Capítulo 9
El río se abría paso por la llanura como una parda cinta, formando caprichosos meandros y recovecos. Las fangosas aguas parecían descender perezosas al valle, pero Skar sabía que esa impresión engañaba. Aún los separaban casi dos kilómetros de la orilla, si no más. El terreno era plano y sin señales visibles. No había nada que pudiera servir de término de comparación. Sin embargo se percibía ya el murmullo de las aguas: un sordo rumor como de lejanas voces, un sonido que producía sensación de humedad y frío, y que hizo tiritar por espacio de unos instantes al satái.
Su caballo comenzó a piafar, nervioso. El animal tenía sed. Como él y Herger, había bebido por última vez dos días atrás: un turbio y pardusco caldo de un pozo estancado, que ni siquiera con muy buena voluntad merecía el nombre de abrevadero. Ahora, el noble bruto notaba la proximidad del agua y quería descender hacia el río. También Skar tenía los labios agrietados de sed y el paladar seco. Pero se dominó. Durante los dos últimos días habían cabalgado protegidos por el bosque, mas ahora ya no había nada que los cobijase; ni en esta orilla del río, ni en la otra.
La montura empezó a resistirse al mando de las riendas, y Skar miró impaciente hacia atrás. Herger lo seguía a escasa distancia; el ruido de los cascos lo había acompañado desde el amanecer como un irregular eco. No obstante pareció transcurrir una eternidad hasta que se abrió la maleza y la encorvada figura del contrabandista abandonó la espesura. Se había apeado y llevaba el caballo de las riendas. Se turnaban en este orden de marcha para tratar con más cuidado a los animales. A veces iba Herger delante, y Skar avanzaba junto a su montura, o al revés, como ahora. Así iban más despacio de lo que Skar habría deseado, pero los pobres animales estaban agotados.
«Como nosotros», se dijo el satái.
Herger se detuvo a su lado, se pasó el dorso de la mano por la frente y parpadeó repetidamente. Aunque había salido hacía poco, el sol asomaba ya por el horizonte cual bola candente, esparciendo una luz dura y dolorosa.
—¿Es ése el río del que me hablaste? —preguntó el satái.
Herger vaciló un momento y, después de mirar a uno y otro lado, como si necesitara hacer memoria, contestó al fin:
—Sí. El Río de Hielo. Hemos hecho la mitad del camino.
Probablemente, sus palabras tenían como objeto animar a Skar, pero más bien produjeron lo contrario en el satái.
—¡La mitad! —gruñó—. Eso significa que todavía nos quedan otros diez días.
Herger lo observó pensativo, frunció el entrecejo y agregó:
—Más bien doce, según temo… El bosque acaba aquí, y en adelante tendremos que ir con más cuidado.
Skar no respondió. ¿Qué podía decir? Desde que habían emprendido la huida habían hablado bastante, pero sus conversaciones eran cada vez más superficiales, como unos arroyuelos absorbidos por la increíble amplitud de aquellas tierras. Ya habían dicho cuanto había que decir, y ni el satái ni Herger eran hombres aficionados a repetir siempre lo mismo con palabras diferentes. Quizá se debiera, también, a que él había recorrido demasiado trecho en los últimos meses. ¿Cuántos kilómetros? ¿Seis mil? ¿Ocho mil? ¿Cuántos golpes de cascos habían dado sus caballos? ¿Y cuántas palabras habían sido pronunciadas durante ese tiempo, sólo para ahuyentar la monotonía?
Herger desmontó con visible esfuerzo, volvió a pasarse una mano por la cara —esta vez como expresión de franco cansancio— y contempló el río. El ojo derecho aún le parpadeaba.
—¡Que raro! —musitó.
—¿Qué?
—El río lleva demasiada agua —señaló el contrabandista—. Incluso para esta época del año. Y la corriente es muy poderosa.
Skar echó un vistazo a la parda cinta. No pudo ver nada extraordinario en ella, pero al fin y al cabo no estaba tan familiarizado con la región como Herger.
—Tal vez el deshielo haya comenzado antes de lo normal —murmuró sin verdadera convicción.
Involuntariamente, Herger miró hacia el norte. Las montañas eran sólo unas sombras grises y descoloridas, en la lejanía: unos gigantes plomizos, de relucientes cascos blancos, que poco a poco aparecían detrás de las nieblas matutinas, reacias a retirarse. El paisaje no había cambiado desde hacía diez días. De haberse orientado Skar por la cordillera, no creería haberse alejado de Anchor más de un par de kilómetros.
—No —respondió Herger al cabo de unos segundos—. El río baja lleno de hielo. ¿No lo ves?
Hasta entonces, Skar había prestado poca atención a las cenagosas aguas, pero al fijarse en ellas con más detención, comprobó lo indicado por Herger: algo centelleaba aquí y allá en la agitada corriente. Era hielo, diminutos granos que corrían por la superficie como diseminados fragmentos de diamante, mas también grandes e irregulares témpanos que sin dificultad habrían sostenido a un hombre. En las orillas se iba depositando el hielo, relucientes nidos blancos que plantaban cara a la primavera, y el río no sólo arrastraba barro y apelotonada nieve consigo, sino también helor. La niebla que se alzaba de su superficie respiraba todavía el hálito del invierno. Herger tenía razón: ni siquiera la corriente más impetuosa habría podido llevar consigo tal cantidad de hielo a lo largo de los ochocientos o novecientos kilómetros que debían de separarlos de las montañas, sin que se derritiese.
—¿Y qué significa esto? —inquirió—. ¿Para nosotros, quiero decir?
Herger tardó en contestar, pero en su rostro volvió a aparecer aquella expresión pensativa y preocupada que Skar había observado en él últimamente.
Aparte de un par de rodeos que casi no valía la pena mencionar, habían cabalgado ininterrumpidamente en dirección norte durante diez largos días. Y la temperatura no había descendido, sino subido. Pese a que, de noche, siempre llegaban a uno o dos grados bajo cero, de día era tanto el calor que podían quitarse las capas y conservar sólo sus delgadas camisas de lana. Skar no había hecho comentario alguno a este respecto, pero unos cuantos comentarios espontáneos de Herger demostraban que un tiempo semejante no era lógico.
—Tendremos que dar un rodeo más —rezongó Herger—. Los caballos no lograrían atravesar el río. Ni tampoco nosotros.
—¿Qué propones, pues?
—Hay un vado —dijo el contrabandista, al cabo de un rato—. A una jornada de aquí. En dirección oeste.
—¿Dónde desemboca este río? —preguntó Skar, pasando por alto expresamente la última observación de Herger.
Este esbozó una sonrisa burlona.
—Donde suelen desembocar casi todos los ríos, Skar. En el mar.
—¿Cerca de Elay?
—Pues sí. Más o menos. De seguir su curso, nos conduciría hasta una distancia de unos cuarenta kilómetros de la ciudad. Ya sé lo que ahora piensas… ¡Olvídalo! Bajemos a la orilla —propuso, después de apoyarse unos instantes en el pomo del arzón y suspirar a fondo—. A los caballos les sentará bien un sorbo de agua, y a mí también.
Skar echó una rápida mirada hacia atrás, antes de seguirlo: un movimiento al que se había acostumbrado tanto en los últimos días, que ya lo realizaba de forma inconsciente. Pero a sus espaldas no había nada más que la verde pared del bosque.
A continuación, el satái recorrió con la vista el monótono paisaje. Le escocían los ojos y, si los esforzaba, los grises jirones de niebla empezaban a formar caras, figuras…, los fantasmas de su propio interior, que aprovechaban cualquier ocasión para asomar y burlarse de él. Desde luego, no era el hombre de antes. Se resultaba tan extraño a sí mismo, que poco a poco iba teniendo miedo. Tiempo atrás, habría preferido la soledad a la compañía de los hombres. Ahora, en cambio, la odiaba. A lo largo de los últimos nueve días no habían visto ni una sola persona, pese a que la población del país no era precisamente escasa. Por lo visto, Herger elegía un camino que sorteara todas las ciudades y aldeas, medida aceptada por Skar después de cierta vacilación, ya que de este modo tardarían el doble de tiempo en llegar a Elay. Pero, si seguían el río, pronto tropezarían con gente. Los ríos tienen, en todas partes, la virtud de atraer a los colonizadores.
Los caballos aceleraron el paso al olfatear el agua. Aunque la idea de dejar galopar a su montura sin protección alguna le producía un malestar casi físico, Skar desistió de refrenarla. También Herger soltó las riendas y se limitó a sujetarse con firmeza al arzón. El suelo parecía oscilar bajo los cascos, y desde el río les llegó una bocanada de aire helado. Pero a través de la niebla relucía algo verde, y un par de los secos arbustos que bordeaban su camino echaban ya los primeros y tímidos brotes. La primavera había hecho su entrada en aquella parte del mundo, pues. Con dos meses de adelanto.
Skar y Herger se apearon, y los animales acercaron ansiosos la cabeza al agua, para saciar su sed. El satái examinó preocupado a los dos caballos. Habían adelgazado visiblemente, tenían la piel áspera y mate, y allí donde al comienzo de la huida se distinguían poderosos músculos bajo la piel, ahora se notaban las costillas. No habían podido comer más que hierba seca, durante largos días, y ni siquiera en cantidad suficiente. El bosque atravesado sólo era fértil en apariencia. Aquellas tierras contenían pocos puntos ricos, y las zonas en las cuales el suelo producía hierba sabrosa y se prestaba para la agricultura, estaban muy pobladas y, en consecuencia, eran tabú para ellos. Su propio estado no era mucho mejor que el de sus monturas. La esperanza que el satái tenía de poder cazar algo, había sido vana. La única variedad en su menú había consistido en un conejo medio muerto de hambre y en un águila ratonera suficientemente imprudente para posarse a observar a dos jinetes desde cierta distancia, circunstancia aprovechada por Herger para disparar una flecha contra ella. Por lo demás, habían tenido que pasar con lo que llevaban en las alforjas: cecina y pan seco, que sabía a mil demonios y aumentaba la sed. Pero incluso esas provisiones estaban casi agotadas, y era posible que, de buena o mala gana, tuvieran que buscar pronto el contacto con otras personas.
Herger se arrodilló junto al agua, introdujo en ella una mano y la retiró enseguida.
—¡Hielo puro! —exclamó.
—No me sorprende nada —dijo Skar, con una sonrisa—. ¿No ves cuántos témpanos bajan? ¿Acaso querías tomar un baño?
Herger hizo caso omiso de la pregunta, se puso de pie y se frotó la mano contra el pantalón.
—No podemos ni pensar en nadar —gruñó—. Estaríamos helados antes de alcanzar la otra orilla. Eso, sin hablar ya de la corriente.
Skar hizo un gesto de indiferencia. No tenía ganas de discutir sobre ríos y corrientes. Ese dichoso río no era más que un nuevo obstáculo, que vencerían de una manera u otra. Significaba, como mucho, un retraso de un día. Y tal idea no le preocupaba demasiado. En alguna parte del camino entre el río y las montañas se hallaba Elay, la ciudad donde encontraría a Vela, y sabía con absoluta certeza que no había nada capaz de detenerlo. Su senda acabaría allí, ya fuese bien o mal, pero en ningún caso antes. Estaba tan seguro de ello como de que el lobo le seguía la pista, aunque no lo viese y ni siquiera se oyese ahora el escarnecedor aullido lupino del viento. Siempre estaba con él, y muy cerca; invisible, acechante, dispuesto a atacarlo si, en cualquier momento, el satái intentaba tomar otro camino que no fuera el de Elay. Skar había tenido tiempo suficiente de reflexionar sobre todo ello, y comprendía que el lobo no había asaltado la casa de Herger con intención de matarlo, sino —por muy absurdo que pareciese— para salvarle la vida. Nada más fácil para el monstruo que destruirlo en cualquier momento. Si le había permitido escapar, era porque todavía no lo consideraba preparado, del mismo modo que lo había salvado en Tuan al obligar a Vela a abandonar su fortaleza de las vítreas llanuras, dándole con ello ocasión de huir. Skar aún no estaba maduro para morir; en él seguía existiendo algo de esperanza, una minúscula chispa que contra toda lógica continuaba encendida y lo empujaba hacia adelante…, y mientras tuviese algo que esperar, mientras hubiese aún una decepción que pudiera superar, él, el satái, viviría.
Poco faltó para que soltara una carcajada. Sus pensamientos eran tan macabros que ya casi resultaban cómicos. Quizá nadie en el mundo hubiese sido perseguido por un monstruo tan horriblemente poderoso, pero a la vez era esa misma circunstancia la que lo hacía sentirse tan seguro.
Buscó un sitio relativamente seco y se sentó. Ahora, desmontado, se sentía débil, pero también a esto se acostumbraba poco a poco. El desmayo sufrido durante la huida de Anchor no había sido casualidad. A medida que se aproximaban a la Ciudad Prohibida, sus fuerzas cedían.
—Deberíamos pensar qué conviene hacer —dijo Herger de pronto.
Skar se sobresaltó. No se había dado cuenta de que el compañero estaba a menos de un paso de él. Lo miró y se pasó la punta de la lengua por los labios. Le dolía el paladar de tanta sed, pero se resistía a la tentación de correr al río para beber. Le constaba que era una tontería, pero necesitaba esa pequeña victoria sobre sí mismo: la innecesaria prueba, posiblemente incluso perjudicial, de que todavía era amo de su cuerpo, y de que su voluntad seguía siendo mayor que el sensible instrumento de que se servía.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con voz débil.
Apenas podía recordar las palabras de Herger.
—Nada en concreto. Yo… tengo un mal presentimiento —murmuró, dejándose caer de súbito sobre el fangoso suelo, junto a Skar, donde encogió las rodillas y apoyó en ellas el mentón.
—Pues yo también —dijo el satái—. Sobre todo en el estómago.
—No lejos de aquí hay una pequeña aldea. Podríamos intentar adquirir allí algunas provisiones y también otros caballos.
Pero Skar no estuvo conforme. Aparte de que no tenían nada con que pagar, él no estaba dispuesto a correr más riesgos. Habían pasado demasiadas privaciones para ahora entrar como si nada en el próximo pueblo y pedir comida y un lugar donde dormir. Posiblemente, el riesgo era mínimo, como afirmaba Herger, pero él no quería correrlo, por el mismo motivo que ahora procuraba dominar su sed. Dirigirse a la aldea más cercana y encontrar un sitio donde almorzar, y quizás un lecho caliente, habría significado casi una decepción: algo así como lo que podría experimentar quien, después de escalar una montaña con tremendo esfuerzo, comprobase desde la cúspide que, al otro lado, había un cómodo camino.
—No creo que los espías de Vela estén ya en cada casa de campo —opinó Herger con una mueca—. El riesgo no sería grande.
—No estoy de acuerdo —replicó Skar.
El otro suspiró, arrancó un tallo de hierba y se puso a mordiscarlo.
—Bueno —dijo—. Hace tiempo que deseaba averiguar cuánto tiempo aguanta una persona sin alimento.
—Más que sin libertad —contestó el satái.
—Ya… Debería haber pensado que tú no desaprovechas oportunidad para emplear una de tus temidas y dramáticas observaciones —refunfuñó Herger con una mezcla de disgusto y burla.
—Nadie te obliga a seguir conmigo. Me pregunto por qué lo haces, en realidad.
Herger soltó una risita.
—Constituyes mi capital, Skar. Si algo te sucediera, estaría arruinado. Así de fácil es la respuesta.
Skar no supo si enfurecerse o reír, pero entonces prosiguió el contrabandista:
—Claro que podría largarme ahora mismo, mas…, ¿cómo llegarías tú a Elay?
El satái le lanzó una mirada fría.
—Viajé por medio mundo, amigo, y puedes estar convencido de que también haría los últimos cien o ciento cincuenta kilómetros.
—Aunque tuvieses que ir a gatas, ¿no?
Cosa rara, las palabras sonaron perfectamente serias. Faltaba en ellas toda intención sarcástica, y en la mirada del hombre había algo que hizo estremecer a Skar.
—¿Sabes a quién me recuerdas? —agregó Herger—. ¡A Tantor!
—¿Ah, sí?
—No exteriormente —explicó Herger, de nuevo con un dejo de burla—. Pero me hablaste bastante de él. Tienes más de ese enano de lo que tú te imaginas, Skar. Sois muy parecidos.
—Lo éramos —lo corrigió el satái—. Respecto de Tantor hay que hablar en pretérito.
Herger pasó por alto la indicación de Skar.
—A los dos os come vivos el odio —dijo muy serio—. Y a él, el odio le causó la muerte. Ya viste cómo acabó.
—Tantor la provocó.
—Como haces tú —respondió Herger—. En realidad, tú no quieres ir a Elay para vengarte, sino que buscas la muerte. La provocas cada vez que tienes ocasión.
El satái alzó la vista a desgana. El contrabandista sonreía, aunque había gravedad en sus ojos. Y Skar empezó a sentirse incómodo bajo su mirada. Aquella conversación tomaba un giro que no le gustaba. No era tanto lo que Herger decía, o de qué forma —él no habría llegado nunca a ser satái, de no aprender pronto a observarse a sí mismo y conocer los propios sentimientos y motivaciones—, sino que lo dijera… Lo que en él había, sus estados de ánimo, el odio que lo había llevado hasta allí, aquel odio y el miedo que aún hormigueaba bajo la superficie de sus pensamientos, el miedo a que el monstruo que existía en su interior no estuviera muerto del todo, sino sólo profundamente dormido, y que pudiese despertar en el momento más inesperado, como un horrible equivalente a la bestia negra que seguía sus huellas…, lo que en él había era suyo. Y no le agradaba que nadie adivinara lo que sucedía dentro de él; no quería que otra persona pudiese ver lo que se escondía detrás de la máscara que él pugnaba por llevar puesta… Y las palabras de Herger le producían la sensación de hallarse desnudo e indefenso, como si fuera un hombre de vidrio, cuyos pensamientos más secretos quedaban claramente expuestos ante quien se esforzara un poco en leerlos.
—Eso es asunto mío —gruñó.
—¡Oh, no, amigo! —lo contradijo Herger sin perder la calma—. No, si no es mentira todo cuanto me contaste.
Skar apretó los puños con tanta fuerza que le crujieron las articulaciones. Estuvo tentado de levantarse y dejar plantado al compañero, pero eso sólo habría sido una prueba más de su debilidad.
—Te dije la verdad —replicó—. Pero tú nunca comprenderás por qué estoy aquí.
—¡Ya lo creo que lo comprendo! —protestó Herger—. Sé que…
—¡Tú no sabes nada! —lo cortó Skar, enfurecido—. Vine a vengar a Del, y nada más. Te hablé de Vela y sus planes, pero no para despertar tu compasión… Te hablé de ella para que supieras en qué te metías y no pudieses reprocharme luego que te había arrastrado a la desgracia a ciegas.
—¿Yo, o tú mismo? —inquirió Herger, tranquilo.
—Tómalo como quieras —dijo Skar con un airado gesto—. Tal vez lo hice para que, al menos, una persona conozca la historia, si yo muero… Estoy aquí para saldar una cuenta personal; eso es todo. Ni más, ni menos, tanto si lo crees como si no, y prefieres imaginarte mil misterios. Juré vengarme de esa bruja, y, si de paso puedo salvar el mundo, como tú lo llamarías, mejor. En caso contrario…
—En caso contrario, ¿quieres que lo haga yo?
Esta vez, el satái no contestó. De pronto le pareció inútil proseguir la conversación. ¿Cómo podía explicarle a Herger el motivo de su viaje, si en el fondo ni él mismo lo sabía? Ciertamente se decía que quería vengar a Del (y desagraviarse a sí mismo). Pero también había estado persuadido, en otro tiempo, de que obedecía las órdenes de Vela porque ella lo había envenenado, o porque deseaba hacer justicia a su condición de satái. ¡Estupideces, todo! Sólo estupideces. Desde que había pisado ese país, se sentía desconcertado e indefenso como nunca antes en su vida, aunque tal vez no fuese desconcierto sino que se conocía a sí mismo por primera vez en la vida, o quizá fuese porque, finalmente, empezaba a comprender que se había engañado siempre, y no sólo desde que conocía a Vela. De repente se dio cuenta de que no era el hombre robusto y grande por quien se había tomado desde hacía tantos años, y de que, en realidad, durante toda su vida no había hecho más que aquello que Gowenna le reprochaba: esconderse detrás de la máscara de un superhombre.
«¿Y qué es lo que ahora siento? —se preguntó con un cinismo que le causó alarma—. ¿Autoconmiseración?».
Tal vez. Pero quizá fuese todo mucho más sencillo y, simplemente, su espíritu se hubiera hundido bajo la continua carga. También cabía la posibilidad de que estuviera volviéndose loco. O quizá…
«¿Y si todo lo que me impulsaba, si el encendido odio que ardía en mi interior no era más que orgullo herido? —pensó—. ¿Si todo se reducía a que yo no soportaba ser humillado, y menos aún por una mujer?».
¿Cómo lo había llamado Herger, en broma? ¿Hombre de acero? Pero… ¿qué experimentaría un hombre de acero al ser destrozado?