VI

HACÍA YA MESES LARGOS que los burgueses de mi ciudad habíanse unido para formar un bloque compacto ante los gobiernos de Madrid. De las reuniones en los bufetes de los juristas se había pasado a la lucha electoral. El parlamento vio aparecer de pronto un equipo de cinco caballeros, a la vez reposados y enérgicos, impecables en el vestir, pausados, de aliñada indumentaria, fisonomía redonda bien aposentada sobre un cuello planchado, burgués; su oratoria era escueta y rectilínea, oratoria de balance y estado de cuentas, pero los ademanes eran lentamente ovales, diseñados con mano de mando. El equipo presentaba copiosas proposiciones y, sin distraerse jamás, requisitorias que dejaban pasmados a todos, desde el Banco Azul al escaño de los durmientes. Ya no podía premeditarse un discurso, ni dar a la contestación, previamente fraguada en contubernio, esta mezcla de tono polémico y prudente concesión que tanto amaban los amañadores del caciquismo imperante. De pronto aparecía en el orden del día una proposición de enmienda imprevista, y la hábil componenda quedaba en el aire, suspendida y desorganizada por la voz sin estridencias de uno de los cinco burgueses; el orador, magnífico gerente de sus ideas, había comenzado por sacarse del bolsillo unos apuntes, unos números, y los iba explicando en voz alta, como ante un consejo de administración. Estos intrusos hablaban un lenguaje absolutamente ininteligible; y pretendían defender unos intereses concretos, tangibles, en contra de una política de principios, que va mucho más con el carácter español. «Se equivoca su señoría —había afirmado uno de ellos—. Mi voz no es la de la industria catalana. Mi voz es la del sentido común».

«Si la minoría que su señoría representa —había manifestado oportunamente el presidente del Consejo— pretende, como así parece, levantar una barrera entre lo que la nación entiende como sus intereses y los que puedan ser privativos de la región catalana, es deber propio, político y personal, declarar que la maniobra encontrará, con la energía que sea precisa, la oposición del Gobierno, y la acción del aparato gubernamental. No es ajeno al conocimiento del Gobierno y de los señores diputados el sentido más hondo que se esconde tras las pretendidas reformas económicas que el grupo de Vuestra Señoría presenta, con suspecta regularidad, a la consideración de la cámara. Conocemos por triste experiencia, demasiado reciente aún para que podamos olvidarla, la conclusión a que conduce este tipo de reivindicaciones. También conocemos su causa, que es, ni más ni menos, la de las escisiones. Vuestra Señoría no podrá ignorar que las reivindicaciones económicas que propone, y la recalcitrante defensa que hace de un sector —entiéndase bien, un solo sector— de los intereses económicos nacionales, van del brazo con los que, a raíz de la pérdida de las colonias, se apresuraron a celebrar la desgracia española con champán y al grito de "¡Viva Cuba libre!" Hablen los catalanes su dialecto en paz, en el seno de la familia, pero no pretendan hacer hablar catalán incluso a nuestra política económica».

«Tal vez el señor presidente del Consejo no se equivoque en una sola cosa —levantose a hablar el jefe de la minoría—; en que estos cinco diputados representan la totalidad de intereses económicos de la provincia de Barcelona, en todos sus sectores, con una excepcional unanimidad. No es culpa de la provincia la coincidencia en la designación de sus representantes. Su excelencia el señor presidente, con la autoridad que le da una larga experiencia de tribuno, ha hablado de maniobra política. Sería, en todo caso, una maniobra política perpetrada por toda una provincia en bloque contra el resto de la nación; ni más ni menos un delito colectivo de lesa patria. Yo garantizo a su señoría, bajo nuestra palabra de honor, que si hay una provincia a la que causen dolor las tristes experiencias que vuestra excelencia ha mencionado, y las otras que van siguiendo a aquellas y que vuestra excelencia no ha querido mencionar, sin duda para no sonrojar a distinguidos elementos de esta Cámara, que si existe en España una provincia dolorida por tanto desastre, esta provincia es Barcelona. Y es solo en este dolor en que aceptaríamos que se nos llamara separatistas, caso de que nos encontráramos enfrentados a alguien que lo sintiera. Venimos a ofrecer al Gobierno y al Estado la iniciativa de un propósito de enmienda que parte de lo mejor que pueda abrigar nuestra región. No habrá germen de separatismo en tierra catalana, estad seguros. Salvo, claro está, que este germen fuera depositado, por desidia o malicia, desde aquí, desde el Banco Azul, tan susceptible contra toda sospecha de maniobra ajena como hábil y decidido para desencadenar y tejer la propia, sin reparar en sus graves peligros».

La situación había quedado restablecida, y el diputado don Tristán Fabré, autor de la contrarréplica, fue recibido en los círculos barceloneses con entusiasmo, como un vencedor. La defensa había conseguido no solamente restituir a sus posiciones de origen el prestigio de la minoría, sino sumar a ella importantes sectores, antes circunspectos o indiferentes, de la representación nacional. Se citaba con orgullo una frase del gran político, que acababa de pronunciar en Valladolid un discurso sorprendente, don Antonio Maura: «Ha sido usted la voz de mi conciencia» —había dicho al felicitar al orador.

Había caído por impotencia el gobierno Silvela, y el balón del poder había pasado de uno a otro prohombre a tontas y a locas. Los Gobiernos se habían sucedido sin ningún programa concreto más que el de detentar el mando aunque solo fuera por unas semanas. El Gobierno actual, también de coalición, se distinguía por la personalidad de su presidente, figura gallarda en la oratoria, maniobrero hábil para deshacerse de sus enemigos, pero, por lo mismo, peligroso hombre de Estado. Hubiera sido capaz de vender la tranquilidad del país por obtener una dilación de la etapa gubernamental, remendada con parches cada tres meses, según las contingencias que se presentaran. El presidente no había dejado de observar el movimiento de sorpresa que a raíz de la réplica de la minoría catalana se había producido en ciertos sectores de la Cámara, y adivinó que, en torno a ella, o con su pretexto, se realizaba un movimiento de distensión en el seno de los grupos de la oposición y de la mayoría. El lenguaje que empleaban por lo común los catalanes era distinto del habitual en los escaños, como si el acento y la fonética tuvieran sus raíces profundas en el mecanismo de la época. El presidente decidió, basándose en una táctica copiosamente experimentada durante su carrera política, aproximarse a los intrusos, lanzar lo que, en argot parlamentario, acostumbraba a llamarse «un balón de ensayo».

—Me gustaría conocer a fondo su pensamiento y cuáles son sus inmediatos objetivos —había dicho, en el pasillo, a don Tristán Fabré, a la salida de una sesión anodina, a la que había asistido con el solo propósito de establecer este contacto—. Estoy seguro de que me tienen ustedes por un ogro, y no hay tal.

—Su ofrecimiento nos honra, señor presidente. No dejaré de comunicarlo en el acto a mi minoría.

El presidente pareció más tranquilo.

—Yo soy medio catalán de origen. Mi abuela materna era de Reus. Y mi apellido paterno es catalán, aunque del reino de Valencia.

Era un hombre alto, gallardo, ceremonioso y opulento. Su voz cobraba inflexiones y modulaciones de órgano grave, solemne. Un enorme bigote blanco se deslizaba hacia ambas mejillas con sinuosidad fluvial, y cubría la catarata de la canosa barba.

—Y no hay cuestión que no pueda estudiarse, como usted sabe. ¿A santo de qué iríamos a dejar sistemáticamente de lado esta cuestión que tanto les interesa a ustedes? De ningún modo, mi querido amigo. Tengo interés en escuchar a Cataluña. Su majestad la reina tiene por ustedes una preferencia maternal. Raras son las veces en que no me pregunta: «¿Y qué es lo que dicen, don Rufino, mis buenos catalanes?».

Don Tristán Fabré acompañó al señor presidente hasta su coche. Después, a pie, se dirigió, con la cartera en la mano, hacia el hotel.

Aquella misma noche decidieron que don Jorge Cavestany, uno de los diputados, presidente del Fomento del Trabajo, se trasladaría a Barcelona para consultar. Los diputados .eran de opinión, en principio, de que una comisión de industriales, al margen de ellos mismos y de la representación parlamentaria, para quitarle al asunto .toda posible significación política, redactara una especie de memorial de agravios y que fuera esta misma Comisión la que solicitara audiencia al presidente. Era preciso hacer una distinción perfecta entre las reivindicaciones económicas y la representación política, para la cual era preciso conservar las manos libres y limpias.

Al regresar a Barcelona, unos días más tarde, don Jorge Cavestany dio cuenta de la gestión.

—No acogieron la proposición con mucha confianza, pero han accedido. Se han formado ya las comisiones.

—¿Quiénes son?

—Presiden Rius, por los Tejidos; Marín, para las Sedas, y Moixó, para el Yute y derivados. Necesitarán tres semanas.

—¿Les ha indicado usted la forma de presentación?

—El informe debe ser completo, pero debe tener un apéndice esquemático. Creo que se han percatado de lo que se pide.

—¿Están dispuestos a venir?

—Ha habido que convencer a Rius y a Moixó, pero vendrán. Antes de las tres semanas don Tristán Fabré solicitó visita en Presidencia.

—He cumplido su encargo, señor presidente. La Comisión de industriales de las distintas ramas han elaborado sus informes y me han rogado solicitara a vuestra excelencia día y hora para la visita.

—No era necesario que se dieran tanta prisa, mi querido amigo. En fin, esta es una de las virtudes que yo admiro más de su carácter.

Ofreció un cigarro, que don Tristán rehusó.

—Yo hubiera preferido, se lo digo con absoluta franqueza, como es costumbre en mí, yo hubiera preferido no sacar la cuestión del terreno delimitadamente político en que estaba planteada.

—Es una cuestión meramente técnica, señor presidente. No queremos agobiar al Gobierno con nuevas dificultades políticas.

—No, querido amigo; es usted joven todavía, pero en España no existen nunca verdaderas dificultades políticas. Las dificultades nacen, por el contrario, de eso que usted llama problemas técnicos.

Su sonrisa era arzobispal, protectora.

—En efecto, señor presidente. Es más difícil realizar una línea de ferrocarril o una buena carretera que alumbrar una idea brillante.

—Exacto, exacto, mi querido amigo… y más costoso… Sonreía, cerrando la caja de habanos.

—Pero, si quiere usted que su carrera política no se frustre, he aquí un consejo de viejo parlamentario: alumbre usted ideas brillantes.

Le miró, confidencial.

—Sin olvidar las carreteras, naturalmente. Y…

Hubo una pausa.

—¿Y qué es lo que nos van a pedir esas comisiones?

—No tengo idea, señor presidente.

—Vamos, entre amigos; no pretenderá usted hacerme creer que ignora el contenido de las proposiciones.

—No le quepa a usted la menor duda, señor presidente. Ignoro las conclusiones.

—Pedirán ustedes la luna, como todo el mundo. No vayan a olvidar, sin embargo, que la función del Gobierno es de conciliación del conjunto de intereses, a menudo contradictorios, de la vida nacional.

—Desde luego, señor presidente.

—Yo le prometo a usted —dijo el tribuno, levantándose— que estudiaré la cuestión a fondo. Pero espero que por su parte estimará nuestro interés. No es que el Gobierno recabe su apoyo, naturalmente. Nuestra base parlamentaria es suficientemente ancha y sólida. Pero ¡quién sabe si en esta diminuta minoría catalana está, Dios no lo quiera, nuestra hoja de Sigfrido!

El presidente sonreía satisfecho, al abrir la puerta.

—Diga a estos señores que pueden venir cuando gusten, y deles ustedes mi bienvenida —dijo, al estrechar la mano de don Tristán Fabré.

Los cuatro comisionados llegaron a la estación de Atocha a las once de la mañana. Don Jorge Cavestany y don Tristán Fabré les esperaban ya, con el coche, a la salida.

La noche anterior habían repasado, en los compartimientos-camas, las distintas copias del informe y revisado una por una las distintas estadísticas. Todo estaba listo para la visita al presidente.

Rius había sugerido la oportunidad de vestir ya de oscuro, por si la audiencia iba a tener lugar aquella misma mañana.

—No sé si será posible —afirmó don Tristán—. Aunque ayer el presidente me aseguró que podíamos ir a las doce, he leído hoy en el diario que tenía una «primera piedra» a esta hora.

—Tenemos los billetes y las camas reservadas para mañana —objetó Moixó.

—Por mi parte les digo a ustedes —afirmó Rius— que sin falta el viernes tengo que estar en Barcelona.

Fabré les observó. Don Tristán parecía haberse ya contagiado del clima de la capital.

—Lo único que no puede llevar el viajero en la maleta al venir a Madrid es el billete de regreso.

—Yo supongo —dijo Moixó— que el presidente tendría ayer, cuando habló con usted, alguna idea de la ceremonia de hoy.

—Sí; aunque sea una primera piedra no se nos tira así de improviso —chanceó Marín, de las sedas.

—Si en lugar de hacer las celebraciones para las primeras piedras se hicieran para las últimas, seguramente las obras se acabarían alguna vez en España —dijo, seco, Rius.

Caminaban por el andén, siguiendo a los mozos, que llevaban los equipajes. La maleta mayor era la de Marín, de las sedas.

Cuando el mozo la subía al techo del carruaje del París, Fabré reparó en el volumen.

—Parece que haga su viaje de novios, Marín. ¿Tiene usted el propósito de quedar semanas enteras en Madrid?

—¿Por qué no? No me disgustaría.

—Para mi gusto no viajaría más que con el cepillo de dientes y un lapicero —afirmó Rius.

Se habían instalado dificultosamente en el estrecho carricoche. Una nube de chiquillos se colgaba de las ventanillas. Rius parecía no haber sonreído desde hacía una semana.

—Vamos, a levantar sus ánimos, caballeros. A los presidentes de Consejo no se les conquista con esa cara.

—¡Es insoportable; esos chiquillos! ¡Andad, fuera de aquí!…

Y miraba, por las calles, al enjambre de mirones, de vendedores ambulantes, de gente ociosa con una colilla en los labios. En los balcones la ropa tendida, y el sol solazándose en la copa de los árboles del Paseo del Prado, frondosos y elegantes.

—Eso es de gran ciudad —insinuaba don Jorge Cavestany, partidario de destacar, con un sentido conciliador, todos los valores de la ciudad de su resistencia.

Moixó y Rius, en efecto, asintieron.

—Pero le quita usted esto a Madrid, y ¿qué?

—Bueno, en fin, si empieza usted a quitarles cosas a las ciudades… —intervino Fabré.

Llegaron al hotel. Rius, sin encomendarse a Dios ni al diablo, encargó un coche.

—No empecemos a perder los estribos. Vamos a la Presidencia —explicó.

Subieron a las habitaciones un instante. Luego se reunieron de nuevo en el vestíbulo.

A las doce en punto entraban por la puerta de Presidencia del Consejo. Al reconocer a don Tristán Fabré, el ordenanza se quitó la gorra reverentemente.

—Tenemos visita anunciada.

Causaba impresión verles entrar apresurados, con las grandes carteras.

Subieron las escaleras de mármol y entraron en el palacete. Grandes telas pendían de las paredes; óleos de ilustres tribunos, militares, artistas. Un nuevo ujier vino a su encuentro, dejando el cigarrillo.

—Tenemos hora concedida.

—Su excelencia…

—Pase usted la tarjeta al secretario, haga el favor.

—¿Son ustedes la comisión de catalanes?

Los cuatro miraron al ujier. Rius, con encono.

Una voz surgió aun antes de que se abriera la vidriera por donde iba a pasar, inmediatamente, el caballero que la detentaba.

—¿Cómo está usted, mi querido don Tristán?… —y se adelantó un joven esbelto y franco, agradable, elegantísimo, con los brazos abiertos—. Hagan el favor de pasar a mi despacho.

Era un despacho de suntuosísimos muebles, blancas paredes, con monumental araña en el techo. Todas las bujías estaban encendidas a pesar de ser aquel un día clarísimo y de las grandes ventanas del salón.

Sobre el escritorio de caoba, enorme, no había más que un tintero, de proporciones gigantescas, en el que una diana de bronce acababa de disparar un dardo a lo lejos, al péndulo del enorme reloj de pie que, con movimiento solemne, parecía irisar en mil temblores la innúmera cristalería de la lámpara.

Fabré hizo las presentaciones.

—Tomen ustedes asiento, señores…

Les condujo a un tresillo isabelino de tapicería hermosísima. Aquel debía ser el rincón más importante del enorme despacho. Acomodáronse en los divanes y en el sofá, en torno a la mesa central, de mármol gris.

—Su excelencia me ha encargado repetidamente, con todo su interés, que les presentara a ustedes sus homenajes, y les diera la bienvenida. Como ustedes saben, ha tenido hoy una inauguración. No ha querido avisar a su hotel para que nada les impidiera tomar posesión de esta casa aunque tengamos que lamentar su ausencia. ¿Cigarrillos?

Moixó y Marín aceptaron.

—Por otro lado tiene como honor invitarles a ustedes a almorzar en Lhardy este mediodía, a las dos.

—Muy honrados nosotros —afirmó don Jorge Cavestany.

—¿Han tenido ustedes buen viaje? En fin, el trayecto Barcelona-Madrid ya no tiene sorpresas para ustedes.

—Demasiada calefacción en los vagones —respondió Rius.

—El señor presidente me ha encargado les rogara tuvieran la bondad de dejar sus informes para que, previo un estudio rápido, que su excelencia quiere hacer personalmente, puedan ustedes tener con él, uno de los próximos días, un primer cambio de impresiones.

Moixó y Rius se miraron, significativamente. Esto iba para largo.

—Con mucho gusto —afirmó Rius—. Por otro lado, durante la comida, tendremos ocasión de exponer un esbozo de nuestros puntos de vista.

—Yo me permitiré también el placer de acompañarlos en el almuerzo. Su excelencia, para mejor retener el esquema de la conversación, me ha honrado con esa invitación.

—¿Quién es ese muchacho, el secretario del presidente? —preguntó Rius a Fabré, ya en la calle, a la salida.

—Cayo Márquez, de una gran familia. Su tío es el duque de X. Y él es título también.

El almuerzo dejó en el ánimo de los comisionados una impresión favorable. Era evidente que el presidente no era un técnico, sino un político. Se echaba de ver, sin embargo, al instante, que tenía en la cabeza una visión general de los problemas que estaban planteados, y que, sea por lo que sea, el asunto le preocupaba. Fue justamente a Rius a quien el presidente prestó mayor atención, ya por la forma sintética, descarnada, con que había expuesto la cuestión, ya porque en Rius descubriera una mayor energía, un nervio mayor. El fabricante había trazado durante diez minutos el índice de las razones del descontento, derivadas de la pérdida de los mercados americanos, y la grave crisis que sufrían. Había expuesto, con extrema claridad, el riesgo que se derivaba de tal situación desde los dos puntos de vista, económico y social; la imposibilidad de derivar hacia otros caminos la crisis; la industria textil de Cataluña, de tan rápido y reciente crecimiento, daba trabajo a millares de obreros del resto de la nación, y por lo mismo que su crecimiento, como había dicho, fue tan reciente y tan rápido, no podía ser convertida de la noche a la mañana en otro género de actividad industrial, como parecía haber sugerido alguien en el Parlamento meses atrás. Y aun a eso se podía llegar, pero siempre que fuera la última de las soluciones. Los fabricantes catalanes entendían que una pérdida de mercados solo se compensa con la ganancia de mercados nuevos; pero que si eso no era posible debía ampararse a esa industria para que no le arrebataran las extranjeras el mercado nacional. La protección del Estado debía ser absoluta.

El presidente había atendido con detenimiento a la exposición de Rius. Había asentido en varias ocasiones y había solicitado precisiones que, alternativamente, le facilitaron todos los comensales. Y, muy a menudo, dirigiéndose a su secretario, que había sacado un pequeño bloc de notas, le había indicado los extremos más importantes que destacar.

—Es cierto que el problema no puede quedar sin consideración por parte del Gobierno — observó el presidente—. Nos alcanzaría a todos una grave responsabilidad. Sé que no son ustedes, como es natural, parcos en pedir, como cualquiera que estime el objeto de su existencia, profesional o técnica. Sin embargo, creo que estoy en situación de separar del asunto toda pasión política. Después del informe somero que ustedes me han facilitado, leeré con algún detenimiento la Memoria, antes de pasarla a la consideración del ministro de Fomento. Una cosa les agradeceré: que me concedan ustedes unos días para darles el anticipo de mi opinión personal. Debo, antes, conocer la de mi ministro. Y en el acto sería el asunto sometido a Consejo. ¿Cuándo marchan ustedes?

—El señor y yo —dijo Rius señalando a Moixó—, mañana por la noche.

—Pero quedará aquí, aparte de los señores diputados, el señor Marín —concluyó Moixó.

—Sea como sea, tendrán ustedes noticia rápida de las decisiones que vaya tomando el asunto.

Entre la niebla de los cigarros la cordialidad era absoluta. La sonrisa de don Jorge Cavestany, aunque menos opulenta que la del presidente, denotaba su íntima satisfacción.

—Me preocupa, señores, les voy a abrir a ustedes enteramente mi pensamiento, me preocupa únicamente una cosa. Y es, naturalmente, de orden político. Me preocupa únicamente mantener el indispensable equilibrio entre la riqueza de la región catalana y las demás. Y al decir riqueza se añaden, como consecuencia, todos los demás valores. ¡Ah, qué difícil es conciliar tantos imponderables de la vida política de un país!

—La riqueza de una región, señor presidente, repercute en las demás; y lo mismo su miseria. Esta, es, por decirlo así, la idea central de la Memoria que nos hemos permitido elevar a su consideración.

—Sí, estoy absolutamente percatado de ese espíritu, Pero esa masa, esa menestralía catalana, enriquecida más de lo conveniente por unos salarios excepcionales, ¿creen ustedes que no va a distanciarse en el acto de su hermana gemela del resto de la Península? ¿Qué duda cabe? Distanciará de ella, primero, su tren de vida y sus necesidades; y luego puede muy bien distanciar de ella el sentimiento. Me preocupa la idea de que los españoles, entre sí, pudieran, por razones económicas en los comienzos, sentirse desolidarizados después en lo espiritual y en lo moral.

—Este es, realmente, un problema por considerar, señor presidente; pero independientemente del otro, a mi juicio —afirmó Rius—. Se trata de buscarle entonces la solución, si llegara a producirse. Pero no antes de que se produzca, y a costa de intereses de dimensión nacional.

—Les prometo a ustedes una resolución rápida —replicó el presidente al levantarse.

Se despidieron a la puerta del restaurante.

—Espero —añadió, dirigiéndose a su secretario— que lo habrá usted previsto todo para que los señores queden bien atendidos. Son nuestros huéspedes.

—En efecto, señor presidente. He quedado ya de acuerdo para acompañarles esta noche a la Gran Peña, a cenar. Sin etiqueta de ninguna clase.

—Bien.

El secretario se despidió a su vez de los comensales.

Presidente y secretario partieron. Pero no tomaron el mismo coche. El presidente tenía reunión de Consejo. Antes de despedirse dio una última orden al joven.

Cayo Márquez le preguntó algo.

—Sí, sí, ahora mismo —respondió con energía el presidente.

Márquez se trasladó a su despacho de Presidencia; echó un vistazo a la correspondencia. Inmediatamente escribió unas líneas sobre un papel y cerró el sobre, en el que trazó la dirección.

—Es urgente —dijo al ordenanza—. Llévese ahora mismo.

Márquez recibió varias visitas. Al cabo de una hora aproximadamente entró el ordenanza con un volante. El joven se levantó rápidamente.

—¿Dónde está?

—Aguarda en el pasillo.

—No es necesario que dé salida luego —ordenó el empleado—. Saldrá por la otra puerta.

—Bien, señor.

Cruzó el pasillo.

—Sígame —dijo.

Se trataba de un joven de mediana estatura, con un bigote negro, modestamente vestido. Gorra en la mano, zapatos polvorientos, de lona, anfibios entre la alpargata y el zapato, pañuelo blanco anudado al cuello. Caminaba arrogantemente y parecía no asombrarse del lujo, a pesar de que jamás, probablemente, había pisado alfombras de tal categoría. Entraron en un pequeño salón y el secretario cerró tras sí la puerta. Hablaba ahora aprisa, con sequedad y a media voz.

—Usted se llama…

—Alejandro Lerroux.

—Le han hablado con seguridad de…

—Sí. Me han hablado.

—Hay una misión para usted, donde podrá desplegar el talento y la audacia de que ha hecho gala hasta ahora —lo decía con tono despectivo, sin mirarle, como con sarcasmo. El otro, en cambio, le miraba sin pestañear, como si se compluguiera en observarle.

—Aquí tiene usted algún dinero —dijo, sacando un fajo de la cartera. El joven revolucionario lo recibió con indiferencia—. Salga usted esta noche para Barcelona. Nadie le importunará si sabe usted conducirse.

Se miraron un instante, cara a cara.

—Salga usted por esta puerta, haga el favor.

A media tarde habían telefoneado de Presidencia dando el recado, de parte de Cayo Márquez, de que a la cena de la Gran Peña iban a asistir también señoras. Se avisaba no solamente para que, si lo deseaban, los señores fueran acompañados, sino para indicar que, dada la variación, sería conveniente vestir de etiqueta.

—Yo no he traído el frac —dijo Rius, satisfecho.

—No se apure usted por el frac, Rius —saltó Marín—. Tengo en Madrid los amigos suficientes para que encontremos uno a su medida.

Marín había cogido el teléfono. Rius se resistía, pero la voz de Marín era más decidida y más rápida. La voz del otro lado del auricular parecía no poner ningún reparo. Estaba encantada de poder rendir el favor.

El frac llegó a los veinte minutos, con la chistera, que era estrecha. Rius, más animado, se trasladó a su cuarto, a probarse las prendas. Al poco, tras el picar de nudillos en la puerta, entraban los demás.

—Le va usted como una seda. La chistera algo chica, pero puede usted llevarla en la mano. Puedo prestarle camisa. ¿Qué número de cuello gasta?

—Treinta y nueve.

—Mal asunto, yo treinta y siete.

—Envío a alguien a comprar una. Tengo necesidad de todo: botonadura y corbata.

Llamaron al botones. Contestó que no faltaba más, que estaba habituado a ese género de encargos. A la media hora se presentaba con los artefactos.

Ya vestido se trasladó a la habitación de Moixó, donde habían quedado de acuerdo para reunirse.

—¿Qué impresión ha sacado usted de la entrevista?

—En fin, dada la pésima impresión de esta mañana, estoy algo más optimista. Por lo menos nos queda la satisfacción de habernos hecho escuchar.

—Claro, esta es la satisfacción que yo siento también. No se trataba de obtener hoy resultados concretos, o promesas, que hubieran sido vanas.

Antes de salir, Rius tuvo un momento para trasladar a su agenda de bolsillo los gastos del viaje, que había ido anotando interinamente en papeles sueltos. En esta operación le sorprendieron sus compañeros.

—El coche espera.

Llegaron a la Gran Peña cuando Cayo Márquez acababa de entrar. Les hizo pasar al salón. Allí esperaba la señora de Gálvez, una dama de indefinible edad, deliciosamente peinada, que lucía sobre el escote un collar de medianas perlas, el cual le daba tres vueltas al cuello. Un groom acababa de retirar su magnífico dominó de raso morado, del que la dama se había desprendido como si se tratara de un suspiro. Un caballero calvo, con monóculo, el mentón salido —seguramente para que se le sostuviera inmóvil la sonrisa en los labios— y .un bigote delgado, le decía mientras se adelantaba a ella:

—Se acaba de arreglar. Más vale no impacientarla.

Con desenvoltura, Cayo hizo las presentaciones.

El caballero calvo se sentó al lado de Rius.

—Me han hablado mucho de usted, y le admiro desde hace años. Cuando estuve en Londres, el año noventa y ocho, del único español de quien tenía referencias lord W. era de usted. No sé si sabe que lord W. viste siempre tejido español y conocía su firma.

Rius se sentía ligeramente halagado.

—En Londres conozco a poca gente, salvo a mis clientes. Pero allí aprendí mi oficio, como mi padre.

—Tienen ustedes muchísimo mérito. Yo había proyectado en mis tiempos instalar, en el país vasco, de donde procedo, una fábrica, pero me desanimé. Jamás hubiera podido competir con ustedes.

En aquel momento Cayo se puso en pie, y la dama inició una sonrisa deliciosa, que puso de relieve la blancura brillante de sus dientes. Hicieron su entrada dos damas de la edad de la primera junto con dos caballeros de edad proyecta, que estaban entregando sus gabanes y sus chisteras al groom; entre los dos se deslizó una muchacha joven, hermosa, fresca y opulenta que se recogía con la mano izquierda los vuelos de su vestido azul, y se apresuraba por alcanzar a las damas.

—¡Oh, Lula, qué hermosa estás!

—¿Es alguna novedad? —preguntó ella sonriendo y desafiando con una mirada desvergonzada a Cayo Márquez, autor del requiebro.

Marín, de las sedas, por un prodigioso movimiento, acababa de situarse en posición tal que le permitiera ocupar el asiento al lado de la damita. Cayo Márquez hacía las presentaciones.

—Señora de Hinojosa, Concha Montalbán, Lula Yepes, el barón de U., don Romualdo Asensio.

Luego pronunció uno por uno los nombres de los forasteros.

Sentáronse. Rius se vio obligado a retirarse, sentándose esta vez al lado de la dama del triple collar, que se arreglaba, casi sin rozarlo, el peinado, elevando a los aires un delicadísimo y penetrante perfume de violeta. Joaquín Rius observó la línea quebradiza de su mano al aposentarse sobre la falda, como si sintiera fatiga o desdén del enorme brillante, del rutilante brazalete o tal vez de la misma transparencia excitante del aire en que se movía. Luego levantó la vista y captó a Marín explicando animadamente, con un vaso de jerez en la mano, cierta chanza a la joven Lula, la cual, a pesar de reír, con la cabeza hacia atrás y el seno palpitante, le miraba a él: ¡A Rius!

Joaquín inició en el acto, aceptando la copa que le ofrecía el camarero, una circunstancial conversación con su vecina dama.

—Es para nosotros sorprendente encontrarnos en tan buena compañía.

Pero la dama no había tal vez oído siquiera las palabras de Rius; seguía admirándose y retocándose ante un diminuto espejo que acababa de salir de su bolso. Pero sí debía haber oído, puesto que ahora prestaba atención, sin dejar de atender a su retoque, el conjunto de los diálogos, conducidos por el caballero del monóculo, que había quedado de pie; y en este momento la dama intervenía en él:

—¿Y qué se hizo luego del marido? —pero sin esperar la respuesta volvía a arreglarse atentamente el cabello rebelde. Joaquín Rius decidió beber de un sorbo el vaso de jerez. Inmediatamente, y ante su extrañeza, apareció en sus manos otro.

Quedó perplejo.

—Estamos hablando —dijo el del monóculo dirigiéndose a Rius— de Chichi Cabezón, casada con un Leyra. Él era un poco especial, ¿sabe usted? No sé si llegó usted a conocerlo.

—No. ¿A qué se dedicaba?

—Y bien, se dedicaba… —titubeaba el calvo—, ¿cómo se lo diría a usted delante de las señoras?

Todos se echaron a reír, especialmente las mujeres. Rius hizo lo mismo, cortésmente. Y la muchachita rubia le desafiaba con los ojos.

Tragó de otro sorbo el segundo jerez.

—Podríamos entrar ya en el salón —insinuó Cayo Márquez. —Tienen que venir todavía Chata y Pepita.

—Y Gabriela.

—¿Qué Gabriela? —preguntó el del monóculo.

—La niña venezolana.

—No la conozco. ¿Es mona? —No, pero tiene mucho ángel.

—Vendrán de un momento a otro. Podemos seguir tomando jerez dentro. Lo digo porque esto se pone imposible.

En efecto, acababan de entrar una docena de socios que dirigían sus miradas al grupo.

Se levantaron y entraron en el salón. Marín acompañaba a la joven bella.

El salón no era de muy grandes proporciones, justo para que se aposentara en él cumplidamente la gran mesa, ya preparada para la cena.

Dando la vuelta a la mesa descubrió su nombre, casi en uno de los extremos. Lo prefería. Su brazo, al adelantarse para recoger el tarjetón, rozó un tisú delicado.

—Su amigo Márquez no le quiere a usted mucho:

—¿Por qué?

Su voz había salido turbada, inexperta.

La bella muchacha sonreía con altivez.

—Será usted mi vecino.

Desde el otro extremo Marín le observaba con ira. Rius hizo un breve ademán de vencedor, levantando la ceja al verle.

—¿Y usted cree que esto es quererme mal?

—No lo sabe usted bien todavía.

—Por desgracia todavía no lo sé.

Se encontró en las manos con un nuevo vaso de jerez…

—¿Es que no bebo, o es que bebo demasiado?

—¿Por qué?

—No puedo apercibirme del momento en que me llega a las manos el vaso de jerez.

Lula reía, con la cabeza para atrás, con risa vital, aunque sin estridencia. Hacía, más que otra cosa, el gran ademán de la risa, como una fuente que lanzara el raudal, pero no el rumor. Joaquín no quería mirarla. Lo que no hubiera querido ver, sobre todo, era su escote, la fresca piel turbadora, excitante, tibia y opulenta, que palpitaba. Afortunadamente, un murmullo, este sí estentóreo, de otras risas, anunció la llegada de los últimos invitados. Ni sus labios; tampoco sus labios hubiera querido ver: la boca brillante, gruesa y malvada, glotona.

Llegaban allá las dos damas y besaron a Lula, pero esta apenas podía dejar de reír.

Luego llegó, más tímida y graciosa, la tercera. Gabriela.

—Pero ¿por qué ríes así, Lula?

—No, nada, nada…

Cayo Márquez se apresuró a presentar a Rius a las recién llegadas.

Sentáronse. Fue servido el vino y el consomé.

Durante largo rato Rius apenas pronunció palabra. A su derecha se sentaba Gabriela, con la que trabó conversación. Era una muchacha anodina y risueña, que explicaba nimiedades con una graciosa simplicidad. De cómo le compraron a ella el primer broche, al pasar por París; de que lo que más la atraía era bailar la polka en Varsovia, cuando estuvo allá; de cómo había obtenido hoy la receta para unos flanes de fresa deliciosos, en casa de los Grasset, donde estuvo a almorzar.

—Y a usted, ¿qué postre le gusta más?

—No, yo no tengo ninguna preferencia.

—Usted trabaja mucho. Me lo ha dicho Cayo. Esas cosas de las comisiones siempre dan mucho trabajo. ¿No es verdad?

—Sí, dan un trabajo enojoso.

Lula intervino.

—Este señor, Gabriela, es muy importante, muy inteligente y muy sensato.

—Su amiga Lula se divierte metiéndose conmigo, y me ofende llamándome sensato.

—Todos los catalanes son sensatos.

—Alguna vez son sensatos. Otras veces no lo son.

Hubo una larga pausa.

—Sería usted la criatura más deliciosa del mundo si me contara, como su amiga Gabriela, cuáles son los postres que usted prefiere, qué es lo que más le gusta bailar, cuántos años tiene…

—¡Ah, esto no se dice!

—Tampoco se dice que yo soy sensato.

—Tengo cerca de dieciocho.

Rius la miró. No se había equivocado. Sin embargo, su físico y, en algunas ocasiones, su manera de hablar, le hubieran podido dar cuatro o cinco años más.

—¡Dieciocho años!

—¿Y usted?

De nuevo la miró, al contestarle.

—Más de veinte más que usted.

—¡Uh, qué viejo!…

—Sí, viejo ya…

—No. No es usted viejo —y la muchacha parecía verdaderamente desolada, como una chiquilla—. Es usted joven y no es sensato.

«Es preciso que marche mañana —pensaba—. El sábado es fin de mes. Tengo que marchar mañana».

Y fruncía el ceño.

—Le voy a decir a usted por qué reía de aquel modo, ¿sabe? Rius se perdía en sus ojos, en sus labios.

—Reía de su acento.

Se puso colorado.

—De mi acento catalán…

—No, no —decía ella con malicia—. No es acento catalán. Es, es…

Hacía un mohín con la boca, como buscando la expresión. Su mano, que se acariciaba el escote, era fina y larga, pero maciza, agresiva.

—¿Qué mira usted? —expresó rápidamente, enfurecida, con ceño infantil.

Rius se pasó un dedo entre el cuello planchado y la piel. Se notaba incómodo.

Ella reía.

—Es un acento filipino. Sí, filipino.

—¿Filipino?

—Conocí a un filipino que tenía el mismo acento que usted. Los catalanes, cuando no quieren tener acento, tienen acento filipino —reía.

Luego cogió la copa de champán y, seria, bebió, largamente. Pero mientras bebía no había dejado de mirar a Rius.

Este echó un vistazo, al azar, a toda la mesa. Por primera vez en su vida notaba que estaba mirando sin observar, mirando casi por casualidad. Era extraño este fenómeno, pero se sentía a un tiempo agobiado y dichoso; se sentía absolutamente desorientado. ¿Sería la cena, el viaje, los licores, el champán? ¿Sería la mujer? ¿Sería la presencia de una atroz juventud a su izquierda, de una juventud estúpida y bella, que hablaba sin ilación, menospreciando la lógica, olvidando todo sentido, y derrochándose impúdicamente, atrevidamente, y de la cual lo más apercibible, lo único inexplicablemente apercibible era el movimiento y el brillo de los labios, la blancura de los dientes, que mordían el aire y lo mascaban y lo escupían luego con una risa loca, con una risa de boca saciada?

La vecina de su derecha charlaba más animadamente con don Jorge Cavestany, que le detallaba ciertos pormenores de su infancia. Marín, a lo lejos, nebulosamente apercibido, parecía envolver con su mirada a su vecina de mesa, una de las llegadas en último lugar. Rius se exigía a sí mismo cautela, seriedad, en cuanto recogió el perfil de Marín y su postura absolutamente excéntrica. La mirada de don Tristán Fabré parecía indicar lo mismo, mientras departía pausadamente con la dama del triple collar, en la presidencia de la mesa. Y Joaquín Rius, a pesar de ello, llegó hasta la copa de champán y se la llevó a los labios, apurándola de un sorbo.

—Hemos comido con el presidente del Consejo esta mañana —dijo de pronto Rius a Lula, sintiendo que le rociaba, sien adentro, el burbujeo del champán, y con el deseo ostensible de iniciar una conversación seria, de poner un remedio a su desorientación, y al mismo tiempo para recordárselo a sí mismo.

Lula sonreía, aguantándose la risa.

—Pero no me importa —concluyó Joaquín, levantando los hombros.

Le sonó todo ello tan mal a los propios oídos, que dejó caer los brazos sobre las rodillas, asustado, atónito. Lula había prorrumpido en su risa de rigor.

—¡Cállese usted, haga el favor! —le dijo, con sequedad y en voz apenas perceptible. Se llevó la diestra a la frente. Ella calló. Pero no dejó de mirarle.

—Eso sucede a mitad de camino —prorrumpió de pronto, impertérrita—. Beba usted esta copa y le pasará.

Como un autómata, Rius adelantó su mano y asió la copa. Conscientemente, mirando a Lula, la bebió.

—Es usted joven y no sabe nada de mí —dijo, absolutamente serio—. Si supiera algo de mí, no hubiera permitido que llegara a la mitad del camino.

—Si supiera algo de usted, seguramente haría todo lo contrario —dijo ella, sonriendo.

—Cree usted que es necesario llegar a la mitad del camino para…

—¿Para qué? —inquiría ella, dando una especial intensidad y una agudeza maligna a su expresión.

—Para… ¡Oh, digo sandeces! —y se pasó de nuevo la mano por la frente.

Pero la miró, con seriedad, con una gravedad especial. Luego, levemente, desvió su mirada, que se posó pensativa, sobre el mantel. Concluyó:

—Para… ser feliz. Para ser de algún modo feliz.

Lula volvió a reír. Entonces Joaquín la observó de nuevo, apercibió de nuevo la palpitación de su piel alucinante.

—A mitad de camino…

—Diga, diga —pero ella se había puesto súbitamente seria. Habló con su maravillosa boca, con sus ojos muy abiertos:

—Es usted un hombre raro. ¿Por qué es usted así? Pero Rius había recobrado su porte, su gravedad.

—¿Es usted casado?

—Lo fui. Mi mujer murió.

—¿Hace tiempo?

—Trece años.

—Oh, entonces yo tenía cinco… —y volvía a beber. Ahora hablaba con su otro vecino.

Sí, acababa de recobrar, a última hora, la seguridad de sí mismo, el sentido de sí mismo, de su responsabilidad. Por un instante había creído que todo estaba perdido. Le ofuscaba como una nube rosa y perfumada, nube que lo nublara todo: la noción de la propia personalidad, la noción del trabajo, de la honradez, la existencia de las ciudades y de los hijos. Era necesario defenderse todavía media hora más.

Nadie se preocupaba de él, los diálogos entraban en un terreno confidencial y el rumor de los mismos se hacía más tenue, parecía volatilizarse en el aire. No podía precisar el rato que hacía que había entrado en el salón, pero la cena estaba ya concluyendo y se notaba, por fin, aligerado de su soledad, tranquilo; el pensamiento, enturbiado por la hora y por la compañía, erraba a la deriva, de un lado a otro, en una dulce divagación. La fábrica, Desiderio, Londres, Llobet. Y sin embargo, sentía horror de ponerse a desentrañar estas imágenes más a fondo, como si sintiera que no podía exhibir, ni aun solo ante sí mismo, en aquel lugar, junto a la deliciosa muchacha, su intimidad, la soledad atroz de su vida, una soledad grotesca, de fabricante. Dejaba que las imágenes flotaran como el humo de los cigarros, anillándose, separándose. Y le hería el temblor granate del salón, temblor de antepalco, temblor de infinita dicha, pero temblor aciago.

Estaba solo aun allí mismo, allí, entre tanta compañía. Bebía lentamente el café, insaciablemente. Y sintió la necesidad de embriagarse, de ir más allá, de traspasar realmente la cerca, de una vez para todas. Había perdido a su mujer; no, ella misma le había perdido, y él la había recogido, a pesar de todo, había atrapado su cintura como quien atrapa a un perro atropellado, y la había devuelto, muerta, a su lugar. La había enterrado en su panteón, y la había llorado, la había estado llorando años enteros… ¿qué más? ¿Qué era lo que todavía se le pedía? ¿Debía llevar ese cadáver toda la vida en hombros y el hijo, y la fábrica, y los informes, y los aranceles? ¿Debía llevar eso toda la vida en hombros? ¿Debía escuchar toda su vida el estertor de aquel imbécil que se desangraba en el salón de fumar? ¿O dejar toda la vida entreabierto en su ánimo el abanico de la viuda Torra? ¿No tendría derecho él también a odiar, a tomar su desquite, a robar las mujeres a los demás?

Ella se había vuelto de pronto y, aproximándose, apoyándose casi en su hombro, le había apretado el brazo hasta herirle. La hubiera abofeteado.

—Míreme y alégrese —dijo ella.

Lula Yepes se levantó. Una orquestina había iniciado, en el salón contiguo, una czarda. Ella bailaba, sola, con los pechos que saltaban, tersos y frágiles, bajo el tisú. Los comensales daban palmadas, reían; el caballero calvo se colgaba y descolgaba el monóculo, mientras nerviosamente sonreía a uno y a otro. Lula revoloteaba, insignificante y aguerrida, en un placer puramente animal de la danza, con los dientes crispados y la boca abierta, el pelo suelto hacia atrás…

Joaquín Rius levantose. Dio la vuelta a la mesa y salió al vestíbulo.

Luego a la calle. Había rehusado el gabán y el sombrero y paseaba. El aire seco de la noche le azotaba la sien, refrescándole.

«¡Qué una mujer me haga perder el tino de esta manera, que una muchacha se apodere ahora de mí!».

Mañana saldría para Barcelona. Recordaría esta noche como una pesadilla, como una pesadilla mágica, desconocida. Jamás había sentido estas sensaciones ni jamás las volvería a sentir. ¡Era ya un poco tarde para coger la vida por el atajo, era ya demasiado tarde para él!…

—¿Qué hace usted, Rius? ¿Se siente usted indispuesto? —Era la voz de Tristán Fabré, voz de hombre parco, una voz como la suya, sí…

—No. Me sentía un poco acalorado.

—Creo que sería hora de retirarnos. No me ha gustado nada. —Sí. Será mucho mejor.

—¿Qué le sucede a usted, Rius?

—Nada, ya le digo que nada.

Fabré entró de nuevo. Al poco, Rius hizo lo mismo.

Al entrar en el salón los comensales estaban ya de pie. El barón de U. instaló sus dos manos en los antebrazos de Rius y se despedía de él con frases de admiración.

Marín pronunciaba palabras casi al oído de Lula, que se había sentado de nuevo en su rincón. Pero ella, riendo, miraba fijamente a Rius.

Rius se dirigió hacia allá y tomó asiento al otro lado de la muchacha.

—¿Le ha molestado que bailara?

—No —respondió él.

—Pues ¿por qué se ha marchado de aquel modo? ¿Le parece a usted bien?

—No podía verla bailar así delante de todos.

Ella, esta vez, rio con risa sonora, magnífica. Marín se regocijaba.

—¿No marcha usted con esos señores? —preguntó Rius.

—No, nos vamos todos a la feria.

—¿A qué feria?

—Hay feria en el Retiro. Pero supongo que usted no vendrá, para no verme ir así a la feria delante de todos.

—¿Quién es usted, dígamelo?

Ella negó con la cabeza, con una expresión muy graciosa en el rostro.

—¿Qué quiere usted decir con esta negación?

—Pues… que no le importa.

Ahora era Marín quien se echó a reír.

—Está usted borracho, Marín —increpó de pronto Rius—. Haría mejor en irse a acostar.

Marín se levantó, airado.

—¿Qué me ha dicho usted?

—Lo ha oído perfectamente.

Rius, en aquel momento, en que captó el gesto de estupor, de ira, de su compañero, se apercibió de su falta de tacto, de su incapacidad absoluta para conquistar así a una mujer. Como un trallazo le hirió la imaginación la escena del palacete de las Torres. «Oh, siéntate, Joaquín, estás alterado…». Era la voz de Mariona. «¿Alterado yo?».

—Perdón, Marín, no era más que una broma —y calmó con su mano el antebrazo de su colega.

La risa de ella le hirió de nuevo.

—Vamos a la feria. ¿Puedo ir?

Se levantaron.

Don Jorge Cavestany se excusó. Moixó hablaba tiernamente, sentado, a una de las dos muchachas que habían llegado en último lugar, y ella le atendía plácidamente. Ni escucharon la invitación.

—Vamos.

Lula se colgó de ellos, un brazo en cada uno de los brazos.

—Los demás ya han salido para allá.

Mientras ayudaba a poner el gabán, el conserje anunció que el coche esperaba.

Era un fiacre delicioso, tapizado de granate. Apenas cabían los tres en el asiento posterior, pero se acomodaron. Lula se ilusionaba describiendo lo que ella iba a hacer en la feria. Hizo prometer que subirían todos al tiovivo.

—¿Al tiovivo? ¿Olvida usted, señorita, que estamos aquí en viaje oficial?

—¿Qué tiene que ver? Anteayer subió el ministro de Fomento con su señora.

—Así va el Fomento.

Volvía a amanecer el Joaquín Rius de todo el viaje.

—Yo la acompañaré —dijo Marín.

Marín luego inició unos párrafos de elogio bastante deslavazados, sobre la manera de bailar de Lula. Joaquín parecía haberse dormido en su rincón.

Llegaron al Retiro. Los jardines estaban iluminados con farolillos y se oía, a medida que el coche avanzaba, el campanilleo de organillos distantes, a lado y lado. El pueblo de Madrid bailaba sobre el césped de los arriates, a la orilla de los tenderetes de refresco. Más allá una rueda monumental, cuajada de bombillas, elevaba pequeñas barcas por encima de una fronda de los árboles. El fiacre se deslizaba como entre las orillas de un río plácido, un río de ensueño. Joaquín Rius sentía transitar la levedad de los colores dentro de sí, y se sentía lleno de una tristeza irreparable y reposada, de una tristeza apaciguadora.

—Tiene usted ojos de pensar demasiado. ¿Le gusta esto?

Rius volvió su rostro hacia ella. Marín estaba mirando del otro lado, y no se apercibió. Joaquín aproximó su rostro al de Lula, de frente; la besó en la boca, con una impulsión lenta y ciega. Ella se sostuvo en el contacto, sin pestañear.

Y entonces sintió que estaba perdido. Hubiera querido no separarse ya más de aquel puñado de vida palpitante, no dejar de ver nunca el rostro súbitamente serio de aquella mujer, de aquella chiquilla. Sí, era como una renovación de toda su vida; no era el alcohol, no era la cena, no era el viaje ni la compañía. No era ella siquiera. Era él, él mismo, que se renovaba, que renacía. «Yo me había muerto —pensaba—. Yo no existía, yo no había existido nunca. Mariona, el hijo, todo quedaba atrás, en otro planeta. Yo no había querido nunca, yo no había sentido nunca amor». Y pensaba eso en pasado, como si su vida hubiera quedado seccionada en un instante, como si no hubiera existido su vida hasta el instante en que ella había hecho su aparición esta misma noche, con su vestido azul, deslizándose entre los dos caballeros, adelantándose…

Descendieron junto al parque de atracciones. Marín había cogido a Lula por el brazo, pero Rius observó que ella, al volverse para esperarle a que pagara, se había desprendido. Ahora marchaban los tres separadamente, con lentitud; pero Lula corrió, se apresuró, con un agudo grito de gozo infantil, y daba pequeños saltos deliciosos frente al tenderete de los bolos. Y cogía las bolas y pretendía dar con ellas, muerta de risa, sin acertar jamás, en la cabeza de los títeres de cartón. Un zumbido de organillos se filtraba en su risa.

—Tenemos que encontrar a los demás —pero era ahora Joaquín quien, con enérgica maestría, tumbaba las cabezotas. Lula le cogió de la mano, le arrastró.

—Tenemos que encontrar a los demás —repitió.

Se perdieron entre la multitud. Al fondo apercibieron una calva y un monóculo, referencia de todo el resto. Cayo Márquez llevaba del brazo a la señora Gálvez.

—¿Qué hacen ustedes?

—Esto está muy soso…

—No está soso —afirmaba Lula, con convicción.

Rius no podía tolerar el aire de manada estúpida que iba a cobrar en adelante el grupo, deambulante y desalmado. Iban allá para tener la ilusión de mezclarse un instante a la alegría del pueblo, pero, naturalmente, no lo conseguían, porque, en el fondo, no lo deseaban. Estaba impaciente.

—¡Vamos al tiovivo! —dijo ella.

Sin saber cómo, encontrose instalado en la grupa de un gracioso caballo de cartón, que se encabritaba y descendía al par que daba vueltas con el resto del armatoste. La musiquilla del aparato lanzaba al trote la alegría del jinete, y de pronto Rius no pudo más. Se apeó, quería bajar del vehículo.

—Se va usted a romper los huesos, caballero. Y antes que nada, con su permiso, son dos reales, .uno por persona.

Él se sentó entonces en una figura más modesta, un carrito de horchatas que, por lo menos, no se encabritaba.

«Si alguien me viera…», pensaba.

Y le atrajo la risa loca de Lula, sobre un brioso corcel. Le llamaba.

—¿Dónde están los demás?

Se habían extraviado.

Estaban solos, en medio de la feria. El tiovivo daba sus últimas vueltas. Las campanillas de la música se desfloraban con creciente lentitud. Todo, árboles, gentes, tenderetes, columpios, todo se detenía de nuevo, revertía de nuevo a su equilibrio, cansado de girar.

Ella saltó del caballo y, juntos, saltaron del aparato.

—¿Dónde están los demás?

—Nos han dejado solos. Se han perdido.

—Hay que buscarlos.

—No.

—Que sí, hay que buscarlos, digo.

Se perdió entre las gentes. Husmeaba, inquieta. Él la seguía. Penetraron por el caminal.

—No están. Vamos por allá —y volvía a correr, a adelantarse.

Penetraron por el jardín. Sobre los arriates todo era penumbra y silencio. Ella jadeaba y Joaquín corría, casi a su alcance, sin conseguirla. Estaba oscuro, pero llegaba, lejano, el retintín de los organillos y el reflejo de una última bombilla, colgada más allá, entre la fronda, cuyo rumor se apercibía de nuevo. Ella se detuvo y se volvió, con ánimo de regresar. Todo quedaba lejos.

Joaquín la retuvo por los hombros, exasperadamente.

—Me ha hecho usted perder la razón y no la recobraré. —Su voz era brumosa.

Besaba su boca, su escote, arañaba su seno. Ella se desvanecía, pero luego redoblaba, fiera. Y fue ella quien le atrajo ahora a él hacia sí, para hacerse ganar otra vez. Al fin la mujer se sentó, allí, sin fuerzas, sobre el césped. Se pasó la mano por los cabellos, por la sien, con lentitud.

—Es usted un bárbaro.

Joaquín Rius estaba de pie, mirándola sin ternura.

—Lléveme a casa—dijo ella. Y se echaba para atrás, hasta tenderse toda.

Y, tendida, enfrentada a la copa de los árboles, rio, rio con una risa de muchacha atrevida, ciega, segura de sí.

Se levantó. Habían quedado largo rato en silencio.

—Ande, lléveme a casa, si es usted valiente —repitió. Joaquín Rius parecía ausente de todo y avanzaba entre las gentes sin alegría, como una larva yerta. Ella le seguía, espiándole.

En el gran paseo, Joaquín paró un fiacre. Abrió la portezuela. Lula estaba ahora seria, desmelenada, aguantándose la capa que la envolvía, que no conseguía, sin embargo, encubrir la pincelada palpitante de su escote.

Con voz fría dio su dirección. No se miraron.

Joaquín no se dio cuenta de por dónde pasaban, de qué calles seguían. El coche se detuvo ante una gran verja, imponente.

—¿Vive usted aquí?

—Sí, vivo aquí.

—¿Quién es usted, Lula, dígame quién es usted?

Ella ahora le observaba. Ya no era la chiquilla de antes, ni la brava mujer. Era algo distinto.

—¿No lo ha adivinado todavía? —y parecía despreciarle.

—¿Vive usted en ese palacio?

—En el palacete del jardín, ¿le extraña?

Rius no sabía qué decir.

—Venga usted a verme en el Real, mañana. Allí bailo algunas veces.

Rius seguía observando, silencioso, todos sus movimientos, la expresión de su rostro en la penumbra.

Ella rio. Pero después, casi con amargura:

—Si no sabe usted todavía qué es lo que soy, es que es usted tonto de remate.

Abrió lentamente la portezuela, saltó con ligereza, descorrió el cerrojo de la enorme verja.

Se perdió ágilmente en la penumbra del jardín…