Capítulo 7
Fue una noche intranquila. Skar tuvo sueños confusos que luego, al despertar, no recordaba. Sin embargo, le habían dejado mal sabor y el extraño barrunto de un peligro todavía lejano, pero ya perceptible. En contraste con su costumbre, aún permaneció echado unos segundos después que Herger lo despertó. Fuera estaba oscuro, si bien detrás del dentado perfil de la ciudad asomaba ya una estrecha franja gris. Durante la noche habían penetrado en la casa el frío y la humedad, y la paja sobre la que yacía estaba mojada.
Herger frunció el entrecejo con desaprobación, al ver que Skar se llevaba la mano al cinturón, en busca de la empuñadura de su espada.
—¡Tranquilo, hombre! Tu tchekal sigue ahí. Ni siquiera yo soy lo suficientemente loco para robar un arma semejante, aunque la verdad es que me gustaría tocarla. ¿Puedo?
Skar necesitó unos segundos para comprender lo que aquel hombre quería. Algo había en su cabeza que no funcionaba. Le costaba esfuerzo pensar y hacer memoria de dónde estaba.
Por fin se incorporó, apoyó los antebrazos en las rodillas y dejó caer las manos. Tenía la espalda envarada, y notaba dolorido cada una de las briznas de paja sobre las que había dormido. Sentía sed.
—¿Cómo está Andred? —murmuró, todavía amodorrado.
El rostro de Herger adquirió una expresión más seria.
—El curandero vino anoche… Andred vivirá, pero sin poder valerse de la mano. Temo que nunca vuelva a estar en condiciones de mandar un barco.
Sus movimientos, inseguros y breves, eran los de una persona que inútilmente lucha por disimular su impaciencia.
—Te preparé el desayuno —agregó—. Y en la cuadra te aguarda un caballo. ¿Has pensado sobre lo que te dije?
Skar se pasó las manos por la cara, con gesto cansado.
—¿Qué? ¡Ah, sí, claro! Hablaremos luego…
Se levantó, miró por la ventana —ya por rutina— y contempló brevemente el movimiento que había en la calle. En la mayoría de casas se veía luz —todavía o ya—; había hombres que corrían de un lado a otro, en parte sólo reconocibles como agitadas sombras, y en parte provistos de antorchas o pequeñas y llameantes lámparas de aceite. Anchor no parecía descansar nunca.
Una rara disposición de ánimo se adueñó de él. Pese a haber dormido largas horas y bastante bien, dentro de todo, volvió a sentir fatiga, una fatiga muy especial. Por unos instantes tuvo plena conciencia de su cuerpo… Creyó notar cada célula, cada centímetro cuadrado de su piel, y también creyó repetir cada paso, cada pensamiento tenido desde que había abandonado Ikne.
Al fin se enderezó y, dando media vuelta, señaló la puerta con un exagerado gesto de la cabeza.
—Vamos —dijo—. Hace ya demasiado que estoy aquí.
Herger sonrió, abrió y lo dejó salir primero. La casa permanecía tan silenciosa como la víspera, pero a través de las delgadas paredes se filtraban los ruidos de la ciudad que despertaba, y en el ambiente flotaba un débil olor a carne asada.
—¿Cómo podré escapar de la ciudad? —preguntó el satái, una vez en el despacho y sentado en el raído diván.
—Hay una pequeña puerta en la parte occidental —explicó Herger—. Unté a los guardias. Te dejarán pasar sin hacer preguntas.
—¿Que los untaste?
—Soy hombre de negocios, ¿no? Y, si uno quiere obtener beneficios, tiene que invertir.
Skar tomó la carne que Herger le ofrecía y empezó a comer. No tenía mucho apetito, pero quizá tardase en presentarse una nueva ocasión de hallar alimento.
—Cabe la posibilidad de que esta vez hagas un mal negocio —señaló mientras masticaba.
—A veces se gana, a veces se pierde, Skar —replicó Herger con un gesto de indiferencia—. Pero tú no me has contestado todavía.
El satái resistió su mirada durante un instante, y luego apartó la vista.
—¿No? —murmuró—. ¿De veras?
—Bueno, sí… —dijo Herger, poco seguro—. Es que yo no soy de los que se rinden, ¿sabes? Si en cualquier momento necesitas ayuda, acuérdate de mí.
Skar continuó comiendo con fingida tranquilidad. A pesar de todo, el ofrecimiento de Herger era interesante. Elay quedaba lejos, y con sólo que una pequeña parte de los rumores que circulaban sobre el País de los Dragones fuera cierta, el camino resultaría más penoso que la aventura de Combat y la odisea vivida en las muertas llanuras de Tuan juntas.
Pero entonces recordó a Andred, y toda idea de aceptar el apoyo de Herger le pareció ridícula. Apartó el plato de madera, tragó el último bocado con un sorbo de agua y se puso súbitamente de pie.
—Ya traje desgracia a suficientes personas —gruñó—. Y llevo demasiadas horas aquí. Salgamos.
Herger vaciló. Parecía querer añadir algo, pero una mirada a los ojos de Skar lo convenció de que cualquier otra palabra significaría perder el tiempo.
—Tal vez tengas razón —murmuró—. Cuanto antes abandones la ciudad, mejor para nosotros dos.
A continuación removió el contenido de una gran caja abierta y entregó a Skar una enrollada capa de color azul oscuro.
—¡Póntela! —dijo.
Skar desdobló la prenda y la examinó.
—¿La ropa de un sekal? —exclamó sorprendido.
—¿Y por qué no? De esta forma, al menos nadie te dirigirá la palabra. Cuando estés lejos de la ciudad, puedes tirar la capa. Pero ahora despabílate. Y procura que nadie vea tus armas, porque un sekal con una espada…
Esbozó una sonrisa, se apoyó en la pared y cruzó los brazos. La delgada camisa ceñía visiblemente su musculatura. El hombre era más robusto de lo que Skar había supuesto.
El satái dejó la prenda sobre el diván, se desabrochó el cinto y lo enroscó con cuidado. Los ojos de Herger se clavaron en la espada.
—¿Me dejas… tenerla unos momentos en las manos? —preguntó indeciso.
Skar lo miró de manera penetrante por espacio de un segundo. Luego desenvainó el arma y se la pasó a Herger. El contrabandista la tomó, inseguro, la sujetó por la empuñadura y la punta, y la hizo girar admirado.
—¡Increíble! ¡Fantástico! —susurró—. Cuentan de ella cosas maravillosas. ¿Es cierto que corta el acero?
Skar no pudo contener una sonrisa. De pronto, Herger se le antojaba un niño grande.
—Un arma sólo vale tanto como el hombre que le maneja —respondió—. Pero tienes razón. Es una espada fantástica. No quedan muchas como ésta.
Herger agarró la empuñadura con ambas manos y simuló un ataque. La esbelta hoja arrancaba al aire relámpagos de plata.
—¡Y qué ligera resulta! —dijo Herger—. ¡Si apenas pesa! ¿De qué material está hecha?
Skar se puso la capa, se abrochó la vulgar hebilla a la altura del pecho y contestó:
—No lo sé. Yo…
Pero no prosiguió. De repente no veía la espada en manos de Herger, sino otra, idéntica a la suya, esbelta, plateada y rota, reventado el fino puño como si fuera de hielo…
Alejó de sí la visión, se arrebujó en la capa y se puso la capucha.
—Es hora —dijo—. Devuélveme la espada y nos iremos.
Alzó la mano, avanzó un paso hacia Herger y… quedó aterrado.
El contrabandista retrocedió con la rapidez del rayo, le dio la vuelta al arma y dirigió la punta contra la cara del satái.
—No, Skar —replicó.
El guerrero parpadeó, más asombrado que realmente asustado.
—¿Qué significa eso?
Herger tragó saliva. En su rostro se contrajo un nervio, pero la mirada se mantuvo firme.
—«No» significa que no —repitió—. No pienso darte la espada. Ni tampoco saldremos de aquí. Lo lamento.
Skar soltó una risa queda, insegura y falsa.
—No hagas el ridículo, Herger. Sabes que no puedes contra mí, aunque tengas mi espada.
—Ni lo necesita —intervino una voz, detrás de él.
Un puñetazo entre los omóplatos no habría podido abatirlo más. Conocía aquella voz, y al hombre a quien pertenecía. La había oído en dos ocasiones: una vez en alta mar y, la otra, la noche anterior en el puerto.
Skar se volvió despacio, con forzados movimientos, y miró al thbarg. Gondered llevaba la misma capa que él recordaba, y su dorado casco relucía como un malévolo ojo de demonio.
—¿No predije yo que volveríamos a vernos? —preguntó Gondered con una pérfida mueca.
El satái posó en él unos ojos punzantes y se encaró de nuevo con Herger.
En la expresión del contrabandista hubo indecisión.
—Yo… no tuve otra posibilidad… —balbuceó en voz baja, casi suplicante, y la espada que sostenía en sus manos tembló de modo casi imperceptible—. Me obligó, Skar… Para salvar la vida de Andred, fue preciso entregarte…
El satái sonrió con ira.
—¡Imbécil! ¿Acaso crees que os dejará con vida a ti o a Andred? ¡Te tenía por más listo!
Herger palideció, y en su rostro apareció una nueva expresión: de duda, de miedo, pero también de lenta y progresiva comprensión…
—Tú…
—¡Basta ya! —le cortó Gondered la palabra.
El thbarg salió de detrás de la pila de cajas que lo había ocultado, se echó la capa hacia atrás y desenvainó su espada. Con gran fuerza y frialdad dijo:
—¿Te rindes, o prefieres que te mate aquí mismo?
Skar retrocedió un poco, casi nada, se apoyó en la pierna izquierda y se relajó. Y se dio cuenta de que, detrás de él, también Herger cambiaba de postura.
—Eres más valiente de lo que pensaba, Gondered —reconoció Skar—. No te habría creído capaz de venir solo.
Tensó los músculos, poco a poco, para que sus movimientos no llamaran la atención a pesar de la capa. Sus manos pendían flojas, delante del cuerpo: una actitud aparentemente inocente, pero que habría puesto sobre aviso a cualquier entendido en las técnicas de lucha de los satáis.
Pero Gondered no era uno de ellos, o todavía tenía más pretensiones de lo que Skar se había imaginado. En sus labios apareció una sonrisa despectiva. La espada que empuñaba surcó un par de veces el aire, pero su impulso resultó seco, de palo… Ni siquiera contra alguien que no fuera un satái habría hecho buen papel Gondered.
—¿Quién te ha dicho que estoy solo?
—¡Oh, tengo la certeza de que la casa está rodeada! —contesto el satái en tono de burla—. ¿Cuántos hombres trajiste contigo? ¿Cien, o más?
—Los suficientes —replicó Gondered con aspereza—. ¡Los suficientes para acabar contigo!
—No… no debieras… intentar defenderte —tartajeó Herger, de cara a Skar—. Estás desarmado.
El satái se volvió casi con indolencia y dio un paso hacia él. Herger no pudo contener un estremecimiento y alzó el arma. Skar aparentó atacar con la mano izquierda, pero lo hizo con la derecha y le arrebató la espada.
—Como ves, eso no es del todo cierto.
Tras obsequiar a Herger con una fugaz sonrisa, dedicó a Gondered una mirada de despreció y compasión a la vez.
—Creo que cometí un error al fiarme de Herger —dijo en tono de charla—. ¡Pero tú también, Gondered!
El thbarg calló. Su rostro permanecía impasible, pero en los ojos no había la seguridad de antes. Gondered temblaba.
—Quizá no salga vivo de aquí —prosiguió Skar—, y tal vez se cumpla tu deseo de que me vaya a los infiernos, thbarg… Pero en ese caso estaré en buena compañía.
Gondered hizo ademán de retroceder un poco. Su mirada fija, desconcertada, del arma de Skar a Herger, y de éste al satái. La facilidad con que el guerrero le había arrancado el tchekal al contrabandista parecía haberlo impresionado más que si lo hubiese matado.
«Aquí hay algo que no encaja —susurró una voz detrás de los pensamientos de Skar—. Gondered es un cobarde. No lo olvides. Nunca se habría atrevido a venir solo».
El thbarg buscó la protección de la pared y levantó un poco más la espada.
—¡No te acerques! —amenazó al satái—. No tienes ninguna posibilidad.
—¿No? —contestó Skar, mordaz.
Gondered fue a replicar algo, pero ya no tuvo tiempo. El tchekal del satái se adelantó con pasmosa celeridad y le arrebató la espada de la mano. El thbarg lanzó una especie de graznido, se hizo a un lado y se cubrió la boca con los antebrazos.
Skar se rió quedamente.
—Dame ahora un motivo por el que no deba matarte —dijo.
Gondered bajó las manos con lentitud. Estaba muy pálido, pero sus ojos conservaban la altanería y hasta cierto sarcasmo. La desconfianza del satái fue en aumento.
—Pues… quizá porque no puedes —respondió Gondered, acentuando su calma.
Skar guardó silencio. De pronto, sus sentidos trabajaron con aquella extraña agudeza que sólo se producía en momentos de peligro, e incluso sólo de manera brevísima. Lo veía y oía todo con una claridad maravillosa: la cara de Gondered, cada insignificante contradicción de un músculo o un nervio, el centelleo de sus ojos, la respiración de Herger, los pequeños ruidos que hacían los hombres apostados en el exterior.
El rostro del thbarg comenzó a diluirse. Toda su persona se hizo borrosa, como si se hallase detrás de una cortina de invisible y fluida niebla. Crujió una tela. El casco le resbaló hacia adelante, dando la impresión de que la cabeza se encogía de modo misterioso. Gondered vaciló y se llevó las manos a la cara. Un sonido quejumbroso, como de dolor, brotó de sus labios. El hombre se tambaleó, chocó contra la pared y resbaló al suelo.
Al menos fue eso lo que Skar creyó ver, primero, pero enseguida se dio cuenta de que no era así. Gondered no se derrumbaba: ¡se reducía! El proceso entero no duró más de dos o tres segundos, pero, cuando Gondered bajó las manos, ya no era las suyas, y, al mirar a Skar con aire triunfante, ya no eran sus ojos los que parecían reírse del satái.
—¡Tantor! —jadeó Skar.
—Sí, amigo —respondió el enano—. Así solían llamarme…
Su voz había cambiado desde que el satái lo había visto por última vez. Sonaba más estridente, dura, y en su cara había nuevas y profundas arrugas, huellas de dolor y odio solidificado. Ahora resultaba totalmente un gnomo feo y malo.
—Me satisface comprobar que no me habías olvidado del todo —graznó—. Al menos recuerdas aún mi nombre.
Hizo una mueca, escupió asqueado y avanzó hacia Skar con pasos pequeños. El dorado casco se balanceaba sobre su cabeza, súbitamente reducida de tamaño, y la azul capa de los thbarg, que arrastraba como una gran cola, le daba el aspecto de un personaje de chiste. No obstante, Skar sintió un súbito temor, el primero desde que se había encontrado con él. Tantor se había transformado. Seguía llegándole sólo al pecho, o menos, pero, si hasta entonces no había sido más que un ser un poco sospechoso y taimado, ahora se veía, se palpaba el odio que lo devoraba. El gnomo era una amenaza personificada.
—Hay que reconocer, Skar —dijo—, que eres de una tenacidad casi cargante. Deberías haber aprovechado la ocasión para largarte a cualquier lugar de la otra parte del mundo. De esa manera, quizá te habrías librado de mí.
El satái dio medio paso hacia atrás y, al hacerlo, tuvo conciencia de que se ponía en ridículo. Sabía lo peligroso que era Tantor, mas también conocía sus límites. Ya lo había vencido en otra ocasión.
—Me traicionaste, Skar —chilló—. Yo arriesgué mi vida por salvar la tuya, y en agradecimiento me entregaste a Vela. ¿Y sabes qué hizo conmigo, Skar? —añadió, formando garras con sus manos, como si apenas pudiese contener el deseo de arrojarse sobre el corpulento satái—. ¿Sabes qué hizo conmigo?
—No lo suficiente, según parece —contestó Skar—. Porque todavía vives.
Tantor palideció.
—Ssí… —dijo con voz sibilante—. ¡Todavía vivo! También tú vivirás largo, largo tiempo… Pero llegará el momento en que me supliques que te mate, Skar… Te lo prometo. Tú…
El satái saltó. Su pie le dio en la cara al enano, lo arrojó contra la pared como si se tratara de un muñeco de trapo y, luego, lo dejó resbalar al suelo con los miembros flojos por completo. También Skar cayó, se golpeó torpemente en el hombro y volvió a ponerse de pie con un grito de dolor y de guerra. En el acto, su espada describió un centelleante y mortal semicírculo y se precipitó sobre la cabeza del enano.
En realidad, eso era lo que hubiese debido hacer.
Pero sucedió algo. Un poder invisible e irresistible pareció adueñarse de Skar, empujarlo con violencia hacia atrás y arrancarle el aire de los pulmones. El satái jadeó, dejó caer la espada y cayó de rodillas entre resuellos. Algo le apretaba los brazos con tremenda fuerza contra el cuerpo. Skar bajó la vista, casi sin respiración, y lanzó un grito de espanto al ver lo ocurrido. La parda capa de sekal parecía haber cobrado extraña vida. Sus pliegues se movían y vibraban, temblando como la piel de un ser viviente. Un rápido movimiento ondulado —más sospechado que visto— recorrió el género a la vez que ceñía cada vez más el cuerpo de Skar, contraído como el cuero mojado y secado al sol, con lo que le oprimía los brazos contra el cuerpo y le privaba del aire de los pulmones. El satái quiso rebelarse y tensó cada uno de sus músculos, pero sus esfuerzos parecieron aumentar todavía aquella absurda presión. Skar no resistía ya aquel ahogo. Poco a poco cayo de lado, se dio duramente contra el suelo, junto a los pies de Tantor, y se revolcó como loco. La capa lo estrangulaba; era como una invisible garra de acero que le arrebatara la vida. Crujieron sus costillas de manera escalofriante cuando el satái se encogió como un muelle comprimido por una fuerza inexorable.
Tantor se desprendió impaciente del casco y la capa azul, dio unos pasitos hasta donde yacía Skar y apoyó los puños en las caderas. El satái volvió la cabeza hacia él, con sus últimas energías, y lo miró. La cara del enano parecía una horrible máscara demoníaca colgada en el aire, medio escondida detrás de un espeso velo de sangre y dolor.
—Se muere —murmuró Herger, alarmado—. ¡La capa lo ahoga!
—¡Pues sí! —contestó Tantor con una leve y pérfida sonrisa—. Y merecería que le hiciera estirar la pata de verdad, igual que él me dejó en manos de los buitres…
Pero, de súbito, produjo un chasquido con los dedos y pronunció una complicada palabra.
La presión desapareció del pecho de Skar tan deprisa, que casi le hizo gritar. El satái se apoyó las manos en el cuello, preso de una angustia indescriptible. Tantor se apartó un poco y alzó una mano.
—No hagas tonterías —le advirtió.
Skar permaneció echado durante varios segundos, luchando por hacer entrar el aire en sus pulmones y lograr que se redujese el cruel sufrimiento. Ante sus ojos danzaban círculos y manchas de colores. Al fin consiguió ponerse a gatas… Sin el casco y la capa, Tantor tenía un aspecto aún más lamentable que de costumbre. Diríase que estaba… desfigurado, y la piel de sus manos se había puesto gris como la de un cadáver.
El enano interpretó bien la mirada del satái.
—¡Examíname a gusto, Skar! Éste fue el castigo por ayudarte a escapar.
Hablaba con voz temblorosa, y en sus palabras parecía flotar un débil eco de los padecimientos soportados. Skar acabó sintiendo lástima de él.
—¿Todavía… tienes… miedo de mí? —dijo, respirando con fatiga—. ¿Por qué no te unes a mí, y te vengas de Vela?
Tantor soltó una carcajada, pero su risa sonó estridente, casi como un grito histérico.
—¿Contigo? —jadeo y tosió—. Gracias, Skar. Ya pude probar en qué consiste tu ayuda. Si he de elegir entre dos traidores, me quedo de parte del más fuerte.
El satái se incorporó lentamente. Tantor dio otro paso atrás.
—¡No te muevas! —rugió—. La capa es de seda de sherin. Aunque me matases, te ahogaría después. Ha sido enseñada por mí.
—¡Caramba, Tantor! —exclamó Skar—. Veo que te metiste en grandes gastos. ¿Tanto me temes?
El enano no respondió, pero su mirada ardía de odio.
Skar se resignó. En el lindero del bosque de cristal había perdido la única oportunidad de ganarse la confianza de Tantor.
—Y ahora… ¿qué te propones? —preguntó—. ¿Piensas entregarme a Vela?
El extraño ser meneó la cabeza.
—¿Para que durante el camino encuentres la manera de escapar? ¡Nada de eso! Admito que te había apreciado en menos de lo que vales… A todos nos sucedió lo mismo. Pero yo procuro no cometer dos veces una misma falta. Hoy mismo serás ajusticiado. En público. En la plaza del mercado de Anchor.
—¿Ajusticiado? —repitió Skar, incrédulo—. ¿Vais a mandar ajusticiar a un satái?
—¡Bah, satái! —dijo Tantor con desprecio. Había escupido la palabra como si se tratara de un insulto—. Tú ya no existirás, Skar, pero puedo asegurarte que pronto ya no quedará ningún satái. Os creéis el súmmum del poder y la sabiduría, ¿eh? Estáis convencidos de que, sin vosotros, el mundo no podría seguir adelante y caería de nuevo en la barbarie… ¡Ja, ja, ja! ¡Ya es hora de que los malditos satáis caigáis del burro!
Skar estuvo a punto de replicar algo, pero calló. Algo le avisaba que el enano hablaba en serio. No era sólo el odio lo que le hacía expresarse en semejante forma.
—¿Tienes orden de matarme? —musitó.
—Sí. ¿Qué esperabas? ¿Qué te trasladásemos a Elay entre marchas triunfales? Ya no te necesitamos, Skar… —agregó mientras se encaminaba a la puerta—. Constituías un mal inevitable, pero ahora sobras y estorbas.
La puerta fue abierta desde fuera. Por el resquicio cada vez más ancho entró el rojo resplandor de las antorchas. Skar pudo comprobar que, en el exterior, aguardaba al menos una docena de hombres armados. El enano gritó un par de palabras en una lengua rápida y desconocida. Tres de aquellos soldados vestidos de azul se separaron del grupo y entraron en la casa. Eran thbarg, los mismos guerreros que la tarde anterior ocupaban el muelle. Los tres desenvainaron sus armas y se situaron alrededor de Skar. Éste observó que procuraban no mirar a la cara a Tantor. Daban la impresión de estar nerviosos.
—¿Sabes tú lo que se hace con quien estorba? —continuó Tantor, después de cerrar la puerta por dentro y correr el pestillo—. ¡Se lo suprime!
—¡Me prometisteis no matarlo! —protestó Herger.
Skar miró al joven contrabandista. De su rostro había desaparecido todo el color, y su mirada erraba del satái a Tantor y viceversa. La espada que sostenía en la mano parecía fuera de lugar. Skar se dijo que, probablemente, no sabía qué hacer con ella.
Tantor desestimó su objeción con un gesto de impaciencia.
—Nosotros prometimos —dijo—. ¡Pregúntale a tu amigo Skar cómo cumple él sus promesas!
—Pero tú…
—¡Basta! —lo cortó Tantor—. ¡Tú cállate y da gracias a tus dioses de que no cambie de opinión y te castigue a ti también por haberle dado cobijo a Skar!
Herger palideció aún más. La amenaza que había en la voz de Tantor era clara.
—¿Y… Andred? —balbuceó.
Tantor frunció el entrecejo, fingiendo no entenderle.
—¿Qué te parece? —exclamó, sorprendido—. Es un traidor como Skar, y será ejecutado con él. Si quieres, puedo mandar reservarte un asiento de primera fila. Porque asistirás a la ejecución, ¿no?
Herger jadeó, adelantó una pierna y levantó la espada. Uno de los thbarg le cortó el paso.
El enano rió quedamente.
—Eres y serás siempre un idiota, Herger. Pero voy a mostrarme magnánimo contigo. Tuve que esperar mucho para vivir este momento, ¿sabes? Quédate la espada y el cinto del satái. ¡Quién sabe si, algún día, tendrán valor! Para un cambalachero, quizá… Creo que…
Desde fuera llegó un grito desgarrador. Tantor se sobresaltó, miró hacia la puerta e hizo una señal a los tres thbarg. Los hombres se arrimaron más a Skar. El grito se repitió, más agudo, estridente y desesperado. Seguidamente, un ruido atronador penetró a través de la delgada madera de la puerta; como si una roca hubiese chocado con una superficie metálica. El satái intentó ponerse de pie. Tantor se volvió y alzó la mano. En el acto, la capa ciñó dolorosamente el cuerpo de Skar, obligándolo a caer otra vez de rodillas.
En el exterior, el alboroto iba en aumento. Hubo fragor de armas, y un hombre chilló lleno de angustia. Luego, algo golpeó la puerta, hizo saltar el cerrojo y las podridas tablas, e irrumpió en la pieza en un remolino de cal y astillas.
Skar reaccionó una fracción de segundo antes que sus guardianes. Se tiró hacia un lado, encogió las rodillas y, con los trabados pies, propinó a Tantor tal patada en pleno pecho que el enano salió disparado contra la pared y quedó medio atontado en el suelo. Alguien emitió un grito de horror. Y, de repente, algo negro y enorme saltó por encima de Skar para caer cual mortífera tempestad de granito y terribles garras sobre los tres soldados thbarg.
Fue todo demasiado rápido para que Skar pudiese darse cuenta de los detalles. Una ola negra había arrollado a los tres hombres, sin dejar atrás más que unos tristes bultos ensangrentados que ni siquiera parecían ya seres humanos. Herger emitió un grito de espanto, a la vez que miraba el negro monstruo de piedra con ojos desmesuradamente abiertos. Skar quiso levantarse, pero la capa le apretaba el cuerpo de tal forma que apenas podía moverse.
El lobo volvió lentamente la cabeza. Su endrino cuerpo relucía como un trozo de noche que hubiese cobrado vida. Algo oscuro e incorpóreo parecía envolver al monstruo, un halo de poder y violencia que acompañaba al lobo como un último hálito del misterioso mundo de donde procedía. Skar trató, inútilmente, de resistir la mirada de sus negros ojos carentes de luz. Y de pronto notó que nada podía escapar a aquellas escalofriantes pupilas de piedra. Asimismo comprendió que el animal veía sin esfuerzo alguno el fondo de su alma, como a través de un cristal; que conocía todos sus estados de ánimo, sus pensamientos y deseos, y estaba enterado de cualquiera de sus pasos antes de que él los diese. Desde el primer día, el lobo le había seguido la pista, sin perderla ni por un segundo. Había jugado con él, acosándolo como hace un lobo de verdad con su presa hasta dejarla agotada y vencida, para que ya no constituya un peligro. Skar había comprobado que todo cuanto lo rodeaba se rompía, igual que se hundían todas aquellas personas a las que amaba o, por lo menos, le inspiraban simpatía. Ya no era una persecución a través de la distancia, sino, sobre todo, una persecución desesperante a través de sus sentimientos. La muerte no bastaba para la ignominia que Skar le había causado al lobo. El guardián de Combat quería venganza, y la obtenía. Había destrozado al Skar que había penetrado en la ciudad en llamas para robar su tesoro, destrozo repetido una docena de veces, y lo había perseguido hasta desmontar trozo a trozo su vida y hacer del satái un hombre que se despreciaba y odiaba a sí mismo.
Todo esto quedaba reflejado en la breve mirada de la fiera. Todo esto y mucho más. La caza había terminado. Allí y ahora. Skar le había hecho todo el daño posible, martirizándolo al máximo, sin darse cuenta hasta ese momento de quién era su verdadero enemigo.
Que ahora lo mataría.
Despacio, pero con una elegancia increíble para la aparente torpeza del enorme cuerpo esculpido en granito, el animal se volvió, dio un paso en dirección a Skar y se detuvo de nuevo. Abrió sus fauces, y el aliento de los infiernos rozó al satái.
Fue Tantor quien salvó la vida a Skar. El enano se había alzado sin ser visto y había extraído una bolsa de su capa azul. Tenía la cara hinchada y cubierta de sangre, y una pringosa mancha roja allí donde había chocado con la pared. Pero él no parecía notar nada. Tambaleante, y sin embargo erecto y con paso firme, saltó por encima de Skar, abrió los brazos y se colocó delante del monstruo.
El animal vaciló. La mirada de sus negros ojos sin fondo recorrió la figura del enano, valorando al nuevo enemigo. Un sordo gruñido partió de su imponente pecho.
—¡Sharagey! —dijo Tantor—. ¡Sharagey tehm!
Si bien aquellas palabras eran desconocidas para Skar, el lobo debió de entenderlas, o al menos captó su sentido, porque las orejas se le contrajeron. Skar vio que los tremendos músculos de la fiera se preparaban para el salto.
—¡No! —gritó Tantor—. ¡Déjalo! ¡Me pertenece a mí!
Y con un grito terrible se abalanzó sobre el lobo y le arrojó a la cara los polvos que había llevado escondidos en la mano.
Por espacio de medio segundo, el monstruo desapareció envuelto en una centelleante nube blanca. Una ola invisible de un frío horrendo, asesino, rodeó a Skar y le heló el pelo y las cejas. Súbitamente, el aire se había llenado de gélido vapor. En el suelo y en las paredes se formó escarcha, una delgada capa que centelleaba como un cristal roto en millones de pedazos. Skar creyó que el aliento se le congelaba en la garganta, al mismo tiempo que la cara le ardía como el fuego. La capa de sekal se contrajo, ciñó de nuevo con tremenda fuerza el cuerpo del satái, como en una furiosa convulsión, y estalló en incontables pedazos. El satái se revolcó, oyó gritar a Herger y se tapó el rostro con las manos cuando una segunda ola de frío lo golpeó como un hachazo. El enano parecía envuelto en un manto de fulgurantes cristales de hielo. Chillaba, pero también su voz tenía el sonido del vidrio roto, áspera y quebrada. El lobo se bamboleó. Los polvos mágicos de Tantor le habían congelado el cuerpo, cubriendo el mate negror del granito con una blancura lechosa y fúlgida. Sus ojos eran ahora fragmentos de espejo. Los movimientos del monstruo se hicieron más lentos y lerdos, para al fin solidificarse en una albura rutilante y agrietada.
Pero sólo fue por un momento. Antes de que Skar se hubiese desprendido de los restos de la capa y puesto de pie, el demonio negro de Combat pasó al contraataque. Diminutas llamas amarillentas salieron de las ventanas de su nariz y transformaron el hielo en agua y el agua en vapor, para envolver luego, cada vez más rápidas y grandes, las fauces, la cabeza y, por último, todo el cuerpo del animal. Un pavoroso estallido sacudió hasta los cimientos del edificio. De un segundo a otro, el lobo se convirtió en un espectro llameante que esparcía un calor insoportable y mortal. Skar se echó hacia atrás, bajó la cabeza y volvió a protegerse la cara con las manos. Sus ropas empezaban a humear. Percibió las voces de Herger y Tantor, pero también sus propios gritos, y vio algo encendido que avanzaba hacia él dando traspiés. Era Tantor, que se quemaba vivo; Tantor, que se miraba las carbonizadas manos y estaba loco de dolor.
Skar reaccionó de manera instintiva. Dio un desesperado salto hacia el lado y buscó, como pudo, la pared posterior de la habitación. Ahora, desde fuera penetraban unas voces ahogadas, llamadas llenas de angustia, el trote de numerosos pies, un confuso fragor de armas…, Skar comprendió que, desde la aparición del lobo, sólo habían transcurrido unos instantes. La sorpresa podía haber confundido y paralizado momentáneamente a los hombres de Tantor, pero en breve llenarían la estancia.
Herger retrocedió con un jadeo tan pusilánime como asombrado, cuando vio acercarse al satái. Quiso levantar la espada y atacarlo, pero el golpe no hubiese resultado peligroso ni para un niño. Skar le arrancó el arma de las manos, lo agarró bruscamente por un hombro y lo tiró contra la pared.
—¿Hay una salida trasera? —preguntó, casi sin aliento.
—La hay, sí…
El reflejo de las llamas confería una palidez todavía mayor a su cara. Skar lo asió sin más palabras y lo obligó a ir delante de él. La cortina de la puerta se incendió al pasar ellos a toda prisa.
El satái miró por encima del hombro. La habitación se había convertido en un mar de llamas, de un fiero fuego que, como un animal de incontables patas candentes y abrasadoras, buscaba alcanzar el techo, las paredes y los géneros allí amontonados. En algún punto de su núcleo había dos sombras oscuras y borrosas, dos cuerpos enmarañados ya no distinguibles por separado.
—¡Adelante! —jadeó Skar cuando Herger intentó detenerse.
El contrabandista continuó a trompicones, se hizo a un lado cuando atravesaban el cuarto en que Skar había pasado la noche y señaló otra puerta, sólo entornada. El griterío y el ruido que dejaban atrás se intensificó y, al volverse Skar una vez más, comprobó que el fuego se abría paso a través de la entrada. La casa no tardaría en quedar convertida en una hoguera. Los trastos viejos acumulados por Herger con tanta paciencia a lo largo de los años eran bienvenido alimento para las llamas, que todo lo devoraban con ansia explosiva.
Herger y el satái atravesaron una pieza de techo bajo, repleta como el resto del edificio de cajas y fardos, y después de un breve corredor se vieron ante una pequeña puerta cerrada. Herger alargó la mano hacia el tirador, pero no llevó a término el movimiento, sino que retrocedió con una exclamación de sorpresa y susto a la vez.
—¡La llave! —dijo, consternado—. ¡No tengo la llave…!
Skar lo apartó de un empujón y, sin más, se arrojó contra la puerta. La podrida madera cedió al primer golpe. La hoja tembló, se inclinó lentamente hacia afuera y cayó con estrépito contra el suelo. El satái empelló a Herger con tal fuerza que lo hizo salir de la casa, saltó detrás y se tiró al suelo de lado.
Su precaución no había sido exagerada. El patio estaba lleno de hombres. La súbita presencia de Skar tuvo que sorprenderlos, sin duda, pero su gran superioridad numérica compensaba con creces la pequeña ventaja del satái.
Skar dio una rápida vuelta, paró un golpe de espada y se agachó al ver que uno de los soldados alzaba el arco. La flecha pasó silbando por el aire, a un escaso palmo de su encorvada espalda, y se rompió al chocar contra la pared. Una segunda flecha llegó disparada del otro extremo, le produjo un corte en el brazo y lo hizo tambalearse hacia atrás.
Y entonces se lanzaron todos contra él: siete u ocho de los esbirros de Tantor, que lo acorralaron con fiera decisión. Skar se defendió como pudo, aunque se daba perfecta cuenta de que sus posibilidades eran prácticamente nulas. No se enfrentaba a asesinos y bandidos a sueldo, sino a guerreros, a soldados que manejaban las armas casi tan bien como él y tenían conciencia de lo peligroso que era el hombre al que debían reducir. Y Skar no tenía sitio para emplear de la forma debida sus técnicas de lucha.
Lo rodearon paso a paso. Los golpes caían con intensidad cada vez mayor sobre él, y le era imposible desviarlos todos. Apenas transcurridos unos segundos, Skar sangraba por numerosas heridas, y sus fuerzas empezaron a fallarle. Devolvía golpes, eso sí, y logró parar a un mismo tiempo tres o cuatro ataques, dando incluso muerte a un soldado, cuyo puesto fue ocupado de inmediato por otro. Acabó con la espalda apoyada en la pared, cercado por una docena de thbarg. Le temblaban las manos. Una estocada le había abierto el costado, y el dolor le hacía saltar las lágrimas.
—¡Ríndete, satái! —jadeó uno de los hombres.
Éstos habían retrocedido un poco, apenas un paso, pero lo suficiente para quedar fuera del alcance de su espada, mas el semicírculo de armas blancas en cuyo centro se hallaba no parecía aflojarse.
—¡Ríndete! —repitió el soldado—. ¡No tienes la menor posibilidad!
Skar respiró con fatiga. La cara del guerrero estaba pálida. Le sangraba una fea herida en zigzag que tenía en la mejilla, y sus manos ya no sostenían la espada con brío. Era evidente que el miedo se apoderaba de él. Pero Skar sabía, por larga y dolorosa experiencia, que los adversarios asustados resultaban los más peligrosos.
De la casa partió un grito horrible, desgarrador, como ya lo había oído el satái en incontables ocasiones sin que, por eso, dejara de impresionarle. Era el grito de muerte de un ser humano.
El grito de Tantor.
Durante un interminable y espantoso segundo, el silencio se posó cual asfixiante manto sobre el diminuto patio posterior. Ni siquiera la respiración de los hombres se percibía ya. El thbarg se demudó aún más, dirigió una preocupada mirada a la puerta por la que había salido Skar, y bajó un poco la guardia. Una tremenda y sorda explosión hizo retemblar entonces toda la casa con un estruendo como si algo enorme, gigantesco, cayese a través de paredes y vigas. Parte del tejado se hundió sin hacer ruido y, de repente, el cielo se tiñó de rojo a causa del fuego. Tembló el suelo.
Skar se dejó caer nuevamente hacia un lado. Dos o tres de los guerreros hicieron un último intento de atacarlo, pero su reacción llegó tarde.
El puño de un dios airado golpeó el edificio. La pared posterior reventó con un estallido de piedras, cal, astillas y llamas. Los hombres chillaron y se desplomaron víctimas de los remolineantes fragmentos o de las furiosas llamas, y quien pudo huyó como loco. De los restos de la casa surgió entonces un ignívomo monstruo negro, un furibundo dios, envuelto en un manto de odio y en el fuego de las estrellas. Skar se protegió los ojos con el brazo cuando el lobo saltó con tremenda fuerza por encima de él.
El horripilante animal de piedra cayó en medio de los soldados, y el suelo retumbó. Un cerco de llamas se alejaba con engañosa lentitud, del lobo, por el patio, pero atrapó a varios thbarg y los convirtió en antorchas vivientes. El satái buscó a tientas su espada y, una vez de pie, emprendió la huida a trompicones. El intenso calor lo azotó como una garra candente y lo hizo gritar.
—¡Por aquí, Skar! —le llegó la voz de Herger, casi ahogada por las voces de los soldados y el fragor de las llamas.
Skar se paró, miró angustiado a su alrededor y reconoció al contrabandista, asomado al otro extremo del patio. Herger gesticulaba con desespero desde el umbral de una portezuela y gritaba algo que el satái no pudo entender. De pronto vio avanzar hacia él a un thbarg convertido en una pira, que cayó de rodillas y murió antes de haber recorrido la mitad del camino.
Skar despertó por fin de su atontamiento. Detrás de él, como un sanguinario ángel de la muerte, el lobo hacía estragos entre los thbarg que habían sobrevivido a su primer ataque. La lucha no podía durar más de unos segundos. El satái echó a correr. Herger dio media vuelta y desapareció en la oscuridad de la puerta. Skar alcanzó esa salida, se introdujo por ella de un tremendo salto y resbaló sobre el húmedo adoquinado.
—¡A la cuadra, Skar! —bramó Herger, ansioso.
El satái sólo conseguía verlo como una confusa sombra, a la gris luz de la aurora. Pero no lo pensó más y, sin volver a mirar hacia atrás, le dio alcance con un par de pasos.
Herger indicó un edificio bajo, de techo de paja, que se alzaba a unos veinte metros de distancia. Skar entendió, apretó a correr y se echó con toda su fuerza contra la puerta. Un lacerante dolor le surcó el hombro, pero el cerrojo cedió ante el ímpetu de la acometida y se partió. La puerta se hundió hacia adentro y fue a dar contra la pared de enfrente. Skar se tambaleó bajo el impulso de sus propias piernas, trató de mantener el equilibrio y resbaló de nuevo. La cuadra olía a heno, sudor y estiércol, y los animales instalados en pequeños departamentos de madera se pusieron a resoplar y piafar inquietos.
Herger se agarró con la mano izquierda al marco de la puerta y señaló con un débil gesto de la cabeza el puesto situado junto a la entrada.
—Los…, los dos de ahí… —jadeó con esfuerzo.
Skar quiso avanzar, perdió nuevamente el equilibrio y sólo en el último instante pudo evitar la caída. Por espacio de un interminable y espantoso segundo, la cuadra empezó a dar vueltas delante de sus ojos. Sintió náuseas y un mareo enloquecedor. Buscó dónde apoyarse, medio a ciegas, y tocó algo caliente y blando.
—Espera —dijo Herger—. Yo te ayudaré…
La sensación de debilidad se hizo más intensa. Las rodillas del satái amenazaban con doblarse. Apenas se dio cuenta de cómo Herger abría el departamento y sacaba impaciente de las riendas a los dos caballos. Una mano lo tocó en el hombro, lo obligó a ponerse de pie con una energía sorprendente y le propinó un empujón. El caballo apareció cual maciza sombra negra entre los bullentes velos de niebla formados delante de sus ojos. Buscó a tientas la perilla del arzón, montó con las últimas fuerzas que le quedaban y, por fin, halló las riendas. El animal se asustó, echó la cabeza hacia atrás y se puso a dar coces. Sus cascos chocaron contra las maderas de un departamento y las hundieron.
—¡Skar! —exclamó Herger, presa del pánico, y la voz se le quebró al añadir—: ¡Maldita sea, satái! ¡Domínate!
A Skar le costó mirarlo. También el contrabandista había montado en un caballo, y señalaba frenéticamente hacia el exterior. Tenía el rostro contraído: una mueca que ya casi no tenía parecido con una cara humana. Skar oyó sus palabras, pero tardó mucho, mucho en comprender su sentido.
—¡Hemos de huir! —jadeó Herger.
El gesto afirmativo del satái fue sólo un ciego reflejo de su cuerpo. El algodonoso gris del amanecer cedía progresivamente ante el sangriento e ígneo resplandor del fuego. De repente les llegó un grito aterrador. Sobre el patio de la casa de Herger pesaba una ardiente alfombra de blanca y amarilla claridad, de un fuego que parecía surgir directamente de los más profundos abismos del infierno. «El fuego de Combat», pensó Skar. Traído por su guardián hasta el otro extremo del mundo, para abrasarlo…
Fue ese pensamiento lo que lo arrancó de su letargo. Se enderezó en la silla, hizo acopio de fuerzas y oprimió con sus muslos las ijadas del caballo. Este resopló alarmado, dio un salto y salió disparado.
Herger y Skar partieron uno al lado del otro.
A sus espaldas, las llamas lamían ya las casas vecinas. Cuando abandonaron el callejón y comenzaron a galopar por la avenida principal, Skar se volvió una vez más. La casa de Herger ardía como una antorcha. Y delante, perfectamente visible contra el fondo de la imponente pared de fuego, se elevaba una hirsuta sombra negra.