confianza, pasará unos días contigo para enseñarte ciertas cosas que es conveniente que sepas. Tú ya sabes leer y escribir, el catecismo y la gramática. Muy bien. El señor Llobet te dará las primeras lecciones de aritmética, o sea, te enseñará los números.

Desiderio intentaba amenguar en vano el sofocón que le aturdía.

En su cabeza la palabra «aritmética» evolucionaba a ciegas, siniestra e insistente como un murciélago.

—Luego vendrás conmigo a Barcelona, para empezar en octubre tus estudios en los escolapios de Sarriá.

La palabra «escolapios» era grande como un cuervo.

—Quiero que entres en los «Párvulos» este año.

«Párvulos» era el súmmum de la nubosidad.

Diole autorización para retirarse. Fue a airear su sofocón al jardín. Paseó, pensativo, malhumorado, por el camino de las Arañas. Daba puntapiés, al azar, a los pedruscos. Intentó asir con una mano, que trazó un movimiento brusco, desesperado, en el aire, un aletargado moscardón que dormitaba en una brizna.

Lentamente nacía un rencor hacia su futuro, hacia ese desconocido y misterioso futuro de la aritmética, del señor Llobet, de los escolapios y de los párvulos. Conceptos que se revolvían como sapos, dando brincos, en su cabeza.

Y metió la mano en su bolsillo. Enredada en el ovillo que formaban un trompo y su cordel, cuatro ganchos de alambre, el arco elástico con que disparar piedras a los pájaros y media docena de cromos repetidos, palpó una llave. Una llave pequeña, que jamás se separaba de él desde que la descubriera y la raptara, un año atrás. La estrujó, con el tesón dolorido de los niños, y en aquel movimiento de su mano había algo de desquite implacable.

Le dolía también eso. Tener que despedirse de eso.

Un año atrás, al entrar, cierta tarde, en la alcoba de su padre, en ausencia de este, había sorprendido a Josefina arreglando el gran armario. Descubrió, colgados, unos vestidos de señora, hermosísimos. Inquirió.

—Eran de tu mamá.

Josefina había descolgado uno y, poniéndoselo ante el cuerpo, se había mirado en el espejo. Desiderio se había acercado, había olido el extraño olor de aquellas ropas.

Por la noche había preguntado a Josefina cosas de su madre. En su imaginación había nacido, ante aquellas telas, en el descubrimiento del armario, el concepto de madre, y la noción de que él no tenía madre. A lo largo de aquel año, algunas veces, había cesado, de pronto, de correr, de jugar, de perseguirse con los hijos de los colonos, y es que la visión del armario abierto le dejaba de pronto parado; era como un súbito remolino, como una ceguera. Entraba, solo, en el cuarto. Consiguió apoderarse de la llave. Se subía a una silla y abría el armario. Ante sus ojos aquellos vestidos acababan de cobrar vida. Su madre se paseaba por la habitación, le cogía en brazos y le besaba. Abrió un cofre y descubrió en él un esmalte con el retrato materno. La mano le temblaba y lo guardó para contemplarlo muchas veces a solas. Todo ello hacía que su madre, que la idea de su madre, se espiritualizara, creciera, vaporosa, en su interior, a su contorno, mientras, al propio tiempo, la de su padre se tornaba cada vez más hermética, insondable y lejana.

Arturo Llobet dio a Desiderio las clases de matemáticas previstas. El muchacho aprovechó el tiempo. A fines de septiembre su padre fue a recogerle a Santa María, y el primer día de octubre le acompañó a Sarriá.

La enorme mole del colegio se apercibía desde lejos. El trecho que el carruaje había salvado, desde la ciudad, le parecía que contribuía aún más a agrandar las dimensiones del edificio. Era como si se hubieran trasladado a otra ciudad, a otro mundo.

Sin embargo, era una sensación placentera la de adentrarse por el estrecho callejón y, de pronto, penetrar, entre dos anchas puertas de hierro, en un hermoso parque, con sus parterres y caminos, por los que el coche discurría suavemente. El jardín olía intensamente a magnolio, a laurel, a mirto. Y por él caminaban numerosos colegiales, acompañados de sus padres, apresuradamente.

Su padre le despidió con un abrazo y con un beso fuerte, en la puerta de entrada. Un hermano lo acompañó al aposento, llevando su maleta.

Allí iba a transcurrir en adelante su vida.

Y empezaron a cruzar los días lentamente, como nubes blancas, por el cielo azul del gran patio. Don Joaquín, los domingos de octubre y noviembre, iba a visitarle. Paseaban los dos por los caminos del parque; su padre le preguntaba por sus estudios.

—¿Qué es lo que más te gusta?

El chico vacilaba.

—La geografía.

—Tienes que ser muy formal y aplicado. ¿Y la aritmética?

—También me gusta.

—¿Cuántos son cinco por seis?

El chico reflexionaba. Su memoria se encaramaba ahora a tientas, alocada, por la tabla de multiplicar. Al fin:

—Treinta.

—Muy bien. ¿Te bastan los calzoncillos que tienes? Si tienes necesidad de más, o de calcetines y pañuelos, dímelo. El chico no contestaba.

—Luego iré a revisar tu ropa blanca.

Don Joaquín le llevaba queso, chocolate, y, un domingo, un frasco del horrendo aceite de hígado de bacalao. En la visita anterior había encontrado a Desiderio un poco más delgado.

—Tienes que comer mucho, y esta medicina te abrirá el apetito.

Al despedirse, ya oscurecido, en la puerta del colegio, donde se separaron la primera vez, le daba un fuerte beso. Desiderio quedaba aún viéndole marchar; sabía que antes de llegar al término del parterre, donde torcería a la derecha, su padre se volvería y levantaría la mano, saludándole por última vez. Le veía caminar con seguridad; irse alejando, oscuro, en la oscura noche. Hermético y alto. ¿Cuánto son cinco por seis? Y al levantar su mano, correspondiendo a la postrera salutación de su padre, su obsesión, tranquilizada lentamente, clamaba aún: treinta, treinta, treinta…

Por la alta ventana de la clase transitan unas nubes redondas, opulentas. Son nubes que se marchan tranquilamente al mar, donde se quedarán abobadas, atontadas como globos, en espera de que el viento las vuelva a su destino, que es el de las tempestades y el de los relámpagos. Eso piensa Desiderio, mientras con la punta del lapicero se hace cosquillas debajo de la nariz; adherido su ánimo a esa sensación, empieza, despacio, a pintarse el bigote. Muchas veces les pinta bigotes a los muñecos de los libros, muchas veces pinta muñecos también; pero nunca hizo eso: pintarse a sí mismo un bigote. Lástima que no tenga un espejo donde mirarse, para saber qué cara haría él con bigote. Luego piensa que pedirá permiso para ir al retrete, pero se desdice al considerar lo inoportuno de hacerlo con el bigote ya pintado. Por otro lado no se siente dotado de la paciencia suficiente para esperar a obtener la autorización.

Recuerda haberse mirado muchas veces en el reflejo del tintero, y haber estado observándose el rostro, y haber hecho muecas sobre la superficie convexa y azul del recipiente. Con lentitud, vigilando para no ser sorprendido en la perpetración del acto, adelanta su mano y ase el tintero. El cura está en aquel instante interpelando a un muchacho, en el otro extremo de la clase.

—No lo sabe.

Se dirige a otro:

—¿Y tú?

—¿Qué?

—La temperatura de la región ártica.

Después de una pausa:

—¿No lo sabes tampoco?

Una bola de papel mascado ha ido a aplastarse en la pizarra. El escolapio ha oído el chasquido de la bola.

—Carreras, ve a la pizarra y recoge la bola con la lengua, ahora mismo.

El interesado se levanta con aire de perdonavidas, como si acabara de atravesar a nado el canal de la Mancha.

De un mordisco atrapa nuevamente la bola, que no escupe; la mantiene en la boca y la sigue mascando, satisfecho.

—Dime la temperatura que hace en los trópicos —le interpela el profesor.

Carreras sigue mascando. Parece reflexionar:

—No sé; no he estado nunca allí.

Risas descomunales atraviesan el patio, dan la vuelta a las arcadas, retienen un momento en su celda la atención del padre rector, que levanta un instante los ojos del breviario.

A la risa ha seguido murmullo de moscardones que el profesor secciona en un instante.

En efecto; las espaldas de Rius, inmóviles e inverosímilmente adelantadas, denotaban que algo sucede allí digno de atención.

De puntillas, el escolapio se aproxima a Desiderio; este no se apercibe de nada.

La clase entera queda un momento pendiente, con el aliento retenido, de la escena a que da origen Desiderio.

Rozando el tintero con los ojos, se está pintando pacientemente un hermoso bigote. De vez en cuando suspende la operación y empieza a hacer muecas, a sonreír, aproximando sus mejillas; espéjase en el tintero, que devuelve la imagen grotescamente convexa y azulada; el reflejo da a sus ojos una catadura hinchada alucinante. A Rius, absorto por el fenómeno, se le antoja haber visto eso antes; sí, recuerda que en cierta feria presenció dentro de unas botellas unas cabezas de indios a las que les habían arrancado los huesos del cráneo. Eran pequeñitas y abombadas así, aunque tuvieran pelos y de todo.

Rius no se ha percibido de nada y se dispone nuevamente a tiznarse con el lápiz los bajos de la nariz.

Siente unos dedos que pican en su espalda, con infinita cortesía. Se vuelve.

—¡El cura!

El bramido de los moscardones vuelve a encresparse. Pero el sacerdote ha llegado al límite de su paciencia.

Coge a Rius por las solapas del delantal, y oblígale a levantarse de un tirón.

—¡Dime qué temperatura hace en los trópicos! —pregunta, fuera de sí.

Desiderio no sabe qué contestar, ni a santo de qué la pregunta.

—¿Hace frío, hace calor?

Duda. No quiere comprometerse:

—Ni frío ni calor…

En los rostros de sus compañeros asoma la sonrisilla cómplice.

—Ni frío ni calor —reitera con vehemencia acentuada—. Se está bien.

El cura le suelta.

—¡Sois unos burros! —sanciona el escolapio, que, por otro lado, no puede dominar una sonrisa—. Sois unos burros porque os tendré que poner cero a todos.

—¡A mí no! —impetra un sabihondo.

—A ver, Torres; tú que lo sabes todo: ¿Qué temperatura hace en los trópicos?

Torrida —afirma Torres, poniendo el acento sobre la segunda sílaba.

—¡Se dice tórrida, animal! —increpa el profesor—. A ti te pondré tres ceros por sabio.

La clase entera canturrea:

Trasero, trasero, trasero…

A los dos minutos, el tumulto desátase en ciclón.

No hay forma de dominarlo.

Pero la clase se ha puesto seria en un decir amén.

La puerta de entrada ha sido abierta con lentitud solemne, harto conocida.

Acaba de hacer su aparición el padre rector.

—¿Qué sucede? ¿Estamos en el mercado o en el colegio?

—Estábamos repasando la tabla de multiplicar —afirma el escolapio, mirando con ira a sus colegiales.

—Debían ustedes tenerla muy adelantada.

El padre rector contempla a todos y a cada uno, con detenimiento. Transcurre un minuto.

—Rius. Sal un momento —dice, dirigiéndose a Desiderio, al dar con él.

Azorado, el muchacho abandonó su banco. Dudó un instante en introducir de nuevo el tintero en el orificio, pero optó por dejarlo tal cual. Lo único que hizo fue limpiarse el bigote.

No podía negar que las piernas le temblaban ligeramente al salir. Sus condiscípulos le miraban intrigados.

El padre rector cerró la puerta tras de sí; se encontraron ambos en el largo pasillo.

—Tienes una visita; debes ir a tu casa ahora mismo. ¿Dónde tienes el abrigo?

—En el cuarto.

—Vamos allá.

Subieron a las celdas. Se quitó el delantal, e iba a dejar los libros.

—Llévate también los libros y la cartera.

Desiderio estaba atolondrado. Aquello no había sucedido nunca.

Descendían lentamente las escaleras. Un piso, otro, el primero. Al llegar al rellano ya descubrió la figura inconfundible de Bernardo aguardándole; encorvado, con el chaleco listado de negro y plata; las largas dobles patillas separadas a la altura de la barba desembocaban abajo, más abajo de los hombros. Bernardo se había quitado la gorra; al hacerlo, sus manos temblaban más que de costumbre.

Desde aquel lugar Desiderio escuchó el tumulto que redoblaba en la clase. Pero no le prestaba atención.

—Señorito, debemos ir en seguida a casa de su abuelo, porque se ha puesto malo otra vez.

Desiderio se tranquilizó. Creía que era algo del colegio. El faetón de los Costa aguardábales a la salida.

El paisaje endulzábase con la primavera. Por encima de las tapias de los jardines las madreselvas asomaban su cabeza curiosa y las palmeras balanceábanse mecidas por una brisa llegada lentamente del mar. El chico había subido al coche y Bernardo se había sentado en la banqueta.

—¿Por qué no te sientas aquí?

—No, señorito, voy muy bien.

—Siéntate te digo —gritó.

El fiel portero de los Rebull cambió de lugar; sentase al lado del muchacho.

—El señorito tiene que ser bueno en casa del abuelo, porque, si Dios no lo remedia, el abuelo se va a morir. El señorito no tiene que moverse ni dar quehacer a nadie.

Lo decía con voz cortada, decrépita, casi imperceptible, con voz de viejo.

—¿Y papá estará en casa del abuelo?

—Sí, ya estuvo a primera hora de la mañana, antes de ir a su trabajo, y volverá a estar ahora, cuando venga el Viático. El coche descendía velozmente por la carretera de Sarriá mayor velocidad que los tranvías de caballos, las «catalanas» cargadas de mujeres con cestas y corredores de comercio.

—¿Cuándo se murió mi mamá? ¿Por la mañana o por la tarde?

—Se murió por la noche, señorito. Lo que debiera hacer el señorito, en lugar de preguntar, es rezar, rezar la salve y el credo.

—Ya he rezado por la mañana en la capilla.

—Pues estese quieto.

Desiderio dio la espalda a Bernardo con ademán enfurruñado y se puso a mirar por la ventanilla apoyándose la barbilla en las dos manos. Pronto el espectáculo de la calle le distrajo. Le gustaría ahora bajar y participar en el juego de unos chicos que tiraban sus trompos contra el polvo. Se acercaría con las manos en los bolsillos y les diría:

—¿Puedo jugar?

Ellos le dirían:

—Eres demasiado finolis para jugar con nosotros.

—¿Finolis? —se quitaría el abrigo y el uniforme—. Ahora lo veremos.

—Señorito, no saque la mano ni la cabeza, que puede pasar un coche.

Al entrar el carruaje en el patio de casa Rebull, en la vieja calle de Puertaferrisa, el eco de los cascos del caballo pareció agrandarse, dilatarse, sobre las anchas losas de la entrada. Nadie salió a esperarles, pero la puerta estaba abierta.

Desiderio aplacó el paso, aguardando a Bernardo. A decir verdad, ahora empezaba a darse cuenta del alcance de las amonestaciones de Bernardo durante el trayecto. Nadie había salido a esperarles. En la casa parecía reinar un silencio de muerte. Desde la escalera se veían sombras de gentes en el interior, y de vez en cuando, pasar y traspasar una monja, de un lado a otro.

—Vamos a ver si está papá —susurró Bernardo, acompañando al chico por el corredor.

—Quiero ir con los primos.

—Adelina está durmiendo, pero José, Mercedes y Federico están en el patio. Primero vamos a ver si encontramos a papá. La gente hablaba bajo, misteriosamente.

Una monja hizo su aparición.

—Será mejor que lleve el chico al patio —susurró a Bernardo.

—¿Cómo sigue?

La religiosa contestó con un ademán negativo.

A Desiderio eso, y un olor a éter, y el susurro de las voces, y la semipenumbra de la casa le daban ganas de huir o de llorar.

Le llevaron al patio, donde estaban sus primos. Jugaron en silencio durante largo rato. Desiderio había casi olvidado la enfermedad del abuelo, hasta que de pronto apareció tía Mercedes.

Era alta y hermosa. Pero hoy no sonrió, al verle, con su sonrisa que Desiderio adoraba.

Se inclinó y la besó. Le había dejado a él toda la mejilla mojada.

—Ven —y le dio la mano.

La voz de tía Mercedes era afónica, irreconocible.

—¿Dónde vamos, tía?

—No hagas ruido —la mano de tía Mercedes le apretaba, y luego le soltaba y le volvía a apretar. Las sirvientes lloraban en la galería.

Desiderio entró muerto de miedo. La puerta, al ser abierta, chirriaba un poco, pero entraron de puntillas.

Allí, de pie, estaba papá.

Don Joaquín se acercó y abrazó fuerte a su hijo. Luego, de puntillas, le acompañó hasta la cama.

Jamás olvidará esa impresión.

El abuelo tenía una respiración honda, que luego se apagaba. Su rostro no era más que una gran mueca, una mancha de ojos cerrados sobre y por entre la blancura de las sábanas. En la semioscuridad Desiderio hubiera querido huir.

De la boca del enfermo salió una suerte de gemido. Mercedes de acercó. Suavemente, con la boca casi pegada al oído del enfermo, susurró:

—¿Qué quieres, papá?

Mercedes creyó descifrar el segundo gemido; parecía adivinar, leer en el desvarío del agonizante. Tomó de la mano a Desiderio. Este miró a su padre, y al ver su cara, se sintió infundido de cierta confianza. Pero el moribundo movió su mano con dificultad y rozó la piel de la del chico.

Parecía debatirse. Era su última lucha.

—Tranquilízate, papá. Tranquilízate.

Suspiraba nuevamente.

Desiderio entendió cómo su padre preguntaba en voz baja a tía Mercedes:

—¿Qué dice?

Pero tía Mercedes no había tampoco comprendido. Fue Desiderio, el muchacho, quien entendió.

—Tía —murmuró el muchacho—, dice: Mariona, Mariona… Papá y tía Mercedes se miraron. El chico vio cómo se contraía algo en el rostro de los dos.

Tía Mercedes, con el pañuelo en la boca, salió precipitadamente y, sin poderse contener, se quedó llorando, abatida, con un llanto agudo y entrecortado, en la pieza contigua. Pero a los dos minutos volvía a entrar, en silencio.

—Mercedes… —y Joaquín la sostuvo.

Federico Costa acababa de entrar. Estaba desencajado.

—No has dormido, Federico —sollozaba Mercedes, acariciándole los cabellos—. ¡Pobre mío!

Y el hombre la miraba sin contestar, con un rictus en las comisuras de los labios.

Don Joaquín cogió la mano de su hijo. El agonizante había perdido enteramente el conocimiento. Don Joaquín llevó a Desiderio al patio. Allí estaban sus primos.

Paseó a su lado, pero sin pronunciar palabra. Anduvieron así por el patio diez minutos. Luego se separó, bruscamente. Había notado por la galería un movimiento inusitado y un llanto agudo.

Quédate aquí, con tus primos —le dijo. Y marchó hacia dentro.

Los cuatro primos han entrado de puntillas, con expectación, en el cuarto donde yace el abuelo. Desiderio quiere entrar sin miedo, pero no lo consigue, aunque sea el más valiente de los cuatro. Ha quedado grabada en su imaginación la figura del viejo que se debatía, que no era más que un bulto espantoso entre las sábanas, y aún tiene en su piel la impresión del contacto de una mano a la vez helada y caliente. Y sin embargo, en cuanto ha entrado, en cuanto se ha alineado con los demás junto al ataúd, iluminado por los seis cirios que arden y chisporrotean como grandes lenguas de luz, despidiendo al techo una rectilínea y movible silueta de humo negro, le parece que todo haya sido una pesadilla atroz, como un relámpago. El abuelo ya no se mueve, ya no es un bulto informe. El abuelo duerme. Sus ojos, cuando entró antes en el cuarto, eran hondos, cerrados, y la línea de los párpados era como una cicatriz dolorosa sobre la piel. Ahora los párpados reposan tranquilos. Con las manos sobre el pecho, el abuelo reposa dulcemente. La luz va disminuyendo fuera, en el patio, y tía Mercedes se ha ido a echar en la cama, porque ya no podía más. Papá ha dejado que entraran, acompañados por la doncella, y se ha ido un momento a una reunión, pero volverá en seguida.

Los chicos se miran. La doncella está también absorta ante aquel silencio inmóvil y venerable. Parece como si los cirios se sintieran atemorizados por el chillido de las golondrinas que trazan arabescos en el exterior, a la caída de la tarde. El abuelo se ha muerto porque era viejo, piensa Desiderio, y los viejos se mueren todos.

La doncella les invita a rezar un padrenuestro. Las voces infantiles surgen puras, temblorosas. La luz de los cirios tiembla con idéntico temblor.

Cuando acaban, se santiguan, y salen, volviéndose de vez en cuando para atrapar todavía un nuevo rasgo, una impresión; en el recibidor se quedan asombrados, abobados. Ese cura, cuyo hábito cruje como la seda, con la gran faja morada, con la gran sortija y la gran cruz, y la borla colorada; ese cura que inclina levemente la cabeza para indicar a tío Federico que se toma la libertad de pasar antes que él, ese cura es el señor obispo. Son tantas las emociones de esta jornada, que los cinco se arrodillarían allí mismo, como si estuvieran castigados. Se arrodillarían para hacer algo: para rezar. Pero Desiderio empezaría en seguida a pellizcar a su prima Mercedes, o daría una patada a su primo José, que es tonto.

Al entierro acudió inmenso gentío. Tía Mercedes estuvo en casa, vestida de negro, hasta que los hombres regresaron. Luego pasó días y noches muy pálida, sin apenas hablar. Se habían olvidado de Desiderio y este quedó en casa bastantes días. Don Joaquín iba todas las noches, pero parecía que también había olvidado que el muchacho tuviera que reintegrarse al colegio. Al fin dijo que le acompañaría a los escolapios el lunes próximo, cosa que hizo rabiar a Desiderio.

—La semana que viene, papá. Espera hasta otra semana.

—De ningún modo. El lunes te acompaño, a primera hora.

La primera hora de papá eran siempre las seis de la mañana.

Tía Mercedes volvía a ocuparse en las cosas de la casa. Pero cuando no trabajaba, se ponía seria y con ganas de llorar.

—El sábado os llevaré a un sitio.

Los chicos aguzaron el oído.

—Iremos a las hermanitas, a comunicar a doña Clotilde la muerte del abuelo.

—¿Quién es doña Clotilde? —preguntó Desiderio a Adelina.

—Es la institutriz que había tenido mamá.

—¿Qué son las hermanitas?

—Son un… convento —repuso Mercedes—. Pero hay que ser buenos.

El sábado por la tarde, todos peinados, se metieron en el faetón. Les divertía a los chicos el paseo en coche. Tía Mercedes iba acompañada por la doncella, que era una especie de policía de seguridad que ejecutaba las órdenes que aquella le daba.

—Coja a Federico y siénteselo a su lado. Que no se mueva.

—Desiderio, si no estás tranquilo se lo diré a papá. Llegaron a las hermanitas, al extremo de la calle de Caspe.

—¿Eso es un convento, tía, con jardín?

Apeose el cochero y comunicó a la hermana el objeto de la visita. Al poco salía la madre, reverenciosa.

—Estará muy contenta de verles. Y sobre todo —añadía con cierta complacencia— eso le dará motivo para tratar con las demás durante varias semanas.

Tía Mercedes sonrió, dando fe de haber captado perfectamente el significado de la observación.

Entraron. Los chicos miraban a todos lados. En el jardín docenas de viejecitos sentados en los bancos conversaban entre sí. Otros dormitaban plácidamente.

—Desiderio; cuando estemos con doña Clotilde sé formal y no hables. Ella te querrá mucho porque quiso mucho a tu mamá. No seas travieso.

Cruzaron por el jardín y entraron en el edificio. Era como una especie de monumental chalet doblado de hospital o de cuartel: en suma, tenía un porte perfecto de asilo.

Aguardaron unos minutos en el salón, frente al piano; después de que los chicos hubieron contemplado a su placer el retrato de las monjas, unas reliquias enmarcadas en la pared en torno a un corazón bordado en oro y unas estampas monumentales de san Roque y de santa Cecilia, abriose la puerta y apareció la figura de una dama alta, que se frotaba las largas y sinuosas manos al adelantarse y que caminaba blandiendo unos impertinentes plateados. Era doña Clotilde. Había envejecido, pero era la misma.

Su cabello era gris, casi cano. Los lentes de los impertinentes, deteriorados, estaban adheridos por una fijación de esparadrapo negro. En el alto cuello, blanquísimo, una cinta de terciopelo parecía seccionar la cabeza.

Ella hizo un ademán de distinguida sorpresa y luego adelantó las manos hasta alcanzar las de Mercedes. Se adelantó más y la besó, efusivamente, pero sin ruido.

—¡Mi querida niña! ¡Cómo he esperado esta visita! Invitó a sentarse.

—¿Todos son suyos? Decidme vuestro nombre.

—Todos, menos… Desiderio. Es el de Mariona.

Doña Clotilde se llevó los impertinentes a los ojos y distinguió un instante al muchacho, que la contemplaba sin corresponder.

—¡Desiderio! ¡Y cómo has crecido! ¡Eres todo un hombre! ¡Ah! —añadió sentándose con miramiento en la punta de la butaca—. ¡Ah, cómo pasan los años!

Desiderio se sintió atraído por las largas manos de la dama y precipitado a un ósculo fuerte, pero silencioso. Luego la dama sacó la punta de un pañuelo diminuto y se la aplicó levemente a su nariz, con pundonorosa emoción.

—Tú eres… Adelina. Tú, José. Tú, Federico… y tú, tú…

—Mercedes —dijo la niña.

—¡Cuánto me alegro de que sean tan fuertes y tan hermosos, señorita Mercedes, cuánto me alegro!…

—Ya sabrá, doña Clotilde, que…

Ella hizo un vivo movimiento de cabeza, atraída por la seriedad de la observación.

—¿Don Desiderio?

—El pobre papá murió, el miércoles hizo ocho días.

Doña Clotilde ruborizase, y Mercedes no pudo sustraerse a la emoción sincera que emanaba de la buena dama. Intentó sobreponerse. Doña Clotilde vertió unas lágrimas sobre la mano de Mercedes.

—¡Qué desgracias, la vida, qué desgracias!

—Mamá, mira, Desiderio me desata la corbata.

La doncella corrió a poner orden.

—Y, ¿cómo fue?

—Desde la muerte de Mariona papá no fue el mismo. En dos meses, después del golpe, no le hubiera reconocido. Yo no creí nunca que aguantara tanto…

—¡Qué desgracias!

Tragaba un suspiro:

—Mi pobre padre, en paz descanse, decía que sin cariño no hay conformidad. Porque uno quiere a los que se van es por lo que siente la conformidad cristiana.

—Tenía razón.

Hubo un silencio, transido por los suspiros de doña Clotilde.

—Y usted, doña Clotilde, ¿está contenta?

Ella irguió la cabeza con movimiento nervioso.

—Sí, señorita. Estoy muy bien atendida.

—Yo sé, doña Clotilde, que papá le había hablado muchas veces de regresar a casa.

—Oh, su padre era siempre muy amable.

—No. No es por amabilidad. En casa hay el mismo lugar para usted que ha habido siempre. Además, con los chiquillos…

—Sí, no niego que su ofrecimiento me ha dado motivos de reflexión, a menudo. Pero…

—Pero, ¿qué?…

—Usted sabe, después de la desgracia, prefiero una vida tranquila, reposada, una vida independiente.

—Pero yo sé que aquí, en las hermanitas…

—Ah, señorita —dijo, reaccionando con aparente tranquilidad—, se equivoca usted, y eso se lo había dicho yo siempre al pobre don Desiderio, que en paz descanse. Yo estoy en las Hermanitas —y exasperaba aún un poco más el cuello—, pero no soy una asilada. Estoy incluida en la categoría de pago, que no tiene nada que ver con la de esos viejecitos que ha visto usted en el jardín…

—Lo sé, lo sé, doña Clotilde; sin embargo…

—Podría estar en otro lugar, lo sé —prosiguió sacudiéndose una invisible mota de polvo del raído cuello de encajes—. Pero ¡qué quiere usted!; desde que mi marido marchó a la Argentina no tengo ánimos para ver a nadie. Prefiero la compañía de esas monjitas, siempre tan atentas, tan serviciales. No podría resistir la vida de hotel.

Doña Clotilde hacía estas afirmaciones con cierta inquietud, pero con mucha viveza, como si le hubieran tocado un punto sensible. Su orgullo dormido salía de nuevo a la superficie.

—Lo que le ofrecemos no es una limosna, doña Clotilde, lo sabe usted bien. Le ofrecemos trabajo y la misma compañía que pueda usted tener aquí.

—Sí, señorita Mercedes, sé la intención, muy loable, con que usted lo dice. Yo se lo agradezco mucho… Pero además imagínese usted, el día en que mi marido regresara…

Mercedes estaba atónita.

—Pero…

—Sí, sé lo que va usted a decir. No es probable. Sin embargo, no me perdonaría jamás haber hecho una cosa así.

Hubo un silencio.

Mercedes observaba a la antigua institutriz. Estaba bajo la presión de sentimientos contradictorios. Sus manos no sabían ya qué hacer, pero conservaba el porte alto, la dignidad de vieja dama ofendida por todos, castigada por la vida, que lo ha perdido todo menos la noción o la ilusión de la antigua prosapia. Comprendió que había hecho mal en irla a visitar. Lo único que doña Clotilde pedía al mundo era que la dejaran tranquila allí dentro con una última inquebrantable ilusión de grandeza, que la dejaran a solas con su orgullo. No es que Mercedes la hubiera querido ofender al visitarla, pero aun sin el propósito, y a pesar de ella misma, lo había conseguido. ¡Cómo está hecho el mundo de reticencias, de infelicidades contenidas, disimuladas, de infelicidades inocentes, de diminutos dramas atroces!

Era una dama de pelo blanco, con una cinta de terciopelo en el cuello, que llevaría con ella hasta la tumba. Se defendería de su historia y de sus miserias sin otra arma que sus absurdos impertinentes deteriorados, como el rey que lo único que hubiera salvado de su extinguido poderío fuera el cetro, símbolo de su soberanía, y con él, como náufrago a un leño, se sostuviera en la ilusión de poseerla aún. Para doña Clotilde el espejismo de su señorío era más fuerte que cualquier cariño, que todo lo demás. Era un orgullo capaz de convertir un asilo de pobres en un hotel de lujo, una desgraciada aventura matrimonial en una historia principesca. Veía al mundo a través de los cristales ajados de sus impertinentes de marquesa, y sabía que la única justificación de su existencia era esa deformación de las realidades.

—No me puedo quitar de la cabeza la muerte de mi buen don Desiderio —decía ahora, conmovida, para cambiar la conversación—. Tan cariñoso siempre, tan ponderado, tan dueño de sí… Mercedes se levantó.

—He querido venir con los niños a darle la noticia.

—Se lo agradezco mucho, señorita. Yo rezaré a Dios por él. Ofreceré la comunión todos los días.

—Muchas gracias, doña Clotilde.

Mercedes le dio la mano, y entonces ella, en un movimiento instintivo, que pronto quedó nuevamente superado, la estrechó contra sí y la besó. Luego volvió a sacar el pañuelo minúsculo de la bocamanga y se lo aplicó a los ojos y a la nariz.

Les acompañó conmovida hasta la puerta. Se despidió besando a los niños, y la cerró silenciosamente.

Los niños ya se habían echado a correr de nuevo por el jardín, contentos de haber terminado con aquella historia de la visita, pero Mercedes se detuvo a hablar con la madre, que había ido a su encuentro.

—¿Qué le ha parecido? —preguntó la religiosa.

Mercedes hizo un ademán de conformación.

—No quiere transigir consigo misma. ¡Pobre señora!

Luego inquirió:

—¿Es cierto que hay dos categorías de asilados?

La monja negó.

—Se lo hacemos creer y le permitimos que coma aparte, para que no se entorpezca la organización del asilo por sus caprichos. Desde que hemos accedido va mucho mejor.

—Yo les agradeceré que le den un trato especial, dando lo que sea. Me da tanta pena, la pobre. Y, además, hizo mucho por nosotros…

—Hablaré de ello a la superiora, y no creo que haya dificultad.

La religiosa les acompañó hasta el coche; fue algo difícil conseguir que los chiquillos se acomodaran sin pelearse. Mercedes quería llegar temprano a casa, pues su marido Federico la aguardaba para salir de compras. Tenían que completar alguna cosa de luto.

—No es necesario que entre en el patio —díjole a Fermín, el cochero, al entrar en la calle de la Puertaferrisa—. Puede dejarnos en la puerta y llevar el coche directamente a la cochera.

Los chiquillos descendieron detrás de la doncella, como una bandada de pilluelos.

—Desiderio, cuando tú estás, me los alborotas a todos. Sé formal.

Pero todos habían entrado y estaban parados ante la garita de Bernardo. La primera en apercibirlo había sido la doncella.

—Suban arriba y no armen jaleos.

Se dio cuenta de que Bernardo dormía sentado detrás de los cristales y pasó de puntillas, para no despertarle. En lo alto de la escalera se volvió a verle, intrigada; entró en casa.

Su padre, don Desiderio, había dicho que en los cuarenta años que tenía a Bernardo a su servicio ni un solo día había faltado a la hora de entrar. Se levantaba y se sacaba la gorra, dándole la bienvenida. Todo cambia…

Entró en el despacho de su marido, que estaba escribiendo en el dietario las cuentas del mes.

—He encontrado a Bernardo durmiendo. Pero…

—¿Qué?

—Es raro, no sé…

Salió, quitándose los guantes, y fue a su cuarto. Volvió al despacho.

—Federico, Federico…

—Di, Mercedes.

Federico Costa dejó la pluma y se levantó.

—¿Temes que le haya ocurrido algo?

—Estoy segura —clamó, de pronto—. Está muerto. No se ha inquietado. No se ha movido — dijo, asustada, espeluznada—. Y papá decía siempre, en broma, ¿te acuerdas?… —No podía seguir, sacudida por la certidumbre, por el horror.

Federico se precipitó al exterior. Desde lo alto de la escalera ya comprobó la realidad. Se aproximó. Estaba yerto.

Mercedes se había hundido, atónita, en el sillón del despacho, donde años antes se sentaron con Mariona a recibir las reconvenciones o las caricias de su padre. Entró Adelina, la pequeña. Quería quitarle la mano de los ojos.

—¿Qué te pasa, mamá, di, di?

—¡Bernardo, Bernardo, mi pequeña!… No ha querido dejarle solo… —su voz era premiosa, honda…

Acariciaba a su hija. La estrechaba contra sí.

—Se ha ido con él, ¿sabes?

Sentía que estaba muerta de frío.

—¿Con quién, con quién? —preguntaba Adelina.