V

PASADOS UNOS MESES, al llegar a la oficina después de Semana Santa —con los miembros entumecidos por la fatiga del ocio y un olor de incienso en la conciencia—, Rius sintió una repentina sacudida de júbilo: una carta de Vinyals, con un pedido importante —el primero importante en dos años— para un trust andaluz, coincidía con el ruego de uno de sus clientes de Barcelona pidiendo precio para quinientos cheviots de distintos modelos.

En el curso de los meses anteriores los fabricantes se habían reunido periódicamente en el Fomento del Trabajo Nacional. La crisis había exigido la formulación de demandas concretas al Gobierno. Dirigida por el Fomento, la demanda de protección de la Industria Nacional había sido elevada al Gobierno en instancias tajantes. No había noticia de cómo habían sido recibidas en los Círculos Oficiales esas demandas. Pero las campañas personales que los fabricantes habían realizado en el mercado habían logrado impresionar a algunos compradores.

Rius, no muy animado, ordenó fueran preparadas diez de las máquinas paradas para trabajar en seguida. La puesta en marcha de esas diez máquinas tuvo algo de liberación. Rius, Orlau, los Llobet, Campins, Ramoneda y Planells rodeaban los artefactos como si asistieran a una transfusión de sangre. Luego el aspecto del trabajo volvió a ser el de antes. Las mismas caras largas, las conversaciones a media voz, la mitad de las lámparas encendidas, para evitar todo despilfarro.

De cuando en cuando, en la soledad de su despacho, advenía a la mente del fabricante la silueta —no más que la sombra y el rasgo de los ojos— de una mujer. En la tarde del Jueves Santo recorrió los Monumentos, siguiendo el rito de su ciudad, acompañado de Desiderio. Había rezado al Santísimo siete veces siete padrenuestros. La luz cambiante y profunda de las velas removía, como en el fondo de un oscuro pozo, a contraniebla, la riada de la muchedumbre, que transitaba lentamente, arrastrando los pies, hacia el altar del Santísimo. Hundido en su oración —en su cavilación desordenada, mitad padrenuestro y mitad telares inmóviles— levantó la mirada y cuajaron esos ojos, la silueta de esa mujer. Se miraron fijamente. Eran los ojos, la silueta de la hermana de Paco, el amigo de Desiderio, orante en la penumbra, con un destello —el destello de un húmedo diamante— en el labio superior, la boca semiabierta. A Joaquín le fue imposible rezar de nuevo. En la fábrica, en su casa, en medio de su vida en tinieblas pasaba, rápido, el destello del diamante por su imaginación.

Extrañado, indeciso, en este hecho halló razones para redoblar su actividad. Notaba que había sufrido durante dos años una abulia tremenda. Ahora repasaba uno por uno el potencial de sus clientes, y ante el espectáculo de las máquinas paradas, se le ocurrían soluciones nuevas. Si esas máquinas estaban inservibles en su poder, era preciso sustituirlas por otras; si Manchester vendía más barato no podía ser solo por la falta de protección del Gobierno español, sino por la desidia de los fabricantes, que no se preocupaban en la búsqueda de nuevos métodos, en la renovación de sus procedimientos. Tal vez habían vivido rutinariamente de su negocio, creyendo consumadas todas sus posibilidades. Se enfrascó en el estudio de los últimos modelos, en el del mercado. En lugar de ensanchar su fábrica «por fuera», la solución sería, quizás, ensancharla «por dentro». Había determinados aspectos de su industria en que la competencia extranjera sería difícil. Por ejemplo, telas para tapicería y bordados. En aquel instante, la reforma propuesta sería, sin embargo, imposible. Debía revender treinta de sus telares y sustituirlos por diez telares modernos que no llegarían hasta al cabo de seis meses. La técnica perfecta del manejo de esos nuevos telares no sería adquirida fácilmente por él ni por sus operarios, y abrir mercado y servirle tapicerías perfectas requería un año más. Era tarde para todo. Había que dejar que la fábrica se salvara o hundiera por sí sola.

—¿Ya sabe usted lo que se perdió? —díjole el dandy Borrás, que se había personado en su despacho «para estirar las piernas», una mañana de mayo—. En aquella ocasión gané cinco mil duros. No se lo quería decir por no darle dentera. Pero se precipitó usted.

—Reconozca que no tengo carácter para eso. Yo soy un hombre a la antigua.

Borrás le sugirió la adquisición de acciones del Norte.

—¿Del Norte?

—Han bajado cuatro enteros y medio en quince días y no bajarán más. En un mes, si no ocurre nada imprevisto, remontarán su valor. La operación es segura.

—Ya sabe usted que no es lo mío, y además no tengo dinero disponible.

—No le creo. Siempre hay dinero disponible para ganar dinero. Vea usted su fábrica. Esos telares muertos —y señaló con su bastón a través del ventanal— no le sacarán de su situación. Es usted el que tiene que sacarles a ellos del mal paso. No se deje morir, Rius, no se deje morir. ¿Va usted a algún lado? —inquirió de pronto, mirando su reloj—. Es ya hora de cierre.

—Iba a casa.

—¿Quiere usted que le acompañe en mi coche?

—Creía que había venido usted a pie, para estirar las piernas.

—No, he venido en coche para estirar las piernas de mi caballo —respondió con soltura, alisándose el tupé, sonriendo.

En el recorrido Borrás charló animadamente por ver de despreocupar a su cliente. Pero Rius no salía de un ensimismamiento displicente, prestando solo una atención simbólica a las anécdotas que el corredor de Bolsa iba contando.

El coche les llevó al Paseo de Gracia.

Ante el discurrir de la muchedumbre —gomosos, amas con los críos en los cochecitos, damitas empingorotadas— la obsesión de Rius se iba mitigando. Sentía al mismo tiempo tristeza y alivio al reconocer que su drama no afectaba a nadie, que sus dificultades no eran compartidas por la sociedad de que formaba parte. Paseaba distraídamente su mirada, a la velocidad del coche, por el río humano, lento, de la calzada. De pronto descubrió, detenida en el Paseo, charlando con un caballero —¿de dónde recordaba a ese caballero?— a la hermana de Paco Fernández. El caballero —un anciano, casi— se despedía en este instante. La señorita descubrió a Rius y sonrió, saludando. Este se sonrojó, pero en el mismo instante descubrió que no era a él, sino a Borrás a quien iba dirigido el saludo.

—¿Quién es? —inquirió interesado y por decir algo.

—Es Carmen Fernández, hija del primer matrimonio de don Arístides Fernández el diplomático. Sospecho que es una muchacha muy desgraciada.

—¿Por qué razón?

—Su padre casó por segunda vez siendo ella mayor. Vivió una temporada fuera de su casa, en un convento, en el extranjero. Creo que no se lleva muy bien con su madrastra. Usted debe conocer a la segunda mujer de Fernández: es Evelina Torra.

—¿Evelina Torra? —y recordó el palco contiguo al suyo en el Liceo—. La conocí hace años. ¿Quién era el caballero que charlaba con Carmen Fernández? Creí reconocerle.

—Es don Pablo Niebla, un banquero. ¿Lo recuerda?

—También. Hace años. A veces creo que ahora pertenezco ya a otro mundo. Todos ellos son gentes que no he vuelto a ver desde la muerte de mi esposa.

Después de haber dado una vuelta por el Paseo de Gracia, Borrás le acompañó a su casa.

—Piense en los Nortes. No sea tonto, Rius. Defiéndase.

El día siguiente era domingo. Los domingos sentía una extraña desazón, la imposibilidad de defenderse. No quería ir a ver a Desiderio —la solución de otros domingos—, porque no quería que el muchacho le conociera en su neurastenia, en su aflicción.

Fue una tarde fina de domingo primaveral, suavemente lamida por la brisa a lengüetadas contra los balcones del Ensanche incipiente.

Don Joaquín trabaja en el despacho de su casa de la calle de Caspe. Redacta los borradores de contestación de determinadas cartas confidenciales que de cuando en cuando envíanle a su domicilio los viajantes desde provincias. El sol, un sol oblicuo, lacerante, que se filtra por las entornadas persianas, deja morir una riada de polvillo de oro, como una estocada, contra las baldosas multicolores del suelo. Una mano discreta da con los nudillos en las vidrieras. Abstraído, sin incorporarse, don Joaquín autoriza a entrar.

—El vaso de leche, señor.

Una voz ya le ha interrumpido la ilación de las ideas. Sin incorporar la cabeza ve, sin embargo, la mano de la doncella que deposita con cuidado sobre el escritorio ese vaso de leche. Josefina lo hace con cuidado, con sumo cuidado, para no estorbar. Él, Joaquín, ve ese brazo que se retira y la silueta del muslo, la línea de la mujer. Ella se vuelve de nuevo lentamente y se va.

—Josefina.

Vuélvese nuevamente.

—Señor.

—Tráigame azúcar. La tomaré azucarada.

La mirada de él ha sonrojado levemente a la doncella. Se retira. Joaquín Rius no acierta a escribir. Oye, a lo lejos, el eco del pisar de la doncella. En esta casa dominó Mariona, brevemente. Sobre esta mesa, sobre esta misma mesa dejó el anónimo que recibiera, que tanto la asustó. Allí, en aquel sofá, sentáronse a charlar, a discutir, a pelearse por cuestión de su amor, de manera estúpida. De la puerta de enfrente salió ella abrochándose aún el collar de perlas, sus perlas, la noche trágica. Hay como un perfume, como una sensación brutal, asfixiante, de mujer, en esta tarde de abril. Y sin embargo el amor no existe, no debe existir —salvo la aptitud del aire para exaltarnos, para derribarnos, para azotar nuestras ideas, inutilizarlas. Ya Josefina entra con el azucarero. Quédase, erguida, opulenta y suave, ante él.

—Bien, gracias, Josefina.

Aún quedan mirándose, un instante; pero él coge la pluma, ella se vuelve, se va. Mira Joaquín las cuartillas y no logra deletrear siquiera el manuscrito. Se levanta y pasea, como a ciegas, por la habitación. Abre la puerta y sale al pasillo.

—Josefina.

—Diga, señor.

Su voz es un jadeo:

—Salgo un instante. Volveré a cenar.

Coge su sombrero y su bastón. Sale a la calle.

La calle reluce con el sol de las seis. Las parejas transitan dulcemente. Es con contraluz idílico, como de miel. Calle de Caspe adelante, dobla por el Paseo de Gracia. En la esquina, junto a un puesto de helados —un pequeño carrito que tiene algo de pieza de carroussel—, un organillo desangra las campanillas de su entraña. El mundo, la ciudad, viven un domingo feliz. Los primeros botones asoman a los plátanos del paseo. En la Plaza de Cataluña un enjambre de soldados, con su rayadillo colorado y su quepis, persiguen a las criadas. Estas, retozonas, se vuelven a responderles y les aguardan con ardiente esperanza asomada a los ojos. La soldadesca se aproxima. Unos alargan su brazo y ellas se retiran, riendo a carcajadas. Una, rezagada, está seria, no sabe jamás qué decir, no tiene «ángel». Pasean de cinco en cinco cogidas por el talle. Ellos se abrazan, vociferan, presumen, con sus bigotes. Joaquín Rius cruza, solitario, entre los grupos, gana Canaletas, desciende Ramblas abajo. Los puestos de flores parecen el escaparate de la primavera. A ambos lados del bulevar las pequeñas venas de vida urbana están como dormidas en la paz y en la umbría del domingo. Las «catalanas», al paso lento y rutinario de los mulos, se deslizan abarrotadas de gente. La Virreina, empotrada al óleo de la edificación circundante, parece avergonzada de sus blasones. La ciudad, recién estrenada, semeja una ciudad de feria, donde todo el mundo tuviera unos centavos de alegría por gastar.

En el puerto los vapores, los veleros y los paquebotes se balancean, ensoñados, aletargados. Por sus bordes transita el can, oliendo el alquitrán solidificado en los maderos, en busca del despojo de carne o de pescado. Allí unos marineros noruegos, rubios y sucios, sacuden de un acordeón de tempestad una nostalgia de malecón lejano, en cuyos tugurios tal vez pasara ante los ojos absortos, entre dos disputas, una imagen delirante, una boca susurradora, un atisbo de felicidad. Es una tonada abúlica y apasionada a la vez, lúbrica y desgarrada. En lo alto, lamidos, ellos solos, por la miel del crepúsculo, se diseñan en el azul, vibrátiles, los gallardetes. Hay algo de ferocidad sensual en este batallar de los gallardetes contra el viento. El agua sucia del puerto chapotea contra la quilla de las dormidas panzas. Es un gluglú animal, como un jadeo de pantera enclaustrada. Joaquín Rius torcerá nuevamente hacia la Puerta de la Paz. En una «catalana» se dirigirá a la Ronda de San Antonio. Sube al piso de su contable. Solo ha quedado, para terminar unos bordados, la señorita Llobet. Quiere que pase, que se siente un instante. Lamenta no poder ofrecerle más que unos dulces que sobraron, que un vasito de anís. Don Joaquín se excusa. Ella insiste. Siéntase. Habla de Arturo y de Gertrudis, su prometida. Sí, tardarán todavía en casarse. No quieren precipitar las cosas. Arturo es una preciosa ayuda para aquel hogar. Las cosas están por las nubes y casarse hoy día es realmente una aventura. Charlan de nimiedades, del trabajo, de la situación. Don Joaquín se despide, con el encargo de que salude a todos, en especial a su madre, doña Eulalia.

Dirígese, a pie, lentamente, a la calle de Puertaferrisa. Necesita sentirse un poco fatigado, necesita sentirse físicamente fatigado. «Esto te ocurre por falta de ejercicio», piensa. Dirígese a casa de su cuñada, de Mercedes. Penetra en aquella entrañable entrada, en la que tanta vida había puesto. Salúdale Fermín, el cochero, que ha ocupado el lugar del difunto Bernardo.

—¿Están en casa los señores?

—El señor ha salido de paseo con los señoritos, pero está la señora con la señorita Adelina, que está mala.

—¿Qué tiene?

—No es de cuidado. Unas anginas.

Sube las escaleras. Fermín ha llamado desde su garita y la doncella ha abierto. Al poco sale Mercedes, que se asoma al corredor.

—Federico ha salido con los chicos, a los que no podía aguanta en casa. Adelina tuvo anoche un poco de calentura. No es nada. Ha venido el doctor y dice que son unas anginas vulgares. Cosa de chiquillos.

Le hace pasar al cuarto de la enferma.

Sobre la cama su madre había estado recortando figuras de papel, adorables muñecos rudimentarios que bailan sardanas sobre la colcha.

—¿Qué tienes, pequeña? Dame un beso.

La chiquilla da un beso a su impresionante tío.

Mercedes sale de la habitación y se sienta, frente a frente, Joaquín y ella, en el comedor. Joaquín se sienta en el butacón que don Desiderio amaba.

—¡Esos domingos, Mercedes, esos domingos largos!

—Se te hacen pesados, claro.

Le mira con conmiseración.

—¡Pobre Joaquín!

Hay un silencio.

—¿Quieres tomar algo?

—No, gracias, de verdad. He tomado ya.

Joaquín agradece la docilidad de aquel butacón, su familiar contacto.

—Hoy no tenía ánimos para trabajar. Me puse a escribir unas cartas y tuve que dejarlo. Los domingos me hastían.

—¿Y Desiderio?

—En el colegio. No le he ido a ver por no alterarle. La semana pasada tuvo una mala nota. Se acercan los exámenes. —Joaquín… —inició Mercedes.

—Di.

—Nada, nada…

—Di, mujer.

—Pensaba que deberías volverte a casar. .Un padre, joven y viudo, tiene que volverse a casar.

—Tu padre no lo hizo.

—Tienes razón.

—Es complicado, es difícil dar ese paso. Desiderio es ya mayor. Se da cuenta de todo. Es muy arriesgado.

—Desiderio mismo lo agradecería, quizá.

—Mercedes, esa soledad es solo los domingos, créelo. Además…

Titubeaba, ensoñado, fatigado.

—Además yo no sé si sabría hacer feliz a una mujer… Mercedes se echó a reír.

—¡Qué chiquillo eres cuando dices estas cosas, Joaquín! Las mejores muchachas de Barcelona se te disputarían.

—Sí, pero… yo no sabría cómo hacerlas felices.

—Como hiciste feliz a Mariona. Ella fue feliz, Joaquín, no lo dudes.

Joaquín había callado. Permanecía hundido en la butaca. La luz ardorosa de la tarde se había mitigado ya. Penetraba un sorbo de claridad azul gris, que iba palideciendo.

—No te preocupes por mí, Mercedes. Yo estoy hecho para estar solo, soy un francotirador.

Ante el silencio de su cuñada:

—¿No me crees? —añadió.

Mercedes, con una sonrisa, movía negativamente la cabeza.

—¿Y Federico?

—Le compadezco —dijo Mercedes—. Vendrá loco de cargar con todos los hijos. Son de la piel del diablo, no tienes idea. Joaquín admiraba a Mercedes.

—Yo te admiro, Mercedes. Tú has sabido ser feliz y sabes cómo hacer feliz a las gentes que te rodean.

—¿Tú crees que eso es muy difícil? —preguntaba, con un atisbo de melancolía, sin mirarle.

—No, no es difícil. Está, seguramente, en la mano de Dios.

—Dios me hizo feliz, hizo a Federico feliz, y por eso lo somos.

Parecía que, entre ambos, el espectro de Mariona hubiérase sentado allí, a mirarlos, a contemplarlos en la confidencia. Sin mentarla, ambos, en aquel instante, la sentían cerca.

—Voy a tener el quinto de mis hijos.

La luz se hacía más opaca, de vez en vez.

—¿Estás contenta?

Vio cómo Mercedes afirmaba, con seguridad, sin abrir la boca.

—Esta es la mayor felicidad —afirmó, resuelta—. Los quiero con todas mis fuerzas. Quiero verlos crecer y estar a su lado. Oh —prosiguió, en broma—, ¡no creas que vaya a ser una madraza!… Los llevo muy rectos. Procuro disimular que los quiero tanto.

En aquel instante se escuchó el bullicio de la chiquillería por las escaleras. Mercedes se levantó, apresurada.

—Ya están aquí.

Joaquín habíase levantado también. Siguió a Mercedes, que se había precipitado a la puerta. Desde ella vieron llegar a los dos mayores, corriendo como desalmados, sin tiempo ni para besar a su madre. Federico Costa, sudoroso tras las gafas, colorado y silencioso, llevaba en brazos a Federico, un muchacho de cinco años, fatigado, delgado, colorado y sensato como su padre.

—¿No ves que ya pesas mucho? —reconvino Mercedes al crío, al besarle.

—Estaba cansado y no quería andar —excusole el marido. Saludó a Joaquín.

—Os estaba aguardando y ya me iba a marchar.

Pasaron un instante al interior. Charló unos minutos, sin sentarse, con Federico. Federico sentía por Joaquín una veneración instintiva, la que sienten los cuñados tímidos por el que se atrevió a abrir el primero la brecha de la petición de mano en casa de los suegros. Cuando Joaquín miró al reloj y se despidió él no osó insistir.

Entró un instante a despedirse de la pequeña Adelina, que estaba durmiendo. La besó con cuidado en la frente.

Dirigiose a su casa, con lentitud. Los soldados de la Plaza de Cataluña, los postreros, los rezagados, le parecieron tener un aire mucho más triste que antes. Él estaba ya más tranquilo. Ya se acercaba, ahora, la semana, los días de labor. Ya el sol no castigaba sus miembros. Todo se había dulcificado. Enfiló la calle de Caspe. Penetró en su morada. Josefina, la doncella, preguntole si podía servir la cena. Él repuso serio, sin mirar:

—Sí, hágame el favor.

Y comió lentamente.

La situación manifestaba ligera tendencia a mejorar; los pedidos, con la proximidad de la nueva temporada, iban afluyendo despacio. En muchas de las cartas se leía una apostilla de puño y letra del cliente puntualizando que el pedido se hacía a casa Rius por razones de fidelidad a esta casa, pero que no significaba que las proposiciones de Rius fueran todavía aceptables.

Rius quiso preocuparse en seguida de la renovación de su catálogo y las máquinas paradas se pusieron en marcha un par de tardes para hacer pruebas y muestras. El fabricante y sus empleados parecían más animados. Las cien y pico de máquinas paradas se habían reducido, a fines de verano, a setenta. Hubo que readmitir a algunos obreros, aunque Arturo Llobet hizo que el rendimiento de los fijos fuera mayor que antes. Muchos de los despedidos no volvieron a entrar.

Mientras tanto, la salud de Rius parecía resentida, pero el fabricante no pudo tomarse aquel verano unas vacaciones. No podía tomárselas mientras hubiera un solo telar parado. El doctor Renom le hizo una concienzuda revisión. Le recomendó algún ejercicio físico. Rius se sintió aquel verano inquieto, molesto, aturdido y embotado. El cuerpo le pesaba y a pesar de ser un hombre nervioso sus digestiones eran lentas, incómodas.

Siguiendo las instrucciones del doctor se apuntó en un gimnasio privado, sito en la calle de la Canuda. Era un espacioso local, iluminado por las claraboyas que tamizaban la luz exterior de un patio particular. El profesor, el señor Trías, era un preclaro atleta de mediana altura, un gimnasta de pecho descomunal, calvo, con un ancho y opulento bigote rubio, presuntuosísimo. Se paseaba en camiseta deambulando por entre las poleas, las paralelas y las escalerillas de contracción blandiendo una eterna colilla de cigarro puro, enteramente apagada, que parecía en sus manos el látigo de los domadores en la jaula de los leones. El señor Trías tenía aspecto de un gimnasta de circo y hasta es posible que esta fuera su procedencia. En las paredes blancas del local colgaban infinidad de retratos y carteles del señor Trías efectuando sus acrobacias, en los cuales el rostro del señor Trías tenía la proporción de un garbanzo tras la mole de su pectoral y de sus bíceps. En una de las ilustraciones el gimnasta, en lo más alto de una cuerda vertical, sosteníase con una sola mano. El brazo asido a la cuerda con tanta gentileza era tubercular y monstruoso, pero su rostro, impertérrito, ofrecía al objetivo la expresión de una tan gallarda serenidad que Joaquín Rius sintió en el acto un impulso de admiración sin reservas por el gimnasta Trías.

Al punto de haber hablado con el gimnasta sobre las condiciones de la inscripción, y sobre el tipo de ejercicio que él, Joaquín, apetecía, el señor Trías pareció haberle comprendido en el acto.

—Nuestro lema, señor, es: «Mens sana in corpore sano». Después de lo cual, como si no hubiera un segundo que perder en la inmediata aplicación de este principio:

—Quítese usted americana y chaleco, señor Rius, haga el favor. Rius, dócil, lo hizo.

—Póngase usted en tensión, de puntillas, así… Haga el favor —y colocándose las palmas de las manos sobre su pectoral como para demostrar hasta qué punto este era capaz de ensancharse aún—: Inspire por la nariz, espire por la boca, inspire por la nariz, espire por la boca; así, así —clamaba, satisfecho—; nariz… boca… nariz… boca… nariz… boca… Ya basta.

Sentose sobre una enorme bola de hierro.

—Creo que llegaremos a excelentes resultados, señor Rius. No olvide que todo progreso en gimnasia se basa en este principio: nariz, boca, nariz, boca.

Pasaron a la sala de las poleas y Trías indicó a su nuevo alumno el itinerario que, hasta nueva orden, este tenía que seguir, con la indicación de la duración aproximada de cada ejercicio. El amplio local estaba repleto de alumnos, que como locos ejecutaban lecciones sin preocuparse del vecino. Panzudos señores en camiseta, atléticos jóvenes, multitud de enclenques que pugnaban por arrancarle al método Trías su secreto, como si el pectoral del profesor fuera una caja de resonancia de salud.

Joaquín Rius presentose a la fábrica, al día siguiente, con dolor en las articulaciones. Llobet preguntole, tímidamente, si había tenido algún accidente.

—Sí, Llobet. He chocado con un profesor de gimnasia.

—Mi hijo Arturo —indicó el contable— pasó por lo mismo y tuvo que dejarlo. Y eso que mi hijo es joven. Dejó la gimnasia metódica por el remo. Él dice que es tan completo como la gimnasia, con la ventaja que es mucho más distraído.

—Pero el remo es aún más duro.

—Sí, tal vez. Sin embargo, él se ha puesto muy bien y ya no lo encuentra pesado.

Por la tarde preguntó a Arturo Llobet dónde iba a remar. Llobet remaba en el Club Náutico, recién formado. Empezaba a participar ya en regatas de yola. En el Club mismo cuidaban de facilitar esquifes y yolas a los socios. Él no podía prescindir ya de ese deporte.

—Si mi recomendación no le es molesta, yo de usted, señor Rius, seguiría este mes en el gimnasio para preparar los músculos, y en el próximo me ofrezco a introducirle en el Club Náutico. Puede usted probar, pero estoy seguro que no le desagradará.

En efecto, al terminar su primer mes don Joaquín Rius despidiose del atleta Trías, alegando que no tendría en adelante tiempo para asistir a las clases. Al sábado siguiente, acompañado por el hijo del contable, dirigiose al Club, que estaba emplazado en uno de los muelles del puerto.

La tarde se presagiaba agradable.

Era una edificación de madera, nueva, puesta con mucho estilo y gusto. Al entrar encontrose ya con un conocido, el joyero Ribas, hombre gordezuelo y socarrón.

—¿Usted por aquí?

—Voy a probar a remar.

—¿Sabe usted nadar?

—No. Pero espero no ahogarme. ¿Es muy difícil volcar?

—Es relativamente sencillo.

—¿Y qué se hace en estos casos? —inquirió, inquieto.

—Se acostumbra a gritar: «¡Socorro!», si da tiempo. Rius no estaba muy tranquilo. Se atusó el bigote, meditativo.

—¿Sabe usted nadar, Llobet? —preguntó al hijo del contable, que había quedado algo distanciado.

—Sí, señor Rius. Aprendí a la fuerza, cuando volqué la primera vez.

Rius pareció más tranquilo.

El fabricante había adquirido un terno completo de remero. Con alegría infantil pasaron a los vestuarios. Rius estaba satisfecho de su atuendo y de su facha. Al pasar por delante de un espejo paró un instante a mirarse.

—Tiene usted aspecto de lobo de mar —chanceó Ribas al encontrarle de nuevo en los pasadizos.

—No bromee usted. Está usted hablando con un presunto náufrago.

Ribas se echó a reír.

Rius pasó sus apuros para introducirse en la estrecha franja de madera de la yola sin perder el equilibrio. Llobet lo hizo fácilmente, a continuación. Apurose de nuevo Rius al tener que dar la vuelta para sentarse de espaldas al agua. La frágil barquilla se tambaleaba al menor movimiento.

—El secreto del remo en yola es la suavidad —advirtió Llobet—. De ahí que, a pesar de ser tan duro, sea un deporte tan sedante y tan completo.

Rius logró coger los remos según las indicaciones que a cada instante débale el hijo del contable.

No sin dificultad consiguieron desatracar.

Pero no le fue a Rius tan difícil como pensaba adquirir aquella suavidad de movimientos precisa para dar el mayor empuje posible a la embarcación. A los veinte minutos parecía un remero consumado.

—¿Se fatiga usted?

—De ningún modo.

Sin embargo, su respiración era ya alterosa, premiosa. —Es un ejercicio magnífico.

El airecillo del puerto parecía que purificara sus poros, harto necesitados de ese solaz.

Disponíanse ya a dar la vuelta. Hallábanse casi en la embocadura del mar, del que llegaba un presagio de oleaje.

—No haga usted nada —advirtió Arturo Llobet—. Levante bis remos fuera del agua. Voy a dar la media vuelta.

Joaquín Rius elevó los remos. Por la plancha de los largos maderos discurría un río de agua escurridiza, reverberante al sol del ocaso.

Al dar lentamente la virada se le ofreció, lejanísimo, el espectáculo de los muelles. Lejos, muy alejados, el monumento a Colón, el diseño de la ciudad envuelta en neblina, la silueta, apenas perceptible, del Tibidabo. Cerca, monstruoso, descascarillado, el lomo pétreo de Montjuïc, aplastado bajo su castillo. Vio a lo lejos pequeñas barquitas de turismo, que paseaban idílicas parejas. Una irónica brisa le desmelenaba. Las aguas se torcían, eran flexibles a la presión y al lento impulso de la virada, a la agilidad de la yola.

—Esto es magnífico, Llobet. ¡Qué gran idea tuvo usted!

Y cuando se disponía, con ímpetu redoblado por el entusiasmo, a bogar como un veterano, el remo izquierdo, por un azar inexplicable, no dio en el agua, había perdido la noción de dónde introducirse. Salió disparado hacia el aire rozando solo la superficie y salpicando como un pulverizador aquella brisa que poco antes hiciera tan buenas migas con los navegantes.

La yola se tambaleó furiosamente. Parecía como si se hubiera desatado en un minuto un pavoroso temporal. Llobet gritaba: «¡No moverse, no moverse!». Y, en efecto, si Rius no se hubiera movido nada hubiera ocurrido. Pero Rius se impresionó, pretendió zanjar por su cuenta aquella cuestión. Vio a Llobet erguirse ante él como levantado por una mano invisible. Y se sintió hundido en el agua seguramente a muchísimos metros de profundidad. Esta noción tan líquida y tan fría le devolvió, por fortuna, un buen acopio de serenidad. Acertó a darse cuenta de que lo único indispensable era no respirar allí dentro, no moverse. Y se sintió lentamente elevado, impulsado a abrir los ojos. Vio la luz del sol y luego se volvió a hundir. En este instante se asustó. Advirtió clara, diáfana, definitivamente, que se estaba ahogando.

Moviose; llegó de nuevo a la superficie. Vociferaba. Se desgañitaba en gluglús. La yola estaba a un paso, tranquila, idiotizada. Sus manos abofeteaban el agua. Ya se volvía a hundir cuando sintió una mano que le asía. Quiso agarrarse a ella. Oyó los gritos de Llobet.

—¡No se mueva, no haga nada!

Pudo, al fin, respirar. Llobet le agarró por la barbilla. Le condujo —¡aquellos dos metros!— hasta la yola.

—Agárrese aquí.

Como un autómata Rius se asió al canto de la embarcación. Llobet hizo lo propio.

Jadeaban.

—Bien. ¿Qué hacemos aquí? —inquirió, deshecho, irritado, el fabricante, al cabo de un buen rato.

—No se mueva. Voy a darle la vuelta y subiré por el otro lado. Cuando yo suba haga usted el contrapeso necesario. Luego ya le ayudaré.

Llobet nadó hasta dar la vuelta a la yola. Se encaramó. Rius se asía a su madero con todas sus fuerzas.

El hijo del contable jadeaba.

—Deme usted la mano. Haga la contracción y entre de un salto.

La operación no salió la primera vez. Hubo que intentarlo hasta tres veces. Al fin Rius se encontró, tendido, en la yola.

—Estoy molido, Llobet.

—Es el bautismo del agua.

El retorno fue desolador. El fabricante estaba tendido en la yola y Llobet bogaba lentamente. Era un navegar bucólico, sin prestigio.

Pero con solo poner pie en la tierra del Club pareció haber olvidado el lance.

—¿Ha bebido mucha agua?

—De dos a tres litros.

—Yo bebí más, la primera vez —tranquilizó el hijo del contable.

Encontraron de nuevo a Ribas, sonriente, en los vestuarios.

—¿Cómo ha sido?

—Bien. Prodigioso. Voy a hacerme socio en el acto —exclamó con sonrisilla—. ¿Me acompaña usted a secretaría? —solicitó al hijo del contable. Y parecía gustar en aquel momento todo el petróleo y el carbón del agua que había tragado.

Al levantarse, por la mañana, ya no lo hace con el salto resuelto y categórico de antaño. Hay una indecisión, un abandono, un cansancio. Le pesan sobre el cuerpo los desvaríos de la noche. Sin embargo, se sobrepone; se afeita, y lava y viste. El agua clara ahuyenta buena parte de aquel sopor. Ya en la calle camina apresurado. Mariona no existe, fue un meteoro, una sombra fugaz en su vida. Las gentes se dirigen apresuradas a sus despachos. Los conocidos le saludan con respeto. «Ese es Rius», piensan las gentes al pasar. Rius, viudo, millonario, joven, hombre feliz. «¿Qué hora es?» — pregunta el meritorio, temiendo llegar tarde a la oficina. La portera levanta la mirada y ve pasar a Rius: «Las siete y media en punto». El cajero de la Colonial ejemplariza a su hijo: «¿Ves?, cuando era como tú, no tenía un céntimo y ahora es millonario». Rius estruja en su bolsillo la llave de la fábrica.

Por cuarta vez ha acompañado a Desiderio a los escolapios, el primer día de curso. Desiderio va a comenzar el tercer año de bachillerato.

El muchacho ha cambiado mucho. Es un chico alto y fino como un sauce, que viste ya a la manera de los adolescentes. Aquel día, ambos han tenido que madrugar. En el recinto del colegio, Rius ha sido testigo de la seriedad con que los muchachos han vuelto a encontrarse. Se saludan como personas mayores. Pasean circunspectos, charlando, con aires de señor. Rius no pudo dejar de sonreír y en aquel instante reconoció cerca una sonrisa femenina.

—Permítame presentarme —y Rius se adelantó, descubriéndose, hasta Carmen Fernández, que estaba sola, alejada, como él, de los chicos—. Hemos coincidido tantas veces que pensé…

Carmen Fernández tendió una mano larga, fina, prodigiosamente enguantada. Sus labios entreabiertos pronunciaron:

—Mi hermano y su hijo son muy amigos. Paco habla siempre de él.

Aquella hora matinal daba a Rius una especial soltura. La conversación con una mujer no hubiera podido sostenerla seguramente a otra hora. Sin embargo, parecía ahora paralizado por la expresión fija y sonriente de los ojos de la damisela, como ensoñados por la luz primeriza, que ablandaba las copas de los abetos e irisaba el follaje de los magnolios. Parecía ella aspirar la profunda emanación lejana del mar.

Había oído hablar mucho de ustedes, a la familia Costa, especialmente a doña África, muy amiga de papá. A su cuñado hace años que no lo he visto, pero le recuerdo muy bien. Federico era un gran muchacho —dijo Carmen.

—Yo conocí mucho a la familia de su madre, de Evelina Torra.

—Sí, mi madrastra está con mi padre en el extranjero. Usted sabe que mi padre es diplomático. Yo cuido, mientras, de mis hermanos, Paco y Cristina. Espero que vuelvan pronto.

—¿Le dan mucho que hacer?

—No, pero… Quisiera que estuvieran aquí.

Carmen miraba ahora a la lejanía. Sus dedos arrollaban un fino chal, nerviosamente. Una de sus expresiones era inconfundible. Después de hablar se humedecía el labio inferior, en la boca, como si quisiera mordérselo. Dábale un rictus especial, de osadía y tristeza. Rius decidió despedirse.

Se marchó, titubeando, por el ancho caminal.

En diciembre:

—Mañana marcharán el veintisiete, el cuarenta y dos, el quince, el sesenta y tres —había ordenado, como en los buenos tiempos, consultando una tabla. A su diestra se apilaban las cartas de los viajantes, reclamaciones, pedidos, ofertas, telegramas, muestras.

Solo una docena de máquinas quedaban sin trabajo.

Y por la mañana la inspección se hizo a primera hora. Parecía que a todos ellos —Orlau, Ramoneda, Campins, Planells, los Llobet— les hubieran apretado una clavija en la espalda. El paso era rápido. El rumor de los telares, estruendoso.

La inspección fue minuciosa. Desde el ventanal hubiera podido observarse a Rius agachándose en una máquina, haciendo que otra interrumpiera su labor para palpar la tela fabricada, auscultando el sonido sospechoso de una pieza, echando un hilillo de cola sobre un papel, para comprobar la calidad de aquella. Los operarios, los contramaestres, sus colaboradores más íntimos estaban ahora pendientes de la palabra que surgiera de los labios del dueño. Despertados de un largo sopor, las sonrisas amanecían vitalizadas, francas.

—No hay quien haga estos driles como nosotros.

—Basereny se morderá los puños.

—Vamos a hacer una prueba con el veinte. «Semis» como los de Arnau, pero los daremos más baratos. ¿Quién dijo que Arnau no tenía competencia para eso?

—«El Siglo», señor.

Dígale al «Siglo» que espere una semana. Solo una semana, Ramoneda. Sabrán lo que es mi semipiqué.

Luego volvía a su despacho y al sentarse apercibía, no obstante, lo que había perdido en esos dos años y medio de crisis: una casa en Barcelona, unas acciones, y salud, juventud, mucha salud y mucha juventud.

«Deberías volverte a casar; un viudo, joven y rico, debiera casarse de nuevo».

Las palabras de Mercedes le perseguían ahora a todas horas.

Pensaba en Carmen. Varias veces habíala vuelto a ver, había charlado con ella. Incluso podía decir que sus visitas a Desiderio se hacían ahora todo lo frecuentes posible. Creía que también Carmen acudía a los escolapios en parte con el ánimo preparado para coincidir con él. Habían paseado largamente por los caminales, mientras los muchachos se adelantaban.

El recuerdo era tan reciente que sentía escalofríos.

—Vengo a ver a Desiderio, pero luego me quedo sin verle.

Carmen, que sonreía, se volvió. Luego dejó de sonreír, pero no de mirarle. Sin darse cuenta habían parado y quedaron enfrentados. La voz de Joaquín surgió nublada, indecisa y honda.

—¿Sabe usted por qué?

Ella sonrió, hizo un vago ademán con la cabeza, eludiendo, incrédula.

—¿No lo cree usted?

—Lo creo. Pero…

—Sé lo que usted piensa. Es demasiado… demasiado difícil… —y el mismo Rius sonrió ahora, con amargura.

—¡No, Joaquín, no es lo que usted piensa, por Dios! —clamó ella con un movimiento impulsivo, cogiendo, un instante, una de sus manos. E iba a echarse a reír—. No es eso.

Renació una tristeza profundísima en sus ojos.

—¿Pues qué es?

—No irá usted a decirme que está enamorado de mí, ¿verdad?

Rius, dolido, se volvió grave, impenetrable. Al instante surgió en él el pensamiento que le dominaba. Pero acertó a callarlo. Dijo:

—No se preocupe, Carmen. Pronto envejeceré de verdad, y entonces podré permitirme decirle lo que pienso.

—Los hombres hacen siempre las cosas así, y cuando han dañado se quedan satisfechos. Es usted como un chico.

Y Carmen estaba regañándole y regañándose, extrañamente desazonada.

—No me vuelva usted hablar de eso, Joaquín. Hágalo así y olvídelo.

Aquella tarde de domingo, Rius había vuelto a su casa como a través de un mar en tormenta. No conseguía explicarse cómo, en virtud de qué impulso impremeditado, había estado a punto de declararse a una mujer hermosísima, casi desconocida, con la que solo había hablado media docena de tardes. Sus palabras habían fluido con pasmosa naturalidad. Se decía: «No dirás que no estás enamorado de Carmen, ni dirás que lo estés. Eres otro». Pensaba en las complicaciones con que había intentado explicarse a sí mismo su primer amor, el de Mariona. Pasó una vida entera jurándose no estar enamorado. «Es inútil: se está o no se está, y eso es todo», decíase. Pero después de eso su ánimo había quedado perfectamente limpio, como recién lavado. No recordaba a Carmen ni podía resucitar la emoción, la zozobra del encuentro. Era una sorpresa, una reacción a la mera presencia. Aquellos ojos rasgados, el talle flexible, la boca semiabierta, plena y brillante, el endiablado desgarro de la voz, quebrada y honda, emotiva.

Parece como si, con el invierno, un tremendo vendaval se abatiera de pronto sobre la ciudad y seccionara los tallos más viejos, los más queridos de Joaquín. Ahora es doña Paula la elegida. Pero esta vez Joaquín no siente apenas la sacudida de esta pérdida.

Cuando llegó al pisito de la calle de la Paja su madre acababa de morir. Fríamente besó la frente del cadáver. Aquel rostro de cera fofa, enmarcado por los cabellos blancos y gruesos, mantenía aún un rictus de energía, pero un rictus fatigado. Aquella mujer había trabajado, había amado llanamente, había sido, a su manera, infinitamente feliz. Fabián estaba desconsolado, atontado y lloroso. Joaquín no lloró.

Recorrió, lentamente, el antiguo pisito. La alcoba de su madre —la de sus padres, donde doña Paula había aguardado años enteros el regreso de don Joaquín—, apenas había cambiado. Aún la espita del gas era la misma que aguardó, vacilante, al marido impulsivo, la que doña Paula, la primera noche en que quedó sola, sentía dolor al apagar. La manteleta de doña Paula, gris, era la que Joaquín habíale visto llevar, cubriendo sus hombros, años enteros. Ahora colgaba de un clavo en la encalada pared. Joaquín hubiera envuelto con ella una vez más, la postrera, aquellos hombros enfriados, yertos. En el comedor parecía percibir el chirriar de los relucientes zapatos de don Joaquín, su padre, cuando regresó de América, cuando él, su hijo, dirigíase clandestinamente a la galería para contemplarle en silencio sacar cuentas, leer el periódico. Y en el pequeño piso flotaba aún el vaho, impregnado a las paredes y a los muebles, de aquellos cocidos caseros que doña Paula se esmeró cincuenta años seguidos en preparar, vaho que era como el alma de la niñez menestral de los dos hermanos… Sus ojos se contrajeron y sintió correr por sus mejillas un llanto silencioso.

No, su madre, doña Paula, no; no era ella quien había muerto; aquellas paredes, la vida aquella, sí. La mariposa azul del gas se había extinguido. La postrera hoja de un libro íntimo acababa de pasar y de cerrarse en el corazón del fabricante.

¡Cuántas muertes, y qué idénticas todas, bajo su aparente disparidad, bajo la divergencia de la conmoción que nos causan! Le parecía que él llevaba dentro más muertos que nadie, que para asirle de algún modo a la vida, para permitir que siguiera asido a ella como fuera, Dios no le había adjudicado más que un hijo, un ser con el que, implacable, defenderse de esas cantidades, de esos océanos de luto. Pero al propio tiempo advertía que un hijo solo bastaba a resarcirle de cuanto dejaba atrás, de todo cuanto había perdido. En Desiderio almacenaba, amasaba y convertía de nuevo en sangre viva su caudal de cenizas.

Había hecho trasladar los despojos de sus padres al panteón que adquirió en el Cementerio Nuevo cuando la muerte de Mariona. Allí llevó a orar a Desiderio. No le extrañó la mirada absorta, infantil, con que su hijo contempló aquellas losas. Solo para él tendrían sentido exacto los misterios, los silencios de aquel lugar. Él alcanzaría de nuevo esos despojos al final de sus días. Y su hijo. La vida continúa, se renueva, inexorable. Junto a su panteón, otros, casi idénticos, interminable acopio de polvo. Le admiraba esa sociedad en que había nacido, de la que ya era un ejemplar ilustre, tan sólida y discreta que parcela incluso el polvo en que se va a convertir.