Capítulo IV

Nick llamaba a julia todos los días y cuando ella menos lo esperaba, recibía algún mensaje de texto:

Hoy he pensado mucho en ti, no soy muy dado a las palabras bonitas ni a las letras cursis, no soy más que un tonto jugador de fútbol, pero tú me inspiras, te pienso, te pienso, te pienso, chica Berkeley

Ella le contestaba:

Estás correspondido

El timbre de los mensajes volvía a vibrar:

¿Si te escribo un poema, me responderás con más de dos palabras?

Julia respondía:

¿No estás en clase?

Él no demoró en responder:

Uy, ya respondiste, te quedaste sin poema

El timbre le volvió a sonar a Julia:

No lo creo y ahora debo prestar atención.

Quedaron de verse el sábado en la tarde. Julia lo invitó a dar un paseo en bicicleta a la reserva natural en Berkeley. Harían un picnic.

El sábado en la mañana llegó a la casa de acogida de mujeres. La vivienda era como cualquiera de la cuadra, de estilo californiano color gris, con un jardín sembrado de hortensias, pensamientos y violetas y que era cuidado por turnos por todas las mujeres que lo habitaban. En el interior había una sala que hacía las veces de recepción.

La función del lugar, aparte de dar ayuda inmediata, era apoyar las mujeres a salir del círculo de violencia, brindar asesoría para que recuperaran todo lo perdido y no era propiamente cosas materiales, sino su vida emocional, psicológica y física.

Cuando Julia entró, saludó a un par de mujeres que tejían sentadas en los sillones de la sala. Emanaba un apetitoso olor a torta. Mary Thompson, salió de la cocina secándose las manos. Era trabajadora social, una mujer vital, grande y gruesa, rubia de cabello corto, en la cuarentena, con mirada gris inteligente, gestos calmados y experiencia en este tipo de labor. Reclutó a Julia por su sensibilidad social, la firmeza de carácter y una innata vocación de servicio que veía en pocas personas.

—Menos mal que llegas, hay una persona que quiero que conozcas, llegó ayer. Está muy afectada, tiene una niña de cinco años.

La violencia intrafamiliar es un tema del que es difícil hablar, es un mal que ha existido calladamente dentro de las paredes de muchos hogares. Mata más mujeres la violencia intrafamiliar que el cáncer, el paludismo o la gripa. Lo más difícil para ellas es romper el silencio, pues contarle a un extraño, sucesos humillantes ocurridos en su entorno más íntimo y sufridos por largo tiempo no es tarea fácil. Ellas lo hacen o porque ya están hartas y quieren luchar por un cambio para ellas y sus hijos, o porque temen por su vida.

Las mujeres que constituían el refugio, eran maltratadas por sus esposos, hermanos o novios. Es más, había una joven de veintidós años que llegó porque era maltratada por su madre, vivía con ella prácticamente en servidumbre. Padecen situaciones emocionales perturbadoras y complejas, son sensibles, con una autoestima baja, con miedo a enfrentar el futuro por no estar preparadas y por las repercusiones económicas que conlleva la ruptura. No tienen dónde ir y viven con el temor constante a volver a ser agredidas, ellas o sus hijos.

Mary llevó a Julia a uno de los cuartos dónde le presentó una mujer como de veinticinco años llamada Jane y la pequeña Michel, su hija, de no más de cuatro años.

Julia les devolvió el saludo con una expresión impávida, aunque por dentro el coraje no la dejara casi respirar.

Jane apenas podía hablar, tenía un ojo morado, la boca hinchada y una herida en la frente cubierta con una gasa. Saludó Julia con un gesto de mano.

—No te preocupes —dijo Julia—, no hables, nos encargaremos.

Julia vio angustia y miedo en la mirada de Jane, los ojos se le volvieron vidriosos y con la mano se tapaba la boca, para evitar soltar un clamor y que de pronto asustara más a la pequeña. Mary la abrazó y Julia salió de la habitación con Michel y la llevó al patio donde tenían un pequeño parque, donación de un par de familias pudientes de la zona. Había otro par de niños jugando con una voluntaria. La niña se integró enseguida en el juego. Les organizaron juegos, cantos y rondas, otro par de chiquillos al oír la algarabía, se sumaron a las actividades. Julia los dejó armando un rompecabezas. El sitio tenía capacidad para veinte personas. El gobierno daba una partida de dinero que era insuficiente; Mary y los demás colaboradores pedían a las familias y comerciantes de la comunidad. Realizaban actividades, bingos y reuniones, ventas de garaje para recaudar fondos, era una lucha contra el tiempo y las adversidades. Tenían la satisfacción de haber logrado que muchas mujeres iniciaran una nueva vida.

Julia le comunicó a Mary que en la tarde no podría acompañarlas e inquirió por lo ocurrido a Jane.

—Ay Julia, la historia de Jane es muy triste. Es la segunda vez, que logra salir de ese maldito círculo. Ojalá y ese hombre no vuelva a importunarla, porque si no, terminará muerta. En cuanto sospechó que lo iba a dejar, la esperó a la salida del trabajo, le hizo un escándalo y le propinó un puñetazo en el ojo. La herida en la frente y en la boca, fue, porque la agarró del cabello y estrelló el rostro con el pavimento. Parece que no tenía mucha fuerza o le habría ocasionado un daño grave. Menos mal que Michel estaba con la abuela. ¡Ah!, y la guinda del pastel, fue que el dueño del negocio donde llevaba la contabilidad, al ver el escándalo, la echó del trabajo.

—Cuanto lo siento, la pequeña es preciosa.

—Esperemos que Jane haya aprendido la lección y que ese hombre no vuelva a acercarse —Mary negaba con la cabeza—, no sé qué hacen esos tipos para atraerlas, parecen encantadores de serpientes.

—Hay que trabajar en ellas, esa es la solución, cabrones como esos, se multiplican todos los días, como las malas hierbas.

—Ya estás hablando como psicóloga y no llevas un mes en la universidad —bromeó la mujer.

Julia se despidió algo más tarde.

No se percató del auto gris, que estaba estacionado dos cuadras adelante, ni del hombre mal encarado en el interior del vehículo que vigilaba el lugar. Cuando pasaba el auto de la policía se agachaba, los policías seguían su camino. El hombre prendió un cigarrillo y se dispuso a memorizar los rasgos de cada persona que salía del lugar.

Volvió a su casa y le dijo a sus padres que pasaría la tarde en Berkeley. Liz y Raúl salían para un torneo de golf en el Country club.

Julia llevó la bicicleta de su casa. Nick dijo que llevaría la suya. Le había puesto la cita en un pequeño supermercado de la zona sur de la universidad, al lado del lugar donde vivía.

Llegó primero y entró al negocio, tomó una canastilla y empezó a llenarla con las cosas que llevarían, refrescos, pan, jamón, queso, tomó un racimo de uvas. Estaba en el fondo del pasillo, cuando apareció Nick. A Julia el corazón le bailó al ritmo de samba. El hombre estaba de muerte lenta, tenía puestos unos jeans desteñidos con algunos agujeros en la parte superior, zapatillas de tenis que habían conocido mejores tiempos y una camiseta blanca ceñida que poco dejaba a la imaginación. Era un hombre impresionante, con una musculatura digna del deporte que practicaba, pero más que eso, la manera de mirar, su actitud hacia la vida, con una fuerte determinación. No se veía imponente o acelerado, pues los movimientos eran armónicos, era una fuerza subyacente, poderío innato, bajo una apariencia calmada. En ese momento sintió algo de temor. Ella se consideraba una joven de temperamento, segura y resuelta, pocas veces titubeaba para tomar una decisión, pero Nick estaba a kilómetros de ella o eso creía. En cuanto él la divisó, sus comisuras se elevaron, mostrando la fila de dientes blancos y parejos, se bajó los lentes. Ese gesto llamó la atención de más de una chica del lugar, en vez de molestarse se sintió satisfecha, porque Nick solo tenía ojos para ella. Con paso pausado él se acercó.

—Hola, mi preciosa chica Berkeley —se acercó un poco más y le rozó la mejilla con los labios.

—Hola —contestó ella. Nick olía a sol, a madera y a él. Tuvo el arrebato de enterrarle la cara en la curva del cuello y olfatearlo por horas. Para disimular el desconcierto que siempre le ocasionaba su presencia, se centró en lo que había en la canasta—. Mira lo que compré, espero te guste y si no, puedes escoger lo que quieras.

Él miró el contenido de la canastilla y dio su aprobación. Estaba distraído por la imagen de Julia que estaba preciosa; a él le importaba un bledo lo que había en la canasta, solo quería acariciar esas interminables y esbeltas piernas. Llevaba un short azul oscuro, unas zapatillas grises sin medias y una camiseta de tiras blanca. El cabello recogido en una cola de caballo y apenas llevaba maquillaje, no lo necesitaba, el color rosado de los labios ¡Dios! estaba loco por probarlos e introducirlos entero en su boca. Sacudió la cabeza de forma imperceptible y soltó una risa irónica ¿Qué le hacía esta chica? Mujeres mucho más hermosas giraban a su alrededor todo el tiempo. En ese momento cayó en cuenta de algo. Era él, que iba tras ella, era él, quien la buscaba, era él el que se mostraba ansioso por un próximo encuentro. Ella no, ni siquiera lo había llamado alguna vez al móvil, no le dejaba un mensaje al azar, era él, el que siempre tomaba la iniciativa. Era una mujer educada, no se le había lanzado encima, no se adhería a él como si fuera la última maravilla y eso le agradaba. Era… refrescante. Lo había cautivado desde el primer momento en que posó sus ojos en ella, sus maneras tranquilas y la forma de relacionarse con los demás. La había detallado el día de la fiesta en casa de Peter, como era con sus amigos y se sintió condenadamente bien, quería entrar en su mundo, mejor dicho, quería ser el centro de su mundo.

Salieron del supermercado con las bolsas, Nick pagó la cuenta que Julia insistía debían compartir. Él le dijo que no se preocupara que en otra ocasión, con gusto, le dejaría la cuenta a ella. Julia sonrió, le gustó ese gesto. El sol de la tarde dio de lleno sobre sus espaldas cuando desenganchaban las bicicletas. La compra la acomodaron en un morral que el joven se puso en la espalda. Detuvo su tarea unos instantes para susurrarle:

—Estás muy hermosa, Julia.

Ella sonrió sin contestarle, montó en la bicicleta y pedaleó dejándolo atrás.

—Eh, mocosa, ¡espérame!

Nick la contemplaba con gusto, mientras ella transitaba delante de él y se adentraban en el sendero para bicicletas del Área Natural Grinnel Eucalyptus Grove, tan segura de sí misma, tan firme; las elásticas piernas pedaleaban hábilmente, y se volvía de tanto en tanto, para mirarlo y burlarse de él. Súbitamente sintió el impulso de lanzarse hacia adelante y bajarla de la bicicleta... y tomarla sobre el césped... Desterró esos pensamientos como pudo y se apresuró a alcanzarla.

La reserva natural en la que paseaban, era uno de los iconos ecológicos de la universidad, con los árboles de eucaliptus más altos de América y con un paisaje boscoso teñido de naranja y rojo debido al otoño que ya se posesionaba del tiempo. En unos instantes se puso a su lado.

—Casi no me alcanzas —dijo ella con una chispeante sonrisa—. Para ser jugador, no se te da muy bien este deporte.

—No quería alcanzarte —le contestó con una sonrisa taimada—. La vista era agradable.

Ella haciendo caso omiso del comentario, que entendió muy bien, le contestó:

—Sí, el paisaje es precioso.

—No me refería a los árboles —le dijo y detuvo la mirada en los labios.

Siguieron pedaleando más lentamente. El sol iba elevándose mientras ellos observaban el panorama. El olor del aire fresco, la caída de las hojas secas, le daba un encanto sobrenatural al lugar.

Charlaban y bromeaban. En un momento dado se quedaron pensativos. Julia divisó el lugar en el que harían el picnic. Era un claro rodeado de árboles y arbustos. Estacionaron las bicicletas junto al árbol y unos metros más allá tendieron una manta que ella había traído consigo.

—¿Vienes a menudo? —inquirió él, mientras meditaba si serían varios los chicos que habría traído a este lugar.

—Pocas veces, me gusta caminar, pero nunca había hecho aquí un picnic. Hay un riachuelo al otro extremo. A veces vengo aquí, a pensar.

Lo miró sonriente, era agradable estar con él.

Nick asintió y dejó el morral encima de la manta.

Julia colocó las cosas del picnic con la diligencia de una mujer organizada. El joven la miraba y sonreía.

—Te felicito por tus dotes organizativas ¿Eres así de metódica con todo?

—Sí, siempre, mi mamá es muy disciplinada, nos inculcó normas y organización —dijo Julia con mirada pícara que ya Nick había aprendido a conocer—, éramos unos diablillos, lo necesitábamos, lidiar con nosotros requería mano dura.

Nick sonrió, mientras abría una lata de refresco que le brindó a Julia.

—A pesar de lo que demuestras, te imagino como una niña traviesa.

—Es cierto, le di a mi mamá sus buenos quebraderos de cabeza. Supongo que tú también.

Nick extendió las piernas con la espalda recostada en un árbol, Julia se acomodó a su lado.

—Mientras vivió mi padre fui un chico común y corriente. Con muchas energías. A pesar de la relación con mi madre, siempre estuvo muy pendiente de nosotros. Compartíamos mucho, jugábamos fútbol, los sábados lo acompañaba a su trabajo. Era mi mejor amigo —Nick frunció el ceño y la mirada se le pobló de tristeza—. Cuando murió sentí como cuando te apagan el interruptor de la luz. Fue muy duro.

Julia se dio cuenta de cuanto lo afectaba todavía la muerte de su padre y deseó llevarlo por otro sendero, pero por alguna extraña razón, dedujo que se estaba abriendo a ella y tuvo la certeza de que no lo hacía con todo el mundo.

Él continuó:

—Me volví camorrero, buscaba problemas, hasta que mi tío se dio cuenta de la situación por las constantes quejas de mamá y me ayudó. Trabajaba con él los fines de semana, ni qué decirte que eso ahuyentó las malas compañías, continuó con la labor de papá de apoyarme en los deportes, me acompañaba, es un buen hombre, le estoy agradecido por eso.

—Lo siento. —Julia extendió su mano fue un leve roce, del que Nick se agarró, le aferró la mano y entrelazó los dedos. Las puso frente a ellos.

—Se ven bien.

Julia sonrió, se quedaron en silencio con las manos enlazadas.

—¿Te parece bien que comamos? —preguntó ella rompiendo el silencio y apresurándose a preparar unos sándwiches—. Tengo hambre.

—Me encantan las mujeres que comen bien.

Julia abrió un tarro de mayonesa y untó de forma delicada al pan. Luego, adicionó el queso y el jamón.

—¿Y qué más? ¿Qué más te gusta?

—A ver, a ver, me gustan las mujeres organizadas, las que estudian, las de ojos color miel y muy buenas piernas —pausó, se quedó mirándola— ¿Y a ti?

Julia levantó la vista y esbozó una sonrisa provocadora.

—No me gustan las mujeres.

Nick soltó una risotada.

—¡Oh, por Dios, come algo!

La tarde era perfecta, los árboles los cobijaban como testigos mudos de la escena. Julia miraba el entorno encantada. Dejó los restos del sándwich en una bolsa y tomó un pequeño racimo de uvas, su sabor dulce y ácido le estalló en la boca. Estaban deliciosas.

—A veces me gustaría tener el don para la pintura o la fotografía.

—Hice fotografía cuando era chico. Elaboré un álbum con los sitios emblemáticos de Chicago, como regalo de cumpleaños para mi padre.

—¿Le gustó?

Nick movió la cabeza, soltó la comida y miró para otra parte.

—No. Ni siquiera lo vio. Murió tres días antes de enseñarselo.

Julia, pasmada, se quedó unos instantes en silencio.

—¿Y qué hiciste con él?

—Una hoguera en el patio de mi casa.

—Oh Nick…

Nick sonrió con tristeza y ternura.

—No eran tan buenas.

Nick retiró los platos. Julia se había recostado y alzado la vista hacia el cielo con el semblante algo preocupado. Se volvió hacia él, segura de que le encontraría la mirada.

—¡Ey! No te preocupes por algo que ya pasó —se interrumpió y la contempló largamente, se inclinó con lentitud hacia ella y le susurró al oído—. Hueles delicioso, chica Berkeley.

Los pulmones de Nick, no tomaban suficiente aire, mientras se acercaba a los labios que deseaba besar. El corazón tamborileaba a ritmo frenético y las palmas le quemaban al tocar la piel de su cintura. El aliento de Julia dulce y ácido, producto de las uvas, le rozó los labios y la boca se le hizo agua. Nunca había tenido ese afán de besar a una mujer, de invadir sus espacios con labios, dientes y lengua.

La besó.

Ella le respondió con la misma rapidez y ansiedad. Al entreabrir los labios; Nick la invadió con su lengua, haciendo más íntimo el beso.

Julia flotaba entre la felicidad desbordante y la curiosidad que la hacía preguntarse ¿por qué los anteriores besos se fundieron en una masa insignificante que desapareció de su mente? El estómago encogido y las extremidades laxas, le agradecían el torrente de sensaciones que ahora la inundaban. ¿Así que esto era el deseo? Lo que se había perdido. Estaba anonadada por la manera que Nick exigía la posesión de su boca. Él, no contento con eso, le puso una mano en la mejilla y le abrió más los labios, para devorarla con más ímpetu, sin darle tregua. Las manos de ella bajaron al cuello y la espalda, lo escuchó gemir entre su boca.

Nick la fundió en un abrazo fuerte, violento, reacio a separarse ahora que por fin la había probado y encantado de ver que ella le respondía con la misma pasión. Al percatarse del poco control que le quedaba hizo más lentas las cosas. Le besó las comisuras de los labios, las mejillas. Se quedaron en silencio.

El atardecer ya teñía los colores del cielo, cuando emprendieron el regreso.

—¿Cuándo te volveré a ver? —le preguntó Nick mientras bajaba de la bicicleta.

—Cuando quieras.

Nick se acercó de nuevo, le tomó la cara con las dos manos y le dio un tierno beso, que ella, por supuesto, aceptó.

—¿Vuelves a Pleasanton? —preguntó él al ver, que dejaba la bicicleta asegurada y se dirigía al auto.

—Sí, los fines de semana los paso con mis padres.

—Yo voy para donde Peter. Te seguiré.

—Está bien.

Nick bajó del auto, ya era de noche, las luces de la casa de Julia iluminaban el camino de entrada.

La joven bajó del auto y le sonrió. Volvieron a besarse. Nick quería tomar las cosas con calma, pero la avidez de Julia, tiró por la borda todas sus intenciones. Ella introdujo la lengua en su boca saboreándolo y él tomó sus labios en un beso devorador que la dejó sin aliento.

—Vaya —dijo él después—, este sí es un beso de despedida.

En ese preciso instante, pasó Peter que vivía un par cuadras más arriba.

—Me imagino que vienen de mirar mariposas en el campo. —A Peter no le pasó desapercibido, el sonrojo de Julia, la exuberancia de los labios y una que otra rama enredada en su cabello.

—Sí, efectivamente y no es tu problema cabrón.

—Hola Peter —saludó Julia con una falsa afabilidad.

Peter se dio cuenta.

—No me voy a meter donde no me llaman.

—Te lo agradezco —contestó la joven que aferró a Nick de la camiseta y le dio otro beso matador.

Peter silbó por lo bajo. Ésta lo miró de reojo y entró a la casa.

—Ni una palabra, no quiero comentarios de mi relación con Julia. De ahora en adelante ella es mi responsabilidad ¿Está claro?

—Como el agua. Nunca te había visto así.

—No empieces.

—Está bien, está bien, vas en serio… —concluyó Peter, levantó ambos brazos en un gesto de ‘ya cálmate’ y puso los ojos en blanco.

—No tienes idea.