Capítulo 14
El terreno se hizo pedregoso, a medida que avanzaban. Las colinas que habían flanqueado la orilla septentrional del río se hacían más planas a cada kilómetro, y donde antes sólo había arena y lodo agrietado, bajo los cascos de los caballos asomaba ahora duro granito. Cabalgaron durante toda la tarde y hasta bien entrada la noche sin que Herger hubiese vuelto a pronunciar palabra. Skar estuvo a punto, un par de veces, de romper el hielo y decir algo, pero no acababa de decidirse. La conducta de Herger le recordaba la de un niño que, al no poder imponer su voluntad, reaccionara con porfía. Comprendía el miedo del compañero, porque en el fondo lo compartía, pero el modo en que Herger lo expresaba lo sacaba de quicio. Hubiese aceptado mejor que el contrabandista le dejara plantado. En realidad era lo que había esperado. En cambio lo desconcertaba que Herger siguiera junto a él pese a todo, y pusiera hocico como un crío caprichoso.
Pero… ¿acaso había algo comprensible en Herger?
El paisaje siguió transformándose. Pronto se hallaron en un extraño laberinto de granito y rocas, entre las cuales sólo habían logrado agarrarse unos cuantos arbustos secos, de parduscas raíces como dedos. El aire tenía un olor raro, estéril, y el viento arrastraba consigo nubes de un fino polvillo rojizo que se pegó a sus cabellos, penetró bajo sus ropas y les produjo escozor en los ojos.
No se detuvieron hasta que el sol se hubo puesto por completo y el color ceniciento del crepúsculo dio paso al negro azulado de la noche. Simplemente dieron por terminada la jornada, sin molestarse en buscar un lugar especial.
Skar desmontó, hizo un par de ejercicios con los brazos y los hombros para desentumecerlos, y se acercó a las parihuelas en que descansaba el quorrl inconsciente. No se había cumplido su esperanza de que el guerrero despertase de nuevo y les facilitara más información. En cambio, el estado del quorrl era visiblemente mejor. El febril sopor se había convertido en un profundo sueño de agotamiento, y, cuando Skar se inclinó para apoyar la mano en su frente, ésta ya no ardía.
Descolgó el odre de la silla, bebió un pequeño sorbo y vertió sobre la cara del quorrl unas gotas del precioso líquido.
—No sé por qué no lo tomas en brazos y lo meces un poco —comentó Herger, mordaz.
El satái guardó su odre antes de contestarle.
—Si supiera que con ello lo ayudaba, lo haría —dijo muy en serio—. Pero no creo que sea necesario. Con un poco de suerte, saldrá adelante. Posee una constitución increíble.
—Confío en que tú también la tengas, Skar —replicó Herger—, porque vas a necesitar la fuerza de diez satáis juntos si sus hermanos nos atacan.
El contrabandista lanzó un resoplido, bajó de su caballo y dio unos pasos. Skar observó que apenas podía contener unos gemidos de dolor. No había resistido la marcha tan bien como él. Llevaba once días de incesante esfuerzo, y ahora no podía más. Se movía con cuidado. Posiblemente tenía la piel excoriada de tanto cabalgar. Y quizás eso aumentara su mal humor. La debilidad y el miedo suelen estar muy próximos.
—Odias a los quorrl, ¿verdad?
Herger clavó en él una mirada llena de obstinación.
—¿Tú no, acaso?
—No tanto como tú. Los temo, como todo el mundo, pero miedo y odio son dos cosas distintas. No debieras confundirlas.
Herger emitió un gruñido y desapareció en la oscuridad con paso torpe. El satái estuvo a punto de llamarlo, pero no lo hizo y, en cambio se entretuvo desensillando los caballos para preparar luego su campamento para la noche. Le costó lo indecible desatar solo al quorrl y dejarlo resbalar al suelo sin que se hiciera daño. Cuando lo hubo conseguido estaba tan agotado que necesitó apoyarse tembloroso en la ijada de su montura para respirar. El corazón le latía como loco. El breve esfuerzo había exigido de sus músculos toda la fuerza restante, y Skar recordó de pronto las palabras de Herger: «la fuerza de diez satáis…». A él no le quedaba ni la de un hombre corriente. Si ahora se equivocaba y los dos se metían en una trampa, estaban perdidos. ¿De dónde iba a sacar la fuerza para liberarse?
Pero la debilidad cedió, y con ella se desvanecieron las pesadillas de lucha y muerte. En los últimos meses, Skar había creído llegada su última hora demasiadas veces, para ahora tomar en serio semejantes pensamientos.
Acababa de encender el fuego cuando regresó Herger. El satái no pudo distinguir su rostro bajo el vacilante resplandor de las llamas, pero algo parecía haber cambiado en él. Quizá la expresión, ahora nueva y difícil de definir.
El compañero permaneció a la sombra de una roca, estaba en silencio, y por fin se acomodó al otro lado del fuego.
—Lo siento —murmuró.
—¿Qué? —contestó Skar, mirándolo.
Herger intentó una sonrisa, pero fracasó. Y con ello aumentó aún más su turbación.
—Fui injusto —murmuró desvalido—. Pero tú…
Skar sacó del fuego una rama encendida, para jugar con ella.
—Ya estoy acostumbrado a eso —dijo—. Todo el mundo es injusto con nosotros, los satáis.
—Y ahora buscas compensarlo… con ése —prosiguió Herger, señalando el quorrl.
Su voz sonaba un poco más cortante de lo debido, y Skar se dio cuenta de que su enojo no se había apagado, sino que continuaba bullendo en su interior. Herger procuraba mudar de actitud, pero no era lo suficiente hábil para engañar al satái. Lo que hacía, era con un motivo muy concreto. No obstante, Skar decidió seguirle el juego, al menos de momento.
—El quorrl no constituye un peligro —indicó—. Tardará mucho en significar un riesgo. Aunque sane, durante semanas enteras estará demasiado débil para ser una amenaza…, ni siquiera para un niño.
—¿Y luego? —inquirió Herger, acechante.
—Entonces ya no estará con nosotros.
—Pero quizá mate a algún chiquillo. A adultos, hombres, hermanos, hijos e hijas… Y la sangre de sus víctimas quedará pegada a tus manos, Skar.
El satái volvió a sentir una ola de ira como la que ya le había sobrevenido una vez al exigir Herger que diese muerte al quorrl.
—Acaso manche las tuyas —replicó, esforzándose por dominarse—. Ya te dije que lo mataras, si querías. No te lo impediré.
Pero ahora no surtieron efecto sus palabras. Herger había tenido bastante tiempo para reflexionar sobre el asunto, y parecía haber llegado a una conclusión que a Skar no le gustaba en absoluto.
—¿No crees que te lo haces demasiado fácil? —preguntó con toda calma.
—¿Por negarme a cometer un asesinato en tu lugar?
—No sería un asesinato —expuso Herger—. Estamos en guerra con esos seres, y tú eres satái. Yo, en cambio, no soy más que un simple comerciante, no un soldado. —Hablaba tan aprisa y sin tropezones, que Skar comprendió que había preparado cada una de sus frases.
—Hace decenios que decidiste vivir con el arma en la mano. Nadie te obligó a ello —añadió—. Estamos en tiempos de guerra, y el soldado eres tú, y no yo.
—Pero no se trata de mi guerra —respondió Skar.
—¡Ni de la mía, amigo! Yo no la empecé, como tampoco la iniciaste tú o el quorrl. Sin embargo, nadie nos preguntará eso si, de pronto, nos vemos entre dos frentes o nos cruzamos con una patrulla de quorrl.
Skar devolvió la rama al fuego y observó cómo acababan de devorarla las llamas. Sabía que, detrás de las palabras de Herger, se escondía algo más, y de que no eran más que el preludio de otra cosa. Mas no sabía de qué.
—Es posible que tengas razón —murmuró—, pero ahora no tengo ganas de conversar. Estoy cansado.
Hubo un momento en que Herger pareció desconcertado. Por lo visto, no había contado con esa reacción. Se contuvo enseguida, empero. No estaba dispuesto a ceder así como así.
—¿De veras crees que por aquí encontraremos rebeldes? —preguntó—. ¿Algo semejante a un ejército subterráneo dispuesto a olvidar la antigua enemistad y guerrear en común contra las errish?
Procuraba que su voz sonase bien burlona, pero el agotamiento le hacía temblar la voz y le estropeó el efecto.
—¿Por qué no? —inquirió Skar, inmutable—. Hasta el león y el antílope huyen juntos del fuego. ¿Por qué no habrían de luchar juntos los humanos y los quorrl contra un peligro que los amenaza a todos?
—¡Porque es una estupidez! —exclamó Herger—. Porque resulta absurda y pueril la idea de hombres y quorrl peleando juntos, y además contra un peligro del que no tienen ni idea. ¡Eso no es más que un romanticismo que no encaja contigo!
—De acuerdo. Del mismo modo que no encaja la idea de un pequeño encubridor y contrabandista que de repente expone su vida y su existencia para ayudarme…
Herger soltó un resoplido.
—Tengo mis motivos para seguirte. Pero dudo de que los entendieras.
Skar bajó la vista y contempló meditabundo las llamas. No había dicho nada a Herger de los dos guerreros muertos, pero eso nada habría cambiado. No de verdad. Quizás el susto habría sido más profundo, o durado un par de días más, pero la reacción del contrabandista se habría producido de una forma u otra.
—¿Se puede saber qué quieres? —inquirió con una mezcla de rabia y resignación—. Eres libre de irte. Ahora, mañana, cuando te dé la gana.
—¿Irme? —respondió Herger con desprecio—. ¿Adónde? ¿Pretendes que regrese a Anchor, donde ya me esperan los thbarg? ¿O que vaya a cualquier otra ciudad? Formo parte de tu equipo, Skar, quieras o no… Y a mi cabeza le han puesto el mismo precio que a la tuya.
—Fue decisión tuya, la de ayudarme —contestó el satái, insensible. Casi se alegraba de que, aunque de manera indirecta, Herger le hiciese reproches—. Podrías haberme entregado a Tantor y seguir tu propio camino.
Herger respiró de forma ruidosa.
—Parece que te divierte entenderme expresamente mal. No me arrepiento de haber venido contigo. Admito que, de no ver con mis ojos al enano y a ese horrible monstruo negro, no habría creído ni media palabra de lo que me contabas. Pero estoy aquí, te creo y, por consiguiente, te ayudaré…, si es que tú me dejas. Todo lo que ahora pido, es que abandonemos aquí a esa bestia y nos larguemos lo antes posible. Esta tierra está maldita.
Súbitamente, Herger hablaba con toda seriedad, y la expresión de sus ojos subrayaba sus palabras. Tenía miedo. Lo que Skar vio en él era un miedo muy superior al que pudiesen producirle el quorrl o los soldados de Vela.
—¿Qué significa eso de maldita?
—¡Ay, caray, pues… que está maldita! No sé mucho de eso; nadie lo sabe. Pero corren rumores de que aquí suceden cosas misteriosas. Comprobarás que en estos andurriales no crece nada, y muchos hombres que aquí se adentraron, nunca más volvieron a aparecer…
—¡Bobadas! —protestó Skar.
Pero no era más que una reacción instintiva a las palabras de Herger, sin convicción alguna. Nunca había creído en el poder de las maldiciones, pero estaba aprendiendo a prestar atención a las advertencias que se escondían detrás de la mayor parte de las leyendas. Aunque a veces fuese sólo una advertencia ante lo desconocido.
—Es verdad —insistió Herger—. No…, no te dije nada porque no me habrías creído. Habrías pensado que sólo quería impedir que siguieras camino hacia el norte. Pero es cierto, Skar, aunque para ti no sean más que habladurías tontas.
—¡No lo son en absoluto! —exclamó de pronto una voz, detrás del satái.
Skar se puso de pie tan deprisa que se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio. Herger lanzó un grito de sorpresa y se apresuró a apagar el fuego, pero la leña que aún ardía estalló en un silencioso mar de chispas, y por espacio de dos o tres segundos la claridad fue todavía mayor que antes.
El satái se ladeó para huir de la luz y desenvainó la espada.
En la oscuridad que reinaba más allá del campamento sonó una risa queda y zumbona.
—Una representación impresionante, satái, pero innecesaria. De haber querido mataros, ya lo habríamos hecho.
Una de las negras sombras se movió, avanzó y resultó ser un tipo esbelto, vestido de un azul grisáceo. «El color de la noche», pensó Skar. Un perfecto enmascaramiento. Y el hombre se movía de modo tan silencioso como invisible era su indumentaria.
Se acercó al fin el desconocido y se detuvo a dos pasos de Herger para examinarlo, cosa que a continuación hizo con Skar. Llevaba el rostro cubierto, y sólo se le veían los ojos, mas también esa zona estaba ennegrecida con hollín. En el oscuro turbante que le cubría la cabeza brillaba una especie de diadema de apenas un dedo de ancho, una tira de acero estriado cuyo único adorno era un pálido cristal: el único elemento de su conjunto que no era mate y reflejaba el resplandor del fuego, con lo que, a primera vista, hacía el efecto de un tercero, y reluciente ojo. A Skar le extrañó que quien tanta importancia daba a su enmascaramiento llevase una joya tan delatora.
—¿Eres Skar? —preguntó el intruso—. ¡Un satái, según veo!
Skar asintió, pese a que las palabras no habían sido pronunciadas en tono de pregunta. Trató de escudriñar los alrededores, pero aparte de aquel hombre no había más que noche y sombras. Sin embargo, el satái tuvo la certeza de que aquella persona no había llegado sola.
—Llevo bastante rato escuchándoos —prosiguió el desconocido—. Hablabais tan alto que cualquiera podía oíros.
—¿Quién eres? —quiso saber Skar.
—Me llamo Legis. Pero conversaremos más a gusto si te guardas el arma. No creo que seamos enemigos.
Skar bajó el tchekal, mas no lo guardó todavía.
—¿Ésa es tu opinión?
Legis rió brevemente. En realidad, su voz no era tan áspera como parecía. Su nerviosismo y el tupido velo que cubría su cara la hacían sonar más oscura de lo que era. Skar bajó aún más la espada y observó con detención a Legis. La pesada capa de lana le caía suelta hasta los tobillos, pero ni así podía esconder del todo las suaves formas de la figura. Legis era una mujer.
Sostuvo ella su mirada durante unos segundos, rió de nuevo e hizo un rápido gesto que Skar, de momento, no supo interpretar.
—¿Estás satisfecho? —preguntó Legis, burlona, y agregó—: Como te he dicho, hacía un rato que os escuchaba, y creo que todos huimos de la misma gente.
—Unos enemigos comunes no tienen por qué significar amistad —repuso Skar, poco seguro.
En vez de contestar, Legis se llevó las manos a la cabeza, soltó el velo que le escondía la cara y respiró con alivio.
—Es cierto —respondió después de un paréntesis—. Lo único que yo dije, fue que no creo que seamos enemigos. No, que yo sepa. Eso ya se verá.
Miró con frialdad al satái y dio unas palmadas. Skar se puso tenso, pero procuró no hacer ningún movimiento impensado. De la negrura surgieron entonces más figuras: tres, cuatro, seis gigantes escamosos, de anchos hombros.
Herger emitió algo así como un graznido y se levantó de un salto. Quiso desenvainar la espada, pero no llevó a cabo el movimiento.
—¡Quorrl…! —jadeó.
Legis sonrió divertida.
—Como ves, el león y el antílope pueden luchar juntos —dijo—. Pero ahora no me preguntes quién de nosotros es el león y quién el antílope. Te recomiendo que guardes el tchekal —añadió, de cara a Skar.
Su voz había recobrado la tranquilidad de antes, pero ahora daba indudablemente una orden, y el satái obedeció, aunque recorriendo con la vista a aquella colección de macizos quorrl. Esos guerreros habían formado un amplio semicírculo entre ellos y los caballos. Uno de ellos se arrodilló junto a las parihuelas del herido y comenzó a examinarle el hombro.
—Así, pues, dijo la verdad —señaló Skar.
—¿Quién? ¿El guerrero?
—Sí. Dijo que debíamos dirigirnos al norte. Habló de rebeldes, pero no le entendimos bien.
—Rebeldes…
Legis repitió la palabra de manera muy especial, y una sombra pareció cruzarle el rostro, aunque Skar no pudo afirmarlo con seguridad. La ennegrecida zona de los ojos de la mujer hacía difícil escrutar sus facciones. Lo que sí descubrió era que Legis tenía más edad de la que él había creído al principio.
—Podríamos llamarlos así, en efecto —continuó después de otra pausa—. ¿Y él os hizo venir a nosotros?
Skar hizo un gesto afirmativo y negativo al mismo tiempo.
—No directamente —se apresuró a explicar, al ver la interrogación en la mirada de Legis—. El quorrl deliraba… No estuve seguro de que dijese la verdad.
—¿Y no obstante vinisteis? —inquirió Legis, sorprendida—. ¡Un considerable riesgo!
Tras un nuevo silencio, intercambió una mirada con uno de sus guerreros y se pasó espontáneamente una mano por la frente, como si estuviese acostumbrada a apartarse un molesto mechón.
—¿Dónde lo hallasteis?
—Cerca del río —contestó Skar—. A una jornada de aquí. Hubo una batalla a poca distancia del vado. Él era el único superviviente.
—¿Y cargasteis con él… a través de cuarenta y tantos kilómetros de un mundo erizado de peligros? ¿Por qué? —preguntó Legis en un tono especial, que Skar no acababa de interpretar—. ¿Cómo rehén? ¿O pensasteis que podría seros de utilidad, si tropezabais con más quorrl?
Su mirada era ahora acechante, pero Skar calló. La propia Legis tampoco parecía esperar una respuesta. Dio media vuelta y se puso a hablar en voz baja con los guerreros. El satái no entendió qué decían, pero uno de los quorrl los señaló repetidas veces, a lo que Legis sacudió enérgicamente la cabeza. El guerrero estaba excitado. Eso se adivinaba pese a su inexpresiva cara de pez, y poco le faltó para expresar su disconformidad a gritos.
Skar siguió interesado la discusión, antes de colocarse al lado de Herger. El joven no había abierto la boca desde el momento del encuentro, aunque vigilando con ojos muy abiertos cada movimiento de Legis y de sus quorrl. Tenía que saber lo inútil que resultaba su espada, dadas las circunstancias, pero aun así era incapaz de apartar la mano de la empuñadura.
El satái le echó una mirada amenazante, si bien apenas dijo nada. Con excepción del que aún discutía con Legis, los quorrl no les quitaban la vista de encima, y Skar tuvo el convencimiento de que al menos había uno entre ellos que entendía su lengua y no se perdía palabra, lleno de desconfianza. Los quorrl se mantenían tranquilos, pero el hecho de que no hubiesen atacado no era garantía de que no lo hicieran en cualquier instante. Legis se había dirigido a ellos con amabilidad, aunque su voz encerrase una evidente amenaza. El satái no pudo evitar que también de él se apoderase el miedo, mientras observaba a los mudos quorrl. Incluso para los de su raza eran enormes. Legis tenía que haber elegido muy cuidadosamente a sus acompañantes. Todos ellos pasaban en una cabeza entera a Skar y eran tan anchos de espaldas que un hombre de complexión normal hubiese podido esconderse sin dificultad detrás de ellos. Las espadas y hachas que empuñaban parecían de juguete en sus manazas. El satái dudó que pudiese vencer a ninguno de ellos.
Herger había palidecido, y por su frente resbalaban perlas de sudor frío.
—¡No cometas ahora ningún error! —le susurró Skar, sin apartar los ojos de los quorrl—. Un movimiento desacertado, y nos matan.
—Creo que ya estamos muertos —balbuceó Herger—. Nos liquidarán, Skar. ¡Fíjate en esas bestias! No tardarán en…, en arrojarse sobre nosotros.
—¡Calla! Tus palabras nos costarán la cabeza.
—No será así —intervino entonces Legis.
Skar clavó la mirada en la mujer. A pesar de su excitación, Herger había hablado en voz baja. Esa Legis debía de tener un oído extraordinariamente fino.
—Yo…
—No necesitas disculparte, satái —prosiguió ella—. Al contrario. Soy partidaria de las cosas claras. Tu amigo nos odia, pero eso es asunto suyo.
Y se acercó más, ahora en compañía del quorrl con el que había discutido. Al lado de la mujer, el guerrero todavía resultaba más enorme: un verdadero coloso gris de escamas y huesos, una montaña que hubiese cobrado vida, y que vigilaba a Skar y Herger con sus ojos carentes de expresión.
—La teoría desarrollada por ti —dijo Legis, de cara a Herger— no deja de tener su interés. Desde tu punto de vista, claro. Pero resulta poco… perspicaz. Hubiese esperado más inteligencia por tu parte. Ten en cuenta que yo tampoco nací con la espada en la mano, pero la empuño cuando es necesario.
Herger palideció todavía más. Inútilmente trató de resistir la mirada de Legis.
—No… te… entiendo —murmuró.
Legis hizo un mohín de displicencia.
—Me entiendes perfectamente —replicó ella—. Y, por favor, no te hagas el tonto, porque para eso te falta sagacidad. Y me ofendes si realmente crees que iba a caer en tu trampa.
—¿Cuánto rato llevabas escuchándonos? —preguntó Skar.
—Lo suficiente —contestó Legis con sequedad.
—Pareces haber seguido cada una de nuestras palabras —dijo el satái—. ¡Mis respetos, señora! No sucede con frecuencia que alguien permanezca tanto rato cerca de mí, sin que me dé cuenta.
La mujer inició una sonrisa.
—Pronunciadas por un satái, esas palabras deben de constituir un elogio muy especial, ¿no? Tuvimos que aprender a movernos con las sombras y ser silenciosos como el viento, si queríamos sobrevivir. Y… para responder a tu pregunta: ya estábamos aquí cuando vosotros llegasteis. Por cierto que tu amigo estuvo a punto de tropezar conmigo, al internarse furioso en la oscuridad —agregó—. Os observamos desde el amanecer. No fuisteis muy prudentes, para ser dos fugitivos.
—¿Nosotros? —inquirió Skar—. Hablas en plural, y me figuro que no estás sola con esos quorrl, en lugares tan inhóspitos…
Legis alzó una mano con impaciencia.
—Obtendrás respuesta a tus preguntas, satái, y también a la de qué pensamos hacer con vosotros. Pero no de mí, ni aquí y ahora. Nos acompañaréis.
—¿Adonde?
—A nuestro campamento. No queda lejos. Y ahora debemos ponernos en marcha. Ya hemos perdido bastante tiempo.
Sin esperar contestación, dio media vuelta y dijo algo en la lengua de los quorrl. El individuo que no se apartaba de ella subrayó la orden con un ademán tajante. Skar estudió la manera en que el guerrero se movía. Todo en él parecía ser fuerza. El satái tuvo la impresión de que era un paquete de músculos sobre dos piernas, capaz de estallar al mínimo motivo.
Skar se agachó, recogió su manta y la enrolló, pero Legis lo llamó con tono imperioso cuando quiso dirigirse hacia su caballo.
—¡Los animales se quedan aquí! —mandó—. Quitadles la guarnición y dejad que corran libres. Ya encontraran su camino. Del herido nos encargaremos nosotros.
Skar frunció el entrecejo.
—Pero…
—¡Obedeceréis sin chistar! —lo interrumpió la mujer en voz más alta.
El gigantesco quorrl miró impasible al satái. Durante cinco, diez o quince interminables segundos, sus ojos perforaron los de Skar. En sus facciones no había ninguna expresión, y eso era precisamente lo que asustaba al satái. El quorrl no necesitaba amenazar. Todo él, con su impresionante apariencia, constituía ya suficiente amenaza. Skar respiró aliviado cuando —después de lo que le pareció una eternidad— aquel ser volvió junto a sus compañeros. Comprendía que no hubiese resistido por más rato aquel duelo mudo. De haber continuado en su postura el quorrl, Skar habría tenido que bajar la vista. Por primera vez en su vida.
El satái retrocedió un paso, confundido y presa de una extraña mezcla de irritación y desconcierto, y miró a su alrededor casi en busca de ayuda. Herger no parecía haber notado aquella lucha sin palabras entre Skar y el quorrl, mientras que, desde luego, a Legis no le había pasado inadvertida.
—Mork, comandante de nuestras tropas quorrl —dijo ella—. Creo que no necesita más presentación.
Aunque Skar no conocía el nombre de aquel monstruo, se había dado sobrada cuenta de que era el jefe de los seres escamosos. Todo indicaba que era el jefe nato. Nadie se atrevería a ponerlo en duda, y no por su fuerza física, normal entre los de su raza —entre la media docena de acompañantes de Legis había dos igualmente altos y quizá todavía más anchos de hombros—, sino porque Mork irradiaba un poder y una fuerza de voluntad especiales, superiores a los que Skar había encontrado en otros adversarios.
El satái apenas podía apartar la vista del lugar ocupado por Mork hasta unos instantes atrás.
—Un…, un hombre sorprendente —dijo, con más excitación en la voz de lo que hubiese querido.
—Sí, y peligroso también —contestó Legis—. Es fuerte y fiero, como uno se imagina a los quorrl, pero además tiene inteligencia. No debieras menospreciarlo.
Nuevamente se cubrió el rostro con el velo y, con un rápido movimiento, se quitó la diadema. Su persona parecía volver a fundirse con el negro grisáceo de la noche.
—¿Y quién eres tú? —quiso saber el satái.
—Una errish. El guerrero dijo la verdad. Pero ahora ven. En el campamento te lo explicaré todo, y tenemos que alcanzarlo antes de la salida del sol.
Esta vez, Skar la siguió sin protestar. Uno de los quorrl quedó atrás y apagó el fuego con cuidado. Otros dos levantaron las parihuelas en que descansaba el camarada inconsciente, como si éste no pesara nada.
Herger se arrimó a Skar. No decía ni palabra, pero su mirada erraba inquieta entre los quorrl que iban delante y la figura de la errish, vestida de azul. Seguía agarrando nervioso la empuñadura de su espada, pero ahora ya sólo lo hacía para esconder su temblor.
Caminaron unos cien pasos hacia el este, y de pronto se detuvieron ante una señal de Legis. La errish y Mork desaparecieron detrás de una enorme roca semicircular, que Skar no vio hasta que su sombra engulló a los dos, que permanecieron un rato allí.
El satái aguardó. Le parecía oír un débil ruido —como si alguien arrastrase cuero y metal sobre la piedra—, y el viento trajo consigo, se súbito, un penetrante y raro olor.
Detrás de la roca surgió entonces una extraña sombra. De momento, el satái creyó tener ante sí un nuevo gigante: un monumental monstruo de dos metros y medio de estatura, que parecía cubrirse con una capa de cuero. Pero pronto asomó a la débil luz de las estrellas una segunda forma idéntica, y Skar comprendió de qué se trataba.
—¡Daktylios! —jadeó, sobrecogido.
Herger se estremeció visiblemente, pero se mantuvo callado. Skar seguía con la vista fija en los imponentes saurios voladores. Había oído hablar de esos animales, llegando incluso a verlos desde lejos, pero nunca los había tenido tan cerca. Eran unos horribles y titánicos reptiles con alas de murciélago y cabezas de martillo, que los observaban a él y a Herger con sus diminutos ojos colorados. Le recordaron a los escalofriantes hoger del desierto de Nonakesh, con que Del y él habían tenido que enfrentarse, pero al aproximarse observó las diferencias. Estos eran más huesudos, y su procedencia de los viejos saurios era muy evidente. El cuerpo, esbelto, se movía sobre dos patas musculosas que parecían más adecuadas para andar que para el vuelo.
Llevaban sillas de montar, y, cuando uno de los animales abrió las alas en un movimiento casi juguetón, Skar tuvo que rectificar su opinión. Las colosales alas coriáceas azotaban el aire con una fuerza tremenda. La repentina corriente hizo tambalearse a Skar.
—Confío en que no os mareéis —dijo Legis, burlona.
El satái no se había dado cuenta de que el quorrl y la errish estuviesen de nuevo con ellos. Cada uno llevaba de las riendas a uno de esos reptiles voladores.
—¿Pretendéis…?
—Volar —confirmó Legis, impasible—. Nos separan unos noventa kilómetros de nuestro campamento. ¿Esperabais que fuésemos a pie hasta allí?
Skar tragó saliva. Las sillas eran suficiente prueba, pero se había aferrado a la esperanza de que la errish y sus acompañantes utilizasen a los daktylios como caballerías, del mismo modo que las Venerables Señoras montaban en sus dragones. Pero a ellos les tocaba volar. Había oído decir que algunas tribus quorrl especialmente salvajes del norte se servían de los datktylios para volar, pero no lo creía. No lo había querido creer.
—Tú volarás conmigo —dispuso Legis—. Tu amigo pesa menos y podrá ir con uno de los guerreros. ¡Adelante!
Skar avanzó vacilante hacia la errish y su negro monstruo. En su estómago hubo de pronto un bulto helado y duro.