Capítulo 18
Fuera aún estaba claro, pero en la cueva reinaba todavía la gris luz crepuscular de la tarde anterior. La cortina de fibras vegetales excluía la luminosidad del día, creando en el interior un lugar de eterno anochecer, que ni siquiera las incontables antorchas lograban ahuyentar del todo. El ambiente estaba impregnado del intenso olor que despedían los daktylios, y de vez en cuando les llegaba, como si procediera de otro mundo, el áspero graznido de uno de aquellos saurios voladores.
Skar tenía frío. Llevaba botas, taparrabo y su coraza de cuero, y una delgada capa negra que le había dado Legis. Pero la prenda servía más para ocultarse que como abrigo.
—Ya estamos —anunció Legis.
El satái se sobresaltó y volvió la cabeza con excesiva violencia hacia la errish. Herger y él habían permanecido en la entrada mientras Legis y Mork pasaban a la zona posterior de la cueva, ocupada por los daktylios, para elegir y preparar los animales más adecuados.
—Tan pronto como se ponga el sol, podremos salir —añadió Legis.
—Hablas en plural. ¿Quiénes vamos? —inquirió Herger, desconfiado.
—Vosotros dos, yo, Mork y un par de nuestros hombres.
—¿Y cuántos quorrl?
Legis lanzó a Skar una mirada pidiéndole auxilio, pero el satái calló. Le había dicho a Herger con suficiente claridad lo que opinaba de su exagerada desconfianza, y estaba harto de tener que disculparse constantemente por su culpa. Si Herger tenía ganas de complicarse la existencia, que lo hiciera solo. Él había llegado a un punto en que le era igual lo que le ocurriese al contrabandista.
—Cinco —contestó Legis después de un breve cálculo.
Herger hizo una mueca.
—Os preocupa mucho nuestra seguridad, ¿eh? —gruñó—. ¿O acaso teméis que cambiemos de idea y vayamos a otra parte?
Los ojos de la errish parecieron echar llamas, pero el acceso de cólera que Skar había esperado no se produjo. Legis se limitó a menear la cabeza, pronunció una palabra queda, que sonó despectiva pero que ni Skar ni Herger entendieron, y se alejó con paso enérgico hacia la cuadra de los daktylios.
Skar la siguió, pero la errish iba tan deprisa que ya casi estaba junto a los animales cuando le dio alcance.
—Venerable Señora… —dijo, empleando expresamente el tratamiento oficial y honorífico—, ¡aguardad!
Legis se detuvo y, al fin, lo escuchó con evidente desgana.
—Lo… siento —balbuceó Skar—. No debes tomar a mal las palabras de Herger. Él…
—Tiene miedo —completó Legis la frase—. Y es natural. Al menos, desde su punto de vista. Era eso lo que querías decirme, ¿o?
—Verás…
—Estamos solos, Skar —prosiguió Legis—. Ni Laynanya, ni Mork, ni ninguno de los quorrl está cerca. En consecuencia, no necesitas fingir. ¿Por qué no eres sincero, satái? Afirmas no tener nada que ver con Herger, pero olvidas que leemos tus pensamientos. En realidad le tienes algún afecto, porque se parece a alguien que tú conociste. En el fondo, tú piensas como él, con la sola diferencia de que Herger tiene el valor (o la tontería, como prefieras) de decir las cosas en voz alta.
Skar respiró ruidosamente. Había seguido a Legis para presentarle sus excusas, no por temor o por cortesía, sino por creer que, de todos los del campamento, era la única verdaderamente sincera. Ni de Laynanya estaba seguro. Pero se daba cuenta de lo difícil que resultaba hablar con una persona que conocía sus más íntimos pensamientos y su forma de sentir.
—Herger tiene razón, Skar. Y tú lo sabes. Si sales con bien de la aventura, para nosotros será una suerte. Si te matan, no perderemos nada. La decisión de ayudaros a llegar a Elay ya estaba tomada antes de que tú despertaras. No debiera contarte todo esto —dijo con un suspiro—, pero me figuro que lo sabrías de cualquier forma.
Siguió caminando lentamente, se introdujo por debajo de las tensas cuerdas que dividían en dos la cueva y se paró al lado de uno de los daktylios. Skar iba junto a ella pese a que la proximidad de los enormes reptiles le producía aún una vaga sensación de miedo. En los pequeños ojos de los animales había algo que lo sobrecogía.
—No eres tú el único que se engaña a sí mismo, Skar —continuó Legis, sin mirarlo y, al parecer, muy concentrada en acariciar el escamoso cuello del saurio.
Hablaba aprisa, y Skar tuvo la impresión de que, más que dirigirse a él, necesitaba aligerar su propia alma. Quizá sólo hubiese esperado a que el satái le diera una ocasión para explicarle todo aquello.
—Todos nos mentimos, con cada respiración que hacemos. Nos creemos muy seguros y nos parece que, con sólo cerrar los ojos, podemos ignorar la verdad…
Legis se apoyó agotada en el saurio volador, que graznó enfadado pero no se movió.
—Yo no me excluyo, Skar. Ya oíste a Laynanya: «No queremos la guerra, pero nos defenderemos si nos la imponen». Eso no tiene sentido. Huimos, satái, pero ella sabe tan bien como yo, o como cualquier otro de este campamento, que se producirá la lucha, y pronto.
—En tal caso, también sabéis que no tenéis ninguna posibilidad de éxito —dijo Skar con dureza.
—Así es —admitió la errish, por cuyo rostro pasó una sombra—. Si hasta ayer no lo sabíamos, ahora sí. No luchamos contra un enemigo de carne y hueso, sino contra el poder de los antiguos.
—Vela aún es humana —objetó el satái—. Dar demasiada importancia a un adversario es tan peligroso como menospreciarlo, créeme.
—¿Humana? —repitió Legis—. Desde luego. Pero una persona con más poder en sus manos que nadie antes que ella. Ni siquiera los antiguos tuvieron tanto, Skar. Que eran muchos, un pueblo entero… Y necesitaron siglos y siglos para crear la piedra. Vela sólo la posee desde hace unas semanas, y sin embargo ya tiene poder suficiente para cambiar el curso de las estaciones y someter a todo un pueblo. Los quorrl no penetraron en nuestro país por su propia voluntad.
Skar se dio cuenta de que Legis no esperaba una respuesta. Quería hablar, pero no con él, sino simplemente hablar. Hasta un daktylio le habría servido de oyente. No obstante, el satái dijo tras breve reflexión:
—En cualquier caso, los quorrl están ahora con nosotros, o sea que no me parece que Vela domine el mundo.
Expresamente había hablado de manera un poco superficial, pero el tono elegido por él no surtió efecto. Por el contrario, Legis se puso todavía más pensativa.
—Me refiero a los pocos que aún viven, Skar. Eran más de cinco mil. Cinco mil guerreros, a los que había que añadir los ancianos y los niños. Ahora sólo queda un puñado de ellos. Los que aquí ves, y quizás el doble, que recorren el país intentando sobrevivir como sea. Esos pobres desdichados ya no tienen valor para Vela, que ha conseguido lo que quería. Arrojó lejos de sí a las personas sobrantes, como herramientas que ya no sirvieran.
—Hablas con gran amargura de una errish de cuya existencia no tenías noticia hace un par de horas… —murmuró Skar.
—Te equivocas, satái. No conocíamos su nombre, ni sabíamos quién era, pero sí nos constaba que ya no ocupaba el trono de Elay la persona que había sido elegida por nosotros.
Skar calló por espacio de un segundo. En las palabras de Legis había algo que lo inquietaba; un error en su argumentación que ya le había llamado la atención al conversar con Laynanya, aunque sin llegar a calibrarlo bien.
—Y… ¿cómo es que nadie se dio cuenta, aparte de vosotros? —inquirió—. Tanto si Margoi es una diosa para vosotros como si no lo es, observasteis que había algo raro en ella, y…
—¿Quieres decir que a los demás les pasó inadvertido?
Legis hizo un gesto indefinible, se apartó del daktylio y avanzó hacia el satái con los brazos cruzados sobre el pecho. Skar reprimió el impulso de retroceder. La relación existente entre ellos no era todavía de confianza, pero cerca estaba de ello. Y él no quería estropearla ahora con algo impensado.
—Nosotros no lo habíamos notado —continuó Legis, subrayando cada palabra—. Fue Laynanya, ¿sabes?, que es algo especial. De no haber sucedido todo eso, probablemente sería ella la nueva Venerable Madre. Tiene tanto talento como Margoi, si no más. Pero ahora ya carece de importancia.
—¿Es por lo del niño?
—Sí —contestó Legis—. Laynanya está deshonrada. Tú, al menos, lo llamarías así. Aunque venzamos y Elay vuelva a ser libre, ella ya no será nunca la que fue.
—Y… ¿por qué no… se libra de él?
El horror de Legis fue evidente.
—¿Tú…?
Se interrumpió en busca de palabras adecuadas y, por fin, sacudió ofendida la cabeza.
—Nosotros, las errish —declaró con voz totalmente distinta—, salvamos vidas. ¡No las destruimos!
—¿Ni siquiera una vida no deseada?
—No existe ninguna vida no deseada —lo contradijo Legis—. Puede que el hijo que Laynanya lleva en su seno sea una criatura de la violencia, un bastardo concebido contra su voluntad, pero es un ser inocente, Skar. No tenemos ningún derecho a arrebatarle la vida antes de que la inicie.
Era un texto aprendido de memoria, una estrofa de alguna de sus complicadas leyes, que quizá le habían enseñado decenios atrás y que ella repetía ahora sin detenerse a pensar en su significado. Mas sus palabras también encerraban una gran verdad, y Skar no replicó pese a tener ya una respuesta a punto.
Casi experimentó alivio cuando detrás de ellos resonaron unos pesados pasos y la súbita presencia de Mork interrumpió la conversación. El quorrl todavía iba armado, pero —como todos— se había envuelto además en una oscura y delgada capa. Aquella prenda parecía destacar aún más la sombría irradiación de su cara de reptil.
—Estamos a punto —anunció—. Se pone el sol, y el camino a Elay es largo.
—Bien —contestó Legis—. ¿Habéis dado de comer a los animales?
Mork hizo una exagerada reverencia, que casi resultaba burlona.
—Naturalmente, Venerable Señora. Pero permitidme que os proponga no perder más tiempo hablando. Conviene partir enseguida.
Y, sin esperar respuesta, hizo una señal a uno de sus hombres y dio una breve orden en su sorda lengua gutural.
Skar buscó con la vista a Herger, que se había parado detrás de la entrada, demasiado lejos para que el satái pudiese verle el rostro. Pero aun así resultaba evidente su nerviosismo; nervioso y más asustado de lo que quería demostrar. Tampoco el satái se sentía muy animado, pero al menos trataba de convencerse de que eran aquellos bichos y el largo vuelo a través de la noche lo que le producía desazón.
Se enderezó y miró al quorrl.
—¿Soportarán los animales el peso de dos personas durante tantas horas?
—No —contestó Mork, impasible—. Os arrojaremos de ellos, si la carga es excesiva.
Mostró su feroz dentadura en una horrible imitación de la sonrisa humana y señaló la salida con la mano izquierda.
—Os esperamos —agregó.
Ya se disponía a marcharse, cuando Skar lo sujetó por un brazo y dijo:
—Yo no soy Herger. A él puedes gastarle todas las bromas que quieras, pero no a mí. ¿Entendido?
El quorrl lo miró unos instantes sin hablar, desasió de pronto el brazo y apoyó la mano izquierda en la empuñadura de la espada.
—Los daktylios soportarán vuestro peso —gruñó—, y nosotros llevaremos animales de reserva para el retorno, además. ¿Queda contestada con esto tu pregunta?
Legis tocó el brazo de Skar y le dirigió una mirada de advertencia, pero el satái no le hizo caso.
—¡Pues no! —replicó Skar—. Necesito que me digas de una vez qué debo pensar de ti, quorrl. No me gusta viajar con gente de la que no sé si es aliada o enemiga.
—Una cosa no excluye la otra. ¿O sí? —respondió Mork—. Pero voy a contestar a tu pregunta, satái: yo soy un quorrl, y tú eres un hombre. Los hombres exterminaron a los de mi raza, y también fueron hombres los que subyugaron a mi pueblo, desde que yo tengo uso de razón. ¿Crees, acaso, que puedes inspirarme afecto?
—No obstante, ahora luchas al lado de los humanos…
—¡Contra los humanos! —le cortó Mork la palabra, muy excitado—. También el león y el antílope huyen juntos cuando arde la estepa… ¿Lo recuerdas? Los dos estamos amenazados, pero esto no nos convierte en hermanos. Vi cómo los hombres asesinaban a mi padre y a mi mujer, Skar. Vosotros nos tomáis por animales y nos reprocháis brutalidad, pero yo, satái, tuve que presenciar cosas que ningún animal le haría a otro, cosas que en cambio hicieron hombres de tu pueblo.
Mork calló, jadeante, y agarró aún con más fuerza la espada. Por mucho que el gigantesco quorrl se esforzara en disimular lo alterado que estaba, el satái se daba cuenta de su estado.
—No creo que nos sirva de nada a ti o a mí, hacernos mutuos reproches. Yo también fui testigo de barbaridades cometidas por los quorrl.
—¿Quién asesinó más, Skar? —gritó Mork—. ¿Quorrl a satáis, o satáis a quorrl? Querías saber qué debías pensar de mí. ¡Pues ahora ya lo sabes! Si de mí dependiera, ya os habríamos matado a los dos cuando os encontramos en la llanura. Ahora… ¡se encargarán otros de ello!
El gigantón dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas. Skar lo siguió con la vista hasta que hubo salido de la cueva, y entonces miró a Legis.
—Quise avisarte, satái —dijo la errish—, pero…
—No te preocupes. Prefiero un enemigo conocido a otro del que no sé qué pensar.
—Mork no es tu enemigo —lo contradijo Legis—. Es un ser… amargado, pero no malo. Exterminaron a su tribu. Quizá nos volvamos todos como él, si pasamos escondidos aquí mucho tiempo. A lo mejor ya lo somos, aunque no lo hayamos notado todavía…
«Ahora sí que Legis espera una respuesta —se dijo Skar—. Una réplica».
Sin embargo, calló.
* * *
La ciudad era una sombra, una cordillera de oscuridad y noche transformada en materia, que surgía a una distancia indeterminada y dominaba incontables kilómetros a la redonda. Skar calculó que se hallaban a más de cinco del primero de los tres cinturones de murallas, pero aún así tuvo la impresión de que los enormes baluartes lo aplastaban. Elay era grande, formidable. No una fortaleza, sino una ciudad trazada y construida como tal. Hasta la propia Ikne tenía que parecer una alquería en comparación con aquella montaña de piedra y negrura.
—¿Qué? —preguntó Legis, a su lado—. ¿Te impresiona?
—Más bien me sorprende —contestó el satái en voz baja.
Aunque estaban todavía lejos de la ciudad y la noche y los aullidos del viento les proporcionaban bastante protección, prefería hablar quedamente. Y no era que tuviese miedo de ser descubierto por los vigías de los adarves o por una patrulla, ya que este peligro apenas existía. Los daktylios habían recorrido el último trecho en vuelo rasante: un escuadrón de imponentes y silenciosas sombras que se deslizaban a la altura de un hombre sobre el suelo y parecían fundidas con las tinieblas. Además, Legis le había informado de que prácticamente no había patrullas. Lo que él experimentaba, era como si temiera despertar a la ciudad. Elay era más que un apiñamiento de casas y torres, y no eran sólo sus dimensiones las que producían tal sensación. Pese a sus colosales proporciones, no distinguía bien la ciudad. Sus contornos parecían diluirse constantemente y fluctuar como lóbregos jirones de nieblas, y un casi imperceptible soplo de fatídica magia negra rozó su alma cuando, por un momento, abrió la coraza con que protegía sus sentimientos. Skar tuvo la impresión de que la ciudad vivía, que era como una descomunal bestia dormida… Y comprendió por qué las errish habían erigido allí su santuario, y por qué Elay era llamada, también, la Ciudad Prohibida.
—Sorprendido, ¿eh? ¿Te la imaginabas distinta?
La voz de Legis lo hizo volver bruscamente a la realidad.
—No me la imaginaba de ninguna manera —respondió Skar—. Pero, desde luego, no así. Resulta tan…
—Tétrica, ¿no? —asintió Legis—. A mí me sucedió lo mismo, cuando la vi por primera vez. Elay asusta a cualquiera. No fue construida por manos humanas. Es una ciudad de los antiguos. La única que queda.
Skar sabía que eso no era cierto. Elay no era una ciudad de aquel pueblo que había edificado Combat ni la última de su estilo. Él había visto otra ciudad de ésas, verdadera pesadilla de piedra y negrura, pero de eso hacía mucho tiempo: un año y una vida entera…, y de súbito tuvo la sensación de estar ya muy cerca de la solución del enigma.
Mas no dijo nada de eso, sino que regresó junto al grupo de árboles bajo cuya protección habían aterrizado los daktylios. Legis lo siguió. Habían enviado dos de los hombres de la errish a la ciudad, como observadores, y, mientras no volvieran, no podían hacer más que esperar.
Skar quedó asombrado ante la disciplina demostrada por los saurios voladores. Permanecían como enormes estatuas de cuero formando un perfecto círculo sólo abierto en un punto, y que constituía un viviente muro protector para los humanos y los quorrl que permanecieran dentro. Ninguno de los daktylios hacía el menor ruido. Lo conseguido por los quorrl en la doma de esos animales no tenía nada que envidiar a las artes de las errish para amaestrar a sus dragones.
Una sensación extraña embargó a Skar cuando penetró en el círculo y se sentó en el suelo al lado de Herger. No experimentaba la excitación que hubiese sido normal, sino casi lo contrario: una sorda y aturdidora relajación. Nunca en su vida había tenido tan clara conciencia de su cuerpo. Notaba cada nervio, cada músculo, a la vez que una caliente y aletargadora ola inundaba toda su persona. Era una sensación vivida ya en otras ocasiones, aunque no con tanta intensidad, antes de una lucha. Una sensación de lo… definitivo. Había terminado su odisea. Vela se encontraba allí, a pocos kilómetros de distancia, y Skar sabía que la suerte estaba echada. Fuera cual fuese el final de la desigual pelea, habría acabado antes de que el sol se pusiera al día siguiente. El satái intentó recordar todas las estaciones de su camino, pero los pensamientos se negaban a sucederse en orden, y las auténticas rememoraciones empezaron a mezclarse con los sueños y temores.
Se sacudió de encima aquellas imágenes y decidió tomar algo de la carne fría que Mork les había dado. No tenía hambre, pero necesitaría todas sus fuerzas y, una vez en la ciudad, difícilmente tendrían oportunidad de comer o beber.
Miró a su alrededor en busca de Legis. Ni Laynanya, ni ella o Mork habían dado a entender cómo pensaban entrar en Elay, y Skar se figuraba que existiría alguna puerta o galería secreta. Pero ahora, al ver la ciudad, supo que no sería así.
—¿Qué buscas? —preguntó Herger.
Sin responder a ello, el satái dijo:
—Aquí se separan nuestros caminos…
Herger dejó caer el pedazo de carne que iba a llevarse a la boca y exclamó desconcertado:
—¿Qué? ¿Cómo?
—Lo que has oído —contestó Skar.
Durante el vuelo no habían podido hablar. El gélido viento y el miedo le paralizaban los labios. Sí, en cambio, había tenido tiempo de pensar. Ahora sabía que había sido un error no separarse antes de Herger. En realidad lo había sabido siempre, pero… resultaba más cómodo cabalgar acompañado.
Con la cabeza señaló en dirección a la ciudad.
—Hemos llegado —dijo—. Querías traerme a Elay, y… ¡ya estamos aquí!
—Y ahora esperas que me quede bajo estos árboles hasta que tú vuelvas, o no… —murmuró Herger con voz temblorosa.
—¡Claro que no espero eso! —replicó Skar—. Pero…
—Te equivocas, satái —lo interrumpió Herger—, si crees que el asunto tiene una solución tan sencilla. Iré contigo aunque desciendas directamente a los infiernos. No olvides que eres mi capital. Todo cuanto me queda, eres tú.
—¡Basta ya de estupideces! —dijo Skar, sin perder la calma—. Sé que estoy en deuda contigo, pero…
—¿En deuda conmigo? —volvió a interrumpirlo Herger—. Eres demasiado modesto, Skar. Me perteneces. Aposté por ti todo cuanto poseo: mi vida, mi fortuna, mi nombre. Tendría que estar loco para dejarte marchar solo. ¿Que quieres entrar en esa ciudad? —añadió, de cara al norte—. ¡Bien! No te lo impediré. Pero te acompaño.
El satái se contuvo en el último instante.
—Sabes lo que me aguarda allí —contestó—. Fui sincero contigo. Mis probabilidades de salir con vida de Elay son escasas. Sería suicidio por tu parte el querer venir. Y también resultaría peligroso para mí.
—¡Ah.„! ¿Y no fue peligroso para mí ayudarte? ¡Un suicidio, prácticamente! Quizá no lo hayas comprendido todavía —prosiguió con una risa fea y cortada—, pero yo ya estoy muerto. Lo estuve en el momento en que te di cobijo en mi casa. Tú eres el único que puedes hacerme resucitar.
Skar bajó la vista y pasó los dedos por la floja arena del suelo.
—Puedo obligarte a permanecer aquí —dijo al fin—. Yo…
—¡No puedes, satái!
Skar se volvió con sorpresa. Detrás de él se alzaba una inmensa sombra gris. No se había dado cuenta de que se aproximaba Mork. El quorrl tuvo que haber avanzado tan silenciosamente como un gato.
—Creo que eso no es de tu incumbencia —replicó el satái, molesto—. Sin embargo…, ¿qué opinas tú?
—Herger no se quedará aquí, porque todos nos vamos —contestó Mork sin inmutarse.
Se echó la capa hacia atrás, sacó un palmo de espada de la vaina y, con el otro brazo, señaló la ciudad.
—No me fío de ti, satái, y tampoco me fío de las errish. Quiero ver qué haces en la ciudad, y estar presente para hacerlo yo, en caso de que tú falles.
Skar se levantó despacio. La tensión existente entre ambos era ya palpable. Pero el quorrl no se inmutó. Sus escamas resplandecían a la pálida luz de las estrellas como si fuesen de metal, y Skar se dijo que parecía, más que nunca, un paquete de energía apenas contenida.
—No me acompañará Herger, ni nadie más —declaró el satái—. Lo que allí tengo que hacer, es sólo cosa mía…, ¡quorrl! —añadió en un tono intencionadamente despectivo.
—Hace tiempo que dejó de ser una cosa tuya, amigo —respondió Mork con el mismo acento—. Hasta ahora aceptaste nuestra ayuda, ¿no? Y si dijiste la verdad, quizá exista esta única posibilidad de eliminar a esa errish tan ávida de poder. ¿Qué esperas? ¿Que permanezca aquí y ponga en tus manos el futuro de mi pueblo? ¡Si de veras creías eso, Skar, eres imbécil!
Sus voces habían aumentado de volumen y, de pronto, Skar se vio rodeado por media docena de silenciosos quorrl. Su mirada recorrió con nerviosismo aquella serie de escamosos corpachones y volvió a posarse en Mork.
Éste esbozó una fría sonrisa.
—Yo, de ti, no lo haría —dijo—. Tal vez pudieses matarme a mí, pero no conseguirías despacharnos a todos.
La mano del satái agarró la empuñadura de su espada, pero le constaba que estaría muerto antes de acabar de desenvainarla. Si se enfrentara a un ser humano, quizá tuviese una pequeña posibilidad, pero… tratándose de Mork era inútil apelar a su caballerosidad u honor. El quorrl sabía exactamente lo que quería. Y su plan estaba establecido desde el principio. Skar se acusó a sí mismo de tonto, por su buena fe. Ya tendría que haber sospechado de Mork la primera vez que lo vio. No lo había conducido hasta allí para hacerle un favor o porque así lo deseara Laynanya. El quorrl se había dado cuenta, enseguida, que con Skar se le presentaba la oportunidad de ir a Elay y devolverles la guerra. Laynanya no habría aprobado de ningún modo la idea de un ataque directo contra la Ciudad Prohibida.
—Tú sabes que eso contraviene lo que habíamos acordado —intervino Legis.
Pero el quorrl se limitó a reír quedamente. Sus escamas crujieron como la madera seca cuando avanzó hacia la errish con rápidos pasos.
—¿Qué acuerdo? —preguntó mordaz—. Cuando nos unimos, todos éramos unos perseguidos. Pero… ¿un acuerdo? ¡Ja! Si acaso, ese acuerdo consistió sólo en escondernos todos juntos bajo tierra, en espera de que sucediese un milagro.
Legis se indignó.
—No tolero que…
—¿Que unos quorrl contaminen la ciudad sagrada con su presencia? Tampoco quiso permitirlo Laynanya. Os negasteis a indicarnos el camino de Elay… ¿Creíais de veras que yo aguantaría ese desprecio sin protestar? ¡No estoy dispuesto a ver cómo este satái desaprovecha la ocasión, quizá la única, de vengar el exterminio de nuestro pueblo, errish!
—¡Elay es sagrada! —protestó Legis, muy excitada—. Nadie puede pisar la ciudad, si no…
—Nadie, con excepción de un satái ansioso de restablecer su mancillado honor, ¿eh? —volvió a cortarle Mork la palabra, y con un furioso gesto impidió que Legis reanudara la frase—. ¡No quiero oír más tonterías! ¡No hacéis más que hablar de honor y santuarios y leyes! Vosotros profanasteis más de uno de nuestros templos, y pisoteáis nuestras leyes. Somos aliados y, si vosotras creéis que vuestra parte de esa alianza consiste en manteneros quietas y rezar, ¡haced lo que os dé la gana! Puede que, en vuestra opinión, no seamos más que animales… Pero nosotros somos, al menos, unos animales que saben defenderse cuando se los maltrata. Todavía no se ha ganado ninguna guerra con rezos, Legis. Tal vez con vuestras artes de magia, pero yo no entiendo de eso. Lo que en cambio sé manejar, es la espada. ¡Y la utilizaré!
Skar miró a su alrededor con disimulo. Sin contar con Herger y Legis, las fuerzas estaban bien repartidas. La errish había traído consigo a cinco de sus hombres, y también Mork disponía de cinco guerreros. Pero eran quorrl…, enormes máquinas de lucha, cada una de las cuales podría con media docena de hombres. En consecuencia, el satái rechazó la idea de un ataque por sorpresa. Aunque consiguiera poner fuera de combate a uno o dos quorrl antes de que los demás se hubiesen repuesto del susto, el asalto carecía de sentido. Mork tenía todos los triunfos de su parte. Y además estaba dispuesto a pelear, mientras que él, por muy satái que fuese, perdería en cualquier caso.
—Déjalo, Legis —dijo—. No lo convencerías. Desde el primer momento esperó esta ocasión.
Y sus ojos buscaron los del quorrl.
Éste hizo un gesto afirmativo.
—Desde el primer momento, sí —confirmó—. Y tendríais que matarme para que yo renunciara a mi propósito.
Skar sonrió y, con un movimiento expresamente lento, retiró la mano de la espada.
—Si mañana seguimos con vida —dijo—, volveremos a hablar del asunto. Pero ahora emprendamos la marcha. Pronto clareará. ¿Cómo entraremos en Elay?
—Pues… por el mismo camino que empleamos para escapar —explicó Legis—. Pero tú no pretenderás…
—Lo que yo quiera, no tiene importancia en este momento. Doce espadas pueden más que una.
—¡Eso es una locura! —insistió Legis, pese a haber comprendido que nada apartaría a Mork de su decisión.
La protesta de la errish fue sólo una muestra de su desesperación.
—Tenemos que atravesar las cuevas de los dragones —prosiguió Legis—. Los animales olfatearán a los quorrl y darán la alarma. Un hombre solo tiene muchas más probabilidades de penetrar en la ciudad.
Uno de los daktylios emitió un graznido. Mork escudriñó la oscuridad con ojos estrechos y dijo:
—Los observadores regresan.
Skar aguzó el oído, mas no percibió nada. El quorrl debía de tener unos sentidos más agudos que un ser humano.
—Entonces es preciso partir —señaló—. Tardaremos una hora en llegar a la ciudad, y pronto saldrá el sol.
Los labios de Legis temblaron. Mas ella no dijo nada. La única prueba de su angustia fue que escondió las manos entre los pliegues de su negra capa.
El satái se puso la capucha, comprobó una vez más que tuviera bien sujetos el cinto y la coraza y, sin más palabras, echó a andar.