Capítulo 2
El sol había recorrido la mayor parte de su órbita y casi volvía ya a rozar el horizonte cuando apareció ante ellos la bocana del puerto de Anchor. Skar llevaba horas en la proa. Había intentado hablar nuevamente con Andred, pero éste se hallaba demasiado ocupado. Lo más probable era, además, que el capitán no quisiera intercambiar más palabras, reacción que el satái comprendía y respetaba, después de todo lo sucedido. Aunque sólo estuviera acertado en la mitad de sus temores, Andred tendría más de un disgusto en Anchor.
El velero se balanceaba de manera irregular de un lado a otro. El ritmo de los remos era ahora más lento. Los hombres sentados en los duros bancos, allá en lo más profundo del barco, tenían que estar totalmente rendidos. Y, desde que habían puesto rumbo a la costa en un ángulo casi recto, las diversas corrientes de que hablaba Andred habían zarandeado el Shantar como una pelota.
Skar recorrió con la mirada las encrespadas olas que cubrían el mar por todas partes. Andred no había exagerado en absoluto: de atreverse él a ganar la costa en un bote o a nado, se habría estrellado como un trozo de madera. Incluso el Shantar tenía dificultades para luchar contra la traidora fuerza de los remolinos. Una barca habría estado irremisiblemente perdida en semejante vorágine.
Una nueva ola golpeó el Shantar y se rompió contra la superestructura de popa. El agua barrió la cubierta y llegó casi hasta la punta de la vela de trinquete. La sacudida fue tan intensa que Skar se agarró con desesperada fuerza a la borda. Su capa quedó empapada por el agua helada.
—Debieras ser más precavido, Skar —dijo entonces una voz, a sus espaldas—. En caso contrario, ya te veo nadando hasta el puerto.
El satái se volvió, se enjugó de la cara el agua salada y traspasó al capitán con la mirada más furiosa de que fue capaz. El marino, en cambio, rió.
—Hablo en serio, Skar. Es hora de que bajes al camarote. El puerto de Anchor estará muy pronto al alcance de la vista, y también desde allí nos verán. No olvides que en la ciudad hay ojos muy penetrantes.
Skar escudriñó lo que tenían delante. A poco más de un kilómetro de distancia y a la mitad por babor, se elevaba del mar un imponente pilar de granito negro. Detrás quedaba la entrada del puerto: un canal estrecho, de unos tres kilómetros de largo, que protegía de las tempestades el puerto propiamente dicho y hacía de Anchor uno de los escasos lugares de la costa occidental del enorme continente donde un barco podía atracar. Aun así, la maniobra requería gran habilidad náutica. Sólo uno de cada diez capitanes se atrevía a anclar en Anchor, y no todos lo conseguían.
Skar obedeció y, sin soltar la mano de la borda, para no ser arrastrado por una nueva ola, se encaminó a la popa. Andred lo siguió. Pese a llevar éste otra vez su negro impermeable, todo él chorreaba.
—¿Qué harás?
—Pues… lo más sencillo —contestó el capitán—. Entraremos y, como si nada, nos pondremos a desembarcar la mercancía. Si no te importa cargar con un fardo, como un marinero cualquiera, habrás salido del Shantar antes de que Gondered se dé cuenta de nuestra llegada. Tengo amigos en la administración del puerto —añadió, al observar la preocupación de Skar.
Habían alcanzado la superestructura de popa, y Andred abrió la puerta, pero Skar todavía vaciló. Su mirada se deslizó una vez más hacia adelante e intentó perforar la espesa niebla de espuma y vapor que envolvía el barco. Todo parecía tranquilo y normal, pero el satái sabía que aquella impresión era engañosa. En general, no daba gran importancia a los presentimientos, mas esto era distinto. Se trataba de una certeza escondida en su interior, de algo impalpable… Había llegado a Anchor cinco veces más aprisa de lo que parecía lógico, procurando esconder su identidad. Incluso había adoptado un nombre falso y negado su condición de satái… ¡Algo inconcebible para el Skar de pocos meses atrás! Pero Vela no sería Vela, de no haber calculado también esa posibilidad.
—¿Qué tienes? —preguntó Andred.
Skar se sobresaltó y dijo de manera precipitada:
—Nada. No es nada. Simplemente, empiezo a ver fantasmas.
Y agachó la cabeza para introducirse en el pasillo. El capitán lo siguió, pero se detuvo delante de la puerta de su camarote e indicó hacia atrás con un movimiento de cabeza.
—Yo debo permanecer en cubierta hasta que hayamos atracado. Tú puedes esperar aquí. No salgas antes de que te mande llamar. Y déjame un poco de vino, ¿eh?
Skar no entró en la pieza hasta que Andred hubo desaparecido. El camarote estaba tal como lo dejara horas antes, con la sola diferencia de que, sobre el escritorio, había una ordenada pila de papeles, y la jarra de vino había sido llenada de nuevo. El satái esbozó una sonrisa, cerró la puerta tras de sí y se acercó rápidamente al arca de Andred.
Los dedos le temblaban cuando abrió la cerradura y alzó la pesada tapa. Resultaba curioso: durante los primeros días de navegación se había sentido casi desnudo sin sus armas y sus insignias de satái, y ahora… poco faltaba para que fuese al revés. Extrajo el alargado envoltorio, cerró la tapa y, más despacio de lo necesario, empezó a retirar los limpios paños blancos. El casco del Shantar temblaba. Desde la cubierta llegaban las amortiguadas voces de Andred y de la tripulación y las coloreadas ventanas de popa se habían empañado, de modo que en el camarote reinaba un ligero avance de la noche. Skar depositó los objetos sobre la mesa y se sujetó el cinto, cosa que hizo de forma casi furiosa. El cuero, frío, producía una desagradable sensación en la piel, y casi no recordaba ya lo pesado que era.
Mas lo que lo afectaba no era únicamente el peso. La faja de cuero con sus doce lazos que sostenían los shuriken de cinco puntas, con la afilada estrella de los satái y la sencilla vaina de cuero en la que descansaba el tchekal, era algo más que un equipo para la lucha. Con él y con la cinta para ceñirse la frente no sólo se ponía unos objetos de defensa y adorno, sino que se transformaba nuevamente en lo que había sido antes de poner el pie en el Shantar: Skar, el satái. Y de pronto supo de dónde procedía la absurda sensación de temor. ¡Había tenido miedo de volver a ser el Skar de antaño! No lo había sido durante las dos últimas semanas. Había sido un hombre que en realidad no existía, y hasta sus recuerdos le habían parecido que eran los de otra persona, sin que se diese verdadera cuenta de ello. Pero ahora, con su definitiva conversión de Bert en Skar, recuperaba la auténtica memoria. Y sus remembranzas estaban teñidas de pena y dolor, de los sombríos tonos de la muerte, la desesperación y el juramento de venganza. Casi creyó experimentar un cambio físico, una poderosa corriente de fuerza, de temible y decidida fuerza, que de repente se precipitaba por sus venas…, una crepitante tensión, difícil de expresar con palabras, que volvía a transformar su cuerpo en lo que había sido un día ya lejano: una despiadada e invencible máquina de guerra, algo sólo apto para matar y destruir. Para nada más.
Skar avanzó hasta la lumbrera y corrió el cerrojo. Un fuerte golpe de aire estuvo a punto de arrancarle el vidrio de la mano. El satái lo sujetó y se enfrentó al huracán que le azotaba la cara y los cabellos, respirando profundamente el intenso olor a agua salada a la vez que luchaba por reprimir los pensamientos y recuerdos. Pero no podía. Su pasado había vuelto, ahora de forma definitiva, y Skar comprendió que, en realidad, nunca había escapado de él, y que lo conseguido era sólo un pequeño descanso de pocas semanas para que su cuerpo, y sobre todo su espíritu, se repusieran de las fatigas. Gondered y su negro barco corsario habían constituido una primera advertencia, una primera carcajada del destino, que le anunciaba que el inhumano juego no había hecho más que empezar. Y, mientras lo atormentaba esa idea, se introdujo en su mente, con una insistencia terrible, un pensamiento mucho peor todavía. Con el anterior Skar había vuelto también su maldición. Desde su partida de Ikne había esparcido la muerte y la desolación, dejando tras de sí una huella de sufrimiento y lágrimas. Todos sus compañeros o colaboradores habían sucumbido de una forma u otra. Y Andred no constituiría una excepción.
Al asomarse más y parpadear en dirección a los enormes acantilados de basalto, vio la sombra. Era tan negra como la roca y se hallaba demasiado lejos para distinguirla de veras. Y existía sólo en su fantasía. Pero estaba allí.
Cuando cerró la lumbrera y dio media vuelta, el ruido del viento sonó por unos instantes como el escalofriante aullido de un lobo.