XI

DURANTE EL COLAPSO habíase recibido una circular de Intendencia convocando a concurso para la adjudicación de dos mil piezas de «caqui», carta que Rius se apresuró a contestar haciendo una proposición. A los pocos días recibió un telegrama por el que se le comunicaba que el pedido le había sido adjudicado a condición de que la entrega de las piezas se hiciera antes del quince de enero. Se entendía que, caso de que la entrega no fuera efectuada en esa fecha, el encargo pasaría automáticamente a otro proveedor.

Rius estaba satisfecho, porque justamente tenía almacenado un pico importante de «caquis», que sería ocasión de sacarse de encima. Púsose, pues, a fabricar a toda marcha las mil doscientas piezas que le faltaban. La operación era importante y valía la pena de cumplir las condiciones con antelación.

Cuando el conjunto del encargo estuvo apilado en el almacén, los seis carreteros de la fábrica aguardaban, fumando y con las manos en los bolsillos, a que los dirigentes de su ramo decretaran el retorno al trabajo. Esos seis personajes estaban todo el día de charla con Pedro, en el patio. Lo único que no les estaba permitido en el recinto de la fábrica era ejercer alguna actividad que pudiera parecer relacionada con la que les ocupaba el resto del año. Porque, si bien la huelga estaba resuelta para el Textil, no lo estaba para los Transportes. Así, los seis carreteros, muy ufanos, ayudaban a los caldereros a encender las fogatas, a las curtidoras a escardar o a los mozos de almacén a transportar las balas de algodón al zaguán de las máquinas. Pero quedaban inmóviles cuando, con un relincho agudo, los caballos reclamaban su pienso. Pedro tenía que atender a este menester y lo hacía con parsimonia, con la tranquilidad que le era peculiar.

—A ver si esos estúpidos creen que vamos a parar la fábrica por ellos —decía Rius, malhumorado, contemplándoles hacer tertulia alegremente en el patio.,

La cosa, que al principio no preocupó al fabricante, empezó a tener pronto su miga. Faltaban dos días para la entrega de las piezas y había que transportarlas al muelle, .para cargarlas en el buque militar que había de partir con destino a Algeciras. Los carreteros se negaron a hacer el alijo.

A última hora de la tarde del 13 se personó Arturo en casa de Rius para notificarle que los esquiroles se habían negado también rotundamente a aceptar el transporte de las piezas hasta el puerto. Ante la negativa había Llobet exigido que no trabajarían para nadie. Los esquiroles — carreteros sin trabajo tan organizados como los carreteros con trabajo— le aseguraron que no había diferencias. La huelga de carreteros era seria, estaban muy vigilados y habían sido amenazados de verdad.

Arturo añadió que había estado en el barco destinado a Llevarse el cargamento hasta Algeciras, y había sido tranquilizado sobre la fecha de partida. No se podría efectuar en la fecha prevista, sino cuando se resolviera la huelga, que impedía el cargamento no solo del tejido, sino también del resto del alijo, alubias, conservas y munición.

La situación en África comenzaba a ser inquietante. Los altercados entre los rifeños, la anarquía que imperaba en Melilla, huérfana de toda autoridad, obligaron al Gobierno a la ocupación de la Restinga y Cabo de Agua. En previsión de nuevas intervenciones y para el caso de que fuera forzada una campaña, la autoridad militar hacía acopio de víveres, ropa y munición.

—Me han dicho en el barco que es probable la guerra —informó Arturo—. El Roghí ha desaparecido y la situación no puede ser más anárquica.

—Solo les faltará eso a los demagogos y al populacho. Si llaman a quintas habrá sangre.

—Pues es casi seguro. Un oficial lo daba por descontado.

Más tranquilo sobre la suerte de la partida, se disponían a esperar a que se resolviera la huelga de transportes cuando, en la mañana del 16, Arturo llegó a la fábrica con una noticia asombrosa.

Un cargador de muelle de su confianza sabía, por uno de los marineros del barco destinado a cargar las piezas, que el barco había recibido orden de zarpar aprisa con lo que pudiera; y, además que —eso lo dejó de una pieza— Basereny había estado descargando durante todo el día anterior.

Meditó. Su rostro denotaba la más viva extrañeza.

—No puede ser. Es un infundio —dijo.

Paseó por el despacho.

—No lo creo, no es posible.

—Tal como lo oye.

—¡Pero si el pedido es nuestro!

—Del primero que cargue. Era nuestro anteayer. Ahora puede ser de Basereny.

—Pero… pero si no es posible que Basereny pueda transportar hasta el muelle. Sus carreteros están en huelga como los nuestros. A no ser que los esquiroles…

—He procurado indagar cómo transporta y es un misterio. Nadie se lo explica y nadie me ha podido dar razón.

—Es un rumor del propio Basereny, del joven. Es un loco que solo quiere darse importancia. Quiere demostrar a todo el mundo que él es más valiente que nadie. Me extraña que el último trancazo que recibió en la cabeza no le haya puesto los sesos más en su sitio.

—He dicho al cargador del muelle que procurara enterarse de todo por su amigo del barco y que así que tuviera noticias de que iban a descargar me avisara. Le he prometido una buena propina.

—Ca… No habrá aviso. Eso es claro: es un infundio del joven Basereny.

Para desmentirlo se abrió la puerta del despacho en aquel instante. Un meritorio entraba con un recado para Arturo. Un cargador del muelle deseaba verle.

—Que pase aquí —ordenó Rius, levantándose de golpe.

Desgarbado, el hombrón les informó de lo que sabía. A las tres de la tarde se descargaría en el barco una nueva partida de piezas. Sobre todo necesitaba la más absoluta reserva; esta confidencia le podía resultar cara.

—¿Pero cómo? ¿Cómo descargan? ¿Cómo transportan?

El hombrón no tenía idea. El barco era un barco de transporte afecto a la Comandancia Militar, y las operaciones de carga y descarga se efectuaban en el más absoluto secreto.

—Pero no circula un solo carro en toda Barcelona. No puede ser que de la fábrica de Basereny al puerto el transporte se haga de una manera invisible.

El hombrón se marchó. Arturo partió en seguida hacia la Comandancia a solicitar, como representante de la casa Rius, proveedora de Intendencia, un pase libre para toda la zona portuaria extendido a nombre de Rius y a su propio nombre. Tras unas preguntas y la exhibición de documentos, el pase fue extendido.

Rius dejó que fuera Arturo solo a comprobar la inexactitud de la confidencia recibida. Estaba seguro de que este llegaría, a media tarde, sin haber visto descargar una sola pieza, con lo que la fanfarronería del joven Basereny quedaría patentizada una vez más. Y no pensó más en ello.

Pero no fue así. Llobet olvidó incluso llamar a la puerta del despacho de Rius. Entró como una tromba.

—Basereny ha descargado un centenar de piezas ante mis ojos.

—¿Qué dice? —clamó Rius, palideciendo.

—¡Qué digo, cien!… ¡Doscientas, trescientas!

Llobet sacó su pañuelo, lo pasó por su frente, sudorosa a pesar del frío, y luego se sonó.

—Lo nunca visto, señor Rius —agregó, metiendo a ciegas su pañuelo en el bolsillo.

Sin darse cuenta, Rius agarraba ahora el cortapapeles por el mango; su mano derecha temblaba sobre la mesa.

Estaba lívido.

—¿Lo ha visto usted? ¿Qué ha visto?

Llobet no encontraba palabras.

—Por la funeraria —balbució, al fin, sentándose.

Rius dejó el cortapapeles encima de la mesa. Le parecía no haber comprendido bien.

Llobet jadeaba y logró hablar de nuevo.

—Ha llegado un entierro, con el coche de muertos y doce coches del duelo detrás, con las cortinitas tiradas. El joven Basereny iba disfrazado de cochero en el pescante del primero. Han salido piezas hasta del ataúd.

Estuvieron unos minutos sin pronunciar palabra. Al cabo, Rius dio un enorme puñetazo en su mesa. Parecía como si acabaran de apuñalarle.

—No paso por esa —dijo con suprema firmeza—. Me las pagará. Ese pedido es mío; si no conoce obstáculos, si no es capaz de detenerse ante lo más sagrado, va a recibir una lección. Vamos a ver, ¿qué hombres de confianza hay en la oficina?

—De confianza todos, pero…

—No hay «pero» que valga. A las siete cargaremos los carros. ¿Sabe usted conducir un carro?

—Una vez conduje una… una… —iba a decir algo. En esos instantes el joven Llobet se parecía a su padre.

—Bien —interrumpió Rius, hablando con una celeridad pasmosa—. Los caballos hacen el camino a ciegas. Usted llevará un carro, yo otro. Llame a Roig y a su hijo. Espere. ¿Qué otros hombres hay?

Hicieron una revisión.

—¡Que entre un millar de obreros no haya más que dos que nos conste que nos pueden ayudar! —se lamentaba Rius.

—Cuatro carros ya es bastante.

—Cuatro carros hoy, y cuatro mañana, y los días que hagan falta. Cargaremos aunque tengamos que llevar las piezas a cuestas. Llame a Roig, padre e hijo, avise a los empleados de la oficina para que nos ayuden a cargar, y vaya usted mismo a la Comandancia y al barco a comunicarles que descargaremos a las doce. Ya verá ese loco, ya verá…

A las nueve cinco carros quedaron en el patio, cargados hasta el pescante. Bajo ningún pretexto Pedro admitiría a nadie para conversar, como algunas noches hacía. Después de cenar llegarían, engancharían los carros y saldrían a la calle dispuestos a todo.

Los Roig, padre e hijo, accedieron en el acto. Esos dos obreros se habían situado francamente en contra del Sindicato, que les consideraba como traidores a la causa y estaban envalentonados.

La noche se presentó oscura y fría. Una extraña humedad, pastosa y deprimente, difuminaba los contornos de las sombras. Cinco eran los carros. A las siete, el viajante Vinyals, que acababa de llegar inesperadamente de Andalucía, notó ciertas evoluciones del personal de oficinas al almacén. Preguntó a un escribiente qué era lo que hacían con tanto ir y volver. El escribiente le señaló con el pulgar el ventanal de Joaquín. En un instante tuvo la impresión exacta de la realidad. Al conocer la infamia de Basereny, sus cartílagos hicieron temblar la ya opulenta redondez de sus mejillas:

Vade retro, Basereny —clamó, esgrimiendo su lápiz.

Penetró en las cuadras y golpeó amistosamente las ancas de los potros.

A las once y media los dos Roig, Arturo Llobet, el viajante y el amo abandonaron el despacho de este último y se dirigieron en silencio a la cuadra. Pedro y el joven Roig —flexible y audaz en su traje de pana— sostenían dos linternas cuya luz hacía flotar extrañamente en el techo las sombras de los brutos, el diseño de la figura de Rius y de Arturo, y la activa silueta de Vinyals comprobando contra los muros el alcance, el temple y hasta el chasquido de un látigo.

—No se entretenga, Vinyals.

Remolones, los caballos se resistían a levantarse. El chasquido del látigo esgrimido por Vinyals los despertó.

Dóciles, tres de los cuadrúpedos accedieron a obedecer a los poderosos tirones de brida con que Joaquín, Llobet y el viejo Roig les obligaban a salir de la cuadra. Sonó sobre el empedrado caliginoso el golpear lento y fatigado de la herradura, un coceo tardo; las sombras llegaron hasta los carros repletos.

Rius estaba oprimido, pero no desesperado. El solo presagio de la acción le encendía la sangre, infundiéndole una extraña vitalidad. Pero los cinco carros no conseguirían transportar hasta el muelle más que trescientas piezas. Algo era, sin embargo. La desfachatez de Basereny no pasaría sin réplica. Al regreso, efectuarían una nueva carga, y luego una tercera, hasta el amanecer. En tres noches la entrega podía quedar realizada.

Vinyals y el joven Roig llegaron también al patio llevando de la brida a los dos brutos restantes. Los tres primeros habían sido, con la ayuda de Pedro, uncidos a los respectivos carros. Ahora los caballos hundían su morro en los sacos de alfalfa y coceaban contra las baldosas, a la luz cambiante del farol colocado por Pedro sobre el poyo de la entrada.

El carro conducido por Roig abriría el camino. Inmediatamente seguiría el de Rius. A continuación los de Arturo Llobet, Vinyals y el joven Roig, que cerraría la comitiva.

Utilizaban no solo los carros, también los tapabocas y las gorras de los carreteros. En la oscuridad, a través del tapabocas, humeaba, fluido en la penumbra, el aliento de los improvisados aurigas.

Sujetos los animales a los brazos de los carromatos, los cinco hombres se encaramaron a los respectivos asientos. La oscuridad era completa. Rius ordenó a Pedro que apagara el farol. El portero sopló contra él y quedaron hundidos en la sombra, ciegos. Solo se oía la respiración de los brutos y el chirriar de los desvencijados muelles de los vehículos, simultáneos al removerse inquieto de los caballos.

Los cinco conductores respiraban hondo. Pedro aguardaba a que Rius diera orden de abrir la puerta. La noche era cerrada; nada se distinguía en la tiniebla. Esta tardaba, avara, en devolverles con extrema lentitud, que crispaba los nervios, la noción de las cosas, la referencia de los claros y de las sombras. Profundamente, desde la altura, Rius advertía el nacimiento de una sombra más densa por encima de la tapia. La oscuridad profunda, escudriñada con los ojos desmesuradamente abiertos, empezaba a esculpir, en lo hondo, un grisáceo volumen, el presagio de un árbol, la ilusión de un muro, la presentida silueta de un camino, la aproximada noción del pontón sobre la acequia. La impaciencia, agazapada, temblorosa, en el ánimo suspenso del fabricante, encaramada a lo más alto del carromato, estaba a punto de saltar a la noche oscura, a salir a tientas hurgando en la tiniebla densa a entregar su botín. El maullido de un gato, su silueta por el muro se apercibieron entonces claramente; y luego todo se concretó: el árbol, el muro, el camino y el pontón. Volvió la vista atrás y adelante y distinguió, claros, definidos, expectantes en la noche, los rostros de Roig, de Arturo, de Vinyals y el hijo de Roig, que esperaban su orden.

—Abra.

El portero dio vueltas a la llave. El llanto de la herrumbre semejaba de otro mundo; su parábola moría en el silencio de las colinas. Sonó el cerrojo y se abrió en dos la tiniebla de hierro; apareció un largo y polvoriento fantasma: un camino abierto.

—Vamos.

El carro de Roig se movió lentamente. Las ruedas rodaban duras, con estrépito.

Rius asió las riendas y las movió. Sintió un vértigo raro; era como si le sacudieran durante un sueño profundo; al vencer el saliente umbral las ruedas de su vehículo sacudieron estruendosamente el silencio. Hundiéndose en el polvo fangoso se amortiguaba la violencia del traqueteo, pero el de los tres carros que le seguían se percibió sucesivamente. Al fin, las cinco moles de sombra, ya sobre el camino, promovían un único rumor sin estrépito .y una bocanada de aire húmedo y salino reconfortó a los tripulantes.

Rius distinguía ahora bien el bulto de las ancas del caballo, su poderosa catadura negra y se sentía dueño de las riendas, dueño del látigo que colgaba a la diestra. Al erguirse hacia atrás, ya habituados sus ojos a bucear en la tiniebla, reconoció al contacto la molicie de las piezas y abandonó su torso en ellas.

Un tenue silbido de Roig les advirtió la proximidad de un obstáculo. Habían pasado ya el pontón y se trataba de desembocar en la carretera. Con seguridad, el carro de Roig torció a la derecha. Rius, en tensión, efectuó bien la maniobra. Volvió la cabeza. Llobet pasó bien, Vinyals torció sin dificultad. El joven Roig ganó a su vez la carretera. La comitiva seguía su marcha bajo los enormes plátanos de ramas desnudas, contorsionadas a ras de tiniebla.

En la grava el ruido era nuevamente ensordecedor. El corazón de Rius palpitaba intensamente. Ese traqueteo, de las ruedas, de las veinte ruedas en la noche, era aturdidor como el tableteó de la fusilería en una batalla. Temía no poder dominarse, saltar disparado de su asiento, por la rabia que le producía no acallar ese bramido delator. Lentamente, como la miraba se había ido habituando a la sombra, fuese el oído habituando al clamor. Su torso encontró de nuevo la molicie de la tela. Las ramas discurrían, ciegas, pausadas, sobre su cabeza y, al fondo, a través de ellas, navegaban inmóviles las estrellas, en un tramo de cielo descubierto.

Los párpados se mantenían abiertos, pero una parte del ser empezaba a adormilarse dentro.

Un nuevo tenue silbido de Roig redobló la atención de los conductores. Un punto de luz temblaba en medio del camino. Rius sabía que debía ser la caseta del Portazgo, con los carabineros. Se destacó una sombra con un fusil. Y los carros se fueron acercando lentamente. En un huerto, junto a una casa de pisos, aulló un can. El carabinero inspeccionó lentamente; estaba avisado, pero escudriñó y leyó con dificultad, a la luz del farolillo, el papel que Rius le tendía. Se hundió nuevamente en su capa, malhumorado.

—Adelante.

A medida que entraban en la ciudad parecía como si el ruido se tornara crujiente, encauzado y concreto. Con pavor veía discurrir lentamente a su lado las enormes moles de las casas. Todas las persianas estaban corridas, no había el menor resquicio de la luz. La verja del Parque de la Ciudadela suscitaba en su recuerdo la imagen nocturna de los magnolios, y un perfil diurno de tenderete y de concierto militar. Pero el trepidar de las ruedas, el golpear de los cascos de los caballos, la ciudad que avanzaba, dormida y peligrosa, el bulto de las esquinas tenebrosas, todo se balanceaba y temblaba con el sacudirse mismo de las ruedas en los baches, a punto de naufragar, en una tormenta inverosímil y larga.

¡Y doblar tenazmente, en el curso de ese sordo resonar vacilante, doblar tenazmente a la izquierda por el Paseo del Borne! Oyó un chasquido a su lado. Su impaciencia misma le impedía ahora mirar atrás. Un látigo restallaba fuerte, seguido de un improperio. Era la voz de Vinyals. Las moles de las casas eran ahora imponentes. Ese Paseo del Borne no terminaba nunca. Se irguió. Los tres carros le seguían sin dificultad. El empedrado parecía ahora brillar. Fue preciso torcer .a la derecha; en la virada uno de los caballos relinchó y se ofreció en la tiniebla la anchura del Paseo de Isabel II, donde al fondo, envuelta ahora en la noche, se vislumbraría la silueta de las palmeras. Un látigo restalló nuevamente. ¡Pero todo era tan lejano, tan lento y tan oscuro! A su lado emergió, de pronto, enorme, la silueta negra de otro vehículo. Más fuerte que el tableteo ensordecedor, la voz de Vinyals.

—Aprisa, aprisa.

Fustigaba al caballo, que apenas reaccionaba.

—¡Rápido!

—Silencio, silencio, Vinyals —suplicaba.

Los dos carros avanzaron paralelamente. La proximidad de Rius, ese avanzar uno al lado del otro, parecía calmar al viajante. Quedó como adormilado en el pescante. Alarmados sin duda por el estentóreo ruido de los carros, dos vecinos, en dos pisos altos, habían abierto un momento sus ventanas. Rius sostenía sus riendas apretándolas nerviosamente en su mano izquierda y la otra se agarraba crispada en la barandilla del asiento; los ojos, inquietos en la oscuridad, se movían nerviosamente en su inmóvil rostro, escudriñando a su altura. Al coincidir una de las ruedas con el raíl del tranvía, Rius se movió, dispuesto a coger el látigo. Pero el caballo, rutinariamente, se apartó, sin apurarse, a un lado.

Ya se apercibía por fin distintamente el sabor del puerto, a algas y alquitrán. Sobre el tejado de los tinglados se advertía, magnífica en la penumbra, una mancha de luz. Y. los mástiles desnudos de un velero. Rius se puso de pie sobre el tabladillo. Roig había virado ya. Él insinuó con la mano la maniobra y el caballo obedeció. El tronar de las ruedas del carro de Roig al saltar sobre los raíles del paso a nivel fue aplacado por el de las ruedas de su propio carro y su balanceo triunfal en el tránsito. Avanzaron hasta la puerta de acceso al muelle, que, misteriosamente, se abrió. Un soldado con fusil, enfundado en un enorme capote, les dio la señal de entrar. Las cinco moles entraron una tras otra.

Pasaron junto al buque. La escotilla de la bodega estaba abierta e iluminada por un foco potente. Quedaron deslumbrados por esa luz. Rius saltó ágilmente, poniendo pie primero en la rueda, luego en el estribo. Golpeó el cuello del bruto y miró el rostro de sus acompañantes. El joven Roig se frotaba silenciosamente las manos, por el frío. Macilentos, Vinyals y Llobet tenían su vista fija en el suelo. Roig, el padre, se mesaba la barba, sonriendo. El capitán se presentó con una docena de soldados.

Dio una orden y los soldados se encaramaron a los carros. Las piezas eran lanzadas al suelo desde lo alto, sobre unas lonas tendidas. Por un puente de madera eran empujadas a la entraña del buque.

Todo se hacía en el más completo silencio.

—¿Cuántas piezas hay? —preguntó el capitán en voz baja.

—Trescientas diez —repuso Rius.

—¿Descargarán más?

—Procuraremos hacer otro viaje.

—Es la una ya —dijo el capitán, consultando su reloj—. No estarán aquí hasta las cuatro, por lo menos.

—Eso calculo —contestó lacónicamente.

La operación se prolongó aún media hora.

Rius paseaba por el muelle, aturdido, sin nada que pensar, para desentumecerse los miembros y el ánimo. Las aguas del puerto chapoteaban en la penumbra. Los caballos hundían mansamente su belfo en los sacos de alfalfa, puestos a su alcance para estimularlos. Llobet y Vinyals se habían sentado cada uno en un pilar de amarre y pugnaban por no dormitar. Los dos Roig dormían encima de uno de los carros vacíos, con los pies cubiertos por unos sacos.

La idea del retorno era penosísima.

Los soldados, a una orden del capitán, plegaron la lona del suelo. Rius regresó hacia los carros. Puso la mano sobre el hombro de Vinyals.

—Es hora ya…

Los dos Roig se despabilaron aprisa. Viraron nuevamente los carros. Rius lo hizo sin vacilar. Vinyals y Llobet se levantaron de sus pilones. Vinyals se arrebujaba en su gabán, .introducía las orejas en el tapabocas.

—¿No tendría usted algo que beber? —barbotó Arturo al capitán.

Este llamó a un soldado y al poco rato entregaba a Llobet una garrafina de aguardiente.

Llobet echó un trago copioso. Se escalofrió y subió ágilmente a su pescante. Por turno, Vinyals, los dos Roig y, finalmente, Rius, sorbieron largos tragos del estimulante.

Llevaron de la brida a los caballos hasta la calzada exterior del muelle. Allí se encaramaron nuevamente a sus pescantes.

Emprendieron el retorno. Les resultaba complicado habituarse nuevamente a la oscuridad. Roig paró a su carro y descendió de nuevo. Rius le imitó. Llevaron al caballo de la brida hasta pasado el paso a nivel. Con lentitud entraron en el Paseo de Isabel II. Los carros, sin carga, iban ahora notoriamente más ligeros. Para compensar, el estruendo de su paso acreció. Roig, desde su delantera, hizo un signo con la mano e inmediatamente, haciendo restallar su látigo con energía, lanzó al caballo al trote. Sucesivamente Rius, Llobet, Vinyals y su hijo le imitaron. Se levantó en la noche, al paso de los cinco carros, el estrépito de un volcán que empezara su erupción o el de una riada que arrastrara un bosque entero. Cuanto menos tardaran en llegar al arrabal, menos debían inquietarse. Rius no sentía temor por la velocidad con que la caravana devoraba la penumbra. Todo pasaba vertiginosa e inesperadamente por su lado, pero el caballo parecía oler en la oscuridad el camino cierto. Al llegar a la embocadura del Paseo de la Industria el caballo torció sin que Rius hubiera acertado a marcarle con la rienda. Y de pronto, cuando Rius descubría nuevamente, ahora a su derecha, la verja del Parque, notó que el carro de Roig iniciaba a toda marcha un sesgo rápido y luego casi se detenía. Al pronto, Roig se levantaba de su asiento y hacía restallar el látigo. Los cuatro carros siguientes habían amortiguado su marcha, apiñados. Una sombra, y luego otra, se distinguieron en la penumbra; dos hombres habían caído sobre el pavimento; los cinco aurigas se levantaron de sus asientos; una de las sombras se había incorporado con presteza cuando Roig, con decisión, lanzaba nuevamente su caballo al trote y Rius tuvo que desviar su carromato para no atropellar al que quedaba en el suelo. Fue una pugna sorda y veloz. El que se había incorporado se lanzó a correr en persecución de Roig, pero se detuvo pronto al advertir a los carros siguientes, y esperó al de Rius. Los cuatro carros pasaron veloces, uno tras otro, milagrosamente, sin rozar al bulto del hombre que yacía en el suelo y que gritaba, desgañitándose:

—¡Esquiroles, esquiroles!

Pero el ileso encaramase resueltamente sobre el tablado del carro conducido por Rius. Este mantuvo su izquierda en las riendas, y con sangre fría asió con la derecha el látigo; rápido, dio un trallazo a ciegas, de espaldas a la oscuridad. Sonó un ¡ay! agudo y Rius repitió su gesto, más fuerte aún. Al tercer latigazo el látigo restalló en el aire. Se oyó un golpe sordo contra el suelo y el diminuendo de un lamento hasta acallarse. Espoleado por el trallazo, el animal se había lanzado al galope. El ruido sobre la grava era ensordecedor. El corazón de Rius palpitaba furiosamente. Los baches acrecían.

Por sí solo el caballo fue reposándose. Las ramas de los plátanos de la carretera rozaban ahora la frente de Rius. Se sentó; nuevamente, se echó hacia atrás; iba a caer. Había olvidado que ya no llevaba su respaldo de piezas.

Volvió su cabeza y advirtió, siguiéndole, lentamente otra vez, los tres bultos de sombra. Ahora empezaba a sentirse al término de su camino. La lamparita del carabinero titilaba lejana. Apareció una sombra y la sombra de un fusil. Lentamente pasaron al lado del garito.

—Buenas noches y buena suerte. —Era la voz del carabinero.

Había sido relevado el que les detuviera a su ida.

Al torcer a la izquierda, el acolcharse de las ruedas en el polvo del camino, con el silencio casi súbito, suscitó nuevamente una bocanada de aire húmedo y salino. La mole blanca de la fábrica se destacaba limpiamente en la oscuridad. La «Sagrada Familia» oraba impávida con sus fauces abiertas. Se diseñaban el Pino, Santa María y la catedral. En el cielo brillaban ahora unas estrellas. Volviendo la vista a la izquierda Rius distinguía desde su altura la silueta de la ciudad. Campanarios y chimeneas. Era como un monstruo gris, dormido en la vertiente de dos colinas. Desde lejos, advertido por el ruido, Pedro, el portero, había abierto las puertas, y el graznido precursor de la herrumbre llenó júbilo a Vinyals, a Llobet y a Rius. Como un monstruo gris en su guarida. Mañana se despertará aterrador —pensaba. Desde la puerta Pedro les saludaba moviendo los brazos.

Los cinco traqueteos al paso del umbral y el silencio.

Al bajar no se miraron. El viejo Roig y Pedro desengancharon los caballos. Vinyals, Llobet, el joven Roig y Rius entraron, vacilantes, sin pronunciar palabra, en el almacén. Cuando, después de haber llevado a los caballos y a los carruajes a la cuadra el viejo Roig entró en el almacén acompañado por Pedro, que sostenía un candil, encontró a los cuatro hombres profundamente dormidos, tumbados de cualquier modo sobre cuatro fardos de retales.

Le despertó el frío, porque el cansancio le hubiera retenido sobre el improvisado colchón unas horas más. Dejó que Vinyals y el joven Roig siguieran durmiendo y les cubrió con las mantas sobrantes de Llobet, Roig y la suya propia, sobre las que ya tenían encima. Iban a dar las ocho y al salir al patio le despabiló el cierzo agudo de la mañana. Nadie había en el patio ni en los corredores, entre los pabellones. Distinguió las voces de los obreros que discutían esperando en la entrada a que fuera abierta la puerta. «¡Qué sorpresa cuando no me vean! ¡Creerán que se ha hundido el mundo?», pensó. Estúpidamente divertido por esta tontería se aproximó a la puerta, por ver dónde estaría Pedro. El zaguán de entrada en el patio estaba también solitario. Por encima de la verja y del muro llegaba una voz pastosa, que arrastraba las erres:

—Os digo que sí. Era él y cuatro más. Que os lo cuenten Brusca y Roldán. Brusca quedó con el brazo fuera de sitio. En la Mutual no le quieren reconocer. Tuvo que ir al «chiringuito» de Sans, que es nuestro.

Un coro de voces rumoreaba cosas ininteligibles.

—Ya lo sabe —dijo de pronto el individuo con la misma voz—. Esta mañana ha estado a verles. Le fueron a despertar en seguida.

—Pero no hará nada porque es un «nyicris». Mucha boquilla y pocos…

—Dicen que no.

Apareció Pedro llevando un cubo lleno de leños, y Rius le hizo .ademán de callar. Intentó escuchar de nuevo la conversación exterior, pero los comentarios de los obreros eran muy diversos, embarullados. Como si los viera: unos de .pie, con el paquetito debajo del brazo, otros sentados en los terraplenes, ciertos jóvenes rondando a las obreras; la explanada llena de una muchedumbre uniforme y basta: la masa.

Pedro se disponía a abrir la puerta. Habían dado las ocho. Rius entró en los departamentos. Entró en Aprestos y se quitó toda la ropa. Quedó desnudo. Se lavó los pies, metiéndolos en el tonel. Los secó y se puso el largo calzoncillo de lana. En esta facha le sorprendieron los obreros que entraban.

—¿Quién es ese «gánguil»? Eh, tú, pallús

De pronto el que gritaba se llevó las manos a la frente, identificando al amo. Rius se volvió de espaldas y hundió su rostro en el agua del grifo, que caía por su pecho, devolviendo a sus pulmones el goce de respirar. Se lavaba con estrépito dando bufidos. Los obreros se hundieron en su trabajo sin chistar, aturdidos. Rius se llevaba grandes manotazos de agua a las axilas.

Con un enorme retal se secó y allí mismo hizo unas flexiones de tronco y rodillas, prescripción cuyo ejercicio no había abandonado desde sus lecciones en el gimnasio Trías, y que sumió a los trabajadores de la sección en una perplejidad fuera de límite.

Precipitadamente, como si estuviera solo en la sala, o. exactamente igual a como lo hacía en su habitación, se calzó los calcetines —las ligas aparatosas sobre los calzoncillos, le ceñían la musculosa antepierna hasta pellizcarle la piel— y se puso el pantalón; luego la camisa. Abrochó su cuello y, a tientas, anudó su corbata.

—¿Alguno de ustedes tendría un peine?

Los obreros se miraron entre sí.

Nadie tenía un peine.

Uno de ellos salió disparado hacia otras secciones.

—Seguramente alguna de las chicas de «Tintes» tendrá…

—Bien, bien…

Le costó un enorme esfuerzo introducir sin calzador los pies en las botas y luego abrocharlas. El peine había sido colocado en el borde de la cubeta. Se irguió y sin necesidad de espejo se peinó.

Es inenarrable el movimiento de sorpresa que hubo en las dependencias al apercibir que el amo hacía su inspección al revés. Ni los más viejos recordaban nada semejante.

Cogía desprevenidos a los trabajadores.

—Más atención, más atención. Fíjese.

Estupefacción y zozobra. Ahora entraba en Máquinas por la puerta de salida. Desde el fondo de las oficinas los empleados le veían aparecer, en lo hondo de la sala de telares, y sentían la misma perplejidad. Cosa rara: Se detuvo solamente en una máquina.

—¿Qué tal, Roig? ¿Cómo va el trabajo?

—Vamos tirando.

El obrero, con su aspecto de siempre, atendía de nuevo a la pieza. Rius le miraba fijamente; le hubiera abrazado.

—Bien, Roig —le dio un golpe en la espalda.

—Usted siga bien, señor Rius.

Subió por las escalerillas y entró en las oficinas.

Llobet, padre e hijo, estaban en su sitio. Pasó sin dirigirles la palabra. El viejo Llobet se disponía a entrarle la correspondencia. Al entrar en su despacho el jefe descorrió la cortinilla de la ventana. Un tílburi acababa de parar ante la puerta de la fábrica. De él descendía un enorme joven enfundado en un aparatoso abrigo de tela de «cordel»; llevaba una gorra campestre de la misma tela.

Entró en la fábrica.

En el momento en que Llobet padre entraba con la correspondencia, el joven Llobet anunciaba:

—El señor Basereny hijo desea verle.

Hubo un silencio. Iba Llobet a retirarse. Rius hizo signo de que se detuviera.

Súbitamente inquieto, pareció como si buscara algo.

—Búsqueme un espejo, aprisa —ordenó.

Una de las mecanógrafas de oficinas tenía un espejito. Ante él, Rius, que había pasado su mano por la coronilla de su cabeza, alisándose un mechón, se vio obligado a rehacer enteramente el nudo de su corbata.

—Que pase —dijo, al fin, respirando con más calma.

Entró el joven del tílburi. Se adelantó a Rius con una enorme mano abierta, en la que la diestra de Joaquín desapareció. El apretón fue de pronóstico.

—Conoce usted a mi padre, que me ha enviado con amigables saludos extraindustriales.

—Es un excelente competidor y amigo —dijo Rius.

—Vengo a felicitarle por su golpe de ayer, que no me ha sorprendido, señor Rius. Es usted, mi padre lo dice siempre, uno de los pocos fabricantes de verdad que nos quedan.

—Tampoco su golpe ha estado mal, amigo Basereny —replicó Rius con cierto aire protector, afectando frialdad pero con plena cortesía.

—Bah, pequeñas escaramuzas. Hay que aguzar mucho el ingenio.

—¿Y el accidente que tuvo?

—¿Se refiere a la paliza que dicen que me dieron?

—A algo de eso.

—Un pisotón sin importancia. Tres miserables puntos de sutura.

El recién llegado resoplaba.

—¡Qué calor hace aquí! —dijo—. ¿Me permite que me quite el abrigo? Soy hombre que no siente el frío.

Bajo el despampanante gabán apareció un terno completo del mismo género de tela.

—Se nos quedaron colgadas unas piezas de «cordel» del año seis —explicó el dinámico y corpulento joven—. No extrañe, pues, que vista así aún algunos años. Es una especie de desafío a la suerte —y lanzó olímpicamente su abrigo sobre el diván—. Pues bien, el objeto de la visita es más completo: me expresaré a la americana, según mi idiosincrasia comercial: usted cargó ayer trescientas pieza y yo llevo cargadas por el procedimiento del entierro cerca de mil. Ni usted ni yo podemos llegar a cargar las tres mil piezas que tenemos en stock. En este instante ni usted ni yo podemos cargar una pieza más. Los carreteros están de guardia en el paso a nivel y aunque lo que pasara fuera un entierro de verdad, habría palos. Por tanto: establezcamos un plan común para cargar mil quinientas piezas cada uno.

—No puede ser, amigo Basereny. Intendencia es uno de mis clientes más antiguos y no puedo darle a usted una opción de esta categoría.

—Usted, yo, López Arnau, todos los tejedores de Barcelona serán proveedores de Intendencia dentro de poco, tal vez de semanas —afirmó Basereny—. La guerra de África está a punto de estallar. Lo sé de muy buena tinta. Por tanto, hay que servir a Intendencia urgentemente. Si usted no quiere, lo haré yo solo. Ya sabe que no me asusto.

—¿Cómo?

—Ese es un secreto. Pero mis tres mil piezas pueden estar cargadas esta tarde, si lo deseo. He venido a verle porque no he querido dejar de premiar su gesta de ayer, no porque lo necesite.

Rius recelaba aún.

—¿Cómo?

—Si acepta, se lo digo.

Rius dio unas vueltas por la habitación. Se volvía y observaba a Basereny.

—¿Garantizado?

—Garantizado esto y las operaciones sucesivas: ¿Acepta?

—Sí —dijo Rius.

—Cargarán en los carros del Parque de Artillería los soldados mismos. No habrá huelga que valga.

—¿Quién le ha ofrecido esto?

—El capitán general.

Rius quedó convencido al ver un oficio de Capitanía que Basereny se apresuró a mostrarle.

—¿Conforme?

—Conforme. ¿Y qué pasará después?

—A usted y a mí nos perseguirán a sol y a sombra. Pero con pedidos en marcha, que nos echen un galgo. ¿Ya sabe usted lo que se dice por ahí? Dicen que usted ha matado a un obrero. Lo de ayer no se lo perdonarán. Y con usted tienen ya muchas cuentas.

—Jamás me han hecho nada.

—Empezaremos una era fructífera para las dos casas, no le quepa duda —cortó inesperadamente Basereny el joven—. Adiós, señor Rius. Le avisaré para las entregas. Adiós, adiós… —y salió apresurado, revolviéndose tumultuosamente para hundir sus largos brazos en las enormes mangas del abrigo de «cordel».