XIII

LA PRIMERA BALA le había rozado la mandíbula, en el arco cigomático. La segunda había penetrado en la articulación de la rodilla. Volvió lentamente a la luz, al día siguiente. No era dueño de sus párpados, no los podía abrir. Vivía en la borrasca del delirio.

Pasó otro día, y otro; palpaba las sábanas, las arañaba, inconscientemente. Se daba cuenta del día y de la noche, de nada más. Luego atrapó la realidad de una ventana, de un cuadrilátero que sobrevino con lentitud, eso: una ventana. No oía nada. Arañaba, maquinalmente, eso: la sábana.

Habían atentado contra él. Habían disparado, pero no sabía cuándo, ni cómo. Estaba herido, estaba muy herido… ¿Y su hijo? ¿Estaba herido su hijo?

—Desiderio, Desiderio.

No podía mover los labios para hablar.

¿Quién era? Fantasmas blancos. Sí, alguien, una mujer… Le aproximaba un paño mojado a los labios…

—Carmen, Carmen…

Él no podía hablar.

—Cálmese, cálmese, ya pasará.

Era una voz lejana, una voz que parecía que naciera en su propia cabeza.

Y la noche.

Y el día, otra vez.

Era una ventana. Era una ventana con unos visillos blancos. Era una dulce ventana con un tronco de cielo azul, muy lejos… Ya no arañaba la sábana. La había palpado con la yema del dedo, y luego reposó sobre ella la palma entera.

Abrió los ojos. Pero no podía tampoco mirar.

Lanzó un suspiro hondo, de viejo.

Ahora llegaba otra figura femenina, de blanco, una enfermera.

—Estoy cansado… —Le costaba hablar, le dolía, al hablar, como si sus palabras fueran martillazos cráneo adentro.

—¿Dónde estoy? Diga…

No podía oír, tampoco.

—¿Y Desiderio?, diga…

La enfermera le contestaba con ademán:

—Mañana, mañana —le indicaba.

Durmió, durmió largamente, mañana y tarde.

—¿Y mi hijo?, diga.

—Oh, Desi… —y sentía un sollozo que no salía.

Luego la figura de Mercedes, su cuñada. ¿Por qué no los entendía, apenas?

Se llevó la mano al rostro. ¡Cómo estaba! Solo los ojos y la nariz y un trozo de boca… ¿Qué ha sucedido, qué es lo que tengo, cómo soy?

Luego le fue llegando de nuevo la noción de sí. Y reconoció entre ellas una figura que había conocido tiempo ha, una figura que tal vez había imaginado en su delirio. Era una mujer…

Sentado junto a su cama estaba un joven de luto: Arturo, sí…

Y lo recordó todo, de una vez.

—… es un buen… contable —era la voz del viejo Llobet agonizante.

Adelantó su mano sobre el frescor de la sábana. Sus labios hinchados pronunciaban solo un nombre: Llobet.

Arturo adelantó también la suya, hasta atrapar la del mutilado. Estaba serio y se marcaban dos arrugas en las comisuras de sus labios.

—Llobet, Llobet… —pero él mismo no se oía.

Y bajo el vendaje nadie se apercibió del dolor que entonces desgarraba por dentro al herido, que toda la boca, casi cubierta por las gasas, se distendía atrozmente en una mueca, que desgarraba los tejidos. No se apercibieron que sollozaba sin ruido, y la pupila se llenaba de lágrimas que no querían fluir.

En el sollozo era como si le fuera negado tragar los sorbos del aire; hasta que al fin gimió, gimió agudamente como un niño que suelta su dolor, y apretaba, sin fuerzas, temblando, la mano del joven:

—Perdón… —repetía.

Pero ella ayudaba al muchacho a levantarse y lo conducía al exterior; Arturo salía hundiendo su frente en el pañuelo sin poder contenerse.

—Gracias, Carmen, gracias…

La enfermera dejó en silencio el cuarto.

—Mercedes, gracias a ti, también, gracias.

—Tranquilízate. No pienses más.

Y la noche, y el día…

—¿Qué me han hecho, diga?

—Nada, nada.

—¿Me han amputado la pierna? Diga…

—No. Está usted bien, esté tranquilo. Está bien, duerma.

Creía que al levantarse no sería más que un viejo mutilado. No acertaba a pensar. Una idea no se enlazaba con la otra. Era un viejo y no tenía ganas de nada. Tenía ganas de dormir, de dormir…

Todo lo que había sembrado a lo largo de su vida lo recogía ahora en esta habitación de clínica sobre la que los días pasaron con la misma lentitud con que se cicatrizaba la carne desgarrada. Es el ritmo de la vida, del que nos creemos libres en el vértigo de la ciudad. Todo lo sembrado por él estaba allí: Desiderio, Mercedes, Federico Costa, los seis hijos de Mercedes y de Federico, don Jorge Cavestany, Basereny, Carmen, Arturo y su prometida, Gertrudis, la señorita Llobet, su hermano Fabián, el bolsista Borrás, don Armando Niebla, Evelina Torra, Orlau, don Nicasio de Fortuny, don Juan Maragall, Josefina, los colonos de Santa María; todos, todos. ¡Y él creyó estar solo en esta vida!

Su fuerte complexión ayudó a la vida misma en su callado obrar. Los días transcurrieron y, al fin, pudo levantarse, dar unas vueltas —¡pero tan débiles, tan breves y tan sin poder manejarse!— por la habitación.

Había perdido enteramente la articulación de la rodilla derecha. La anquilosis era total. Ya siempre sería .un inválido.

Pidió un espejo, y una de las últimas curas advirtió en su mandíbula la horrenda cicatriz.

—Tendrá usted que dejarse crecer la barba, amigo Rius —díjole el doctor, sonriendo. Él quiso sonreír y casi no lo logró.

Y esa barba empezó a crecer lentamente, ocultando el desgarrón terrible. Como un aviso implacable de lo más profundo de la sangre, esa barba surgió cenicienta, gris. Rius la acariciaba amargamente ante el espejo y le parecía, al tocarla, que todos sus dolores habían surgido al fin a la superficie. Ya no podría mentir más.

A mitad de mayo se le autorizó a trasladarse a Santa María. Tullido de la pierna derecha, encorvado levemente sobre su bastón, que ya no abandonaría en vida, con su creciente barba encanecida, al descender las escaleras del jardín de la clínica parose un momento a contemplar la luz de la calle, a sorber la claridad augusta que doraba el follaje de los plátanos de la acera. Todo en ella seguía igual. Las parejas de novios, los ciclistas, las campanas de los tranvías, el grito de un trapero y el silbido del hierro de un afilador…

En los últimos años casi no había puesto los pies en la finca. Le abrumaría ahora en ella la inactividad. Pero allí se fue reponiendo, fortaleciendo. El doctor fue a visitarle en dos ocasiones y comprobó la eficacia de aquella cura y de los aires del Vallés. Al transcurrir de los días se fue interesando en pormenores de la finca. Daba grandes rodeos por ella, comprobando el estado de la tierra. Aprovechó para instalar unos motores de atracción del agua que convertirían en regadío tramos de secano. Se extrañó que la finca ya no fuera ahora para él consustancial al recuerdo de Mariona o al dolor de su viudez. Parecía como si la descubriera con ojos nuevos. Y, al pasear por el jardín, en la rotonda donde, años atrás, Ernesto Villar habíase enfrentado con él, apoyado en el brocal del pozo, intentaba a la fuerza hacer brotar rastros de aquella emoción, resabios de aquel dolor inútil. Ahora lo recordaba todo con una absoluta imparcialidad de ánimo. Y, casi a la fuerza, para hacerse notar a sí mismo que su corazón no estaba yermo, para cerciorarse de que no era una piedra, hacía que volvieran a brotar emociones que el tiempo estaba pudriendo. Cribadas en su interior por el paso de los años, no renacían más que aquellas sensaciones susceptibles de fortalecerse. Porque ahora advertía que siempre había sentido un pavor invencible al dolor, y que su fortaleza radicaba en la celeridad con que, antes de que un recuerdo doloroso se le subiera a la garganta, era capaz de apartarle de sí.

En mayo, Desiderio había terminado el bachillerato.

Luego, a fines de junio, Joaquín regresó a Barcelona, repuesto ya. Habían pasado por su ánimo una esponja muy suave. Era como si en su interior hubieran sido trasplantados, balanceándose, los árboles más insignes de Santa María.

Sintió una singular tristeza al introducir la llave en la cerradura. Los obreros le habían visto llegar como una aparición. Roig se adelantó en el camino a darle la mano. Rius, sin poder dominarse, le abrazó.

Entró en su despacho. Todo estaba en perfecto orden. Sobre su mesa había una estatuilla de bronce con un pedestal de mármol; era un herrero batiendo el yunque. En el pedestal, una inscripción: «A don Joaquín Rius, sus obreros, en testimonio de aprecio». Y la fecha del atentado. Sonrió, amargo.

Los niños de las obreras chillaron luego en el patio, por el que Pedro, el portero, transitaba fumando. El chasquido de los telares hacía temblar los cristales y titilar la tinta azul en el tintero. De las paredes colgaban ahora los proyectos de ampliación, hechos enmarcar por Arturo Llobet, y el retrato de la reina madre dedicado: «A Joaquín Rius, modelo de laboriosidad». Joaquín Rius acarició suavemente con la mirada a estas estampas.

Durante su ausencia el trabajo de la fábrica había podido proseguir sin un tropiezo. Se había acostumbrado tanto a la idea de su «imprescindibilidad» que la evidencia de lo contrario le dejaba un mal sabor en la boca. Sentíase raramente comprometido ante sí mismo. Sentado de nuevo en un sillón flexible se tranquilizaba: «La fábrica puede marchar sin mí, es cierto. Lo que no puede hacer sin mí es prosperar». Gracias a él, si las cosas marchaban medianamente, dentro de veinte años podría…

¡Veinte años! Él tendría sesenta y cuatro y Desiderio treinta y seis. ¿Qué sería del mundo el año 1929? ¿Era posible preverlo?

Ahora entraba Arturo Llobet con la carpeta de la correspondencia. Al fabricante se le nublaron los ojos. El joven Llobet había adelantado sus manos con el mismo ademán de su padre. Los ojos inmutables y solícitos de Arturo estaban, movidos por una ley inextricable, fijos en el ademán de las manos de Rius, atentos a sus posibles indicaciones.

—La correspondencia, señor.

Se miraron un instante.

—Gracias. Llobet.

Rius cerró los ojos. Oyó al nuevo contable cerrar la puerta silenciosamente. Rius quedó unos instantes perplejo, aturdido. Fue al llevar la mano a su mentón, al palpar la barba creciente, cuando volvió en sí, en un instante. En aquel momento sonó el timbre del teléfono.

Cogió con indiferencia el auricular.

Era una voz femenina. Los recuerdos se habían disipado, la carpeta de la correspondencia yacería allí…

—Sí, sí, recuerdo, pero… —y sonreía ahora.

Sería una broma. ¿Una broma, a sus años?

—Sí…

No era una broma. Se sintió atado a la voz, a una voz pretérita, de otra época, pero intacta, prodigiosamente conservada a través de la riada turbia del tiempo.

Y se sintió envuelto por ella. No por ella misma; tal vez por la conciencia dormida que ella acababa de sacudir y que se erguía, lúcida. Respiraba ahora lentamente, echado hacia atrás en el sillón flexible.

—Lula…

Paladear ese estúpido nombre le resultaba tan agradable que se notaba la boca llena del sabor que hace años le procurara la mujer.

Sonrió, con dulzura. Sentía el balanceo de su propia respiración, algo premiosa. Y sonreía con dulzura, con nostalgia, al repetir, como un eco de la voz del otro lado:

—París, Viena, Varsovia…

Y luego:

—No le mentía, no, no es eso. ¿Me ha perdonado? Escuchaba y dijo:

—Donde quiera…

Respondía:

—Bien, muy bien…

Inquirió:

—¿En Eldorado? ¡Cuánto me alegro!

Para añadir:

—Pero no se marche aún. Cuénteme cosas…

Era inevitable:

—Sí, mañana. No tema; yo estaré allí…

Colgó el auricular.

Luego salió de su despacho y descendió dificultosamente por las escalerillas. En el rellano le aguardaban Orlau, Planells, Ramoneda y Arturo Llobet.

—Vamos.

Se apoyaba en su bastón. La inspección se hacía más lentamente.

—Prepare la diecisiete para unas muestras.

—Sí, señor.

Los obreros no le miraban. Estaban hundidos en su trabajo. En los rostros de todos, sin distinción, se marcaba una conmoción auténtica. Y las manos de ellos se adelantaban a los hilos en silencio, con movimiento rápido. No se oía más que el estampido seco de los telares, que era como un silencio más hondo que el silencio, allí dentro.

Joaquín llegó con anticipación al lugar de su cita con Lula, y se sentó ante una mesa, en un rincón escondido al que, sin embargo, Lula no podría dejar de llegar cuando entrara. La luz era tamizada, discreta, luz para conversar a media voz. Pidió un oporto.

Los últimos clientes de la hora del café se habían cruzado con él en la entrada. El local estaba vacío.

Se olvidaba ya del motivo de su estancia en el bar. Sin embargo, de una manera rara, como si se obligara a no pensar en la cita, paladeaba la bonanza de su vuelta a la vida. Ahora tomaría las cosas más suavemente, con menos fanatismo. Y todo ello lo pensaba para aturdirse de la inminencia de Lula, de aquella mujer sin importancia, de la que lo ignoraba todo, a la que apenas recordaba ya… Afirmábase con tesón a sí mismo que apenas recordaba ya a Lula y que era, sin el menor género de duda, una mujer sin importancia, y se lo afirmaba sumergido con el pensamiento errabundo que parecía dominarle, todo ello para ocultarse y lapidar la convicción que le había asaltado en el instante en que identificó su voz por el teléfono: que deseaba a aquella mujer, que la deseaba como años atrás. ¿Aquella? Deseaba una mujer; o, tal vez más exacto: la compañía de una mujer. ¿Carmen? Y rememoraba en ella el jardín de Vallvidrera:

—Ya está, Joaquín, ya está…

Inmediatamente hizo su aparición la muchacha. El estupor no le dejó mover. Ella le había visto, pero… no sonrió, no hizo nada. Volviose de nuevo circularmente, de la manera más graciosa y vivaz del mundo, y ni siquiera volvió a mirar al rincón donde Joaquín estaba sentado. Después de lo cual eligió una mesa, un trecho más allá de la que ocupaba Joaquín, y se quitó lentamente los guantes. Pidió un té.

Ahora le miró. Rius no le quiso devolver la mirada. Quería darle tiempo a que le reconociera. Ella estaba sentada del lado de su cicatriz. Quería comprobar hasta qué punto era otro del que Lula conoció.

Y sintió una gran tristeza, una amargura dulce y consciente, sin malicia. De todos modos sentíase impelido a contemplarla, pues al verla entrar había sentido un pasmo igual que la primera vez. Era infinitamente hermosa, infinitamente más hermosa que nunca, más gallarda, ofensiva y seductora. Lo hizo, irreflexivamente, con descaro. La manera de peinarse, el calzado, el vestido, el sombrero, eso era de mujer; pero lo demás, ella, era de Lula, de la Lula de dieciocho años. Cuando se conocieron él tenía veinte más que ella; ahora —¿quién sabe?— cuarenta…

Ella se sintió observada; con talento femenino volvió la cabeza hacia él, pero no del todo. Una mirada detenida a medio camino ya le bastaba para cerciorarse de que no era él la persona que aguardaba.

Rius se levantó, con lentitud. No le cabía duda ya. Recogió su bastón. Y, sin embargo, sentíase infinitamente calmo, lleno de una especie de serena majestad interior. Una imperceptible sonrisa plácida acusaba los rasgos de su rostro bajo la barba, y los párpados levemente entornados se perdían fijamente en la lejanía. Se apoyaba en el bastón y abandonaba el local con lentitud de inválido. Abandonaba a Lula, una ilusión efímera, un recuerdo: años muertos. Un rumor de hojarasca vieja parecía crujir a sus pies. Luego se dirigió al vestíbulo.

Eligió dos docenas de capullos amarillos.

Al pagar, su mano temblaba. Pero, luego, con pulso firme ya, escribió: «Afectuosamente, Joaquín Rius».

Hizo que se las entregaran cuando él hubiera llegado al otro lado del paseo. No antes.

A primeros de julio Roig, el joven, pidió permiso para ser recibido por Rius. Entraron en el despacho padre e hijo Roig.

El chico de Roig venía a despedirse. Al domingo siguiente embarcaba hacia África.

—Los «caquis» no se van solos —afirmó el padre—. ¡Qué mala suerte!

El chico de Roig pertenecía al batallón de cazadores de Mérida.

—Durante todo el tiempo que esté usted allí su padre cuidará de retirar su jornal, como si trabajara.

—Muchas gracias, señor Rius.

En la tarde del domingo siguiente, Joaquín, acompañado por Arturo y Gertrudis, la prometida de Llobet, fueron al muelle a despedir al hijo del obrero. El padre se mantenía erguido, pero la madre del recluta estaba deshecha en llanto.

—¡Pobres, pobres chicos!

La multitud entorpecía el paso. Centenares de personas presenciaban el doloroso trasiego de soldados, pequeños y atemorizados, cargados con sus mochilas, que subían en fila por las escalerillas. Otros, acodados en la baranda del buque, se enfrentaban al triste panorama del domingo, en la ciudad que iban a perder de vista y que añorarían años enteros. Desde esa baranda, Roig, el joven, levantaba sin ánimos el brazo, hacia su madre.

El griterío, el bullicio eran deprimentes. Pero donde hubiera una madre había como una laguna de silencio, de balbucientes pausas temblorosas. Los mozalbetes se perseguían, empujaban, jugando. La esposa de Roig se sostenía en el pecho del obrero de opulenta barba rojiza. Las sirenas del barco ululaban por segunda vez, lúgubremente.

En un surco que abrían los carabineros entre la muchedumbre se introducían en aquel instante un equipo de damas, empingorotadas y sonrientes. Rius, apoyado tristemente en su bastón, reconoció en el acto, en una de ellas, a Evelina Torra. Avanzaba, resuelta, vestida de color de rosa, ajustadísima y mate, elegante, contrastando con los tonos pardos, uniformes, de la multitud. Unos hombres, tras ellas, llevaban en andas grandes canastas, que subieron consigo, resueltamente, en el buque. En algunas de las cestas se contenían paquetes de cigarrillos, y en otras, más pequeñas, medallitas y escapularios.

Advirtieron el movimiento de las damas en la cubierta repartiendo esos regalos a los reclutas, a los que había que ir a buscar en su puesto, a lo hondo de su tristeza, para que, indiferentes, los aceptaran. Al mucho rato las damas descendieron, y al alejarse sonreían satisfechas entre la muchedumbre, que las dejaba pasar, convulsa e indiferente.

Nuevamente aulló el barco y fueron soltadas las amarras. Hubo como un balanceo, una marejada, en la apiñada multitud. Después, nítida entre el disperso alarido de las voces y el rumor de la hélice, y tras un nuevo pitido de la sirena, sonó una corneta, lejana, en la cubierta. Millares de ojos estaban fijos en esa mole que se alejaba, inexorable, como un bloque de brumas.

Entonces el obrero Roig se llevó a su mujer, distanciándola en silencio, y Gertrudis y Arturo, acompañando a don Joaquín, que se sentía muy cansado, tomaron el camino de las Ramblas. Detrás de ellos se oyeron unos gritos, muchos gritos airados, pero caminaban lentamente. Luego, en esa luz gris, opaca, del atardecer, Rius reconoció, muy crecido ya desde la última ocasión que lo viera, al hijo de Campins, que avanzaba con grandes saltos en la Puerta de la Paz, apoyado en el trampolín de sus dos muletas.

Por la noche le era difícil conciliar el sueño. Sentía dolor, dolor de sus heridas y una suerte de incertidumbre arropada en su ánimo. Desiderio dormía tranquilamente en su cuarto, descansando de la fatiga de sus bien ganadas vacaciones. Él permanecía muchos días recostado en la cama, sin desnudarse, hasta el amanecer. El canto de los primeros gallos le daba una suerte de valentía para afrontar el sueño. En esas horas de insomnio pensaba enteramente en el viejo contable, cuya vida le había sido entregada enteramente. Y en cómo cayó, de bruces y sin chistar.

«¡Oh, Señor! Ten un poco de piedad de esta ciudad y de sus habitantes. No la dejes morir y perecer, ni acobardarse —exclamaba—. Danos la paz»..

Pero no era este, tal vez, entonces, el designio de Dios. Aquellos gritos que escuchara de regreso del puerto, aquel «¡Abajo la guerra!», aprovechado por las fuerzas más hoscas, cundió en las esquinas de los arrabales, prendió con airón de revuelta. Ya se entonaba ahora a voz en grito en las Ramblas. Y luego sonaron unos disparos., al azar. Y así fue.

Rius contemplaba ahora, casi a mediodía, acariciándole la cenicienta barba, ya crecida, a los chiquillos de las obreras que jugaban en el patio. El ir y venir incesante de la chiquillería calmaba la fiebre de sus sienes. Más allá del muro aparecieron de pronto unos hombres y unas mujeres. Era la hora de salida. Los recién llegados, que aguardaban en el exterior, llevaban en la solapa o en el pecho un lacito blanco. Una de las mujeres era la hermanastra de Campins; más allá estaba Regás, semioculto. Todos ellos —una docena— permanecían erguidos y sin hablarse, unos al lado de los otros. Salieron los obreros, y los doce personajes se adelantaron. Retenían a los que salían, que se paraban a escucharles. Pronto se formaron corros. No discutían, acataban la orden. Rius descendió y acompañado por Arturo se adelantó, adentrándose entre los grupos; a su paso, los obreros, que no habían advertido su proximidad, seguían hablando, animados.

—Sí, huelga general. Todos, todos.

—Nuestros hijos a morir, para salvar a los curas y a los ricos.

—Ya están avisados.

Causaba estupor ver alejarse lentamente al fabricante, cojo, con las cejas fruncidas en el mudo dolor, indiferente a las voces, calle de Viada adelante, por donde murió Llobet.

Sobre la mesa de su despacho, en su casa, encontró el siguiente anónimo:

«Ya se aproxima la hora de la Justicia y de la Luz y arderá la Antorcha y la Hoguera. La Humanidad será regenerada en la Claridad».

Por la tarde no fue al despacho. La huelga general había sido decretada.

Aquella misma tarde escuchó un lejano estruendo de fusilería. Pronto le fue entrando a la ciudad un mortal silencio. Al atardecer este era absoluto. Rasgó luego el silencio un veloz, creciente y decreciente, campanilleo de ambulancias. Asomados tras los ventanales de su balcón, había, como el suyo, tras todos los balcones de las casas que estaban al alcance de su vista, docenas de mudos rostros atemorizados. Oscurecía lentamente en un silencio absoluto y esos rostros eran como espectros de la ciudad proscritos en sus tumbas. Y luego más disparos. El casco de unos caballos dio en los adoquines, siniestro, atroz. Se echó atrás. Desiderio estaba en casa de los Fernández. Era preciso que volviera en seguida, era preciso tenerle allí.

Recogió su bastón y salió a la calle. Estaba desierta. Ni un solo viandante en todo el Paseo de Gracia. Al llegar a la altura de la Gran Vía se volvió, para observar el mismo espectáculo en la ancha Avenida. Ni un alma. Se sentía diminuto en esta solitaria ciudad muerta. Y, levantando lentamente su rostro hasta dolerle la cicatriz, apoyado convulso en su bastón, siguió el curso de una enorme humareda negra que tiznaba el cielo hacia el lado de Sants. Entonces se apoyó en un árbol.

De vez en cuando pasaban, junto a los muros, viandantes apresurados, con el rostro demudado, sin mirar.

Sentado en un banco debía presentar un curioso aspecto en el centro de una ciudad sin nadie. Pronto se repuso. Había oído unos lejanos gritos, y caminó hasta llegar a casa de los Fernández, cercana a Aragón. Desde la entrada se oía ya el alegre aire de un piano que tocaba un danzón, y subió al piso.

Evelina demostraba a sus chicos —entre los cuales estaba también Desiderio— cómo se bailaba en sus tiempos la «americana». Los chicos estaban muertos de risa y Evelina danzaba, sin que su cuerpo pudiera responderle como debía, indiferente a la llegada de Rius. El aspecto de este, sombrío, debió desbaratar enteramente la velada.

—Vengo a buscar a Desiderio. Han empezado a quemar edificios.

—¿Qué me dice usted, Rius? Seguramente no será nada. —Es grave, Evelina. Mire usted la calle.

Miró a través de las cortinillas, a la calle.

—Lo que queman son las iglesias —dijo—. Miren.

Otra enorme columna de humo se elevaba al cielo. —Son las dominicas.

—¡Oh, Dios mío! —clamó en aquel instante Evelina—. ¿Qué pasará?

Se miraron todos, sin pronunciar palabra. Rius y su hijo se despidieron en silencio.

Y llegaron a su casa, se encerraron en ella, quedaron inmersos en ese silencio atroz de la ciudad, contrastando con los estallidos de las piedras augustas al crepitar en ceniza.

Fue anocheciendo y amaneciendo bajo la sombra de esos dedos, de esas horrendas, altísimas columnas de humo erguidas como el fantasma de una garra sobre la ciudad. Y por la noche en la oscuridad absoluta, cuajaban, con cuajarón sangriento, los resplandores de las piras en un cielo sin luz.

Al día siguiente Desiderio quiso salir a ver a sus amigos, pero regresó en seguida, asustado.

Día tras día, las muchas apariciones espeluznadas, los rostros angustiados tras los centenares, millares de balcones de las casas de mi ciudad. Joaquín Rius paseaba, vacilando sobre su bastón, por el estrecho espacio de su piso de la calle de Caspe. Se sentía acorralado y sin apellido. «Pronto podré escupirte a la cara, cerdo». ¿Y la sangre inocente de Llobet —se decía—, esa sangre intachable y honrada? —Presionaba la empuñadura de su bastón y creía enloquecer, de rabia, de ira y de desprecio—. ¿Es que esa sangre no vale nada?

No existía la fuerza pública. El gobernador había huido. Los soldados estaban en África. Parecía un desierto. Unos tiros próximos le hicieron regresar.

Volvió a su casa. Al anochecer el cielo quedó tiznado, rojizo. El aire parecía traer pólvora, cieno y ceniza. No lograba dormir. Amaneció el cuarto día de esa pesadilla.

Sonó el timbre, por primera vez desde tantos días. Entraron Orlau y don Wenceslao Arola.

Le abrazaron.

Se irguió de pronto.

—¿Qué hay que hacer?

—Cuatro días así ya.

—Mañana a la una en el gimnasio de Trías. ¿Sabe dónde es?

—Sí, lo sé.

—He logrado citar a mucha gente. No seremos bastantes, pero seremos alguien —dijo Arola.

—Hasta mañana, pues.

Se estrecharon sus manos con fervor.

—Hasta mañana.

Y amaneció esta quinta jornada.

Se defenderían con los puños. Se defenderían…

A pie, arrimado a las esquinas, a los portales, pasando a escondidas por una ciudad que había visto crecer, que había hecho crecer él mismo, se dirigió, con su pierna que no le seguía, hacia la calle de la Canuda. ¡Cuántos años y cuántas cosas le separaban de aquel local! Dio tres golpes en la puerta y se abrió esta despaciosamente. El desconocido que le abriera le hizo signo de entrar y pasó al salón que iluminaban las grandes claraboyas.

Se hubiera echado a llorar en brazos del primero. Todos estaban allí.

—Ha venido usted, Rius; muchas gracias —la voz de don Nicasio era entrecortada. Se notaba al notario muy envejecido, apesadumbrado, en el umbral del término. Luego estrechó su mano don Jorge Cavestany. El elegante y poderoso agente de Bolsa, don Plácido Arnau, había acudido también a la cita. Volvió Joaquín la vista a todos y advirtió que eran como una familia, como una gran familia que se reúne. Don Cosme Moixó acariciaba suavemente la nuez de su cuello, por costumbre. Federico Costa estaba también allí, colorado tras sus gafas, como cuando jovencito. Arturo Llobet se puso a su lado y Rius se apoyó en su brazo. López Arnau, su competidor, paseaba impaciente. Allí estaban Armando Puig Ribalta y. el chico Tell, con aire absorto. El joyero Ribas no apeaba su suficiencia. El doctor Renom fue al encuentro de Joaquín, con voz nasal. Basereny, con su americana de cordel, le saludaba abiertamente, inclinándose, desde el otro extremo. El ex albañil Pou, el tartamudo Miret, Orlay, su agente de compras. Y entre ellos y otros, —unos conocidos a medias, otros desconocidos— el gimnasta Trías evolucionaba, probando, silencioso y crispado, la aptitud de unos mazos de madera que colgaban de sus estantes, con los que otrora sus alumnos hicieran exhibiciones en el mismo salón.

—Los que tengan armas que se coloquen a la derecha —gritaba la voz de don Tristán Fabré, a quien Rius no había visto hasta el momento.

Los rostros demudados de todos contenían a la vez la ira y el dolor. Y se miraban en silencio.

Tres docenas de los reunidos quedaron a la derecha, mientras el resto iba al otro lado. Marín, de las Sedas, dio su mano a Rius, que había permanecido en la izquierda.

Luego Fabré pronunció, leyéndolos en un papel, los nombres de los jefes de grupos. Estos eran elegidos entre la gente más joven. Rius oyó pronunciar el nombre de Arturo Llobet, luego el de Basereny, y una lista de nombres desconocidos.

Borrás, el agente de Cambio y Bolsa, se dirigió a Joaquín, al que saludó.

—Formamos parte del mismo grupo, con Basereny. Este dirigiose a ellos con tres desconocidos, que les fueron presentados.

—¿No tiene usted armas, Borrás?

—Una escopeta de caza.

—Bien. En casa tengo dos pistolas, además de la que yo llevo. Nuestro sector va de la Rambla de Cataluña a la calle de Casanova.

Rius se pasó la mano por la frente. Basereny puso su ancha mano en su hombro:

Al joven Basereny se le saltaban las lágrimas.

—Ya sé que está usted muy cansado, Rius. Si quiere…

—Vamos allá —respondió Rius, sin vacilar.

Progresivamente los grupos, a intervalos de cinco minutos, iban saliendo del local.

—Tengo una carabina para usted, Rius, ¿la quiere? —inquirió don Javier de Castro; que acababa de llegar.

—¿Dónde la tiene?

—Aquí, en la entrada.

Rius se colgó al brazo una carabina. Con la derecha se apoyaba en su bastón y con la izquierda aguantaba la correa del arma.

Basereny llevaba una enorme pistola en la mano. Debía acompañar a buscar el arma a los tres de su grupo. Rius quedó de acuerdo en esperar a Borrás y que el punto de reunión de los cinco sería la Plaza de Letamendi.

Se movían impacientes.

No se sabe de dónde habían surgido pilas de bocadillos que los reunidos iban tomando antes de partir, llenándose con ellos los bolsillos.

Al cuarto de hora llegó Borrás, sosteniendo una escopeta de dos cañones. Jadeaba. Al descubrirse, se le alteró el tupé y no se acordó de alisarlo.

Apoyado en su bastón y junto a Borrás, Rius se lanzó a la calle. En Canaletas solo una pareja de la Guardia Civil, oculta tras un quiosco, los vio pasar sin pronunciar palabra. Ambas parejas se miraron con recelo. Borrás dijo, con voz clara:

—Gente de orden.

Caminaban junto a los muros, con suma precaución.

Con sus fachas era inútil que lo aclararan. Rius caminaba sosteniéndose en el bastón. Borrás, erguido con su sombrero hongo, aparentemente inmutable. Por la calle de Pelayo, que estaba desierta, llegaron a la Plaza de la Universidad. Y de pronto, sin que tuvieran tiempo de torcer la ruta, vieron avanzar por la Ronda de San Antonio, en dirección a la Universidad, un grupo de un centenar de hombres y mujeres que enarbolaban palos y banderas y vitoreaban a extraños ídolos. A la cabeza del grupo, dando el brazo a una mujer gruesa y a un hombre joven, iba el obrero Rodergas. La comitiva levantaba una gran polvareda a contraluz. Por fortuna, Borrás y Rius habían podido entrar en un portal semiabierto, en el último instante. Al embocar la plaza, un pelotón de soldados, al mando de un sargento, les acababa de salir al paso, con celeridad, desde el lado opuesto de la Gran Vía. Los manifestantes detuviéronse un momento. Hubo un silencio. Los soldados tenían el fusil en las manos, pero no apuntaban.

—¡Abajo la guerra! —gritó Rodergas.

Un enorme vocerío le respondió. Luego los manifestantes se echaron a reír a carcajadas.

El sargento se aproximaba lentamente al grupo con la pistola en la mano.

Hubo otro instante de silencio.

La mujer que acompañaba a Rodergas gritó, mofándose: —Apunten. ¡Fuego!

El sargento retrocedió. Los manifestantes avanzaban, cantando, hacia él. Reían y vociferaban. Estaban ebrios.

Rápido, el sargento fue rodeado por los revoltosos. Lo acosaron, se perdió entre ellos. El motín enarboló de pronto en el extremo de un palo su guerrera. Rius y Borrás, desde su escondrijo, vieron perderse despacio a los revolucionarios Gran Vía adelante, esfumarse lentamente el eco de sus voces. Salieron del portal y, con paso lento, siguieron caminando. Junto a un poste, el sargento, medio desnudo, se levantaba dificultosamente. Después buscó a sus soldados con la mirada, y no halló a nadie. Se introdujo en un portal entornado.

La Plaza de Letamendi, a la que llegaron sin haber visto un alma, les ofrecía, por lo menos, unos bancos donde sentarse y allí comieron unos bocadillos, en espera de que llegaran Basereny y el resto. Pero fueron pasando las horas. La gente salía a los balcones, confiada ya. Oían hablar de uno a otro balcón.

—El Somatén ha salido a la calle.

—Dicen que han llegado tropas.

Unos vecinos les bajaron, en un instante, unos vasos de vino rancio.

Rius recordaba entonces las palabras que oyera a don Juan Maragall, en casa de don Nicasio: «Yo creo que es bien poca cosa un padre de familia para defender él solo la tranquilidad y el orden de un país, para plantar cara sin la ayuda de nadie a los ladrones y a los pistoleros».

Sonreía, agradecido, a la muchacha que le ofrecía el vaso de vino. «Debe tener la edad de Desiderio», pensaba, y sorbía tranquilamente, apoyándose en el bastón.

Transcurrieron unas horas.

—¿Qué les habrá sucedido?

—No sé, no me lo explico.

Declinó la tarde. Parecía que, con solo ver a esa pareja de pacíficos burgueses transitar por la acera, el vecindario se atreviera a todo. Cuando de pronto a eso de las cinco, Rius pasó su brazo ante el cuerpo de Borrás y le obligó a arrimarse al muro.

Dando brincos por el centro de la plaza llegaba triunfalmente, solo, el hijo de Campins. Se paró, sosteniéndose con las muletas, se aproximaba ya una gritería, un tumulto. El chico de Campins, con la pierna muerta colgando, el pelo ensortijado, sonreía con extraña fruición ante el modesto convento. La gente había cerrado bruscamente los balcones.

—¿Qué hacemos?

—Vienen. Entremos aquí.

Se sentían incapaces de enfrentarse a los revoltosos.

Desde un portal, jadeando, vieron irrumpir en la plaza a una multitud. En un instante habían forzado la puerta del convento. Le rociaron y echaron maderos encendidos.

Se miraron, temblorosos.

—¿Qué hacemos? Basereny no ha llegado.

Los revoltosos parecían no tener tiempo que perder. Del convento se elevó primero una leve humareda. Echaban nuevos cubos de líquido. Pronto surgió una llama, tímidamente, por una ventana, y luego una llamarada franca en el techo.

—¿Qué hacemos?

—No puedo hacer más que rezar —confesó, rendido, Borrás. Las carabinas quedaban a un lado, en la portería.

Y de pronto sonó un disparo de pistola. Se miraron y se asomaron al portal. Basereny enarbolaba su pistola al aire. Algunos de los revoltosos, al oír el tiro, habían huido. Otros acababan de descubrir a Basereny y corrían tras él. Basereny corría aprisa, huyendo y disparando, sin tocar a nadie. Frente a la iglesia, que ardía, quedaban cuatro revoltosos y el hijo de Campins, que atizaba la pira echándole astillas, nuevos cubos de gasolina.

—Hemos sido cobardes, Borrás. No podemos.

Atardecía. Parecía que el fuego cobrara un color más intenso, en la intensa llamarada del sol. El hijo de Campins iba de un lado a otro. Frente a la iglesia ardiendo rodeaba el talle de una mujer madura. Daba vueltas ágilmente. Pero los muros del convento no cedían. La mujer ofrecía ahora una bota repleta al hijo de Campins y, .tras un largo trago, el muchacho, cogiendo en molinete una de sus muletas, la disparó contra la abertura de la puerta, al fuego, y soltó una carcajada. Luego volvió a beber y, mientras bebía, el techo del convento se resquebrajó y hundió estrepitosamente.

Poco después los últimos mirones que quedaban frente al convento se fueron dispersando.

Borrás y Rius no se movieron en largo rato de su escondrijo. Escuchaban, ateridos, el crepitar del convento, el ruido que producían las pavesas, fragmentos de pared que se desprendían, con fragor de tempestad. El humo les hacía toser. Les horrorizaba la idea de tener que salir con sus carabinas a la calle.

—¿Y Basereny? ¿Qué habrá sido de él?

—Nos hemos acobardado, Rius —lamentábase Borrás.

—Eran muchos. Basereny es joven, podía correr. ¿Qué quería que hiciéramos nosotros?

Al fin decidieron salir.

Abrieron con precaución el portal. La iglesia era un montón de brasas, enteramente derruida. La calle estaba desierta. Estaba oscureciendo. Arrimados al muro, entraron en la calle de Aragón. Siguieron por ella hasta la Rambla de Cataluña. Hasta allá llegaba la humareda. En la semioscuridad dos sombras se adelantaban.

—¿Quién va?

Llevaba un fusil.

—Gente de orden —repitió Borrás, con la respiración entrecortada.

Se acercaron a ellos. Rius reconoció en el acto al metalúrgico Arquer y al ceremonioso hotelero Viala.

—¿Hay novedad?

—¿Han visto al señor Basereny?

—Sí. Le han apaleado, aquí delante, aquí mismo. Ha conseguido huir, pero lo ha pasado mal.

—¡Pobre muchacho! —lamentábase Rius—. Tiene un valor extraordinario…

—Creo que… sería hora de… —afirmaba el señor Viala, mirando a todos lados.

—Nosotros nos retiramos. Es inútil seguir en la calle. Nada se puede hacer.

—Vamos con ustedes —afirmó Arquer, quitándose un peso de encima.

Los cuatro descendieron por la Rambla de Cataluña. Tenían la impresión de ser ya una pequeña tropa y unas ganas tremendas de llegar a casa.

—Vamos al cuartel, a dejar las armas.

—No vayan tan aprisa, por favor —impetraba Rius, que no podía seguir.

Oscurecía rápidamente y caminaban en silencio.

—Lo cierto es que creo que mañana podremos empezar a respirar —afirmaba Arquer—. Creo que están llegando tropas.

—Dios lo quiera.

—Los revolucionarios están cansados. También la revolución cansa.

—Miren, miren.

En la esquina de la Ronda, levantados los adoquines, había una gran barricada.

Al llegar al teatro «Eldorado», Rius advirtió en el cartel unas grandes letras. Se ladeó para verlas, sin cesar de caminar: «Lula Yepes».

Llegaron al gimnasio. Dieron tres golpes en la puerta. Entraron en la sala.

Sentados en el suelo, sobre las escaleras y los pesos, arrimados a las paralelas, estaban bastantes de los que se habían reunido allí por la mañana, pero con el aspecto deprimido, los rostros macilentos, los brazos caídos. En el extremo del local el doctor Renom se estaba lavando las manos en una tinaja, rodeado de vendas y algodón. Había un nutrido grupo alrededor y, tendido sobre un caballo gimnástico a guisa de camilla, el joven Basereny, con el rostro completamente vendado y un brazo en cabestrillo, intentaba incorporarse.

—Entonces yo —decía—, cogí a uno de ellos y…

El doctor le devolvía a su postura, con voz nasal.

—Le conviene no excitarse, Basereny; ya lo contará mañana; tenga paciencia.

Rius dejó su carabina en un rincón y, apoyado en su bastón, se encaminó, fatigadísimo, a su casa.

Desiderio le esperaba en la puerta.

Rius se dirigió a su despacho. Acercose al balcón y apartó someramente las cortinillas.

El cielo era un borrón sanguíneo y turbio.

—Dios nos ampare.

Luego se sentó en su butacón, frente al sofá donde muchos años atrás lo hiciera con Mariona, al romper con ella. Se paso la mano por la sien.

—Habrá que recuperar esos días.

Miró a su hijo. Era un muchacho alto y delicado que le observaba sonriente.

—Estoy contento de que hayas terminado el colegio y quisiera que este verano no te movieras de mi lado. Cuando acabe esto empezarás ya tu vida normal en la fábrica.

El chico dio unos pasos y se aproximó al balcón.

—Papá —dijo, despacio, sin mirarle—, he pensado…

Ahora volvía al centro de la habitación, hablando y adornando su monólogo con sesgos de su mano atrevida.

—Tengo una idea, algo que es para mí.

Su padre acababa de ocultar la frente en el cuenco vacío de la mano.

—Me temo que el trabajo en la fábrica me canse.

Rius pensaba, sin ver: dilo, dilo todo ya.

—Paco ha pedido una representación de automóviles, ¿sabes?, y me ha ofrecido que…

Esperaba que su padre dijera algo, que se levantara de su sopor. Se interrumpió.

Rius apartó al fin su mano de los ojos. Se levantaba, con dificultad.

—El primer día de trabajo irás a la fábrica como un obrero, ¿oyes? —dijo, con voz honda y severísima, irreconocible. Estaba llorando.

Se fue a su cuarto, apoyado en su bastón.