IV

RIUS NO CONSIGUIÓ competir con Basereny en la fabricación de los «cordeles». En el almacén quedaron las pilas de piezas, que hubo que malvender. El algodón bajó de pronto. También Basereny vio entonces colmado de piezas inútiles su almacén. Los tejidos de Manchester y las sedas de Lyon entraban en España e invadían el mercado. Los fabricantes españoles estaban sin protección.

De los tres solares que don Joaquín, el padre de Rius, había comprado en vida, uno había correspondido a su hermano Fabián. Joaquín Rius había vendido el segundo el año noventa y siete, y colocó su importe —cuarenta mil duros— en papel del Estado. Quedábale el tercero, ya edificado, y le salía ahora una buena opción para venderlo. Necesitaba dinero. Necesitaba dinero para emprender la ampliación de la fábrica, para renovar la maquinaria. La educación de Desiderio aumentaba los gastos de su casa. Puso la finca de Santa María en manos de un administrador, recomendado por su cuñada Mercedes, pero los métodos que este se proponía introducir en ella no empezarían a rendir hasta al cabo de unos años.

No se decidía a aceptar la proposición que le hacían para la venta de su inmueble de Barcelona porque no se decidía a emprender las obras de ampliación. Así pasaron varios meses y los posibles compradores aceptaron otra ocasión que se les ofrecía.

Al cabo de un tiempo, por primera vez en la historia de la fábrica, Rius no tuvo con qué alimentar una tercera parte de sus telares. El algodón había bajado aún más en sus precios de origen. Se veía obligado a revender las piezas hechas al mismo precio a que habían comprado la hilatura en madejas. Su trabajo, los aprestos, el tinte, la tela, en suma, no valía nada.

Decidiose a vender el inmueble. Habló con el agente de ventas que meses atrás le habían hecho la proposición.

—Será difícil ahora—le contestó—. Todo el mundo vende, nadie compra.

A las pocas semanas presentósele la primera proposición. Rius la rehusó, desolado. Ofrecíanle por la casa aproximadamente lo mismo que su padre había gastado, veinte años atrás, en su edificación.

Los obreros entraban compungidos al trabajo. Había tenido que despedir cerca de un centenar. En los rostros de los trabajadores parecía haber renacido la expresión de solidaridad con el dueño que se advirtiera años atrás, en épocas del viejo don Joaquín.

En el despacho de Rius se reunían ahora con él, por las mañanas, los dos Llobet, Ramoneda —el amarillento y escuálido jefe de Ventas—, el obeso Orlau, jefe de Presupuestos y Entregas, el contramaestre Planells, Campins, de Aprestos, y el viajante Vinyals, llegado de Andalucía para hacer frente a la crisis.

Se sentaban alrededor de la mesa del amo. Este leía la correspondencia en alta voz. No había reclamaciones, nadie protestaba ya. Orlau, Vinyals y el joven Llobet eran los únicos que se atrevían a hablar. Vinyals era un hombre locuaz, muy despierto, lleno de dinamismo. Pero se encontraban acorralados, embrollados en una situación que no conseguían desmadejar.

Al hacer la inspección matinal, Rius pasaba la palma de la mano sobre las máquinas paradas como si acariciara una jauría de fieles perros malheridos.

La situación se prolongó largos meses. En el espeso cerco que los industriales pusieran en sus propias industrias, iban a ser abiertas unas brechas. Advirtiose que López Arnau visitaba la fábrica de Basereny y que el viejo Basereny, en su tílburi, se dirigía a la de Rius. Las fortalezas eran expugnadas. Los infranqueables rivales se reunían, más para acompañarse mutuamente en la desolación que para hallar soluciones concretas. Las conversaciones duraron meses. Al fin, sin haber logrado vencer la adversidad y sin haber logrado unirse, volvió a imperar entre ellos la ley del egoísmo y de la individualización. El humo tuerto de una sola de las dos chimeneas de Rius era un triste borrón en el cielo otoñal.

Rius se acostumbró a vigilar las oscilaciones de Bolsa. Advirtió que Interior y Exterior se mantenían en una constante calma, al paso que los Ferrocarriles bajaban o subían por la enorme y constante especulación. Necesitaba dinero, y además de dinero necesitaba actuar. Se sentía comido por la zozobra.

La Bolsa tenía lugar en el egregio edificio italianizante de Lonja, de cara al puerto. Rius se admiraba de que, al entrar, lo hiciera vacilante, como el muchacho que por vez primera pone los pies en un antro prohibido. Dio un empujón a la puerta de nogal y quedó un instante de pie en el quicio, aturdido por el vocerío, sin ver más que fugaces bultos que se removían en la humareda, a la que la intensa luz de las arañas daba una calidad maciza y opaca, borrosa.

Fuera llovía a cántaros. Era una tarde de octubre, espesa y húmeda. En el camino, de la fábrica a la Bolsa, que recorrió en tranvía, pues desde la crisis había desalquilado su coche, sintió que el corazón le palpitaba; y ahora, al enfrentarse con el espectáculo de la sesión, volvía a reanudar su ritmo loco. No sabía si maldecir de sí mismo por haber accedido a una tentación que, por las noches, no le dejaba dormir. Sabía que el dinero no puede ganarse así. Pero se decía que hay que ganarlo honradamente de algún modo, y, sobre todo, uno no puede esperar a que el dinero se esfume sin reaccionar. Tenía cuarenta mil duros en papel del Estado y se proponía convertirlo en papel de Ferrocarriles. No había en ello ningún mal.

Aproximose a los grupos, adentrándose en el local. En el centro se destacaban tres grupos compactos. Apiñada a esos grupos, una marea humana levantaba los brazos y la voz, removiéndose como un océano en un lagar. De la piña emergían los brazos verticales, izados, debatiéndose y gesticulando en lo alto. Y como una densa aureola general subía, flotante, hasta el alto techo, una compacta columna de humo, el humo de los cigarros. El griterío era ensordecedor.

—Tomo, tomo.

—Doy, doy.

—Hecho, hecho.

—Doscientos mil reales.

Los corredores dirigían, raudos, centelleantes miradas a la superficie de este mar desbordado. Señalaban con el dedo y anotaban cifras en unos papelitos.

—Tomo, tomo.

—Doy, doy.

—Cien Alicantes.

A Rius le resultaba incomprensible, pero su corazón volvía a encresparse.

Arrimado a una columna reconoció a don Plácido Arnau, un gran caballero, de enorme facha, plastrón, barba cuadrada, camafeo ilustre. Estaba arrimado a ella —era ese su sitio oculto desde hacía treinta años— de espaldas al espectáculo. De vez en vez llegaban hasta él jóvenes empleados que le comunicaban el curso de la sesión. Él contestaba unas palabras al oído de sus corredores y permanecía luego inmutable. Rius sabía que don Plácido era una de las mayores fortunas de España, y sintió entonces una desazón en sus manos encallecidas, como si palpara por primera vez su pobreza. El señor Arnau, en la concavidad de la columna, se mesaba apaciblemente la blanca barba y con el envés del dedo mayor conducía fluvialmente su bigote hasta la mejilla.

¡El giro de los negocios textiles había sido tan inesperado y rápido! ¿No era eso, lo suyo, un juego también? Un juego que depende de las cosechas de algodón, allí en los lejanos países, de las fluctuaciones de las Bolsas en Nueva York, Lyon, Barcelona o Londres, del pánico de los mercados; de las modas o de los rumores. Todo en la economía era un juego, un juego trágico, peligroso y triste. ¡Y él, creyendo que su fortuna dependía pura y exclusivamente de su trabajo, enterrando su juventud y su brío en las mismas leyes de los menestrales, que le convertían en un obrero en provecho de los demás, esos que amasan su dinero apoyados en una columna! Pensaba en su hijo, en la ilusión con que le llevó al colegio, y con que le vestía, formaba y cuidaba. ¿Terminaría como él tuvo que empezar, en un piso alto y sin luz? ¿Sería esa la jugarreta de la fortuna?

Habíase sentado en un taburete junto a la puerta que comunicaba con la sala de teléfonos, por la que entraban y salían constantemente personas con recados, gentes desbordantes, coloradas, los cabellos en desorden, los pañuelos enjugando el perlear constante de la frente y las mejillas.

Observaba ese ir y venir sin que a su mente asomara la menor idea esperanzadora. Levantó su frente, y su mirada captó una figura conocida, perdida en uno de los grandes grupos del rincón. Se levantó de su silla impelido por una fuerza oculta y se adentró en el grupo. El griterío impedíale hacer llegar su voz hasta el conocido.

Era un anciano de tez fina, surcada por dos hondas arrugas en las comisuras de los labios. Levantaba su brazo e instaba hacerse oír. Rius, dando codazos, consiguió llegar junto a él y le cogió de un brazo.

—¿Qué hace usted, Basereny?

Este no atendía. Parecía paralizado por la oferta que flotaba en los labios del comprador.

—¿Qué hace usted?

De pronto Basereny levantó su brazo, accedió y pareció quedar más tranquilo, como aletargado. Joaquín lo llevó del brazo hasta el lugar de donde saliera y le hizo sentar. El viejo Basereny se sentó, paralizado, sin pronunciar palabra.

Levantó su vista hacia Rius y sonrió sin ganas.

—Necesitaba dinero, Rius, y he liquidado.

Y le temblaba el frágil, blanco mentón.

—Todo me vence a la vez y…

Los ojos del anciano enrojecieron. Se volvieron acuosos. —No podía… hacer los pagos mañana.

La lluvia de octubre se prolongó semanas enteras. La ciudad era barrida por la llovizna aciaga y el temporal de viento silbaba en las esquinas. Las aceras estaban convertidas en barrizal. Los árboles ciudadanos, calados hasta la savia, se pudrían y torcían, moribundos. Los tenderetes de las castañeras se cobijaban en el rincón más abrigado de las encrucijadas. Las bajas de los obreros formaban pila sobre la mesa de Arturo Llobet. Rius miraba a través del ventanal la amplia sala de máquinas, medio vacía, medio inmóvil. Al estruendo antiguo de los telares había seguido esta parálisis parcial, crónica ya. El cajero Pamias entraba sin un rumor —con una imperceptible sonrisa— el estado de Caja, y Rius lo dejaba olvidado largas horas sobre su mesa. Sentía que su corazón volvía a latir con fuerza. Se puso el gabán y el impermeable y salió.

La lluvia azotaba su frente. Necesitaba dinero. Necesitaba rehacerlo todo a fuerza de dinero. Hundía sus pies en los charcos con una suerte de inconsciencia rabiosa. Todo le decía en aquel instante que solo con dinero podría remontarse la situación. Aguantar, aguantar…

Se dirigió al Bolsín. Sabía que allí estaba Borrás, el corredor que realizó años atrás la compra de su Interior. Sentía un extraño placer en demorar su llegada al Círculo Mercantil. Por el Paseo de la Industria y el de Isabel II, a pie, entró en la calle Ancha y, por ella, en la de Aviñó. Cuando puso pie en las escalinatas de mármol, el reloj de la fachada daba las seis.

Dejó su impermeable y su gabán en el guardarropa y entró en el salón.

Hundidos en unas grandes poltronas de cuero de bolsistas, los corredores, los banqueros, sorbían lentamente sus cafés. Al fondo, en la biblioteca, unos cuantos hojeaban las colecciones del Punch o de The Illustrated. Buscó a Borrás y, al no encontrarle, dio la vuelta y preguntó a un ordenanza por él. El empleado llamó al primer piso por el conducto de un teléfono de silbato. Recibida la autorización, Rius subió por las escalinatas interiores, eludiendo el enjambre de empleados y de bolsistas que se cruzaban, atolondrados, con él.

Se encontró frente al salón de sesiones, que estaba envuelto en el mismo griterío y en el mismo sabor de habano de la sesión en Lonja.

No tardó en descubrir a Borrás, que salía de la sala de liquidaciones.

—Hay marejada con «Orenses» —díjole Borrás. Y haciéndole un guiño, le mostró a dos caballeros que, las manos en la frente, se habían hundido en un sofá. Levantaban de vez en cuando su mirada angustiada a la voz fuerte de un desconocido, que vocalizaba su ruina impávidamente.

Borrás le cogió del brazo.

Borrás era un hombre de mediana edad, muy atildado, con un traje magistral, un chaleco crem a la última moda y un bastón casi invisible en la axila. Pasaba la mitad de su día mirando por el ojo de su boquilla de plata y limpiándola con unos finos, invisibles alambres de algodón, de los que llevaba provisión abundante en los bolsillos del chaleco. La otra mitad de la jornada la distribuía entre el Casino Mercantil, de cuyas sesiones era elemento prócer, la Bolsa, y los reservados del «Suizo».

—¿Qué le trae a usted por aquí, Rius? ¿Buenas noticias? Rius negó.

—La crisis. Necesito vender cuarenta mil duros de Interior.

—¿Contado?

—Necesito el dinero.

—Despréndase de la mitad o de la cuarta parte y compre con ello Orenses o Filipinas. Guárdese a la expectativa ocho días, y venda entonces el resto.

Rius sonrió amargamente.

—No pretendo especular, Borrás. Quiero vender, vender en las mejores condiciones, porque necesito el dinero.

—No le propongo especular. Pero sería una tontería que no aprovechara sus ganas de vender para hacerlo en inmejorables condiciones. Orenses y Filipinas subirán este mes. La operación es segura, se lo digo yo.

Llamaban a Borrás desde el centro. Se alejó. Dio unas voces. Elevaba con la diestra la empuñadura de su bastón. Rius sentía su corazón latirle con fuerza. Especular. La palabra era demasiado ostentosa, rimbombante. ¿Pero acaso no había venido para eso, con esta intención?

Borrás regresó a su lado.

—Tal vez lo que usted me propone sea lo más acertado.

—Venga usted aquí mismo mañana a mediodía, con esos diez mil duros de Interior. Le garantizo el éxito —y se acarició con mano fina el tupé, satisfecho.

Al fin amaneció un día claro. Las nubes, deshilachándose lentamente, abrieron un cielo terso, azulísimo, que se reflejaba en el suelo mojado, lleno de charcos. Las aristas de las azoteas reverberaban al sol, que recortaba, nítidas, las siluetas de los campanarios sobre la urbe.

Rius fue al Banco, retiró las acciones que iba a vender y se dirigió al Bolsín. Entró y halló a Borrás tomando un piscolabis en el restaurante del Círculo. Le entregó los papeles y se puso de acuerdo con él para ulteriores entrevistas.

A la salida, mientras caminaba, apresurado, por la calle Aviñó, sintió a alguien que le llamaba. Se volvió, sorprendido, y vio a su hermano Fabián, que corría detrás de él.

Le costó disimular su sorpresa y sintió una mezcla de alegría y de vergüenza al saludar a Fabián. ¡Les había tenido tan olvidados! Le dio la mano, estrechándola mucho rato.

Fabián le dijo que su madre había estado enferma. Desde la Navidad anterior Joaquín no había ido a verles. Aquella misma tarde se propuso hacer la visita.

A media tarde hizo sonar maquinalmente la campanilla del antiguo pisito. El mismo Fabián abrió la puerta.

Joaquín pasó a la galería. Doña Paula tenía el aliento fatigado. Aquellos días de dolencia habían dejado rastro en su figura, ancha y cansada. Aceptó el beso de Joaquín y correspondió a él con su boca marchita.

Madre e hijo no se habían comprendido jamás. Doña Paula había querido a su chiquillo cuando le podía manejar. Desde que se lo arrancaran del costado, cuando, muchos años atrás, lo entregaba a la vecina después de darle de mamar, en la planchaduría, aquel hijo parecía como si hubiera dejado de ser suyo. Nunca escuchó de los labios de Joaquín una palabra de cariño, una palabra de aliento o de comprensión. Joaquín Rius se hizo para ella adulto muy temprano, antes de que tuviera tiempo de amarla, o cuando él consideró que ya había amado bastante a su madre. Todo lo que partió de la iniciativa de Joaquín habían sido, a juicio de doña Paula, puras desdichas. ¿Hubiera muerto tan joven su marido de no haber sido por las ínfulas de grandeza de su hijo? La boda de Joaquín había trastornado a su padre, los había trastornado a todos. Ahora alternaba el gobierno de su pisito con el reposo en la mecedora, zurciendo o haciendo media. ¿Para quién? Abarrotó de calcetines, de camisetas, de jerséis el armario menestral de su hijo Fabián, su verdadero cariño, el que, a su juicio, resumía las virtudes que fueron honra de su marido. Fabián era para ella de una ternura sólida, poco comunicativa, obesa y condescendiente. Él, Fabián, se había dejado querer —se había dejado manejar—. Doña Paula solo vivía ahora para ese hijo modesto y opaco, que no sabía dirigir la palabra a los extraños sin sonrojarse y que correspondía a la vitalidad de su madre con una cómoda apatía.

Quedó frente a ella.

—Han sido unos dolores, aquí, pero ya ha pasado… —anticipose a contestar, antes de que Joaquín formulara la pregunta.

—Trabaja usted demasiado —dijo Fabián.

—Pobre de mí… Todo el día sentada aquí, sin poder moverme… —protestaba, enérgica aún—. Al contrario. Es esto lo que me mata.

La mecedora chirriaba.

—¿Y tú?

—Bien, muy bien, madre.

—¿Y el chico?

—En el colegio, como siempre.

Ella levantó la vista de su labor.

—¿Ya le vas a ver?

—Todos los domingos.

—¡Pobre criatura!

—¿Por qué pobre? Está muy contento y le prueba mucho.

—¿Ya corre, juega?

—Sí. En el colegio hacen gimnasia y juegan a pelota. Un dejo de amargura se dibujaba en los labios de doña Paula.

—Tienes que procurar que no sea tan desgraciado como eres tú.

Rius hizo un ademán de desagrado.

—No sé a qué viene decir eso, ahora.

Fabián, aletargado, estaba al lado de la mecedora, junto a ella, y doña Paula creía contar, estaba segura de contar con el apego, con la absoluta comprensión de su hijo menor. Este tenía los ojos fijos en el suelo.

—No tienes que forzarle en nada, hijo mío. Tienes que dejar que haga lo que quiera, porque en la vida es muy difícil ser malo.

—Desiderio hace lo que quiere. Le llevé al colegio porque me pareció que ya era tiempo. Y le he llevado a los escolapios, no a los jesuitas.

—¿Le alimentan bien?

—Sí. Y además yo le llevo cosas, sobrealimentación.

—Él quizá te ayude un día, en tus cosas, si no le obligas a que lo haga a la fuerza. Con los hijos se tiene que tener mucha paciencia. Y más este, no teniendo madre…

La colada, tendida, en los alambres de la galería, se balanceaba en el vacío. Doña Paula intentaba incorporarse.

—¿Qué quiere, madre? —preguntó, solicito, Joaquín. Ella se dirigió al hijo menor.

—Fabián, mira si está seca —ordenó.

Dócil, Fabián palpó las prendas. Hizo un signo afirmativo, y él mismo, quitando las pinzas de madera, las descolgaba y entraba.

—¿No necesitan nada?

—¿Dinero? No, Joaquín…

—Tal vez le convendría una temporada de reposo, fuera…

—Nada, nada, Joaquín. Estoy bien aquí.

—Pero para mí no me representa el menor sacrificio.

—Ya lo sé.

—Para los gastos del médico, lo que sea.

—El dinero hace poner tristes a los hombres.

También a su marido se lo había dicho muchos arios atrás.

—¿Y a ti, Fabián, te van bien las cosas?

Fabián había liquidado tiempo atrás el negocio de coloniales. Había traspasado en buenas condiciones el conjunto de representaciones que eran de su padre y, con el producto, había adquirido un establecimiento de comestibles en la Plaza del Pino, de clientela segura y numerosa. Sus preocupaciones eran, pues, escasas.

—Sí, vamos tirando —repuso.

En aquella casa había transcurrido su niñez, y allí había incubado sus primeras obsesiones, los primeros afanes y entusiasmos. Ahora aquellas paredes le parecían unas paredes sin aureola y sin sentido.

—Tiene que cuidarse mucho.

Sacó su reloj.

—Tengo que volver al despacho.

—Si tienes prisa vete, Joaquín… No te preocupes.

No era ya la voz que decía, impetuosa, muchos años atrás: «Anda, a tomar el aire, a jugar a la calle».

Se abrigó un tanto más con la gris manteleta que le cubría los hombros. Joaquín la besó nuevamente. Despidiose de su hermano. Reconocía a tientas, como si los años no hubieran pasado, en la penumbra de la escalera, las incidencias todas de los tramos, de los peldaños, de la baranda. Y se escuchaba aún el llanto aquel, el invariable llanto de un niño recién nacido, que cuando él era chico no le dejaba estudiar.

Diez nuevos telares quedaron inmóviles en el curso de la semana que siguió. Desde su ventanal, Rius veía ahora claro cómo era preciso afrontar la situación. Dinero, dinero, dinero. Era preciso despedir a cincuenta operarios más. Echar a la calle a una tercera parte de empleados de oficina. Aumentar los descuentos de compra por grandes partidas a los clientes. Zanjar los créditos. Crear una reserva de cien mil duros, y esperar. Esperar a que la crisis se resolviera sola. Si esta se acentuaba estaría en la ruina; pero podía muy bien no pasar más allá. En la resistencia podía estar el éxito.

Borrás había vendido su Interior y había comprado Orenses. Hacer la compra y empezar a subir fue todo uno. Rius le dio en el acto los treinta mil duros restantes de Interiores para su venta. Vendió nuevamente y compró tantos Orenses como pudo. Al día siguiente, al coger el diario, Rius sintió que estaba perdido. Los Orenses habían bajado medio entero. El pronóstico del redactor de La Vanguardia presagiaba un bajón mayor. Y Rius estaba seguro, en aquel instante, de que ese dinero iba a perderse. De que iba a perderse todo, como castigo a su imprudencia, a su estupidez. Se dirigió al despacho de Borrás, y este había salido. Dirigiose al Bolsín y aguardó a que llegara. Los muros de aquella casa le parecían horribles. El Casino Mercantil era un antro de perdición, una horrenda Babilonia. Atildados bolsistas leían el periódico, indiferentes, en los butacones, esperando a que se abriera la sesión. En los muros sonreían las carnes opulentas de los dioses: la Fortuna, el Progreso, el Comercio y la Navegación. A Rius le parecía aquello grotesco e inmoral. Sus botas chirriaban sobre el parquet, nerviosamente, y suscitaban entre los lectores de prensa enconadas miradas de impaciencia. De haber entrado Borrás en aquel instante, Rius le hubiera estrangulado.

Progresivamente el Círculo se animaba. Los bolsistas lectores fueron doblando sus papeles y desfilaron. La escalinata se pobló. Rius abandonó el salón y siguió a los especuladores, escaleras arriba. Hizo su entrada en el salón de sesiones. De las altas claraboyas fluía una luz singular, como de invernadero. Los grupos eran ya densos alrededor de las tarimas. Se encontraba desplazado. Atendiendo a la consigna del corredor que presidía el entarimado, una voz acababa de cantar: «Orenses: 32,40».

Rius se hundió en un sofá. Recordó, como una ráfaga, la expresión de los dos hombres a quienes vio hundirse en el mismo sofá, días atrás. Pensaba en su carnet de gastos: Tranvías, 0,35; imprevistos, 0,25, ¡qué asco le producía la Bolsa, el Bolsín, Borrás, los Orenses, el señor Arnau y el Canal de Suez!

—Le veo a usted muy asustado. No hay que sorprenderse, Rius. Orenses subirán, hoy o mañana.

—Venda en seguida mis Orenses, Borrás —ordenó, lívido de ira y miedo, al agente, que acababa de llegar y estaba frente a él—. Haga lo que le digo.

—No lo haré. Le garantizo que no pueden bajar. Tengo informes ciertos.

—Quiero dinero, ¿entiende? Yo no me gano la vida así. Necesito el dinero para mis cosas.

—Le doy los cuarenta mil duros ahora mismo, pero yo seguiré la operación por mi cuenta. Soy yo quien le compro los Orenses a la cotización inicial.

El tono con que Borrás hablaba calmó a Rius.

—¿Hace? —insistió Borrás.

—Sí, hago. Deme el dinero.

Pasaron a la sala de liquidaciones. Borrás extendió el formulario de traspaso y luego el cheque. Rius lo leyó, lo encontró conforme, firmó el formulario y guardó el dinero.

—No quiero especular, Borrás, compréndalo. Me entra un pánico que me moriría.

Borrás sonreía, alisándose el tupé.

—Ganaré siete u ocho mil duros en veinticuatro horas. Luego se arrepentirá —decía.

—Estaré encantado de que usted los gane. Yo no podría.

Salió del Círculo Mercantil con la cabeza que le daba vueltas. Era un mundo insospechado y fraudulento que daba vértigo. Quería estar en la fábrica, no moverse de ella, aunque tuviera que presenciar cómo iban quedando inmóviles, una tras otra, todas sus máquinas. Pero quería estar allí y no sabría ganarse la vida de otro modo.

—Cuando acabemos los cien cheviots para Montplá —dijo Rius en la reunión— quedarán doce telares más sin trabajo. Serán sesenta y dos máquinas paradas. Si eso sigue así, si después de eso siguen parando máquinas, me veré obligado a cerrar.

La compunción de los reunidos —los Llobet, Orlau, Ramoneda, Campins y Planells— fue absoluta.

Fuera, a través del ventanal que daba al patio, alumbraba un invierno apacible en sus postrimerías. Los perfiles de las casas, la silueta del muro, la contorsión de las desnudas ramas de los plátanos, en la lejanía, el diseño del pontón sobre la acequia, todo estaba suavemente lamido por el sol de enero, de miel, casi líquido. Este era el tiempo en que, otras temporadas, había en la fábrica mayor actividad: los diseñadores y proyectistas presentaban los nuevos diseños para la próxima temporada, los viajantes enviaban impresiones rápidas, nerviosas, hechas a vuela pluma, sobre los inminentes pedidos; en el taller se engrasaban con denuedo émbolos, palancas y trinchantes; y el río de hilo de las urdidoras avanzaba sin cesar.

Pero los pedidos no llegaron. No se recordaba época semejante. Rius llegaba ahora a la fábrica por los terraplenes con las espaldas ligeramente curvadas, las manos detrás, con lentitud… Se suspendieron las reuniones en el despacho del jefe. La inspección matinal se hacía a mediodía. Era un paseo simbólico, un desfile funerario.

Después de las máquinas que fabricaban para Montplá pararon sucesivamente cuatro máquinas más. Ahora se advertía en los rostros de los íntimos colaboradores de Rius un espanto cierto. Centenares de hogares peligraban. Se preguntaban todas las mañanas si aquel sería el día del cierre definitivo. Parecían escudriñar en el rostro de Rius, pero los días pasaban y este permanecía inmutable. Llobet entraba tímidamente, con cualquier pretexto, en el despacho del amo. Cuando sonaba el timbre por el que Rius requería la presencia de alguno de sus colaboradores, la respiración se aguantaba en los demás, abocados a la catástrofe. El último viernes de marzo, Pamias salió del despacho de Rius con un cheque de este sobre su cuenta corriente. Los empleados, al ver el papel en las manos pequeñas y temblonas de Pamias, se miraron unos a otros en silencio.

El amo comenzaba a morder en sus fondos privados. El viejo Llobet hundió, cerrando sus ojos, su mentón en el pecho.

Mientras tanto, la primavera nacía esplendente, maravillosa.

Don Joaquín decidió informar a Desiderio del mal giro que habían tomado sus negocios. Lo hizo a últimos de abril, un domingo en que los magnolios altos del jardín de los escolapios musitaban una larga oración a la brisa. A lo lejos, la ciudad, dormida junto al mar, destacaba sus más recónditos perfiles, en un juego sutil de proximidades y lejanías.

Al anunciarle un ayo la visita de su padre, Desiderio había refunfuñado. Los domingos en que su padre no se le ocurría subir a verle, su amigo Paco Fernández le prestaba su jaca, que Desiderio montaba mientras Paco discurría con sus familiares por el jardín.

Ya se preparaba para pedirle a Paco su cabalgadura, cuando el ayo le dijo que su padre le aguardaba en el salón de visitas. Salieron a los parterres y don Joaquín le preguntó unas vaguedades sobre los estudios, que fueron contestadas sin ganas por el muchacho.

A don Joaquín le resultaba difícil situar al chico en trance de comprenderle. Pero el mismo Desiderio, con una pregunta inesperada, le ayudó a ello.

—Si tengo buenas notas en los exámenes, ¿me regalarás una jaca como la de Paco?

—¿Y para qué quieres una jaca? —inquirió don Joaquín adusto y molesto.

—Todos los chicos la tienen. Podría tomar parte en los concursos.

Su padre le miró. Se sentaron en un banco de madera, bajo un nogal.

—Mis negocios van mal, Desiderio. No sé si comprenderás lo que quiero decirte, pero debes saber que mis negocios van muy mal. Estoy arruinándome y no podrás tener esta jaca. Es posible que el año próximo ni siquiera puedas seguir estudiando aquí.

El chico se quedó de una pieza. Su padre había hablado sin mirarle, como si estuviera irritado con él. Colorado hasta las orejas, Desiderio levantó su mirada en un impulso de orgullo. Lejos, muy lejos, se escuchaba el pitido de un tren. No acertaba a pensar y de pronto cuajó en su mente la fina estampa de la jaca de su amigo Paco y un ardiente deseo de que su padre se marchara ya, de que le dejara en paz.

—¿Me has oído?

Hubo una pausa, tras la cual la voz de don Joaquín volvió a surgir, tersa y profunda.

—He vendido las acciones que tenía y con este dinero va la fábrica ahora. Te pediré autorización para una cosa; podría hacerlo sin tu autorización, pero quiero que lo sepas. Pediré una hipoteca sobre Santa María, quince mil duros. Además, veré si puedo vender en condiciones buenas la casa de Barcelona. No quería hacer eso de ningún modo, pero la fábrica lo es todo para nosotros. Algún día tú mismo lo sabrás.

Una inflexión especial, extraña, en la voz de don Joaquín dio a Desiderio noción de cómo preocupan a su padre estas cosas más que el sentido de las palabras. Sin embargo, no podía captar la realidad que su padre le exponía por primera vez, porque hasta el momento ignoraba que existiera esa realidad. Lo único que sacaba en claro de toda esta cuestión es que una jaca debía costar mucho, muchísimo dinero.

Por los caminales paseaban lentamente los colegiales con sus familias. Desiderio, abobado por las extrañas reflexiones de su padre, sentía ahora más viva su recóndita envidia a eso que tenían los demás: unos padres que pasearan sonrientes con él por el jardín, y no la estampa alta y hermética de un hombre vestido de oscuro con el que no concebía la menor intimidad. Aproximándose a ellos avanzaba Paco Fernández junto a una muchacha alta, gallarda, flexible, de talle delgado y largos brazos que sostenían .un ramillete. Paco saludó a Desiderio con la mano .y este correspondió con una sonrisa, dando vueltas con su mano a la gorra de colegial.

—Es Paco Fernández, mi amigo —dijo.

Rius miró distraídamente al amigo de su hijo y le llamó la atención la finura, el porte de la dama que le acompañaba. Al pasar junto a ellos esta sonrió a Desiderio y miró un instante, con sus grandes y entornados ojos negros, a don Joaquín, que, turbado, desvió su mirada.

—¿Es su madre? —inquirió al cabo de unos instantes.

—Es su hermana mayor.

Siguieron en silencio y un remolino de brisa fresca les devolvió a sí mismos. Don Joaquín se sentía yermo, desolado, avergonzado, como si la exposición que había hecho de sus asuntos a su hijo fuera una confesión vergonzante. Desiderio estaba enormemente impaciente y desconcertado. Luego vino la rutina de las visitas. La inspección de la ropa y de las notas, la charla con el hermano de la clase y con el de la enfermería, y Desiderio no pudo aquel domingo montar la jaca de su amigo. Al día siguiente despertó a Desiderio una sensación fuerte y punzante de irritación contra su padre y lloró contra él en la almohada.

De las doscientas máquinas de la larga nave había paradas, en agosto, ciento seis. Inmediatamente realizó las gestiones para la venta de la casa de la Ronda que su padre hiciera construir en los años pródigos. Al fin halló un buen comprador —una Compañía de Navegación—; y puntualizó el traspaso. En el momento de vender habían parado cinco máquinas más. Aguantar, aguantar…

El bufete del notario don Nicasio de Fortuny era silencioso y oscuro. Amplios, los butacones de cuero de la sala de espera se prestaban al adormilamiento de los clientes, fatigados de hojear por undécima vez el mismo tomo de La Ilustración Ibero-Americana. Los pasantes de don Nicasio, graves y atildados, manipulaban en grandes cartapacios papeles desteñidos por el tiempo, y el silencio solo era turbado por el suspiro de las viudas, varadas en aquel lugar por razones de testamentaría, o por el carraspeo de los pasantes, de pulcra y entonada garganta, susceptible al etéreo polvillo de las hojas enormes, en los mamotretos de jurisprudencia y legislación que consultaban sin inmutarse.

Había que ir al notario acompañado de un familiar, y acompañaba a Joaquín Rius su cuñado Federico Costa. Ambos vestían de oscuro, siguiendo el obligado rito de los traspasos en escritura.

El bufete notarial era tenebroso. De pie tras una gran mesa renacentista, la blanca barbilla del notario era la única nota que destacaba en la oscuridad. La firma de las escrituras tenía que celebrarse «entre dos luces» y por la exigua rendija de las persianas se filtraba el último destello de la jornada.

Joaquín Rius se sentó en el butacón, sin pronunciar palabra, como si allí tuvieran que ajusticiarle. Federico Costa tomó asiento en una silla lateral, la de los testigos, junto al hijo del notario. El representante de la Compañía compradora ocupó un sillón igual al de Joaquín, frente a este.

Con voz clara, puntualizando y vocalizando a la perfección, el notario dio lectura a la larga escritura de traspaso. Era un documento largo y monótono, que fluía de la garganta del notario como un sonsonete inacabable. Rius se distraía, adrede, para aturdirse. En la pared colgaban un grabado, «Le droit et l’opinion», una reproducción del Cristo de Velázquez y un óleo, un cementerio de Urgen. Todo allí era fúnebre y difuso, fantástico. Un barómetro, de madera de nogal, estancado en el «Seco», devolvía la exigua luz del mechero Auer que un pasante acababa de iluminar. Desde la penumbra de su retrato el jurisconsulto don Firmo de Fortuny, abuelo de don Nicasio, ministro de Fernando VII, les observaba ávidamente con mirada de águila. Su mano, larga y augusta, había elegido en el cuadro, como plinto para elevarse a la posteridad, un tomo de las «Pandectas».

El notario concluía ya su lectura. A Rius le latían con fuerza las sienes, clamor que no lograba acallar. En sus ojos se marcaba el insomnio con dos largos surcos cenicientos. En aquel instante entraba un pasante llevando en la mano un tintero de perra gorda y un plumín de colegial, que depositó suavemente sobre la mesa del notario. Levantó don Nicasio la vista de los folios, cerró los pliegos y los abrió de nuevo sobre la mesa.

—¿Está conforme?

—Está conforme —respondió la voz vaga de Rius.

—¿Está conforme?

—Está conforme —respondió el comprador.

—¿Está conforme?

Los testigos asintieron.

—El tintero y la pluma tienen que ser los mismos que han servido para redactar la escritura con objeto de que las firmas no difieran de esta. Tenga la bondad. Aquí.

Y recogiendo el modesto mango, firmó Rius al pie, donde el notario le indicaba. Al pasar la pluma al comprador la mano, que había firmado sin vacilar, le temblaba atrozmente. Cuando el comprador hubo firmado, el notario estampó: «Hubo leal, firme y completa evicción. Doy fe».

Luego se irguió y pronunció en voz alta, en catalán, las palabras de rito:

I això és segur.

Y en la calle, Federico Costa pasaba su brazo por el de Joaquín, porque este vacilaba, aturdido y desfallecido. Caminaba lentamente, como si acabaran de cargarle con veinte años más en las espaldas. Había un surco entre sus cejas y dos grandes surcos en las comisuras de los labios, sollozo y derrota. Pensaba en su padre y le pedía perdón y le pedía que le aconsejara. Y no lograba pensar más que en eso.

En diciembre pararon cuatro telares más.