Prólogo

En la amplia y vacía cámara reinaba el silencio. A pesar de que, en muchos puntos, las paredes estaban reventadas y rotas y no podían impedir el paso del viento ni de la roja y llameante luz del sol, sí excluían tenazmente todo ruido y toda señal de vida, por insignificantes que fueran, transformando aquella sala de piedra en una cripta. También allí se notaba el frío, quizás incluso con mayor intensidad que en el exterior: un hálito húmedo e invisible, que cubría el suelo cual susurrante niebla y asomaba entre los escasos y estropeados muebles, lo hizo tiritar. Pero lo que envolvía las montañas y la fortaleza en ruinas con un blanco sudario era algo más que la baja temperatura, algo más que el crujiente helor de la nieve… Era el alma de Cosh, la voz de los pantanos, que los había seguido como un oculto acompañante, y Skar sintió su presencia, su aliento, el suave tentar de unos dedos misteriosos que parecían tocar algo muy profundo de su ser o, simplemente, buscarlo. La esbelta figura tendida ante él en un lecho de piedra parecía escondida detrás de una extraña pared de vibrante aire, como si las leyes de la naturaleza se hubiesen puesto cabeza abajo e hicieran temblar de frío el ambiente; si él la miraba con suficiente atención, tratando de penetrar en los murmullos de la niebla y de la gélida humedad, sus contornos empezaban a difuminarse y desaparecer, y en los rígidos labios del muerto surgió de nuevo la fugaz y joven sonrisa cuyo verdadero significado quizá sólo Skar conociera. Los ojos de éste se llenaron de lágrimas que dibujaron finas huellas de calor en la aterida piel de su rostro. Ahora que todo había pasado, experimentaba dolor, sí… Un dolor más intenso y profundo que nunca. Había creído estar más allá de la tristeza y el sufrimiento, después de conocer el odio, pero no era así. ¿Cuántas veces había visitado la estancia en los últimos cuatro días? ¿Doce? ¿Dos? Ya no lo sabía. Tampoco recordaba con cuánta frecuencia se había sentado, como ahora, junto al lecho de Del para contemplar la figura inmóvil y muerta (le costaba un esfuerzo formular aquella palabra aunque sólo fuese con el pensamiento, porque pronunciarla equivalía a aceptar una realidad, y era la primera vez en su vida que deseaba cerrar los ojos ante un hecho y poder esconderse en cualquier rincón) del joven satái, ni cuántas veces la muerte había rozado sus vidas…, su vida en común, más exactamente, porque lo sucedido antes no contaba (cosa que también comprendía ahora). Con Del había muerto una parte de sí mismo, una parte que él ni siquiera había conocido. ¿Odio? Al arrodillarse en la nieve junto al ensangrentado cuerpo y mirar los ojos del cadáver, cubiertos de escarcha, había creído por espacio de unos instantes sentir odio, pero no era cierto. Se trataba simplemente de dolor, aunque de un dolor distinto, e incluso el enigmático ser existente en su interior, aquella voz malévola y susurrante que solía aprovechar todo momento de debilidad para mofarse de él y ponerlo en ridículo, permaneció callada. Del estaba muerto, y la cosa no tenía vuelta de hoja. Resultaba tan sencillo, brutal y absurdo, que por su gusto hubiese gritado, y quizá fuera eso lo único capaz de despertar auténtico furor en él. La muerte de Del carecía de sentido o, en el caso de tenerlo, sólo podía ser el de herirlo y agraviarlo a él, Skar. El lobo había querido hacerle daño a él y había matado a Del después de elegir de manera cruel y calculadora el punto en que podía producir el máximo dolor a su víctima.

El leve sonido de unos pasos interrumpió sus pensamientos y, por un breve instante, Skar tuvo la impresión de que en la sala se producía un movimiento rápido e invisible, un silencioso deslizarse y huir, como si las sombras y la húmeda garra de Cosh se retiraran apresuradamente. Skar alzó la vista, miró con fijeza a Gowenna durante un interminable segundo y, por fin, se levantó despacio y con esfuerzo. Gowenna quiso decir algo, pero él movió la cabeza con un gesto que no admitía replica, señaló la salida y pasó de largo por delante de ella. Una sombra se puso de pie a su lado, aguardó a que también Gowenna abandonara la casa y entró sin hacer el menor ruido. Skar no supo quién era: Eltra, Kortel o cualquier otro de los seres de los pantanos, que no tenían nombre ni rostro y que durante los últimos cuatro días habían velado de manera ininterrumpida el cuerpo de Del. Cuando él llegaba, se iban ellos, siempre sin intercambiar ni una sola mirada o palabra con el satái, como si comprendieran y respetaran su dolor con el instinto de unos animales vigilantes y huraños, pero cumpliendo indefectiblemente con su deber. Sombras silenciosas, que montaban callada guardia junto al difunto. En realidad hubiera sido obligación de Skar, ya que los antiquísimos ritos exigían velar al satái muerto durante cuatro días y cuatro noches, sin dormir ni moverse, pero él se hallaba demasiado fatigado para ello, y agradecía a aquellos seres que lo libraran de tal carga. Al menos se decía a sí mismo que lo hacían.

A Skar le constaba que no se trataba de un verdadero velatorio, y que los seres de los pantanos nada tenían de sombras. Pero prefería ignorar lo que hacían. En una ocasión, días atrás —que se le antojaban años— había sido testigo de sus oscuras y terribles artes. Y lo que entonces había presenciado —en otra vida— era sólo una minúscula muestra de su poder, de la enorme fuerza psiónica que eran capaces de desatar, mas aquel fugaz contacto ya había sido suficiente para hacerlo estremecer hasta lo más profundo de su alma. Ahora, en consecuencia, no quería saber nada.

Se apartó unos pasos de la entrada, se detuvo a medio camino entre la casa y el muro de defensa casi derruido y se ciñó la capa alrededor de los hombros. Las almenas comenzaban a robarle negros y rectangulares prismas al sol, y la noche se anunciaba con nuevas rachas de viento y un frío glacial. La temperatura descendería aún más que en la víspera, ya un poco más cruda que la anterior. Sólo muy poco, pero se notaba. Y en el angosto paso entre las montañas habría una insignificancia más de nieve.

—Debieras dejar eso, Skar —dijo Gowenna en voz baja.

El hombre no se había dado cuenta de que ella lo seguía de nuevo. Hacía cuatro días que la rehuía. Al principio, con disimulo, pero luego de modo tan notorio que Gowenna tenía que darse cuenta. Pero, por lo visto, la mujer había decidido hacer caso omiso de su ya evidente rechazo.

—¿Dejar qué? —preguntó sin volverse.

El viento le azotaba la cara, y los diminutos cristales de hielo que arrastraba consigo lo herían, más eso poco le importa.

—Sabes perfectamente a qué me refiero —replicó Gowenna, en cuya voz había una ligera impaciencia, tras la cual podía esconderse cierto disgusto—. Te torturas, Skar —prosiguió al comprender que él no contestaría—. Llevas cuatro días ahí dentro, martirizándote. ¿Crees que tiene sentido revolver el cuchillo que Vela te hundió en el pecho?

—Del está muerto —gruñó Skar y, después de respirar de manera audible, apartó el rostro del viento y la miró al fin.

A Gowenna le temblaron los labios, y su único ojo sano centelleó airado.

—No lo está —declaró duramente—. Los seres del pantano lo salvarán y…

Skar levantó la mano de forma tan brusca, que Gowenna se interrumpió asustada y retrocedió un paso.

—¿Le devolverán la vida? —preguntó en un murmullo—. ¿Lo… crearán de nuevo, como dijeron? ¿Y qué me entregarán a mí? ¿Un muñeco? ¿Algo que parezca Del, se mueva como Del, hable como Del y lea en mis labios todos mis deseos, como hacían contigo tus tres individuos de cara de sombras?

—¿Entregártelo a ti? —repitió Gowenna, alarmada—. ¡No te darán nada, Skar! Simplemente, le devolverán la vida a Del.

Al satái le aterrorizaron sus propias palabras. Sin darse cuenta, había expresado los pensamientos contra los que luchaba desde hacía días, arrinconándolos en alguna parte de su alma.

—Quizá no sea verdadera aflicción, Skar —indicó Gowenna—. Tal vez sólo sientas rabia de que Vela te haya arrebatado a Del.

—¡Tonterías! —protestó Skar, desconcertado—. Yo…

—No he venido para discutir contigo —lo interrumpió la mujer con un intento de sonrisa, al mismo tiempo que, de manera rápida e inconsciente, se pasaba una mano por la cara.

Era un gesto al que se había acostumbrado más y más en los últimos días, como si necesitara cerciorarse continuamente de que una mitad de su rostro permanecía intacta y sana, sin que por la noche, de modo traicionero, el tejido cicatrizal hubiese cruzado la frontera entre el ángel y el demonio grabada en su desdichada faz.

—Han regresado los observadores —prosiguió en un tono expresamente objetivo—. Y es como yo afirmaba: el puerto de montaña está cerrado por la nieve. ¡Tendrías que aprender a volar para cruzar la cordillera!

—Aun así, iré —contestó Skar, tranquilo.

Gowenna suspiró.

—¡Sé sensato, hombre! Lo que te propones, es imposible. No puedes salvar ese paso. ¡Nadie podría!

—¿Nadie? —respondió Skar con una sonrisa fría e hiriente—. ¡Vela bien que lo consiguió!

—Es lo que tú supones —replicó Gowenna—. Pero también puede ser que haya decidido invernar en algún lugar protegido, mientras tú corres hacia tu desgracia.

—Sabes tan bien como yo que eso no es cierto —dijo Skar—. Ya está camino de Elay y, si aguardamos a que pase el invierno, habrá consolidado sus fuerzas antes de que nosotros nos pongamos en marcha.

—Y tú estropearás nuestra última posibilidad de detenerla, si ahora sales disparado y te matas. Probablemente tienes razón, pero olvidas un detalle, Skar. Ella posee la piedra para abrirse camino. ¡Tú, en cambio, no!

El satái contempló largamente, muy pensativo, el edificio que se alzaba en el otro extremo del patio.

—Es inútil, Gowenna —murmuró.

No quería discutir, ni con ella ni con nadie. Quizá Gowenna estuviese en lo cierto, pero él se sentía cansado, demasiado cansado, para poder reflexionar sobre sus argumentos.

—Me voy —agregó—. Hoy mismo. Tendría que haberlo hecho hace días.

—Si tú mueres, Skar —insistió la mujer—, Enwor perderá su última oportunidad.

—Enwor… —musitó el satái.

La negrura que asomaba detrás de la rectangular entrada parecía espesarse. Era una tumba. Aunque Del llegara a levantarse de su lecho mortuorio y abandonara la casa, sólo sería ya una sombra del joven guerrero. Y él, Skar, no quería presenciarla.

—¿Y qué me importa a mi el mundo, Gowenna? —declaró en tono despectivo—. No se hundirá porque yo muera. A lo mejor, Vela tiene razón, y Enwor saldría ganando si no existiesen hombres como yo.

Gowenna sintió espanto. La expresión de su cara se endureció.

—Ni mujeres como yo, ¿verdad? ¡Es lo que quieres decir!

Skar vaciló unos instantes. Sabía lo inútil que era proseguir el juego. Tenía ante sí a la Gowenna de antes, a la del primer día, que de forma impulsiva y sin pensarlo dos veces había cambiado de táctica en busca de un punto vulnerable, de un agujero en su coraza, de algo que le permitiera agarrarlo y mantenerlo sujeto. Aún no había comprendido que el otro Skar, su compañero de cabalgadas de otro tiempo, ya no existía.

—Tal vez —contestó por fin—. Tal vez, tú y yo seamos sólo el resto de un mundo muerto hace tiempo, Gowenna. Quizá no nos hayamos dado cuenta de que nuestro mundo terminó, y el futuro pertenezca a seres como Vela…

Gowenna hizo una mueca de desacuerdo.

—Si realmente piensas así, ¿por qué no empuñas tu maldita espada y te la hundes en el cuerpo?

—Es posible que lo haga —respondió él, muy serio—. Cuando todo haya pasado.

Gowenna quiso objetar algo, pero Skar dio media vuelta y, sin más palabras, la dejó plantada.