I

—AYER, RIUS ENTRONIZÓ en la finca de su mujer al dios de los Consejos de Administración.

El joyero Ribas pontificaba en su tertulia, sucesora, desde la muerte de Mariona, de la que en su día presidiera don Desiderio Rebull. Ribas estaba leyendo la reseña que de la fiesta daba La Vanguardia, un diario en el que, como era sabido, no podía ser insertado nada que no fuera pagado a precio de anuncio.

—Tal vez tenga negocio entre manos con los jesuitas…

—No… Sencillamente, publicidad por bandas…

Esas ligeras bromas sobre Rius se hacían, sin embargo, ya sin encono. Eran más bien efecto de una rutina. Porque agonizaba irremisiblemente la época de las tertulias; las reuniones en la vieja calle de la Platería se extinguían por derribo; Rebull había iniciado una reforma en su establecimiento, reforma que no terminó. El veterano joyero no acudía ya a su taller. Era como un muerto vivo. Raramente se le veía por la calle; caminaba curvado, apoyado en la empuñadura de plata de su bastón, regalo de su yerno Federico Costa. Esa empuñadura fue el primer trabajo que Federico quiso realizar personalmente al hacerse cargo de la joyería de su suegro; una trenza de hojas de laurel en la media curva de los bastones de puño; declinante enramada, pulida sobre materia imperecedera. Luego, ya, desapareció una inscripción señera en la calle de la Platería: «Joyería de don Pablo Costa», el que fue padre de Federico. Quedó, limpiamente, sobre las cuatro vitrinas, la inscripción: Rebull, orfebre.

El Ayuntamiento había aprobado un vasto plan de reforma, que abriría una ancha avenida hasta el centro, sacrificando la poesía, la antigüedad, la solera del hormiguero urbano —Vigatans, Basea, Girití, Gruñí, Brossolí, Manresa…—, sobre el cual quedaba como acolchada, al atardecer, la sombra del campanario de la catedral.

¡Adiós, pues, silencio augusto! ¡Adiós, dialéctica pausada, ademán señorial sobre los mostradores de terciopelo!

Las tertulias tenían lugar en los círculos y casinos: la de intelectuales en el Ateneo, la de solteros en el Círculo del Liceo, la de solterones en el «Ecuestre». No quedaban en el antiguo centro más que los rezagados. La luz parecía entrar con más dificultad que antaño en la antigua calle solitaria. Las gentes raramente se trasladaban ya allí; a lo sumo no pasaban de la calle de Fernando. La Plaza de Cataluña, en cambio, estaba positivamente redondeada, urbanizada; allí donde antaño, poquísimos años antes, sentara sus reales la feria o el circo ambulante, empezaban ahora a emerger, simétricas, unas bellas palmeras enanas, en intención iguales a las que eran orgullo de la Plaza Real; pero que, a pesar de los esfuerzos y desvelos del Ayuntamiento no conseguían elevarse a más altura que los amplios paraguas de los porteros de hotel próximos a la plaza. A la derecha hendía orgullosamente hacia arriba una avenida que las mejores capitales de Europa hubieran envidiado: el Paseo de Gracia. Era opinión de todos que cuando dicha avenida estuviera absolutamente urbanizada; cuando a lado y lado, hasta Gracia, las fachadas estuvieran completamente alineadas, Barcelona no tendría nada que envidiar a un pequeño París. Habría que ver lo que sería esta Gran Vía cuando las tres casas que habían sido encargadas al arquitecto Gaudí estuvieran edificadas. Los propietarios de estas tres casas habían dicho y repetido a quien les quisiera oír que estaban dispuestos a no reparar en gastos. El más aventurado parecía ser el conde de Z., conde de nueva cepa, wagneriano y reformador. Estaba decidido a que su casa, amén de contar con todos los adelantos modernos, fuera expresión plástica de la poesía musical del progreso, y que estuviera absolutamente enraizada con la naturaleza y hasta con la geología del país; en fin, se proponía edificar un himno de piedra al Creador, en el cual, por añadidura, las amistades pudieran ser recibidas dignamente.

Pero el viento ha soplado contra los postigos de las Torres con furia bestial y los techos de las habitaciones han sido arañados por el trallazo de luz de los relámpagos. Toda la mansión ha temblado hasta sus cimientos, sacudida por el estruendo. Ahora, con el amanecer, es la lluvia, una lluvia densa y pesada la que domina. Se escuchan los primeros pasos, el eco de los pesados zuecos sobre las losas de la entrada y por las escaleras el chirriar de las botas del dueño de la casa que sube lentamente, alumbrándose con el candil.

Desiderio lo ha oído y se arrebuja en las sábanas, y luego deja caer la cabeza sobre la almohada; simula dormir. Ha pasado la noche con los ojos muy abiertos, atento y despavorido. El cuarto es inmenso y Santa María es un rincón de mundo. Tuvo ganas de gritar, pero hubiera sido inútil y se contuvo. Luego, ahora, ha sentido huir la tempestad, la ha sentido huir a enseñorearse de otras almas de niño, y empezaba a vencerle el sopor del sueño. Pero con aquellos ecos de pisadas volvió el sobresalto; y luego pensó que, tal vez, si su padre creyera que duerme…

Su padre acaba de entrar. El chico le ha oído abrir la puerta y acercarse a él, no de puntillas, sino con todo su aplomo. Un instante, y nota que le acerca el candil al rostro. Él no se mueve. Luego advierte el contacto de la mano paterna sobre su hombro.

—Desiderio.

Simula desvelarse con lentitud.

—Vamos a la capilla. Vístete.

Abre a medias los párpados y distingue el rostro de su padre iluminado por la miel del candil. No acertaría a suplicarle. Es alto, moreno; dos hondas arrugas llegan hasta las comisuras de los labios.

—Anda.

El muchacho se desliza de entre las sábanas. Los pies le tiemblan sobre el enladrillado. Se calza los calcetines y los zapatos, luego se pone la camisa y el pantalón. Su padre le da la mano. Descienden por las escaleras. La mano de su padre es larga y huesuda, siempre fría, pausada.

En el zaguán les aguardaban ya los payeses, que se han levantado a su vez. Los rostros de las gentes parecen navegar, flotando, en la incertidumbre del sueño y de la luz. Las puertas de la pequeña capilla están abiertas y Josefina, la doncella, ha encendido, uno por uno, los cuatro cirios. Las llamas son cuatro pulpas de luz que tornasolan la brillante cera del rostro del Sagrado Corazón de Jesús, y su alta mano que bendice; la otra señala, casi acariciándolo en la sombra, el Corazón sangrante.

Se han ido arrodillando uno por uno. La primera en hacerlo ha sido Filomena, la masadera, mordida por el artritismo, que reduce ya sus manos a pura crispación. Sus dedos son pequeños y desuñados, de cartón, dedos sin tacto; su boca es una rendija diminuta y torcida sobre un rostro del que no se distingue más que una postrera llamarada en los ojos, fatigados de vivir. Musita en la semipenumbra no se sabe qué, si suspiros, jaculatorias o un gemido incesante. A su lado está Juan, de piel enrojecida y pelo blanco, zurcido de arrugas. Se ha envuelto en una lóbrega manta parda, de la que solo emerge la blancura de su pelo. Jaime, el tartanero, cabecea sentado en el suelo. Pero al notar que don Joaquín le ha mirado duramente, se levanta de mala gana y se aproxima a los demás.

La tempestad ha sido fuerte. Uno de los plátanos del jardín dobló sus ramas, heridas por un rayo. La riera muge agresiva en la lejanía, y cuando decrezca, dentro de tres, de cuatro días, surgirá a la mirada, hundido en un fango verde y hediondo, un pedregal arrastrado desde el Pirineo, con calidad de osario tétrico. Desde la ventana de la capilla se columbran los campos convertidos en charcal.

Remolonamente surgen las señales de la cruz, vago ademán de aquellos brazos toscos.

—En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

Comienza la oración. Es una plegaria antigua, un salmo. Las llamas tiritan, agredidas por la luz del día, que va creciendo. Empiezan luego las Letanías de los Santos. Y luego:

Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los Ejércitos, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria…

Filomena, que ha levantado imperceptiblemente las escasas cejas y pone mínimamente en tensión su cuello delgado, logra balbucir, esforzándose, unos vocablos coherentes, no se sabe cuándo aprendidos, en qué niñez lejana y misteriosa:

Sant Marc, Santa Creu, Santa Bárbara, no ens deixeu…

Sobre el Dios de las Tempestades, junto al plátano del jardín tronchado por la ira nocturna del Señor, poniendo sobre el claroscuro fantasmal de la raza, apiñada en la capilla doméstica, un signo de infinita cortesía, el índice del Sagrado Corazón policromado se dirige, con exclusiva ternura, al hombre alto que reza de pie, marcadas hacia el mentón las dos hendiduras de la mejilla: el viudo Joaquín Rius.

A raíz de la gran desgracia los colonos creyeron que no le volverían a ver. La finca era cosa de la señorita o, mejor, del padre de la señorita, don Desiderio. No creían que don Joaquín pudiera haberle cobrado afección a Santa María. Sin embargo, ahora les parecía que no había habido nunca otro dueño.

Y le habían visto comparecer, alto, de luto, con las sienes muy ligeramente encanecidas. Sus ojos parecían hundidos en las órbitas, pero cuando conversaba miraba fijamente, con dureza, y parecían despedir un destello. Vino la primera vez acompañado de dos muchachas del servicio, Josefina y el ama, que llevaba de la mano al niño. El pequeño Desiderio caminaba ya, correteaba por el patio.

Después de la escena de pésame obligada, que cada uno de los payeses había despachado a su manera, con la gorra en la mano, nadie volvió a hablarle de la señorita. Todos, sin embargo, al ver a don Joaquín caminar por los senderos, solo y erguido, asociaban su imagen a la que pocos años atrás este les ofrecía, en el patio, en las eras, en el jardín o en el entoldado. Sin la señorita el dueño daba miedo, parecía un fantasma. Apenas hablaba con nadie y, después de dirigir el rosario por la noche, daba las buenas noches y se iba a acostar. Solo hablaba con ellos de las cosas del campo, pero si no fuera porque le oían por las noches dirigir el rosario, no recordarían cuál era el tono de su voz.

Cuando don Joaquín pasaba temporadas en la finca, al rezar el rosario por la noche, cerradas las puertas del barrio, la oscuridad, con un pálido reflejo de estrellas o de luna, acentuaba la severidad de su rostro, severidad que dominaba donde él estuviera. Terminado el rosario se añadían a él ciertos padrenuestros en intenciones varias, y el primero de ellos: «Para que Dios acoja a nuestros muertos, y especialmente a… la señorita… Mariona».

Ahora la plegaria y su enunciación se decían rutinariamente, pero la primera vez todos volvieron el rostro hacia el «amo». La voz había sido la misma siempre y no le había traicionado.

Pero he aquí que los años van amortajando los dolores y las pesadillas, como si cada otoño fuera deslizando hacia el alma las hojas desgajadas. Al pisar el pasado se siente un rumor de hojarasca seca, y con él, al propio tiempo, una suave conformidad.

Porque las energías no habían menguado.

Hubo que hacer lo que era necesario. El luto fue largo y guardado con severidad, con dureza. Poco después, lentamente, le volvió el uso de la palabra para las cosas banales, como era de esperar. Los primeros días no pudo siquiera articular las palabras indispensables en la oficina; todo parecía haberse terminado, como si se hubiera derrumbado de golpe por dentro. Dios no niega, sin embargo, sus fuerzas a quien considera que las debe recobrar. Fue como un fantasma, pero se mantuvo en pie a la hora del entierro, aceptó el pésame de todos, .y hasta podría decir quién, entre sus amigos y entre sus relaciones comerciales, había dejado de asistir al sepelio de Mariona. Porque el dolor no oscurece la memoria; es solo como un mordisco furioso, sin tregua.

Nadie ha sabido lo que él mismo se ocultaba, ni jamás nadie lograría sospecharlo. De tarde en tarde, como una obsesión, parece desvelarse un rumor aciago en sus sienes, el eco postrero de unas perlas que saltaran sobre el mármol de unos peldaños. Se levanta —el puño le tiembla entonces levemente— y piensa con denuedo en números, en cantidades concretas, suma mentalmente cifras de cinco guarismos; el rumor aciago se desvanece en el acto.

La ira de Dios parece haberse desatado esta noche estrepitosamente. El Señor se complugo largamente, los meses anteriores, en ir dorando las hojas de los árboles, en arrancarlas después de docenas en docenas y hacer que se deslizaran luego hasta los caminales, sobre los que tendieron una alfombra crujiente. El agua de los cántaros había adquirido una licuosidad aceitosa y sabía a fronda y a encinar. Todo el campo había asistido rutinariamente a su transfiguración, aceptada sin un gemido. Las vertientes de los montes, vistas a contraluz, habían perdido transparencia .y los últimos grillos habían entonado su adiós agudamente, con un ardor agonizante. Son las cinco de la madrugada del último día del año y del siglo…

Sant Marc, Santa Creu, Santa Bárbara, no ens deixeu…

No se sabe por qué causa, Filomena irrumpía siempre con esa oración, ni de qué recuerdo le brotaba. Su voz, imperceptible en la conversación, se tornaba aguda al musitarla. ¿Sabía, acaso, que esta vez sería la última para ella, que no iba a ver ya más la caída de las hojas, a gustar ya más el sabor de encinar del agua de los pozos?

El bramido de los últimos truenos se ha ido disipando y con el último las rodillas de Filomena hacen el doloroso esfuerzo; en tensión, apoyada toda ella en la silla de la cocina, que traslada siempre de un lado a otro, las articulaciones aciertan nuevamente a ponerla en pie. Curvada, arrastrando los pies, se desliza, silenciosa y ausente, ante la lumbre del hogar, donde con una larga cuchara de madera revolverá todo el día en las ollas líquidos que apestan a aceite, sopas pastosas y difíciles de tragar.

Josefina apaga de nuevo, uno por uno, los cirios, soplando sobre ellos con un aliento de mujer joven. El pequeño Desiderio ha quedado aún allí, muerto de sueño, pero su padre lo conduce de la mano hasta el zaguán. Ahora don Joaquín se calza los chanclos sobre las botas, abrochadas con el cordón hasta cubrirle el tobillo, y se pone el impermeable y la gorra de lluvia. Simultáneamente Jaime, calzados unos zuecos enormes y con un saco en forma de capucha que le cubre hasta la cintura, acaba de sacar de la cuadra a la yegua.

Revérter se ha movido un instante nerviosamente al contacto con la lluvia, pero Jaime no tarda en atizarle en el anca un poderoso puñetazo. Ella queda amansada. Revérter no era la misma que antes. Raramente piafaba y se encabritaba ya. Los años habían pasado también para ella. Más que los años, había pasado sobre ella la furia del tartanero, que conocía bien al animal, y a su amo. Don Joaquín contemplaba a Revérter con una indiferencia fría, casi despectiva, y luego apartaba de pronto la vista del bruto. En suma, Jaime sabía que no recibiría jamás una reprimenda a causa de eso.

Jaime hedía a sudor y a vino y don Joaquín no le dirigía jamás la palabra. Los hombros del tartanero parecían haber sido hundidos por la vida y el vicio, en estos años, acentuando la brutalidad de su aspecto. Las palabras, en sus labios, morados y sucios, parecían eructadas.

Jaime vivía en una actitud constante de sarcasmo silencioso hacia la vida. Tal actitud no era atribuible a nada más que a la lentitud de sus procesos reflexivos y a la bastedad de su carácter. Así maduraba su odio lentamente y no era capaz de aplacarlo; la primera impresión era siempre la que en él prevalecía; pero no conservaba recuerdo alguno de cuanto no fuera capaz de odiar. Los seres a quienes no odiara no lograban atravesar su dura epidermis.

Su concupiscencia había naufragado en la mujer del Palluí, un campesino rico y sanguíneo, avaro, pero muy trabajador, risueño y, en el fondo, bueno. La mujer del Palluí había imbuido toscamente en la cabeza de Jaime cuatro nociones de lo que es para una mujer un marido a quien no se desea. De ahí nació en la imaginación de Jaime el propósito de matar un día a Palluí, y se regocijaba desde hacía años —desde que tuviera con él la pelea junto al entoldado—, en la consumación ideal de su crimen. En esta maduración empleaba la mayor parte del día.

Otro de aquellos a quienes odiaba era al «amo», don Joaquín. Lo odiaba desde la primera vez que lo vio, pero le infundía al propio tiempo cierto respeto, y con relación a él su ira era risueña y atemorizada. Recordaba vagamente la figura de la señorita Mariona, y la del desconocido que, una tarde, le dio para ella en la mina el encargo de que la esperaba allí. Al evocar esta imagen sentía la fruición de estar atentando contra el dueño, de estar haciéndole daño, mucho más del que aquel sentiría si un día le apuñalara por la espalda. Por eso cada vez que Joaquín Rius le miraba cara a cara encontraba a Jaime sonriéndole con su boca idiota; pero, sin saber a qué atribuirlo, Jaime se veía impelido a dejar de sonreír y a bajar luego la mirada, eludiendo aquellos ojos de acero.

Jaime había empujado, haciéndola retroceder, a la yegua, hasta situarla entre los dos brazos de la tartana. Llovía aún bastante, y tardó algunos minutos en tener al vehículo en disposición de emprender la marcha. Entonces don Joaquín salió al zaguán y se dirigió hacia el carruaje con la cabeza curvada, y sosteniendo con la mano en ella la gorra para preservarse en lo posible de la lluvia.

Al ver volver lentamente la cabeza a Revérter, y que la tartana empezaba a avanzar entre los charcos, previos unos trallazos agresivos de Jaime al animal, el pequeño Desiderio sintió una inexplicable sensación de libertad.

La tartana alcanzará la colina de los avellanos, salvará, entre baches y blasfemias ininteligibles del tartanero, el recodo del Pontazgo, ganará la carretera de Biluya, cruzará el pontón que enlaza con el Coll de la Manya; Revérter tendrá motivos sobrados para trocar el trote ligero por el paso, cada vez más lento.

Al extremo de la cuesta ya se columbra Granollers, entre el telón espeso de la lluvia. Revérter se lanzará entones al galope, gozoso de sentirse libre.

Y el viudo Joaquín Rius aguardaba impaciente en la estación el silbido de la locomotora. Sobre el velador de la cantina, en el que desayunará, podrá sacar, sin reparos, los papeles de la ancha cartera de cuero que lleva consigo y revisarlos apresuradamente uno por uno; en diez minutos estará absolutamente percatado de los asuntos del día, habrá hecho añicos de un golpe el puente amorfo de los días de fiesta, habrá ahogado en realidades, en asuntos concretos, su atroz soledad.

Nerviosamente anota con su lápiz de afilada mina breves observaciones al margen de las cuestiones detalladas en el papel. Repasa balances parciales y traza esquemas de las conversaciones que habrá de sostener durante la jornada. Ojea las cuestiones anotadas en una cartulina amarilla, referentes a los obreros, cartulina que le pasa todos los días, antes de cerrar, Arturo Llobet, hijo del contable. El silbido de la locomotora le llegará desde la lejanía. Introducirá los documentos en la cartera con mano segura, inflexible. Entonces recordará a Desiderio y sentirá su nostalgia de no poder adelantar el tiempo, la angustia de andar a tientas, a solas, el camino de la fábrica, ese accidentado camino.

¡Años, años de olvido furioso, de trabajo constante, aturdidor, enérgico! ¡Años de lucha! ¡Y la maldita amenaza constante, la inestabilidad, el desorden, la política y las bombas! ¡Dios! ¿Cuándo acabaría? ¡Los impuestos como garra insaciable, para alimentar la ociosidad y la pasión políticas, la ineptitud, la codicia de los gobernantes!…

De esas reflexiones, de esa melancolía solo le arrancará la llegada del tren a Barcelona. Hundido en ellas, se sentirá tambalear un instante, y el chirrido de los frenos precederá al tambaleo postrero y contradictorio que le indicará la realidad del tránsito anterior, tan rutinariamente inapercibido hasta entonces. El parón completo excitará sus nervios; seguirá sin contenerse la fila de pasajeros que se apretujan por alcanzar la portezuela del vagón. Ya en el andén, sin perder la continencia grave, intentará escamotear el puesto al que se tercie delante suyo. Al llegar a la calle se parará un instante a buscar un coche de alquiler.

Mariona murió en el Liceo, murió una noche de noviembre. Él la encontró, al fin. Abrió la puerta del palco y allí estaba. Descubrió primero, su guante. Era un guante granate, delicado, y, rendida sobre el hombro de un hombre, ella. Al arrancarla de allí la seda había crujido…

Ya no recuerda a Mariona. Mariona fue un meteoro, una sombra fugaz en su vida. Durante su existencia a su lado se sintió el corazón lleno de rencores, de odios, de amores y de pasiones. Todo quedó arrancado, todo quedó sepultado con ella, tendido en el suelo del palco, cubierto por la capa de terciopelo azul. Ahora se sentía tranquilo. Ella le había dado lo que él le pidió: un hijo.

Barcelona ha crecido, se ha ensanchado. La silueta de la fábrica se destaca, blanca, sobre el horizonte gris. Es el último día del año y del siglo.