VIII
DESIDERIO ESTÁ HECHO UN MOZO. Mientras su padre, obsesionado, ha pasado meses enteros sin verle más que apresuradamente, muy de tarde en tarde, su caballo «Jonny», al principio díscolo y nervioso, se ha amoldado a la doble presión violenta de los fuertes músculos del jinete. Se lo compró hace tiempo, al volver de Madrid, sin esperar a que Desiderio aprobara el curso —pero entonces, con «Jonny» en su ilusión, ya no le costó esfuerzo aprobarlo. Luego vino el verano y Desiderio y «Jonny» lo pasaron solos en Santa María. El chico se solazó cabalgando tres meses enteros. Creció, se ensanchó y su piel se hizo tersa, morena. Al volver al colegio había pasado en estatura a todos sus compañeros, excepto a Paco, que, a pesar de ser año y medio menor que él, no le iba a la zaga.
En noviembre, Desiderio se enteró de que su padre se había visto mezclado sin querer en un asunto extraño; que el cajero de su fábrica había desaparecido al descubrirse que estaba mezclado en el terrorismo y su padre había tenido que ir a declarar en el juicio. Su nombre había salido en los periódicos. Después, otra vez la calma, la soledad del colegio, las nubes transitando despacio en los ventanales.
Si don Joaquín no le hubiera tenido tan olvidado en aquellos dos últimos cursos, hubiera podido darse cuenta de que con la pubertad, el muchacho había adquirido un deje de imperceptible soberbia. Había intimado en el colegio con el sector de muchachos más distinguidos, con el dandysmo escolar. En su grupo estaban: Clemente Pidal, hijo de los condes de Z., un jovencito que se jactaba de que su padre le regalaría, el día que terminara sus estudios, nada menos que un globo aerostático, con el que participar en los concursos junto a los del marqués de Salvatierra, del duque de Medinaceli y al «Côte d’Azur» del Aero-Club de Niza; Bernardo Catasús y José Pérez Palau. Ambos presuntos propietarios de dos voiturettes Peugeot y Dion-Bouton, respectivamente, que estrenarían el día en que terminaran el Bachillerato, coches con los que se proponían participar en, el circuito de Sitges. La pasión de Desiderio eran, por el momento, los caballos. Compartían esa afición casi todos los de su «clan», que le consideraban el mejor jinete del colegio.
Los meses transcurrieron en esas sensaciones. Lejano, el estampido de la bomba hacía zozobrar una noche los ánimos. Al día siguiente la vida se normalizaba. Barcelona se iba habituando a las inquietudes. Había en ello una suerte de indiferencia o de abandono. Ha llegado Su Majestad el Rey. Rius lee la reseña en el diario, mientras desayuna. Sesenta automóviles de turismo, en doble hilera en la calzada de la Plaza de Cataluña, han ribeteado su tránsito hasta Capitanía General, donde se hospeda, y han causado la admiración de los bobos. Su Majestad ha dado el primer golpe de piqueta en las obras de la Reforma, la Gran Vía «A» de Barcelona. Por la noche hay concierto de gala en el Liceo. A la madrugada estalla una bomba en una grúa del muelle. A las diez de la noche del día siguiente otra en el conducto de aguas pluviales de la Muralla. Al tercer día una tercera estalla en el carro blindado, cuando se la conducía, con lujo de precauciones, al campo de la Bota. Al cuarto día caen las víctimas en la Plaza de la Boquería, donde estalla un tremendo explosivo a la hora de mayor animación. .Y se entra en el mes de abril. Los puestos de flores de las Ramblas recobran su lozanía primaveral. Los estudiantes empiezan a abrir los libros ante la proximidad de los exámenes. Las damitas pasean por el Paseo de Gracia, atentas a la mirada de los caballeros bajo sus grandes sombreros con plumas, enmarcados sus rostros en el tul, que una brisa amable eleva lentamente. Los primeros automóviles —aquellos heroicos sesenta— hacen encabritar a los caballos y a los cocheros. Pasan, raudos, a quince por hora. Los chauffeurs sostienen el volante como si llevaran un pudding en una enorme fuente. Dimite el alcalde, por voto de la mayoría, que le censura haber solicitado de Su Majestad que inaugurara personalmente las obras; pero los concejales le visitan particularmente para rogarle que retire la dimisión y, a la postre, accede.. A los cielos de Barcelona, a esos innumerables cuadriláteros de los patios del Ensanche llegan, estruendosas, las golondrinas de turno…
Pero no solo ha intimidado Desiderio con Paco Fernández en el colegio, sino que ha ido con él, algún domingo en que han tenido salida, a las meriendas que, de vez en cuando, dan en casa de Clemente Pidal a los amigos del chico. Y ahora, además de «Jonny», empezaban a habitar en el recuerdo de Desiderio imágenes concretas, dulces y sorprendentes.
Llenaba en aquel instante su recuerdo la voz de Crista —hermana menor de Paco—, su coquetería incipiente. Había estado bailando en casa de unos amigos; en el rigodón Crista había apretado su mano de manera que él se sintió un momento suspenso en el límite de los cielos. Esas entregas habían sido lentas, largamente fraguadas; Desiderio había creído sentirse mal de tan violento que le había sido moverse, hablar, reír con los demás. Al ofrecerle Crista, a media tarde, un dulce, su mano temblaba.
—Tómalo —le dijo.
La natilla fue, íntegra, a parar a la alfombra.
—¡Qué torpe soy! —dijo él.
Ella volvióse de espaldas, pero antes de hacerlo del todo, le había estado mirando fijamente; lo último que se volvió de espaldas fueron sus ojos.
El, entonces, se aproximó a sus espaldas. Con su vientre y su pecho rozaba casi el torso de la chica. Ella lo sabía; respiraba desordenadamente. Sin inmutarse, hizo que su mano descendiera y se puso junto a la de él. Desiderio recogió aquella mano. Cualquiera que los hubiera visto hubiera notado que ambos estaban pasándolo muy mal. A Desiderio le ahogaba el enorme cuello, al que llevó un instante su mano izquierda. Creyendo Crista que retiraba también la otra, la retuvo, apretándola firmemente. Cuando la izquierda de Desiderio descendió nuevamente, animada por la efusión sorprendente de Crista, se posó en el talle de la adolescente y luego quedó, quieta, en su muslo. Ella quiso retirarse, pero no lo logró. Sin darse cuenta de lo que hacían, estaban devorando fuentes enteras de natillas, como autómatas.
Paco se había perdido en un rincón, en compañía de una prima de los dueños de la casa. A la salida estaba desencajado. Crista hablaba ahora con Desiderio con un lenguaje distinto. Su .voz, al dirigirse al chico, se tornaba imperativa, dulce y confidencial. Lo que ella decía, con palabras sueltas, solo ellos dos podían entenderlo. Esa «clave» no era exclusiva de las cosas que solo les incumbieran a ellos dos, sino que era válida en los temas generales. Al comentar si hacía frío o calor, al decidir si irían a casa a pie o en coche, Crista y Desiderio parecía que, en voz alta, hicieran un «aparte», como un biombo de palabras en el que ocultar a los demás la mitad de sus almas. Desiderio sentía que eso era delicioso.
—¿Y esa señora que acompañaba a Paco algunas veces? —inquirió don Joaquín una tarde de domingo a Desiderio, en Sarriá.
—¿Su hermana mayor? Está con sus padres en Viena —contestó Desiderio.
—¿Cómo vas de ropa?
—Voy bien, papá, gracias.
Lo había dicho así para que su hijo no pensara que concedía demasiada atención a la hermana mayor de Paco.
En la tarde de ese domingo, al llegar a. su casa, de regreso a Sarriá, encontró Rius un papel del notario Fortuny rogándole pasara después de cenar por el Círculo del Liceo. Hacía algún tiempo el hijo del notario habíale hablado de las gestiones que un grupo de «gente de orden» hacían para conglomerarse «vis a vis» del terrorismo. Rius presumió que se trataría de hablar de esos proyectos.
Había estado muy pocas veces en el Círculo, del que era socio desde el año dos. Pero los criados eran, por lo visto, buenos fisonomistas. El lustre mate de las verdes libreas entonaba con el de los cortinajes, y con el silencio y la iluminación, dosificadísimos. Entregó gabán, sombrero y guantes y se encontró con don Wenceslao Arola, de la Cámara de la Navegación; le saludó y entraron juntos en la sala.
—Han atentado contra Cambó. ¿Lo sabía? —informó Arola.
—¿Cómo? —inquirió, alarmado.
Desde aquel lugar se escuchaba la música que se desgranaba en la sala. Música rimbombante y vacía, sonora.
Sentáronse en los butacones.
—No sé. Me ha enviado recado Fabré, que ahora vendrá.
Pidieron unos cafés. Arola era un hombre rico, muy amigo del rey; era uno de los nombres más ilustres que se barajaban en la candidatura que preparaba «Solidaritat Catalana». A pesar de ser joven aún, tenía el pelo cano; sus maneras eran distinguidas. Vestía admirablemente, siempre con cuellos altos y corbata gris. Unas gafas, que no usaba apenas, colgaban por un hilo de seda de su chaleco. Las llevaba —se decía— para jugar con ellas haciéndoles dar vueltas sobre un dedo.
—Eso es muy grave.
La música hacía sus lamentos de final de acto, lejana. El mayordomo había pasado por el salón, para dirigirse a abrir la gran puerta de acceso al Círculo, que comunicaba con el Liceo.
Irrumpió ante ellos el espectáculo de aquella dependencia del Gran Teatro.
—¿Sabe desde cuándo no he visto este salón? —exclamó Rius levantándose, visiblemente alterado, de su butaca.
—¿Desde cuándo?
Decía absorto:
—Desde la noche de la bomba.
Arola advirtió su conmoción.
—Perdió aquí a su esposa, ¿verdad?
Rius, atónito, exclamaba:
—Así fue.
Se dirigió hasta el pasadizo que comunicaba con el teatro. Arola le siguió.
La visión del «fumoir», a través de los años transcurridos, no le causaba ahora zozobra alguna. Parecía que todo se hubiera fosilizado definitivamente en su interior, que evocara su prehistoria.
Pero caminaba como impelido, casi ilusionado.
—¿Conoció usted a Pepe Dolz? Allí murió —dijo, señalando el sofá del ángulo—. Yo fui el último que le vio con vida. A poco advirtieron que se dirigía al Círculo el tartamudo Alberto Miret, secretario del Instituto Agrícola.
Les saludó. Venía resoplando. Acababa de ser informado.
—¿Tienen ustedes nuevas noticias?
Rius parecía no participar de su conmoción.
Del Liceo entraban, alarmados, los socios del Círculo, para inquirir novedades sobre el estado de Cambó. Tristán Fabré, el diputado, íntimo amigo y correligionario de Cambó, estaba afectadísimo.
—Pero, ¿cómo ha sido?
—Lo han acribillado a balazos, en Hostafranchs. Salmerón y él están heridos. Gambó muy gravemente.
—¿Dónde está?
—En la clínica de Fargas.
—¿Se le puede ver?
Rius se había distanciado.
—Vivimos a la merced de esos jóvenes bárbaros. Eso dama venganza.
—Cálmese, Fabré —aconsejaba don Nicasio de Fortuny, que acababa de entrar y saludaba a Rius.
—Estamos perdidos —concluía Fabré, desesperado, rendido, en un butacón. Junto a él se aglomeraban los amigos que llegaban de la sala, a inquirir noticias. Bajo el almidón de las pecheras hervía la indignación.
—Al contrario, Fabré. Por si no bastara, eso inclinará aún más a la gente en favor de la candidatura de la «Solidaritat».
—A costa de la vida del hombre más extraordinario de España.
—Es probable que no, Fabré. Tiene un temple de acero y Fargas sabe extraer las balas.
En aquel instante avisaron que un coche aguardaba a Fabré. Don Nicasio y él se trasladaban en el acto a la clínica.
—Venga usted mañana a casa, Rius. ¿Le importa?
—Veré si puedo.
—Vaya usted sin falta, Rius.
—Allí nos veremos —respondió, concentrado.
Poco a poco el Círculo volvió a quedar sumido en su silencio, en la mate tonalidad de las libreas, de la luz, de los cortinajes. En la sala, la música, lejana, batía de nuevo furiosamente.
Había quedado hundido, meditativo en una butaca. Estaba completamente solo. Los amigos habían llegado y se habían marchado sin que su presencia lograra incrustársele en los sentidos. Le latía en el pecho algo muy alejado a la realidad. Era como si el polen granate de la sala le inundara.
Adentrose en las dependencias del teatro. Advirtió su rostro reflejado en los espejos. Se aproximó a uno de ellos. Estaba, de pie, en el centro de la solitaria sala de fumar. Sí, había envejecido; ese espejo del Liceo se lo echaba ahora irónicamente en cara. Parecía como si ese Joaquín Rius abúlico del espejo le dijera: «Llevas un panteón en el alma, Rius… Anda, ve al palco, ábrelo, barre los fantasmas». Caminó. Escuchaba a ese otro Rius.
—Soy el dueño del once. —El ujier saludó con una inclinación de cabeza—. Haga el favor de abrirlo.
Jadeaba. Entró y, aturdido por la música, se sentó en la banqueta, en el antepalco.
La música, densa, espesa, irreparable, dejaba filtrar, flotando en el aire, el clima de los susurros, la atmósfera entera, peculiar, entrañable, de la sala. Allí estaba el Gran Teatro, del que solo le separaba la opaca cortina de terciopelo. Allí estaba ese mundo, ese cebo del vértigo, esa sima de la vanidad, esa hondonada del desvarío. Sentía dentro de sí abrirse una quebradura mortal. Perdida por entero la noción de los años, una voz, un soplo helado susurraba algo, algo espantoso, junto al oído.
Apartó levemente, con el índice, la cortinilla. Allí estaba, allí estaba. Vio una raja de teatro, de arriba abajo. La suficiente para que el Liceo entero, tal como él lo recordara y viviera, le derribara nuevamente. Sí, casi como entonces, sin remisión, al pie de una butaca. Ese murmullo que le llegaba de fuera le absorbía, y en la ventolera de la música, en la transparencia oscura del aire, que mecía en la densa penumbra de la sala los ademanes de las gentes, revivía el desvanecimiento de las siluetas femeninas en su suerte de deleznable arrobo, el mismo reclinar sobre la palma de la mano la frente de los atildados, graves caballeros; la carne de los escotes, el titilar de las joyas, el perfume de las mujeres. Todo igual.
¡Todo igual!
Levantose. Era una punzada atroz en el corazón. Instintivamente se dirigió a la escalera principal. Estaba ya en el primer peldaño, pero hubiera caído por ella.
Las perlas del collar, saltarinas, ganaban el rellano, se perdían, muertas ya, en la mullida alfombra.
—Rius.
Era una voz conocida.
—¡Rius!…
La mano del viudo Rius no se movía yerta, apretada al pomo de la baranda, más blanca que aquel mármol.
La efusión del recién llegado era sincera.
—¡Años, años sin verte! ¿Has leído? ¿Te has enterado de lo del…? Se arrancó, con lenta aspereza, de aquella mano.
—Déjame en paz, Tell, déjame en paz.
Y, vacilante, sé apartó de la escalera. Cruzó el «fumoir». Entró nuevamente en el Círculo.
«¿Me quieres, Joaquín? Dímelo, de verdad…». Era aquel soplo helado, era la voz, el alma de Mariona. Respiraba con extrema dificultad.
Antes de salir a la calle, permaneció sentado en la butaca largo rato, ahogando en la garganta un sollozo que no llegó a nacer.
La casa del notario don Nicasio de Fortuny era una amplia torre, abocada a Barcelona, desde los ventanales de la cual avizorábase, rendida, la ciudad, bajo el polvillo y el humo del atardecer, que estanca una nube rosa sobre el azul lejano del mar. Eucaliptos gigantes sombreaban las paredes de aquella casa señorial, inundándola de rumores. La tapicería de las butacas se tornasolaba a rastras del atardecer. Cuando Rius hizo su entrada estaban sentados, junto a don Nicasio, cabe la chimenea, encendida aún a pesar de la primavera naciente, don Tristán Fabré, don Alberto Miret y un caballero de rostro noble y silencioso con negra barba, bien ajustada al mentón.
Los reunidos levantáronse.
—Estoy contento de que haya venido usted —expresó don Nicasio. Acto seguido:
—Le presento a don Juan Maragall.
Rius quedó como amilanado por la presencia del gran escritor. Pero la naturalidad de este, sus ademanes lentos y corteses le conquistaron a la propia naturalidad.
—¿Cómo sigue Cambó? —inquirió.
—No le han encontrado la bala.
Rius observaba al escritor. Había un cariz personalísimo en su mirada: una mezcla de tristeza y de agudeza, de profundidad y de ternura. La ancha frente era una nota de pasmo, de serenidad, en la fisonomía.
—Ha venido usted en un día señalado, Rius —expresó Fabré, los rasgos de cuyo rostro y aun la inflexión de su voz indicaban su fatiga. Fabré había velado toda la noche en la clínica—. Va a venir con Arola el señor Prat de la Riba.
—Arola ha visto esta mañana al gobernador —expresó Fortuny—. Ha dicho el gobernador que es impotente para atajar el mal. La Policía no sabe por dónde anda. Esta es la realidad.
Don Juan Maragall exclamaba clara, pausadamente:
—¡Pobre ciudad, pobre Barcelona!… A veces me pregunto qué culpas está pagando… ¿No os habéis fijado? En días así parece como si estuviera un poco pálida.
Su superioridad se marcaba en la aparente abstracción para el pronto contraste de su intromisión, casi turbulenta, y de pronto calmada, en el diálogo.
—Todo está igual, si se quiere —proseguía con lentitud—. Las tiendas bien abiertas, las gentes por las calles a sus compras, a sus negocios, ni más aprisa ni más despacio, el ruido igual de tantos carruajes…
La línea de sus afirmaciones era una límpida parábola. —…Pero… no sé… parece que se vean más hombres… o menos mujeres… Y en la plaza faltan muchos niños…
Los leños crepitaban; era una emoción reprimida la de aquella voz al decir:
—¡Cómo se echan en falta los niños en las plazas! ¡Ver a los niños en la plaza pública da una confianza, una alegría! Pasó su mano por la frente.
Y de pronto había un airón de brusquedad contenida en sus manos.
—Cuando los niños no están, su vacío parece llenarlo el miedo.
Daba la impresión de que más fuertes que la fuerte pasión que debía albergar aquel corazón de hombre eran las jerarquías que en su razón había establecido una vida de reflexión, de serenidad; fuerte, bella y augusta como el tronco de los eucaliptos de San Gervasio, donde, a su vez, y no lejos de la casa de don Nicasio, vivía el escritor.
—Las bombas salen de Barcelona, se fabrican aquí, se cargan con pólvora en Barcelona, estallan en nuestras calles y hacen víctimas barcelonesas. Tenemos que enfrentarnos con eso —dijo, de pronto, enérgico, Fabré.
La doncella anunció la llegada de Arola con el señor Prat de la Riba.
Hicieron su entrada en la sala. Prat era un hombre grueso, sanguíneo. Sus gafas no mitigaban una mirada aguda, inquieta.
—Buenas noticias —dijo al llegar—. Cambó supera eso.
Paseó, nervioso, antes de sentarse. Había saludado a todos y le fue presentado Rius. Se dirigió al ventanal y desde allí, mirando la extensión de la ciudad:
—En una ciudad así, con la agravante de ser una ciudad improvisada —dijo, ya más lentamente, bajando el tono de la voz—, el Estado debiera tener un cuerpo de vigilancia numeroso, inteligente, bien pagado, que supiera descubrir la preparación de los atentados, como en Londres o en París.
Se quitó las gafas, que limpiaba con su pañuelo y con los ojos casi cerrados por la violencia de mirar sin ellas, se volvió hacia los circunstantes.
—Pero no es así. En esta ciudad, que da cada año una millonada para sostener las cargas públicas, el Estado sostiene nada más que ciento setenta agentes de vigilancia desconocedores del país, mal pagados, sin medios de investigación, sin preparación previa, solo buenos para detener a maleantes o a criminales vulgares.
—¿Qué se proponen? ¿Qué quieren? ¿Contra quién o contra qué van… esos? —clamaba Arola—. Nadie lo sabe.
—¿Esos? —intervenía, calmosamente, Maragall—. ¿Por qué no puede ser uno solo? —se acariciaba la barba—. La cosa es fácil. Uno solo por el simple gusto de hacer el mal, como un demonio. Es eso, el terrorismo. Un chorro de agua en un nido de hormigas; un escopetazo de perdigones en un árbol lleno de pájaros; ¡qué!, una pedrada en un cristal muy grande y muy brillante, tentador. Todos tenemos algo de demonio, pero algunos lo tienen todo. Uno solo entre medio millón, y basta. Buscadle —decía—. Una aguja en un pajar. ¿La encontraréis?…
—Me duele la cachaza de Barcelona —aseveraba Prat tras un silencio, deambulando nuevamente—. Se habla con satisfacción, con orgullo, de que el Liceo brilla con todo su esplendor al día siguiente de cada catástrofe; de que las procesiones están más lucidas y concurridas después del atentado de los Canvis. Eso quizá sea digno de valor individual pero es una ostentación estéril y perjudicial. Borra el saludable terror de los primeros momentos y malogra la reacción en el mismo momento de iniciarse. Valdría más que el instinto de conservación saltara con furia.
—¿Y no aprobó el Gobierno —inquirió Rius— una organización de la Policía barcelonesa?
—Sí —indicaba con inflexible memoria, don Nicasio de Fortuny—. Acuerdo del 4 de octubre del año cinco, y decreto publicado en la Gaceta del 10.
—Aquella reorganización pomposamente anunciada —prosiguió, airado, Prat— se tradujo en la llegada a Barcelona de una comitiva de desgraciados, reclutados entre los recomendados de los políticos de Madrid, desconocedores de Barcelona, del catalán, y con la noción de acabar de entrar en el escalafón del Estado. Es decir, con la sensación de descanso merecido. Todas las energías las habían gastado para que les admitieran en el Cuerpo…
Volvía a limpiar sus gafas.
—Moret hizo prodigios de retórica defendiendo cosas contrarias a su conciencia. Ya hemos visto de qué sirve su clásica panacea: la suspensión de garantías; y ya hemos visto de qué sirvieron los cuatrocientos policías que nos envió desde Madrid. El ilustre jefe de la flamante Policía, el conde de Romanones, lo confesó claramente en el Congreso; cuando los anarquistas le digan dónde tienen instalado su taller, entonces sus policías evitarán las bombas.
La luz se hacía más tenue. El atardecer acentuaba los perfiles de los reunidos.
—Esas bombas periódicas —intervino Maragall— son una especie de memento horno. Son una familiarización con la idea de la muerte, que comunica una gran seriedad a todos los actos de la vida; y esos discursos de que usted, Prat, hablaba, proclamando la inevitabilidad de los más tremendos atentados y tomándolos a broma, constituyen un trágala, un revulsivo social de primera fuerza. Toda la gracia está en eso —concluía irónicamente—, en que los que quieren exasperarnos nos tranquilicen, y los que debieran tranquilizarnos nos exasperen.
Se levantó de su butaca. Se aproximó, en tensión, al ventanal.
—Vean —dijo—. ¿Qué impresión le produciría al que no conociera Barcelona, verla así, desde la altura? —y señalando la ciudad, rendida a su mirada—. Según cómo la mire dirá: todo son fábricas; y según cómo, todo son conventos; dirá que las calles son grandes, que los edificios son artísticos; o nos tachará de sucios o de barrocos. Si ve esas casitas de recreo de ahí dirá: ¡Qué pueblo mezquino y atrasado! Si pone sus ojos en la mole de la Sagrada Familia: ¡Qué gran pueblo, cuyo espíritu vive ya en el porvenir! Y ese forastero que vea Barcelona así, total y contradictoria, que vea en actividad tantas sociedades, agrupaciones, fomentos, tantos ateneos, academias y escuelas, tantos orfeones, montepíos, círculos, centros y casinos, seguramente más que en Londres o en Berlín, creerá quizá que Barcelona es una ciudad en plena cultura. Y ¡no!; es una ciudad en pleno empuje, es la ciudad del porvenir. Esa es su grandeza actual, no la otra. Se retiró del ventanal. Se volvió a los circunstantes:
—¡Hacer! Aunque sean locuras, mientras sean grandes y generosas… Barcelona no es aún ciudad, una civitas. Es una acción, un empuje.
Don Nicasio habló de las conversaciones que había sostenido para la organización del Somatén. Acordaron que se hablaría de ello después de las elecciones.
—Yo creo que somos bien poca cosa los padres de familia para defender la tranquilidad y el orden de un país, para plantar cara sin ayuda de nadie a los ladrones y a los pistoleros —afirmaba amargamente don Juan Maragall.
Rius salió de casa de don Nicasio acompañado de Alberto Miret y de Arola. Llegó el grupo a pie hasta la calle de Aribau, donde Miret y Rius subieron a una «catalana». Arola se despidió de ellos.
Descendieron del carricoche en la Plaza de la Universidad; se disponían a despedirse cuando advirtieron un griterío y carreras de los transeúntes; venían de la Plaza de Cataluña. Entraron, mordidos por la curiosidad, hacia ella por la calle de Pelayo.
—Parece que hay palos.
—Eso parece.
Y se apresuraban.
En efecto, en el centro de la plaza un grupo numeroso y heterogéneo cantaba Els segadors, al par que recibía considerables silletazos y estacazos de otro grupo, no menos nutrido. A ambos bandos de ese campo de Agramante se sumaban por momentos elementos de refuerzo, de forma que el lío parecía llegar a su cenit en el momento en que Rius y Miret desembocaban a la plaza por la calle Vergara, con expectación.
—No… no se acerque demasiado, Rius, no… no vayan a darle. Pero Rius, haciendo caso omiso del tartamudo Miret, atravesó la calzada.
Los sombreros eran disparados al aire.
—Los ánimos están excitados —reseñaba un espontáneo—. La manifestación pasaba por allí, y desde aquella acera han empezado a apedrearla. Luego les han quemado la bandera y… ja hi hem sigui.
En aquel momento, ruidosamente, con lujo de silbatos y voces, llegaba la Guardia de Seguridad. El galopar de los caballos percutía sobre el empedrado. En un santiamén quedó despejada la plaza. Los dos grupos contendientes eran en aquel instante como un flechazo de celeridad.
Pero no había concluido. Ya en la calle de Vergara media docena habían insinuado los primeros compases del himno. Abucheados desde la entradilla de «Eldorado», dirigiéronse allá en actitud hostil; cuando compareció un guardia de a pie que, sable desenvainado, empezó a dar cintarazos al aire. Uno de los barítonos se retiraba acariciándose no ciertamente la garganta.
Pasaron dos guardias de a caballo por la acera; desde la esquina fueron obsequiados con estruendosos silbidos. No se dieron por aludido. Cinco voces de un improvisado orfeón vociferaron, entonces, al unísono:
—¡Gu… tie… rres!
Uno de los guardias se volvió.
—¡Gutierres! —repitió, solitaria, una voz rezagada. Se dio por aludido. Ceremoniosamente se dirigió, sin descabalgar, al lugar aproximado de donde creyó partir el denuesto. Que era aquel desde el que justamente estaban presenciando el curioso espectáculo Miret y Rius.
—¿Quién ha gritado?
Silencio en la media docena de circunstantes.
—Acabe esa sonrisita, joven —dijo dirigiéndose a Miret.
—Yo no… no reía, se… señor guardia.
—Apuesto a que ha sido usted el que ha gritado.
—No, se… señor, no; Di… Dios me libre… —afirmaba el tartamudo Miret, más muerto que vivo.
—Pues, ¿qué hacen aquí? ¡A casa todo el mundo, a casa!
—Sí, señor, pero… ¿por dónde? —La plaza era, en efecto, poco propicia a una travesía.
—Por donde les venga en gana. Y nada de risas.
Empezaba a alejarse. Se volvió nuevamente.
—¿O será mejor que vengan al cuartelillo conmigo?
En un instante los seis mirones habían desaparecido como alma que lleva el diablo. Miret y Rius se despidieron en la Gran Vía.
No se aplacó su mal humor en toda la noche. Cenó sin ganas y se retiró a su cuarto. No podía dormir y entró en su despacho. El silencio de aquel aposento le hizo abrir el balcón. Hacía frío, pero no podía permanecer encerrado ni salir a la calle. Se puso el abrigo sobre el camisón. Sacó un sillón al balcón y buscó una manta. Se abrigó bien con ella y, apoyando los pies en una banqueta, permaneció allí, casi tendido, largo rato. La noche era lustrosa; las estrellas brillaban, límpidas. Pero ¡tan lejanas! Había en aquella noche transparente y oscura un silencio profundo, casi tangible. La ciudad, tras la barahúnda, dormía como un niño rendido de jugar. Solo se percibía el titilar del farol del sereno y el picar de su palo, de su inútil lanceta sobre las baldosas de la calle. Pensaba en la conversación de la tarde, en aquel: ¡hacer, hacer! de don Juan Maragall. Sí, todo demasiado aprisa, vertiginoso, mal digerido. «Todos». En ese «todos» estaba Barcelona. ¿Quién fabrica las bombas, quién las coloca? Todos. ¿Quién ha silbado contra el policía? Todos.
Todos, todos, todos… Pero con su ritmo en ese silencio de la ciudad, fatigada de sus delirios, el golpear de la lanceta del sereno le recuerda que hace solo poco más de veinte años —¡y sin embargo, cuántos años ya!— se escuchaba sobre la acera tersa el ritmo de su caminar, en la madrugada. No, entonces no existía ese «todos». Su padre y él, solos día tras día, año tras año, de la calle de la Paja a la fábrica… Quien escuche ese rumor, ahora el de la lanceta del sereno, anacrónico y como sepultado en la inmensidad de la urbe, pensará: «¿Se ha ensanchado la ciudad o se ha empequeñecido?». Al ensancharse Barcelona, parece como si los barceloneses se empequeñecieran. ¡Cuán lejos de sí misma está la ciudad, en una mezcla horrenda de pasiones, de egoísmos! ¡Hacer, hacer! Los ruidos más nobles —los de los herreros, los de los carpinteros, las campanas de los conventos y el caminar de los madrugadores— quedan apagados en el griterío ensordecedor de esa Babel que crece. ¡Y cómo se encuentra, no obstante, el alma de la ciudad cuando renace su benemérito silencio! El alma de la ciudad defendida por esa anacrónica lanza, titilando en la luz del farolillo, a punto de apagarse…
De día, no se oye a dos travesías el estallido de una bomba; y ahora, en la noche, parece que podría escucharse de calle a calle, de plaza a plaza, el suspiro de los moribundos, el llanto de los niños que acaban de nacer. Ese rumor nocturno del silencio es la respiración de la ciudad dormida: el trasiego incesante de las almas que llegan y de las que se van. Y las estrellas, límpidas en lo alto, en lo más alto…
El domingo por la mañana, después de misa, dirigiose a su colegio electoral. Justamente estaba de presidente de mesa don José Oriol Borrás, el agente de Cambio y Bolsa.
—¿Cómo va la votación? —preguntó al depositar su voto.
—No se puede saber, tan temprano. Por lo que aquí hace y según las noticias que tengo, parece que la victoria de la «Solidaritat» está descontada.
La victoria de «Solidaritat Catalana» fue aplastante. Ya a media tarde del domingo empezaron a circular por las calles grupos de manifestantes que, bandera y grito en ristre, se dirigían al local de la «Lliga», donde pensaban exteriorizar su regocijo. Decíase que el conglomerado había obtenido el copo absoluto en los 44 distritos de las provincias catalanas.
Al salir de su casa, para pasear un rato y presenciar la animación, detúvose nuevamente un momento en el colegio electoral.
Acababan de hacer el recuento. En su colegio nadie —díjole Borrás— ni uno solo de los electores había votado por la candidatura radical.
—¿Y el resto?
—No sé nada.
Dirigiose al local de la «Lliga». Estaba ya oscureciendo. Era imposible pasar. Los curiosos, los manifestantes, centenares y aun millares de hombres, con los primeros sombreros de paja de la temporada estrenados para el vítor de la jornada electoral, se apretujaban en las proximidades del local, a la luz incierta del gas de los faroles, en el charol tenebroso de la calzada.
Rius buceó e intentó abrirse paso. Un coche de caballos descendía en aquel momento y la muchedumbre se apiñó en su contorno.
—Dejen paso, dejen paso.
Una pareja de guardias urbanos a caballo se puso ante el coche, precediéndole, para abrirle camino. Otro le seguía ahora, a corta distancia.
Dos individuos, codo a codo con Rius, prorrumpían en gritos hasta desgañitarse. Irguiose, en el coche, opulenta, desbordante, sombrero en mano, la humanidad de Prat de la Riba. Los fanáticos se encaramaban al estribo. Rius se hallaba mezclado, sin querer, en aquella turbamulta, que le zarandeaba.
—¡Victoria, victoria! —y la voz de Prat no se dejaba oír. Empezó a dar codazos, sin contemplaciones.
—Déjenme pasar, por favor.
—Venga, venga, Rius —era Fabré, quien, gritando, le había distinguido desde el balcón del entresuelo.
—No puedo —gesticulaba Rius.
Envió en su auxilio a uno de los urbanos.
Sacudiéndose la americana se encontró, sin saber cómo, en la entrada del local, guardada por urbanos de gala.
—Hemos ganado, Rius. Una victoria absoluta. Cuarenta y uno de los cuarenta y cuatro distritos. Lerroux no se ha llevado ni los restos —le comunicaba, fuera de sí, un desconocido.
Prat de la Riba, erguido sobre el asiento del coche, saludaba con el sombrero en alto.
La muchedumbre arrancó con Els segadors.
Fabré se llevó a Rius al interior.
—No podíamos esperar tanto, Rius; esto ha sido enorme. En el exterior sonaba el:
Bon cop de falç!
Bon cop de falç!
—Hay que saber aprovecharlo. Ahora sí que si no hacen ustedes una cosa en serio no tendrán perdón de Dios.
—Haremos cosas grandes, grandes, Rius. ¿Usted sabe la fuerza que eso representa? ¿La renovación que introduciremos? ¿El aire fresco que llegará al Parlamento?
—Ánimo, ánimo, Fabré. Mi enhorabuena más cordial.
Qui t’ha vist tan rica i plena!…
Fabré le abrazó, por hacer algo con su emoción.
—Ya está aquí, ya baja.
Salieron al balcón; Prat había conseguido en aquel instante, ante la puerta, descender del coche.
Al llegar a los locales del partido, los abrazos, las enhorabuenas, los vítores se multiplicaron. Don Enrique Prat estaba desbordante. Le sentaron, vacilante él, en un sillón. Su respiración era entrecortada, defectuosa, de apoplético. Se quitó las gafas, ya sin aquel ademán rápido de unos días atrás, sino con un temblor fuerte, lento, de las manos hinchadas. Sacó su pañuelo y las limpió. Después, ese pañuelo se lo pasó por los ojos. No acertó a hablar.
De pronto se levantó, con presteza.
—¿Han telegrafiado a Seo de Urgel? —inquirió, nervioso—. Faltaban unos datos.
—Sí, señor Prat —apresurose a informar un joven—. Victoria absoluta.
El líder volvió a sentarse, aplastado por el cansancio.
En mayo, Desiderio, tras muchas noches de vela en el colegio, aprueba el quinto curso de Bachillerato. Su padre, que avisado por los escolapios de cierto abandono por parte del muchacho, había prohibido se hiciera uso de ninguna recomendación, al conocer el resultado satisfactorio se enorgullece de él. Sus empleados íntimos, del contable al cajero, testigos de su inquietud, le felicitan. Don Joaquín invita a la familia del contable a acompañarle a la fiesta de fin de curso en Sarriá.
Era una tarde de domingo prodigiosamente luminosa. Don Joaquín se dirigió en coche a recoger a la familia Llobet y, en el mismo coche, trasladáronse todos a Sarriá. En el amplísimo patio del colegio los alumnos ejecutarían sus ejercicios rítmicos, sus acrobacias gimnásticas, sus torneos de esgrima y la heroica «Cabalgata de la rosa», broche de la fiesta.
Los invitados, en gran número, ocupaban los palcos laterales del patio, sobre un entarimado. Joaquín advirtió la calidad de las gentes congregadas. Desde las noches del Liceo no se había sentido en contacto con esa sociedad.
Los Llobet daban la impresión de haber quedado muy apocados, especialmente doña Eulalia. Arturo y su novia, Gertrudis, se movían con más desenvoltura. El contable propendía a ceder su plaza a cualquiera que se apretujara en su proximidad.
—No haga ningún cumplido inútil, Llobet, ni ceda su plaza a nadie. Este es nuestro sitio.
Una vez repartidos los premios, ceremonia larga y monótona, empezó el espectáculo. La primera parte del programa iba a cargo de los párvulos.
Rius contempló con displicencia las evoluciones rítmicas de los más pequeños; en su porte condescendiente se advertía que él se consideraba padre de «un mayor». La galleta de su sombrero de paja recibía el acoso de un sol lacerante, que le tostaba. El bastón en la mano, en el que, sentado, apoyaba de vez en cuando la barbilla, era sostenido con delicadeza.
Los colegiales iban uniformados de blanco. Sus blusas de seda flameaban al viento; a guisa de cinturón ceñíales una cinta de terciopelo granate.
Rius había advertido a sus invitados que Desiderio participaría en la «Cabalgata de la rosa», al fin de la fiesta.
A la media parte, cuando don Joaquín se levantó de la silla, fijó su vista en una dama elegantísima, sentada unas filas detrás de él, la cual, al verle, inclinó con una sonrisa su cabeza.
Llevaba un ancho sombrero gris perla, deliciosamente adornado con un pequeño palomo sobre el que descendía la catarata blanca de la gasa, el fino velo que se enrollaba al cuello. Aguantaba con mano delicada una sombrilla diminuta. Acompañábala una muchacha de unos doce o catorce años, cuyos grandes bucles de ébano enmarcaban la tez, blanquísima y fina. A la izquierda de la señora un caballero con barbilla blanca, chaqué impecablemente cortado, devolvía en este instante a esta los binóculos. Era un caballero elegantísimo, de avanzada edad, sin duda el padre de la dama.
Joaquín Rius correspondió con un sombrerazo parabólico al atento saludo femenino. ¿Se había confundido ella? ¿Quién sería?
Quedó perplejo unos instantes. Precisaba identificar, entre sus recuerdos, la personalidad de aquel ser. El rostro no le era desconocido; ni mucho menos.
Arturo y Gertrudis, enlazados de la mano, se susurraban palabras al oído, se miraban a los ojos. El contable y su esposa dirigían obligadamente su vista a otro lado, a un rincón sin interés y sin público, para no molestar.
La dama, dirigiendo su vista a Joaquín, sonrió de nuevo.
Joaquín se sentía avergonzado de no reconocer a una persona tan distinguida y que daba tales muestras de conocerle. ¿Dónde podía haberla visto? ¿En Madrid, tal vez? No, en Madrid no había sido presentado apenas a nadie. La recordaría. Aquel rostro, su manera de sonreír, pausada y circunstancial, de mirar, soberanamente bella, recordaba haberlos visto, haberlos vivido, pero no ahora, sino muchos años atrás; sí, en Barcelona, en vida de Mariona. No era un rostro olvidado. Se volvió nuevamente y, de pronto, de la misma manera que encaja la pieza sobrante en el rompecabezas, un movimiento de ella hizo que su figura encajara en el mundo de los seres vigentes en la memoria del fabricante, quedara incorporada a su corazón y a su recuerdo, identificada, reconocible. Ella echó el cuello, el rostro hacia atrás de forma que aquel movimiento acusó de pronto, bajo su fina y opulenta piel y a través del tamiz de la gasa, el río verde y oculto de una vena azulada finísima: era Evelina Torra, a quien conociera en la puesta de largo de Mariona a la que viera, agresivo el escote, en el Liceo, junto a su palco. ¡Cómo pasan los años, cómo cambia la gente! ¡Qué distinta era .esta mujer de la que aceptara los requiebros de Pepe Dolz, el infortunado que se desangró en el salón de fumar! Y, sin embargo, ¡qué hermosa era Evelina todavía!
Le sacó de sus reflexiones la entrada en liza de los alumnos, ya mayores, a cuyo cargo iba la segunda parte del programa de fin de curso. Llegaban al patio en fila, blandiendo, unos, largas mazas de ejercicio gimnástico; otros, su florete o su sable; sobre el antebrazo izquierdo, el casco de malla protector. Empezó el espectáculo con los saltos de pértiga y de trampolín. Mientras tanto, la banda desfloraba sus marchas militares, sus polcas de concierto. «¡Claro, Evelina, Evelina Torra!…», repetíase satisfecho.
El torneo de florete levantó murmullos de admiración y aplausos fervorosos en las tribunas. Venció un muchacho pequeñito y enjuto, ágil como un felino, menos elegante, pero más feroz que sus contrincantes. Descollaron por su belleza las evoluciones de los alumnos de cuarto, con sus mazos de madera dibujando arabescos en el aire. Unos atletas de quinto y sexto hicieron prodigios en el lanzamiento de la jabalina. Venció un hombretón de último curso que casi alcanzó, con el palo, airosamente disparado, el tenderete desde el cual el representante del obispo y el padre rector presenciaban el espectáculo, con el consiguiente susto del enviado de su ilustrísima.
Libre nuevamente la pista, hicieron su aparición los caballistas. Los cascos de los caballos relucían al sol. El corazón de Joaquín Rius acrecentó su ritmo, al respirar. Desiderio apareció montando a su «Jonny», un caballo castaño, con las patas manchadas de blanco. Apareció y en aquel instante, para Rius y Tos Llobet, desaparecieron todos los demás. Los jinetes, en fila, dieron la vuelta al patio. El caballo de Desiderio caracoleaba. Pararon ante la tribuna presidencial saludaron, pidiendo permiso. Realizaron primero unos ejercicios sencillos. Vino después la esgrima a caballo, con largas varas en la mano. Tratábase de hacer estallar un diminuto globo de caucho, hinchado, que el contrincante llevaba sobre el casco, en la cabeza. Desiderio fue eliminado por su contrincante. La lucha despertó la admiración de los familiares y del público, que premió con aplausos a los concursantes y al vencedor del torneo.
Dispusiéronse a participar en la «Cabalgata de la rosa»; sortearon, entre la docena de jinetes, que debían participar en la lucha, el que debía salir con ella prendida en el hombro. Tocó la suerte a un muchacho de quinto curso. Colocose, montado en su cabalgadura, en el centro del patio. Los demás jinetes salieron disparados contra él. El detentador del trofeo no se movió. Hizo mover ligeramente a su caballo y las turbas de enemigos rozáronle infructuosamente por los lados. Desiderio llegó casi a la valla de la tribuna, pero no miró a sus familiares. Arreglaba, nervioso, la brida. Mientras, los jinetes, apiñados, asediaban al que lucía el trofeo. Este lanzó su caballo al galope, huyendo, deshízose de la nube que le asediaba y quedó solo otra vez, con gran soltura. Desiderio se había unido al grupo. Su caballo era terco, parecía no obedecerle. Las ancas de los brutos chocaban entre sí. Solo el del asediado se deslizaba, como una flecha soberbia.
De pronto Desiderio lanzó a «Jonny» al galope contra él y paró en seco, a su lado. «Jonny» se encabritó. De pies sobre el estribo alargó Rius su brazo. El público lanzó un «¡ay!»… Allí estaba aún, sobre el hombro del alumno de quinto, la rosa preciada. «Jonny» caminaba ahora al paso; Desiderio se pasaba el antebrazo desnudo por la frente, secándose el sudor.
Vivía unos momentos de perplejidad, alejado del motín. Pero de pronto pareció renacer en él la voluntad de apoderarse del trofeo; mezclase en el torbellino. Perdiéronle de vista. Solo por la blancura de las patas de «Jonny» podían distinguirle. Los brazos asediaban, se alargaban, en la polvareda. El detentador del trofeo erguíase sobre su montura, esquivador. De pronto se hundió en ella y del amasijo salió, disparado, un caballo, «Jonny», y un jinete, Desiderio, con la flor en lo alto. Una salva de aplausos coronó su galopar. Interrumpiose el juego. Faltaban pocos minutos para concluir.
El juez impuso la flor, que ahora debía ser defendida por él, sobre el hombro de Desiderio. El juego se reanudó. «Jonny» galopaba como una centella; daba vueltas al patio, con la crin al aire, con tal presteza que los contrincantes no podían alcanzarle; iban como una nube tras él. El alumno de quinto que detentara el primero el trofeo se cruzó en su camino; el torso y la cintura de Desiderio se revolvieron, inquietos, ágiles; quedó en el aire la mano vacía del primero, que hizo dar una atroz voltereta a su caballo. Lanzose nuevamente en persecución de Desiderio con ahínco. Este, acosado por tres contrincantes, deslizose, con tres golpes de tacón, entre ellos. Sonó el pito del juez. «Jonny» se encabritó de gozo, quedó esculpido unos instantes en el aire, magníficamente. Sus finas patas, al hallar el polvo del suelo, saltaron sobre él como impulsadas por un aire de danza. Don Joaquín se abanicaba con el sombrero de paja, impresionado, y quedó paralizado de pronto en su silla por la emoción. El ala del sombrero se le había astillado.
La mano de Llobet, la de la señora Llobet, la de Arturo y Gertrudis atenazaron, temblorosas, la suya. Era un guirigay de efusiones. Desiderio recibía la flor, que era artificial, de manos del delegado del obispo. El padre rector le daba la mano y una pequeña copa de plata entre los aplausos de los alumnos y del público de la tribuna.
Después desaparecieron los jinetes por donde habían aparecido. Antes de partir, montado en su caballo, Desiderio se dirigió a la tribuna. Saltó la valla. Su padre le abrazó. El público aplaudía. Entregó rosa y copa, para que se la guardaran. Don Joaquín se sentía dichoso, orgulloso, se erguía, desafiador entre todos los demás padres de familia, que le observaban, admirados.
Disparáronse los cohetes, eleváronse los globos de papel. La charanga tocaba exaltada. Los alumnos abrazaban ahora a sus familiares, quedaban con ellos, esperando terminar e irse a sus casas ya. La fiesta terminaba. Vestido de paisano, con su traje de «dandy», bien peinado, refrescado ya, llegó Desiderio. La gente levantábase, dispuesta a marchar. Por los arriates del colegio las familias descendían, gozosas.
—Muchas felicidades.
La muchacha de los bucles de ébano se había adelantado y dio la mano a Desiderio. Don Joaquín volvióse. Evelina Torra, la sombrilla cerrada, el velo del sombrero suelto hacia atrás, le seguía lentamente, al lado de su esposo, llevando de la mano a su hijo Paco. Don Joaquín se retrasó para saludarla.
—¿Cómo está usted, Evelina? ¡Cuántos años sin verla!
La dama presentó a su esposo, que se detuvo, reverencioso.
—Celebro el éxito de su hijo. Es un jinete admirable…
—Monta bien y se sabe defender —contestó halagado, Rius.
—Un hermoso trofeo.
—¿Han llegado ustedes hace poco?
—La semana pasada.
El señor Fernández se había rezagado, esperando a su hijo, que se despedía de unos amigos.
—¿Cuándo casó usted, Evelina?
—Un año después de la desgracia… Yo me salvé como usted, por milagro…
Un velo de tristeza empeñaba aquellos ojos negros.
—Para usted, Evelina, no han pasado los años.
Ella, halagada, sonrió.
Siguieron caminando, junto al diplomático, que se había unido a ellos. Era un personaje severo, discreto, alto y melancólico, de gran distinción. El chico llevaba en brazos un perrito, un peludo pequinés, al que acariciaba y mimaba en francés.
Rius, con Desiderio, les acompañó hasta el landó, que les aguardaba en una de las plazoletas del jardín. Despidiose de ellos. Los Llobet, que les habían seguido, rezagados, inclinaron, todos a un tiempo, la cabeza.
A su vez fueron al encuentro de su coche, que les trasladó a Barcelona.