Capítulo 10

Cuando reanudaron la marcha, el viento había refrescado bastante. Procuraron apartarse un poco de la orilla para rehuir el gélido soplo, antes de continuar su camino hacia el oeste, pero aun así descendía la temperatura. Pese a que el sol se elevaba rápidamente en el horizonte y no se divisaba en el cielo ni una sola nube, el frío arreció y el viento les arañó los rostros con sus garras de hielo. Skar no tardó en tener que ponerse de nuevo la capa, mas ni siquiera la pesada y forrada prenda era suficiente para protegerse. Al hambre que ya le roía las vísceras se unía ahora la crudeza del ambiente, como si el destino hubiese decidido, en el último momento, consumir sus fuerzas con todo el poder de que disponía.

Hacia el mediodía se levantó la niebla. Al principio, en forma de finos velos que subían por las aguas cual dedos que palparan a tientas y se pusieran a juguetear con los corvejones de los caballos, y luego ya como pesadas nubes semejantes al humo, que los privaban de la visibilidad y traían consigo un olor extraño; no el de la niebla, sino algo distinto, que —aunque sin poder clasificarlo— hizo pensar a Skar en palabras como peligro y amenaza.

Se volvió a medias en su silla y observó a Herger. Cabalgaban uno al lado del otro, aunque bastante separados, como si quisieran demostrar también así la ruptura producida entre ellos. No habían continuado la conversación, pero el abismo que los separaba se había profundizado con las escasas palabras intercambiadas… Un abismo menos debido a enemistad real que al hecho de que, sencillamente, los dos se conocían demasiado poco. Herger le había salvado la vida, arriesgando la suya propia, y no transcurría ni un día en que no recordara al menos una vez esa acción, pero aun así no tenían casi nada en común. El peligro a que estaban expuestos ambos los hacía seguir unidos, pero Skar había vivido demasiadas alianzas semejantes para no saber lo poco duraderas que eran. Cabalgaban juntos, pero no tenían el mismo camino.

Herger pareció notar su mirada. Se esforzó en sonreír y después volvió a clavar la vista en lo que tenían delante, como si detrás de las espesas nubes de niebla hubiese algo muy especial que descubrir. Ahora, al verlo Skar a pleno sol, comprobó que Herger estaba muy pálido. El cabello le caía a greñas y tenía la cara gris. Su mano izquierda agarraba convulsivamente las riendas, pero la derecha permanecía quieta —al menos al parecer— sobre la empuñadura de la espada.

Como cada vez que Skar pensaba en el contrabandista —o lo que fuera— lo invadía una mezcla de inseguridad y desconfianza. No sabía en qué concepto tenerlo. Nunca lo había abandonado hasta tal punto la experiencia.

Pero quizá fuese demasiado desconfiado. Cuando uno sufría continuamente engaños y traiciones, acababa por sospechar de todo el mundo; incluso de aquellas personas que obraban de buena fe.

Herger emitió una voz de sorpresa y señaló hacia arriba. Skar abandonó sus cavilaciones, echó la cabeza hacia atrás y se puso una mano en forma de visera, para no quedar cegado por el sol.

—¡Aves…! —exclamó Herger—. Aves de gran tamaño. Buitres, seguramente.

Los animales sólo eran unos puntos negros en el cielo. Una bandada de treinta o cincuenta necrófagos, que daban silenciosas vueltas delante del sol, con unos movimientos que, a causa de la distancia, parecían lentos y pesados.

Skar bajó la mano e intentó prolongar, con su imaginación, el camino que llevaría el río. Si su curso no cambiaba de manera radical, los buitres tenían que volar sobre el punto en que se hallaba el vado.

El satái refrenó su caballo y aguardó al compañero.

—¿Qué opinas tú de eso? —preguntó.

Herger se encogió de hombros.

—Donde hay buitres, suele haber carroña —murmuró vacilante.

—¿Algún animal muerto?

Herger contuvo la risa.

—¡No seas bobo, Skar! —replicó—. Sobre el vado vuela medio centenar de buitres… Ahí tuvo que producirse una batalla.

El satái se mordió el labio inferior. Habían cabalgado tantos días por lugares tan desiertos, que empezaba a olvidar que en el país había guerra. Quizá no fueran los únicos interesados en esquivar las regiones habitadas.

—¿Puede tratarse de quorrl?

—¿De quiénes, si no? —contestó Herger con un movimiento impreciso—. Habrá sucumbido el cuerpo principal del ejército, pero muchos debieron de poder escapar…

El contrabandista titubeó, se introdujo súbitamente la mano en el bolsillo y extrajo de él un pequeño objeto de cobre.

—Encontré esto cuando descansábamos junto al río —añadió.

Skar se inclinó con curiosidad. En la palma de la mano de Herger centelleaba una diminuta y basta hebilla de cobre, como las que se utilizaban para sujetar las diferentes piezas de una armadura.

—Procede de un quorrl —dijo Herger.

—¿Cómo lo sabes?

—Si alguien puede saber cómo son los equipos de los quorrl, ese soy yo.

—Quiero una respuesta concreta.

Herger lanzó un suspiro.

—Si insistes…, te lo contaré. Hace dos semanas adquirí una partida de estos chismes: armas, trozos de armadura…, lo que uno suele encontrar en un campo de batalla. Cosas de los quorrl, para ser más concreto. Y esta pieza —señaló, alzando la hebilla de modo que la iluminara bien el sol— perteneció a un quorrl. Y no llevaba mucho tiempo en el barro.

Skar reflexionó unos instantes. Los buitres le parecían de pronto una amenaza, una primera y muda advertencia de que no debían seguir adelante.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

Herger se guardó la hebilla y puso en marcha a su montura.

—Supón que no quise intranquilizarte —respondió de modo evasivo—. No le di mayor importancia.

—¿Y ahora tampoco das importancia a eso? —gruñó Skar, señalando el horizonte.

—Sí que se la doy —susurró Herger—, porque sólo nos falta una pandilla de quorrl que anden merodeando…

Skar frunció el entrecejo, pero se tragó la punzante réplica que tenía en la punta de la lengua. Hasta el vado les faltaban varias horas. Posiblemente no alcanzarían el lugar hasta que ya fuera de noche, y no tenía sentido abandonarse a fantásticas suposiciones.

Volvían a cabalgar juntos. La niebla retrocedía de nuevo hacia el río, pero la visibilidad no mejoraba. Había quedado un suave y humoso vapor que envolvía todo lo que quedara a treinta o cuarenta pasos de distancia. Y la temperatura seguía descendiendo. Herger no tardó en desmontar para arrojarse la manta sobre los hombros, como si se tratara de una segunda capa. Tenía las manos yertas, y el gélido aire condensaba su respiración en pequeñas y rítmicas nubecillas. Skar presenció en silencio cómo volvía a subir a su caballo y buscaba las riendas con dedos que apenas le obedecían. En las crines del animal refulgía el hielo, y el aire olía ahora intensamente a nieve.

El satái se ciñó más la capa y procuró apartar la cara del viento. El noble bruto resopló nervioso, y el eco de los cascos sonó distinto, de repente, cuando el suelo sobre el que cabalgaban apareció helado.

Apenas cien metros más allá, Herger detuvo nuevamente su montura. Recorrió el cielo con los ojos, inquieto, y por fin buscó la mirada de Skar.

—No lo entiendo —musitó.

—¿Qué?

—El tiempo. Nunca había encontrado nada semejante. Ni aquí, ni en ninguna otra parte.

—¿A qué te refieres? ¿Al hielo?

—Tú sabes de sobra a qué me refiero, satái… Los últimos días fueron demasiado calurosos, y ahora, en cambio…

—No tardaremos en ver nieve —concluyó Skar la frase—. Mejor dicho, ya se ve.

Bastante rato antes había divisado en lontananza una fina línea blanca, a la que había tomado por un nuevo banco de niebla. Pero el frío era demasiado intenso para que hubiera niebla, y el estéril olor que el viento traía hablaba por sí solo.

Herger murmuró confuso:

—Es una locura… ¿Es que se ha vuelto loco el mundo entero?

Skar no contestó enseguida. Abrigaba una sospecha, y no ahora, sino desde hacía rato, pero era prematuro expresarla.

—La nieve no es lo peor con lo que podemos tropezar —dijo en cambio—. Nos permitirá interpretar huellas y saber, al menos, a quién tenemos delante.

—¡Bah! Eso también puedo decírtelo sin nieve —respondió Herger, molesto.

—¿Quorrl?

—¡Si sólo fuera eso! Pero donde hay quorrl, los soldados no están lejos. Además, la nieve ya nos plantea suficientes problemas. No vamos vestidos de manera adecuada, Skar. ¡Recuérdalo! He oído hablar de gente muerta de frío… —gruñó Herger con ironía.

—¿Quién tiene ahora manías persecutorias? ¿Tú o yo? —le rebatió el satái.

—Quizá sean contagiosas —murmuró Herger, muy enfadado—. ¿Has pensado alguna vez en el modo de cruzar el río, con esta temperatura tan baja? Si lo vadeamos, nos vamos a helar.

Skar miró al cielo e indicó:

—Esperemos a ver cómo solucionan esos buitres el problema… Cabe la posibilidad de que no haga falta contestar a tu pregunta.

Herger estuvo a punto de soltar una furiosa inconveniencia, pero Skar continuó su camino sin apartar la mirada del río.

La temperatura bajó aún más, si bien no con tanta rapidez como por la mañana. No tardaron en cabalgar realmente sobre hielo. Los secos arbustos que bordeaban el camino se habían transformado en fantásticas y relucientes esculturas. Skar sólo llevaba las riendas con una mano, y se metía la otra en la axila, para mantener flexibles los dedos, pero tampoco eso le servía de mucho. Herger tenía razón: no iban debidamente equipados para resistir durante más de un par de horas semejante frío. Aunque no hubiesen estado tan hambrientos y agotados, habrían muerto helados a la segunda noche.

El satái apartó de sí tal idea, se enderezó en su silla y trató de concentrarse en lo que tenían delante. La segunda noche… ¡No estaba en condiciones de hacer proyectos a tan largo plazo! Todo cuanto había podido hacer desde un principio, era reaccionar. Esperar qué jugada hacía el enemigo, y prepararse… De esta forma, por lo menos había conservado la vida. Y eso ya era más de lo que parecía lógico esperar.