Capítulo 8
—¿Te encuentras mejor?
Herger acabó de sujetar el vendaje y, aunque sonriente, observó a Skar con mal disimulada preocupación. Aún tenía la cara grisácea del susto, pero sus manos ya no habían temblado al limpiar y cubrir las heridas del satái.
Skar se incorporó, probó de mover el brazo derecho y cerró el puño un par de veces, tensando los músculos debajo del ancho y blanco vendaje. La herida apenas le dolía ya. Herger se la había limpiado con agua del arroyo junto al que descansaban y le había aplicado después una pomada incolora y maloliente que no sólo detenía en el acto la hemorragia, sino que, además, producía inmediato alivio con su frescor. Ese vendaje no era el único: Herger había insistido en examinar con detenimiento al satái y había comprobado que tenía casi dos docenas de heridas, aunque en su mayoría no eran más que simples arañazos que no requerían que les prestara mucha atención. Otras, en cambio, eran profundas y peligrosas, tremendos cortes que Skar iba notando poco a poco. El contrabandista había gastado prácticamente toda su provisión de vendas y ungüentos para curarlo, pero el satái tuvo que reconocer que el tratamiento de Herger obraba milagros. No sólo habían desaparecido las molestias, sino que también cedía la sensación de debilidad y, pese a no haber recuperado aún las fuerzas, sí experimentaba un agradable bienestar.
El satái hizo un gesto de agradecimiento, se incorporó hasta quedar medio sentado y medio en cuclillas y aceptó la mano que Herger le ofrecía solícito para acabar de ponerse de pie.
—Debieras descansar un par de horas —dijo el contrabandista—. Perdiste mucha sangre. Y creo que, al menos de momento, aquí estamos seguros.
Skar miró a su alrededor, receloso. Habían abandonado Anchor y cabalgado durante dos o tres horas —él ya no sabía cuántas— en dirección norte, primero por tierras áridas, donde sólo crecían arbustos aislados y, de vez en cuando, islas de hierba medio seca; luego por una extensa estepa, y finalmente habían alcanzado la pequeña arboleda situada al pie de una cadena de montículos que, de manera súbita, se elevaba en medio de la llanura. Las palabras de Herger sonaban seductoras. El satái todavía estaba cansado, y los caballos necesitaban aún con más urgencia que ellos un reposo. Pero Skar sabía, asimismo, que sus perseguidores no les concederían el tiempo que ellos precisaban. La muerte de Tantor cambiaba muchas cosas, pero otras seguían igual, y él, Skar, era aún un buscado, quizá todavía más que antes.
—Hemos de seguir adelante —repuso—. Estoy convencido de que nos persiguen. Hasta un ciego podría ver nuestras huellas.
—¿Los thbarg?
Herger trató de sonreír, pero no pasó de hacer una triste mueca. Las palabras del satái habían despertado nuevamente en él el recuerdo de lo ocurrido en Anchor, y en sus ojos centelleó otra vez el miedo.
—Dudo que queden los suficientes para correr detrás de nosotros —agregó al cabo de unos momentos.
Quería parecer despreocupado, pero su explicación produjo el efecto contrario. Skar lo estudió con ojos penetrantes. Herger estaba pálido, de un color enfermizo, ligeramente grisáceo, que hacía pensar en cera húmeda. En conjunto se lo veía sereno, pero en su mirada había un centelleo revelador, y no era sólo el agotamiento lo que marcaba sus rasgos.
—No me refiero a los thbarg —contestó Skar con brusquedad—, y tú lo sabes de sobra.
Se acercó a su caballo, montó en él y tomó las riendas. El animal dio un tirón, intentó encabritarse y empezó a hacer nerviosos escarceos hasta que Skar se impuso con energía. Le temblaba la piel, y el satái pudo notar el fuerte olor a sudor del noble bruto.
Herger había cumplido, al menos, parte de sus promesas. La puerta norte de la ciudad estaba abierta, pero una vez salidos de Anchor habían tenido que galopar casi sin descanso, exigiendo el máximo rendimiento de los caballos. Podía considerarse un milagro que ninguno hubiese caído muerto. Herger tenía razón. Era una locura continuar la huida…, pero aún era un disparate mayor quedarse y esperar al enemigo.
—¿Qué…, qué era aquel… lobo? —balbuceó Herger, sin moverse—. Dime… ¿Era un demonio?
Skar reflexionó unos segundos.
—Para quien crea en demonios y espíritus, sí… —contestó por fin.
Herger meditó brevemente sobre las palabras que había dicho Skar, mas no llegó a ninguna conclusión. Despacio y con visible desgana fue adonde estaba su caballo, montó en él y miró con inquietud en la dirección de la que procedían. Skar lo imitó. Detrás de ellos no se distinguía más que la verde y espesa pared del bosque, pero era de suponer lo que Herger vislumbraba escondido entre la espesura.
—No te preocupes —dijo, sin mirar al compañero—. A ti… no te hará nada.
Herger arrugó la frente, pero calló. La suerte corrida por Tantor y los guerreros thbarg demostraba lo contrario.
—Nos separaremos —agregó Skar precipitadamente—. Ahora mismo. Mientras no estés conmigo, no correrás peligro.
—¿Separarnos? —repitió Herger—. Tú bromeas, Skar.
El satái sacudió la cabeza.
—En absoluto. Agradezco lo que hiciste por mí, pero a partir de ahora cabalgaré solo. Yo significaría un riesgo demasiado grande para ti.
Para gran sorpresa suya, Herger se echó a reír.
—¿Riesgo? ¿Qué es esto? ¿El humor de los satáis? Veo difícil que me pongas en un peligro todavía mayor, Skar…
—¿Quieres que te derribe de un golpe, o partirás por tu propia voluntad en otra dirección? —replicó el satái, sin hacer caso de su objeción—. No bromeo, Herger. Ya has visto lo que puede sucederle a quien tenga demasiado contacto con mi persona.
Herger hizo un gesto de desprecio.
—Skar, el compañero nefasto —contestó en son de burla—. El hombre sobre el que pesa una maldición, ¿no? ¡Basta ya de tonterías! Yo nunca vi en los satáis a una especie de semidioses, como hacen los demás, y no voy a cambiar de opinión. Tú no conoces esta tierra, Skar. Quieres ir a Elay, pero solo y sin ayuda no llegarías nunca. ¡Si ni siquiera pudiste salir de Anchor por tus propios medios! Y yo ya sabré cuidar de mí. ¡No padezcas!
El satái contuvo una violenta respuesta en la punta de la lengua, y se contentó con encogerse de hombros e iniciar la marcha. Herger siguió su ejemplo y condujo su montura al lado de la de Skar.
—Anoche te hice un ofrecimiento —continuó, sin hacer caso del obstinado silencio del otro—, y todo parece indicar que no tienes más remedio que aceptarlo.
Skar seguía callado. «Lo malo es —pensó— que Herger tiene razón en todo lo que dice». Quizá lograra encontrar solo el camino de Elay pero ignoraba por completo los peligros y las trampas que podían acecharlo, y lo presenciado en Anchor le demostraba bien a las claras que Vela estaba preparada para recibirlo. La traición cometida por Herger era innegable, pero no le había quedado otra solución, y él, Skar, necesitaría amigos, o por lo menos aliados, si realmente quería acercarse a la Ciudad Prohibida.
Cabalgaron un buen rato sin hablar, uno junto al otro, hasta que el sendero se estrechó tanto que Herger tuvo que ir detrás. El bosque, ya más denso, continuaba más allá de las colinas. Los dos jinetes cabalgaron un buen rato paralelamente al arroyo, hasta que la reluciente cinta desapareció bajo una maraña de maleza y raíces aéreas y tuvieron que buscarse ellos mismos el camino. Herger ya no hablaba, pero eso se debía, sin duda, a que el terreno se hacía más dificultoso a cada paso y los hombres necesitaban toda la concentración para descubrir nuevos calveros y brechas en la espesura y no encontrarse de pronto en medio de unos zarzales o en un pantano. El sol ascendía lentamente e, incluso bajo el techo de hojas del bosque, empezó a notarse el calor. Skar tuvo que quitarse la capa, que dejó doblada encima de la silla. El bosque parecía actuar como un inmenso invernáculo: el verde techo dejaba pasar la fuerza del sol, que luego no podía escapar, y la idea de que las rocas que flanqueaban la entrada del puerto de Anchor estuvieran aún cubiertas de nieve y centelleante escarcha, le resultaba casi ridícula al satái.
Más adelante, el camino se ensanchó, y Herger volvió a cabalgar al lado de Skar, que miraba expresamente en otra dirección pese a que, poco a poco, le iba pareciendo que obraba con estupidez. Herger sabía tanto como él que, al fin y al cabo, no le quedaría más remedio que aceptar su ayuda. Sin embargo, sólo de pensar en ello ya le invadía una sensación desagradable.
Hacia el mediodía, el bosque se hizo más claro y, cuando el sol hubo alcanzado el punto culminante en su trayectoria, hallaron nuevamente ante sí un llano terreno estepario que se extendía hasta el horizonte y allí se fundía con el cielo. Skar casi experimentaba en su persona la distancia y la vastedad que les aguardaba.
Hicieron una parada cuando el bosque quedó definitivamente atrás. El sol les enviaba sus rayos desde un cielo sin nubes, pero el viento era aún frío y cortante, por lo que Herger y Skar volvieron a abrigarse con sus capas. De pronto, Skar se sintió dominado por un sobrecogimiento que ni él mismo acababa de comprender. Era… sí; algo que se asemejaba a una decepción. No sabía bien lo que había esperado. En el fondo, durante todo el tiempo —incluso a bordo del Shantar— había rehuido temeroso pensar en Elay y el País de los Dragones. En parte, porque no era partidario de perder las horas con inútiles conjeturas, ya que, probablemente, la realidad resultaría luego muy distinta, pero además, lo hacía en defensa propia. Circulaban incontables leyendas sobre el País de los Dragones y, aunque sus fronteras no estaban cerradas para nadie, era muy raro que un viajero fuera más allá de Anchor o de otra de las escasas ciudades próximas, y este desconocimiento de la verdadera naturaleza de la tierra nutría todavía más los rumores y cuentos. Skar no sabía lo que había esperado, pero en cualquier caso no era eso. Ahora que por primera vez tenía la tranquilidad suficiente para reflexionar sobre sus impresiones, se dijo que Anchor se le antojaba casi demasiado normal: una ciudad como otras tantas de las que poblaban las costas de Enwor, quizás un poco más fortificada y un poco menos accesible, pero de hecho una ciudad y nada más. Y aquellas tierras y el bosque por el que habían pasado… El bosque era igual que en todas partes, y la llanura no se diferenciaba en absoluto de las estepas de Malab o de las tierras de los monteros.
—¿Te sientes desilusionado?
Skar volvió la cabeza, confuso. Herger sonreía, aunque de una manera muy peculiar. Los pensamientos del satái debían de reflejarse con claridad en su cara.
—Desilusionado no es la expresión adecuada —contestó, tras breve duda.
—Todo el que llega tan lejos como nosotros experimenta esa desilusión —replicó Herger—. Sé lo que digo, Skar. No eres el primero a quien traigo a estos lugares, ni tampoco serás el último. Ignoro qué cuentan de nosotros en el resto del mundo, pero todos parecen esperar que les salgan al encuentro manadas de dragones y endemoniadas brujas, bosques encantados, fuentes mágicas y botellas de vidrio con espíritus dentro, que sólo esperan que los liberes para concederte tres deseos. Pero esto es un país normal, como ves… —añadió con una risa divertida.
—Claro, claro —se apresuró a responder el satái.
Las palabras de Herger lo abochornaban. En efecto, no había esperado ver ninguna de esas cosas tan raras, pero Herger tenía su razón: algo especial, extraordinario, sí que se lo había imaginado.
—Más hacia el norte llegaremos a una cordillera —confesó luego Herger—. Elay está en la costa, pero el camino no tiene nada de fácil…
Calló por espacio de unos momentos, miró pensativo hacia el horizonte y se puso una mano a guisa de visera. Entre sus cejas apareció una fina arruga vertical, gesto exagerado que casi daba un aspecto cómico a su rostro aún tan juvenil.
—Te habrás hecho a la idea de que nos esperan, ¿verdad? —preguntó de súbito.
—Me esperan a mí —lo corrigió Skar.
Herger suspiró.
—¡Como quieras! Te esperan a ti —dijo con paciencia—. Pero quien sea que envió contra ti a aquel enano tan extraño y a los thbarg, sabe que vienes. Nadie consiguió entrar en la Ciudad Prohibida, hasta ahora, y… salir vivo.
—¿Y quién afirma que es ése mi plan? —respondió Skar sin inmutarse.
Herger emitió un sonido difícil de definir.
—Debes hablar más bajo —advirtió muy serio— y con voz sepulcral, para que la frase haga efecto…
Skar se volvió enfurecido.
—Para ti, todo esto parece ser una broma muy divertida, Herger. Pero no lo es. ¡Date cuenta de una vez! ¿Acaso no consideras advertencia suficiente la suerte corrida por Tantor y sus hombres?
La sonrisa de Herger desapareció en el acto.
—Ya sé que no es broma, Skar. Pero no soy partidario de pensar en la muerte durante las dos semanas que tenemos delante. Si ocurre algo, pues… ¡habrá ocurrido! A cada cual le espera su destino. Pero mientras tanto pienso luchar.
—¡Bah! —rugió Skar—. Te metes en cosas que no te incumben en absoluto. No sé por qué lo haces, si por ganas de vivir aventuras o por irreflexión, pero cometes un error, Herger.
—¿Igual que Andred?
Skar se estremeció.
Las palabras de Herger eran injustas, y él lo sabía.
—Debiéramos dejar de discutir —prosiguió el contrabandista, ahora menos agresivo—. Si estás en lo cierto y nos persiguen, nos conviene marcharnos de aquí lo antes posible.
—Desde luego.
Al satái le costó concentrar sus pensamientos en el camino y en lo que tal vez les aguardase. Pero Herger tenía razón. No sólo decían tonterías, uno y otro, sino que, además, perdían un tiempo precioso. Tardaría aún algo en correr la voz de la muerte de Tantor, y los esbirros de Vela tendrían que organizarse de nuevo, pero aun así iniciarían su persecución en algún momento. Y tenían una ventaja tremenda sobre ellos: conocían de antemano todos los pasos que él, Skar, daría.
Echó una mirada al bosque, como si temiera que ya asomasen por allí los perseguidores, y espoleó su montura. De cualquier forma no cabalgarían muy deprisa, porque los caballos estaban fatigados y no resistirían una marcha dura.
Durante una hora guardaron silencio. El viento cambió de dirección un par de veces, pero en general amainó, y con ello subió la temperatura. Aunque corría un aire fresco, el calor era excesivo para la época del año. Skar se alegraba de no tener que hablar, si bien al mismo tiempo prefería no tener que estar solo. Poco rato atrás hubiese querido enviar a Herger al diablo, y, pese a no saber aún a ciencia cierta si aquel compañero era su aliado o sólo un enemigo más, dispuesto a hacerlo caer en una trampa a la primera oportunidad…, de repente se alegró de no tener que viajar solo. Era raro: siempre había amado la soledad. Por lo menos, no le había molestado. Ahora, en cambio, la temía. Quizá la soledad y el aislamiento fuesen dos cosas distintas. Quizá fuese, también, que todo había cambiado. Era… Tal vez lo experimentado antes había sido miedo, más que decepción. Su camino lo había conducido a través de todo el mundo conocido, pero sabía que pronto llegaría su fin. Si continuaba la analogía con un juego del que con frecuencia se había servido, ahora llegaba la última ronda, en la que todo podía sufrir cambios. Algo había sucedido mientras él esperaba encontrar barco en Endor.
Pero aún no sabía qué.
Herger arrimó más su caballo —demasiado, en realidad, para cabalgar con comodidad—, esbozó una sonrisa fugaz cuando sus miradas se cruzaron, y volvió a fijar la vista en el norte. Skar contempló el caballo de Herger. Era un animal muy robusto: esbelto pero de bien desarrollados muslos, cuyo movimiento se distinguía a través de la piel, húmeda de sudor. Como el suyo, un animal elegido con esmero, como todo el resto del equipo. Herger se había limitado a lo más imprescindible, pero sin olvidar nada importante. Skar había tenido ocasión de comprobar el contenido de sus alforjas, mientras reposaban en el bosque. Si por el camino conseguían agua y caza suficientes, podrían alcanzar Elay sin necesitar la ayuda de terceros.
—¿Y por qué dos caballos? —inquirió de repente.
Herger alzó la vista.
—Sabía que formularías esa pregunta —dijo.
—Pues la formulo ahora —gruñó Skar—, y te agradecería que contestaras a ella. ¿Tuviste desde un principio la idea de acompañarme?
El tono agresivo de su voz le asombró a él mismo, pero Herger pareció no darse cuenta.
El contrabandista tardó unos instantes en responder.
—No exactamente —dijo por fin—, pero soy desconfiado por naturaleza, ¿sabes? Todavía no estoy seguro de poder creer en ti. Tampoco me fié nunca de Gondered. Desde hace muchos años me acostumbré a dejar siempre una puertecilla de escape, que me permita salvar el pellejo en caso de apuro, ¿entiendes?
—No parece importarte mucho perder todo cuanto posees… —murmuró el satái.
—¿Cuánto poseo? ¡Bah! —exclamó con desprecio—. Tú ya viste aquellas cuatro porquerías. Los dos caballos que montamos valen mucho más de lo que yo hubiese cobrado por todos los trastos juntos. Además, ya estaba harto de Anchor. Más tarde o más temprano, me habría ido. Desde que llegaron los thbarg, ni siquiera para un hombre de mi condición era tan segura la ciudad como lo había sido antes.
Skar clavó en él una mirada penetrante. El viento había revuelto los cabellos del joven y, a la despiadada luz del sol, las líneas de su rostro resultaron duras. De pronto pareció mucho mayor de lo que había supuesto el satái.
—Un hombre de tu condición… —repitió Skar, pensativo—. ¿Y qué clase de hombre eres tú?
—Entre otras cosas, soy tu salvador —contestó Herger—, si permites que te lo recuerde…
—Después de haberme vendido primero —le soltó Skar sin alterarse—, si permites que te lo recuerde…
—¿Qué esperabas? —respondió Herger, sonriente—. Hacía semanas que esos dichosos thbarg recorrían la ciudad comentando que se acercaba un satái loco para iniciar él solo una guerra contra las errish. De pronto te presentas tú, traes a casa a un amigo mío, más muerto que vivo, y explicas con toda ingenuidad que su barco se quemó con toda la tripulación. Además, Gondered ya me había visitado antes de vuestra llegada, antes de que el barco entrara en el puerto, si quieres saberlo con exactitud.
—Pero… ¿cómo pudo suponer él que…?
—No es ningún secreto que Andred y yo somos amigos —continuó Herger—. Posiblemente no estaba seguro de poder atraparos en el puerto, con lo que dio en el clavo. ¿Qué demonios te llevas entre manos?
La pregunta sorprendió a Skar. A pesar de conocerse sólo desde hacía menos de veinticuatro horas, habían pasado ya tantas cosas juntos que, inconscientemente, ya había aceptado a Herger como su compañero. Pero olvidaba que el contrabandista casi no sabía de él más que el nombre.
—Nada —contestó, huidizo—. Al menos, no tiene mucho que ver con la versión que tú conoces.
La reacción de Herger fue inesperada. El hombre se inclinó, agarró las riendas del caballo de Skar y obligó a detenerse a éste.
—¡Ahora escúchame! —dijo, furioso—. Por tu culpa he perdido a uno de mis mejores amigos. Mi casa ya no existe, no me liquidaron por milagro, y seguramente ya han puesto precio a mi cabeza. También gracias a ti. No habrá matón, desde aquí hasta Elay, que no tenga ganas de cortarme el cuello, y ese monstruo que despachó en un santiamén al enano y a los thbarg no me tendrá ninguna consideración. Precisamente por ir contigo, Skar. ¿Todavía crees que no tengo derecho a saber la verdad?
El satái suspiró. El súbito arranque de Herger lo había desconcertado en un primer momento, pero las dotes de actor del joven contrabandista no eran muy excepcionales; al menos, no lo suficiente para disimular que había ensayado cuidadosamente las palabras —y también la entonación—, esperando sólo la ocasión de aplicarlas del modo más eficaz posible.
—Derecho… —repitió, demostrando lo sereno que estaba—. Puede que tengas un derecho, desde tu punto de vista. Pero yo no te pedí que vinieses conmigo, y en cuanto a los derechos… —y recalcó la palabra como si se tratara de una broma pesada—, hace tiempo que nadie se preocupa de los derechos, en este juego… Otras personas también tenían derecho a seguir con vida, y el pobre Andred tenía derecho a conservar su mano…
—Sólo quisiera saber por qué atentan contra mi vida —dijo Herger, inseguro, ya que Skar había empleado un tono más áspero de lo esperado por él—. ¡Y quien lo hace!
—Si en efecto tienes tan buenas relaciones como afirmas —replicó Skar, tan furioso con el compañero como consigo mismo, por no haber sabido dominarse—, debieras conocer la respuesta. Yo llevo sólo unas cuantas horas en esta tierra, pero hasta un ciego vería que aquí se preparan para la guerra.
—Como en todas partes —asintió Herger, impasible—. Los quorrl…
—Sabes tan bien como yo que no se trata únicamente de los quorrl —lo interrumpió Skar—. Tú mismo dijiste algo semejante, anoche.
Herger calló, y sus oscuros ojos examinaron al satái con una mezcla de curiosidad y progresivo temor. Quizá se preguntara si no había sido un error ayudarlo.
—Estoy tan poco enterado como tú de lo que sucede en este dichoso país —contestó al fin—. Desde luego, la campaña contra los quorrl es sólo un pretexto, cosa que ni siquiera constituye un secreto. Pero a nosotros no nos corresponde criticar las decisiones de las errish. Hace mil años que nos protegen, y no recuerdo ningún caso en que eso nos resultara perjudicial.
Skar tardó en dar una respuesta. Era la primera vez que Herger hablaba abiertamente sobre las verdaderas señoras del país, las errish, y el tono sumiso en que lo hacía lo sorprendió, sobre todo después de la impresión que Herger le había causado hasta entonces.
Pero… ¿acaso no era de esperar? ¿No habría hablado él de la misma forma, pocos meses atrás? Las Venerables Señoras habían sido siempre el símbolo de la justicia y el honor, una reducida y exclusiva casta tan temida como respetada, cuya sola presencia hacía parecer absurda, de antemano, toda posible idea de traición y engaño.
—¿Y no te importa que tu país se arme para la guerra? —inquirió Skar.
Herger buscó una respuesta.
—¡Claro que sí! —dijo al cabo—. Precisamente es uno de los motivos por los que te acompaño. No…, no soy el único que se pregunta si los poderes de los thbarg son realmente tan amplios como ellos afirman.
Skar le dirigió una mirada de extrañeza, pero Herger siguió hablando a toda prisa.
—Nosotros sabemos que las errish no son brujas, ni saben hacer hechicerías: Apenas se preocupan por lo que ocurre en el país. Una orden puede ser interpretada de una u otra manera. Guerra… —y pronunció la palabra de modo especial—. ¿Contra quién? ¿Contra Kohn? ¿Contra Larn o las Tierras Occidentales?
Herger acompañó cada nombre de un convencido gesto negativo.
—¿Y por qué no contra todos? —preguntó Skar.
Herger se asustó, pero logró contenerse enseguida.
—¿Y por qué no contra el mundo entero? —dijo, y en su voz vibró una cierta inquietud.
—También sería posible —murmuró el satái.
Herger se limitó a mirar a Skar con creciente espanto y, de repente, apartó la vista. Seguía dominándose, pero sus manos agarraron las riendas con innecesaria fuerza, y la expresión de su rostro resultaba casi demasiado serena.
Skar estaba confundido. ¿Qué diantre le ocurría o, mejor dicho, les ocurría a los dos? Trató de imaginarse al Herger de la víspera, pero le costaba. Poco quedaba de aquella seguridad en sí mismo, rayana ya en la soberbia, y se dio perfecta cuenta de que, debajo de aquella máscara de imperturbabilidad y mal fingida mofa de la que Herger quería alardear, bullía la preocupación. El satái tuvo la sensación de cabalgar junto a un hombre que sólo por casualidad se parecía al Herger a cuya casa lo había conducido Andred. Mas también él mismo había cambiado. Más de lo que hasta ahora creía.
—Aquel enano… —recordó Herger de súbito—. Se llamaba Tantor, ¿verdad?
—Sí.
Herger continuaba con la mirada fija, pero en su voz había una transformación: otra faceta del caos que debía de haber en su interior.
—¿Era cierto lo que explicó?
—¿A qué te refieres?
—Dijo que tú lo habías… traicionado —soltó Herger, forzado—. ¿Qué significaba eso?
Skar no había creído que el hombre retuviera en su memoria tan exactamente las palabras de Tantor. No después de todo lo acaecido. Nada le habría costado responder con un «no» rotundo, pero algo se lo impidió.
—Es cierto… —murmuró—, aunque por otra parte no lo es —dijo con una sonrisa casi turbada, antes de proseguir—: Desde su punto de vista, creo que lo traicioné, sí… Del mismo modo que, anoche, tú me traicionaste para salvar a un amigo.
Herger se estremeció.
—Yo…
—No te hago ningún reproche —se apresuró a añadir Skar—. Querías una respuesta, y ahí la tienes. Tuve que elegir entre la vida de Tantor y la de un amigo.
—¿Y? ¿Vive tu amigo?
La cara del satái se ensombreció. ¿Vivía Del? Cabía dentro de lo posible que los seres de los pantanos lo hicieran resucitar, pero… ¿volvería a ser alguna vez el Del que había conocido?
—No lo sé —confesó—. Pero tampoco tiene importancia. Ahora, ya no.
—¿Por qué no me lo cuentas todo, Skar? —preguntó con paciencia—. De todas maneras lo sabré, antes o después. A trozos y de forma incompleta, pero me enteraré.
Observó pensativo a Skar durante una fracción de segundo, y sus labios formaron una línea estrecha. Por último señaló hacia el norte.
—Como poco, nos esperan dos semanas de viaje. Quizá más, si hemos de escondernos en algún momento, y es de suponer que necesitaremos dar rodeos, porque los puertos de montaña pueden estar cerrados. Un largo espacio de tiempo, si uno ha de calibrar cada palabra que pronuncia…
Skar seguía callado.
—Antes me preguntaste qué tipo de hombre soy —continuó Herger.
—Y tú no contestaste.
—Verás… Por un lado soy curioso —dijo medio en broma, para agregar más serio—, pero también cuento con un montón de amigos. Hombres que pueden ayudarte. No creo que las errish preparen una guerra contra el resto del mundo. Sin embargo, tengo la impresión de que en este país se trama algo malo. Y quisiera saber qué es. Por eso te ayudé. También por eso —completó su declaración tras una pausa casi imperceptible.
Skar mantuvo su silencio, pese a no saber por qué. El hombre que era un par de meses atrás, habría contestado. Habría aprovechado toda ocasión para reunir a su alrededor el máximo número de aliados en su campaña contra Vela.
Pero ya no era el hombre que había emprendido la aventura de Combat, aunque su transformación era distinta de lo que suponía. Había creído adaptarse a Vela y experimentado en sí un cambio casi doloroso, pero interpretándolo de modo erróneo. Sus dudas, la inquietud sentida ya en casa de Herger; la inexplicable debilidad durante la huida, no vencida todavía por completo… Poco faltó para que soltara una carcajada. ¿De veras se había imaginado ser ahora más duro? Algo en su interior le había dicho que sólo podría derrotar a Vela volviéndose como ella, si era calculador y trataba a la gente con frialdad…, si mataba sin remordimientos y arrojaba por la borda todo lo aprendido sobre el honor y la caballerosidad, dando vía libre al monstruo que llevaba en sí.
Mas el monstruo ya no ocupaba su cuerpo. Hacía tiempo que su hermano oscuro se había ido, y él empezaba a notar ahora, poco a poco, hasta qué punto había dominado su vida anterior. Su debilidad no había sido más que asco, asco de sí mismo, de sus manos que —de nuevo— habían matado. Y se dijo que, quizás, el lobo de piedra no fuese más que la materialización de aquel diabólico hermano oscuro, la misteriosa fuerza crecida en su interior a lo largo de años, y que ahora poseía una malvada vida propia.
—¿Cuánto dices que podemos tardar en llegar a Elay? —preguntó, reprimiendo con gran esfuerzo los recuerdos y pensamientos que empezaban a contaminar su alma como una enfermedad solapada y terrible.
—Dos semanas —contestó Herger—. Más bien tres, si damos algún rodeo para no entrar en las ciudades.
Skar respiró ruidosamente.
—¡Tres semanas! Tendremos tiempo suficiente de hablar.