Capítulo 16
Era muy vaga la idea que el satái tenía del tiempo transcurrido. Mucho, en su opinión. Sentía una sorda opresión en la cabeza, como la que uno experimenta en ocasiones, cuando ha dormido demasiado. Pero también notaba un profundo cansancio físico. Le dolía la garganta, y detrás de su frente se arremolinaban jirones de recuerdos e imágenes, sin que pudiese decir qué era sueño y qué realidad. Hacía frío, pero al mismo tiempo notaba en la mejilla derecha y en su desnudo brazo el calor de unas llamas. Intentó abrir los ojos, mas no pudo. Llevaba la cabeza vendada. Un ancho y ceñido lienzo le cubría las sienes y mantenía cerrados sus párpados.
Por espacio de unos segundos estuvo a punto de vencerlo el miedo. ¿Y si lo hubiesen cegado? Pero aquel temor pasó tan rápidamente como lo había dominado. No tenían motivo para cometer semejante barbaridad. Sin duda lo matarían sin miramientos, si creían que podía traicionarlos o hacerles algún daño, aunque fuera sin querer. Pero no lo torturarían innecesariamente.
De repente recordó el dolor sentido: un rápido pinchazo de fuego en ambas sienes, como si le clavaran dos finas agujas candentes. No estaba seguro de que aquel recuerdo fuese parte de un confuso sueño, o realidad. Pero el escozor que experimentaba a la izquierda y la derecha de las cejas le demostró que, al menos eso, había sucedido de verdad, aunque todavía no acababa de comprender lo que le habían hecho.
Poco a poco se aclararon sus pensamientos, si bien en él quedaba algo que los quería reprimir cual una invisible mano gris.
Había contestado —no hablado, sino contestado— a preguntas que le formulaban. A muchas y muy detalladas preguntas. Skar efectuó unos movimientos lentos, se llevó ambas manos a la cabeza, palpó con la punta de los dedos la basta tela del vendaje y notó sangre pegajosa y un nuevo e intenso dolor al tocarse las sienes.
—No hagas eso —dijo una voz encima de él—. Si quieres, te quito el vendaje, pero no lo toques.
Skar se sometió a la voluntad de aquella persona. En la oscuridad percibió pasos a su lado, el crujir de la seda y la sensación de que un cuerpo se inclinaba sobre él. Una mujer. Había sido la voz de una mujer, y también era una mujer la que ahora empezaba a retirar las vendas. El satái notó el suave y discreto aroma de cabellos recién lavados, y unas hábiles manos que le levantaban la cabeza.
—Quieto —susurró ahora la voz—. Voy a hacerte un poco de daño.
Skar apretó los dientes de manera instintiva, pero el dolor no fue tan intenso como temía. Sólo sintió un leve escozor cuando le arrancaban de golpe la venda. Abrió los ojos, parpadeó un par de veces y miró hacia el lado. Alrededor de su lecho ardían antorchas, y su cegadora luz le produjo dolor.
—Enseguida estarás bien. Puede que aún te duela un rato la cabeza, pero eso es normal.
El satái se incorporó despacio, apoyado en los codos, y se obligó a mirar la flameante luz de las antorchas. Había esperado ver a Legis o a uno de los quorrl, pese a que la voz no era la de esa errish. Pero sí era una mujer, y una errish también, a juzgar por el sencillo vestido gris. Al contrario que Legis, llevaba el habitual velo de las Venerables Señoras, e incluso la estrecha abertura a nivel de los ojos quedaba cubierta por una gasa sólo medio transparente, de modo que Skar no pudo ver más que algún centelleo, cuando el resplandor de las antorchas se quebraba en sus pupilas. Era Laynanya. Supo que era ella. El halo que envolvía a aquella mujer era casi palpable.
—Tú eres…
—Laynanya, sí.
La voz de la errish sonaba joven, más joven de lo que había supuesto. Y era la voz de sus recuerdos. La voz que le había formulado preguntas. «Preguntas», se dijo, sin saber si aquello le producía espanto o ira o algo totalmente distinto, preguntas a las que había contestado complaciente, pese a tratarse de cosas que habría preferido olvidar.
Tenía el paladar seco, y en la garganta sentía una desagradable aspereza. Se pasó la lengua por los labios. Laynanya alzó la mano e hizo señal a alguien situado al otro lado del lecho. En el último momento, Skar resistió la tentación de mirar hacia allí.
—Ahora te traerán algo de beber —dijo Laynanya.
A pesar del velo, el satái creyó adivinar una fugaz sonrisa en la cara de la mujer, pero quizá fuese sólo una inflexión de la voz.
—Debes de estar muy sediento —continuó—. Hablaste durante casi toda la noche.
Skar estaba desconcertado. Los recuerdos adquirían claridad, pero cada vez tenía menos certeza de qué había sido sueño, y qué era realidad.
Los ojos de Laynanya sonrieron de nuevo.
—No te esfuerces, Skar —dijo la errish—. Tu estado es perfectamente normal. Enseguida sentirás alivio.
—¿Qué… hicisteis conmigo? —balbuceó Skar.
Y, al tocarse las sienes, notó dos diminutas punturas.
—¡Bah, dos arañazos! —dijo Laynanya—. Al menos, para un nombre como tú.
El satái no supo si aquellas palabras encerraban una intención burlona o si, por el contrario, eran espontáneas. Aún estaba demasiado aturdido para pensar en serio. Y tampoco importaba, al fin y al cabo.
—Para contestar a tu pregunta —prosiguió Laynanya al cabo de unos momentos, mientras sus ojos recorrían el cuerpo del satái con una mezcla de admiración y frío cálculo—, estuve conversando contigo.
—¿Conversando?
El satái se sentó del todo, encogió las piernas y se frotó los brazos. La vida volvía lentamente a sus miembros, pero, al mismo tiempo que desaparecía el cansancio, sentía más la baja temperatura. No llevaba más que un taparrabo, y las antorchas esparcían luz, pero no calor.
—Más bien me pareció un interrogatorio —agregó.
Laynanya hizo un impasible gesto afirmativo.
—Si prefieres esa expresión… —repuso la mujer, a la vez que se encogía de hombros y Skar percibía un ligero tintineo, lo que le hizo recordar que las errish de elevado rango llevaban en los cabellos minúsculas campanillas de metal noble—. No esperarás que confiemos ciegamente en todo el que llega a nuestro campamento. Hemos de protegernos. No necesito decirte lo peligroso que es el enemigo contra el que luchamos.
Calló cuando se acercaban unos pasos. Skar se volvió para encontrarse con un hombre moreno, vestido igualmente de gris, que le ofrecía un vaso de estaño. Skar le dio las gracias con un movimiento de cabeza, se llevó con cuidado el vaso a los hinchados labios y bebió. Primero, con gran precaución, y luego, cuando el líquido le había suavizado el paladar y la lengua, a tragos casi ansiosos. Ahora se daba cuenta de lo sediento que estaba.
—Bebe tranquilamente —dijo Laynanya, cuando hubo vaciado y dejado el vaso—. Ghwalin puede servirte más. No tenemos mucho, pero podemos ofrecerte un vaso de vino.
—No, gracias.
Aún tenía sed, pero lo que le habían dado era realmente vino, no muy sabroso pero muy fuerte, en cambio, y Skar estaba tan agotado que ya empezaba a notar los efectos del alcohol. Y le convenía conservar la cabeza lúcida.
—¿Cómo lograste hacerme hablar? —inquirió—. ¿Mediante alguna droga? ¿O fue una brujería de las errish?
Laynanya rió.
—Ni una cosa ni otra, Skar. Vela no es la única que sabe utilizar los conocimientos de los antiguos, aunque debo admitir que no soy ni la mitad de hábil que ella.
Skar se alarmó.
—¿Vela? —exclamó.
—Tú la nombraste —añadió Laynanya, sin inmutarse—. Podemos ahorrarnos el juego, satái. Sé quién eres, y también me consta por qué estás aquí.
—En tal caso…
—Te sometimos a interrogatorio —continuó Laynanya, y en su voz había ahora una sombra de enojo, o quizá sólo de impaciencia—, o sea que no necesitas hacerte el tonto. Tu historia explica muchas cosas, aunque debo confesar que difícilmente la hubiese creído de contarla tú en otras circunstancias.
Skar miró confundido a la errish. Por un momento recordó a Vela. De pronto se sentía indefenso, perdido, y la presencia de Laynanya le causaba la misma sensación de desvalimiento que siempre había experimentado cuando estaba con Vela. No se acordaba de todo, pero sabía que ella le había hecho incontables preguntas. Eso no resultaba muy agradable para el satái. Veía por primera vez a aquella mujer, y ella ya conocía hasta sus más secretos pensamientos y deseos…, todo lo que él, por su gusto habría borrado de la memoria.
—No podrás permanecer aquí —dijo Laynanya de pronto, y sin motivo aparente.
Skar no quedó muy sorprendido.
—Constituyo un peligro para vosotros —contestó—, pero para averiguar eso no necesitabas esforzarte tanto.
—Quizá. Pero nosotros estamos acostumbrados al peligro, Skar. No se trata de eso. Desde que nos escondimos en estas cuevas, a diario contamos con un ataque. La gobernadora de Elay hace todo lo imaginable para descubrir nuestro escondrijo. Si nos encuentra, estamos perdidos. Con o sin ti, Skar. Si sólo fuera eso, te pediría que te quedaras. Estamos en guerra, y un hombre como tú es tan precioso como todo un ejército.
Laynanya suspiró, tomó asiento en el borde de su lecho con un movimiento que parecía poco acorde con su aspecto y su posición, y se cruzó de brazos. Fue entonces cuando Skar se dio cuenta de que estaba embarazada. El cuerpo se abombaba bajo la túnica, pese a lo cual llevaba ésta ceñida hasta tal punto que cualquier cambio de postura tenía que ser un martirio para ella. Pero el satái hizo ver que no lo había notado.
—¿Cuál es el motivo, pues? —preguntó.
—En primer lugar, no creo que tú quieras quedarte —respondió Laynanya—. No eres un hombre que se permite descansar cuando le falta tan poco para la meta. Y yo no soy una mujer que crea que unos enemigos comunes tengan que convertir sin más en aliados a unos desconocidos. Luchamos contra el mismo adversario, eso es cierto, pero eso no nos convierte aún en amigos. Sin embargo, tienes razón al decir que eres un peligro para nosotros. O, mejor dicho, para todo aquel en cuya proximidad te halles. Aun así, puedes permanecer aquí todo el tiempo que desees. Estamos en deuda contigo, y yo tengo la costumbre de pagar mis deudas.
—¿Te refieres al quorrl?
—No. No le salvaste la vida por humanidad, sino porque querías conseguir su agradecimiento. Pero en ese punto te equivocaste, Skar. De haber tropezado con un grupo de quorrl salvajes, el agradecimiento habría consistido en cortarte la cabeza. Y, si Legis no llega a encontraros a ti y a tu compañero, os habríais muerto de sed o de frío. En cuanto a eso, pues, quedamos iguales.
Laynanya parecía esperar una respuesta, pero Skar no se la dio. No le gustaba la forma en que ella hablaba de los quorrl.
—Lo que sí te agradezco —continuó la errish— es la información que nos proporcionaste, aunque fuese de manera involuntaria. Resulta de gran importancia para nosotros.
—Entonces paga esa deuda —dijo el satái—. Hasta ahora preguntaste tú, y yo respondía…
—Ahora, en cambio, quieres que sea al revés.
Laynanya se frotó los ojos con gesto fatigado. Por espacio de un instante. Skar pudo ver sus ojos, grandes y oscuros, y rodeados de una red de diminutas arrugas. La errish debía de ser mayor de lo que él había supuesto.
—Creo que tienes razón —murmuró—. Pero éste no es el sitio adecuado. Cuando te sientas con fuerza suficiente, iremos a mi alcoba. Allí se está más caliente, y además desearás volver a ver a tu amigo…
—Si lo sabes todo acerca de mí —replicó el satái, molesto—, debieras saber también que Herger no es mi amigo.
Aguardó a que Laynanya se hubiese puesto de pie, y bajó las piernas del lecho. Al levantarse, sintió mareo, y el dolor de sus sienes se convirtió de súbito en furioso escozor. Ni él mismo sabía por qué había reaccionado de manera tan agresiva ante las palabras de Laynanya. Quizá ni siquiera se sintiese enojado con Herger, sino… con ella. Había leído sus pensamientos y hurgado en lo más profundo de su ser, volviendo a abrir heridas que justamente empezaban a curarse, y… sí: estaba avergonzado.
Laynanya apartó una de las mantas que servían de separación, y lo invitó a seguirla. Skar obedeció, pero se sobresaltó al ver que dos gigantescos quorrl avanzaban hacia él. Y para sus adentros se tachó de tonto. Una errish nunca permanecería a solas en una pieza con un desconocido —y menos aún con un satái— sin tomar precauciones. Los dos seres escamosos habían esperado allí desde un principio.
Skar examinó a los guerreros brevemente, y luego fue detrás de Laynanya. Los dos quorrl los siguieron a tres pasos de distancia, lo suficiente para no causarle la impresión de ser un prisionero, pero tampoco demasiado lejos, para que no tuviera posibilidad de apoderarse de Laynanya, por ejemplo, y hacerla servir de rehén.
La errish lo condujo a través de un desconcertante sistema de galerías y estancias vacías. Skar no tardó en perder la orientación, aunque sabía que penetraban más y más en la montaña. El resquebrajado techo descendía lentamente, y al cabo de poco rato llegaron a la pared de enfrente, una pared vertical que subía más de treinta metros y finalizaba en la oscuridad. Iniciaron ellos el ascenso por una escalera de caracol abierta en la roca, cuyas interminables vueltas parecían carecer de sentido. La subida desembocaba en un pasadizo que no tendría más de un metro setenta de altura. Skar tuvo que agacharse para no chocar con el techo. Los dos quorrl, cuya enorme anchura de hombros hubiese podido romper la galería, quedaron atrás.
El satái palpaba las paredes con las puntas de los dedos, mientras seguía a la errish. Eran lisas como si las hubiesen pulido o recubierto con una delgada capa de vidrio fundido. Probablemente, todo aquel laberinto subterráneo era de origen volcánico. En algún momento, quizá millones de años atrás, la ardiente lava había perforado el túnel, la imponente cueva y todo lo demás.
El satái no pudo explicarse por qué, pero tal idea lo inquietaba.
Después de unos cien pasos llegaron a una puerta baja, perfectamente ajustada al pasadizo, lo que constituía un esfuerzo casi conmovedor de dar a aquel oscuro reino cierto aspecto de civilización humana. Laynanya la abrió y, una vez al otro lado, se enderezó con un suspiro de alivio. El rápido caminar debía de haberle producido molestias.
La cueva que lo acogió era colosal. Sinnúmero de antorchas y grandes copas llameantes esparcían una incierta luz rojiza, surcada de sombras, y en el aire no sólo flotaba el frío, sino también un asomo de humedad. Por alguna parte tenía que fluir agua.
Skar se sintió casi decepcionado. Tal vez en relación con la fortaleza subterránea que Vela poseía en Tuan, él había esperado algo semejante a un aposento privado, un diminuto enclave de calor e intimidad, mas allí no había nada de eso. La gruta estaba repleta de cajas, tinajas y barriles, fardos de tela y comestibles. Y armas. Muchísimas armas. La única concesión a la comodidad era un diván, cubierto de almohadones y mantas de piel, rodeado de media docena de braseros encendidos. Laynanya se dirigió rápidamente a él, se dejó caer con evidente agotamiento e hizo una señal a Skar, al ver que éste no se decidía.
—¡Ven! ¡Siéntate a mi lado! —dijo—. Salvo que prefieras el suelo…
Skar miró a su alrededor, indeciso. No le gustaba sentarse junto a la errish, pues le parecía tomarse una familiaridad que no le correspondía.
Pero Laynanya rió, y Skar notó de pronto cuánto se había transformado desde que habían entrado en la cueva. No podía ver su rostro, pero el cambio era patente. Fuera de allí no había sido más que Laynanya, la errish, un símbolo vivo, la jefa de los rebeldes. La inhóspita cueva, en cambio, era su hogar, tal vez el único rincón donde podía ser, sencillamente, una persona. Y allí se la veía mucho más vivaz.
El satái se encogió de hombros y se acomodó en el mueble, aunque lo más lejos posible de ella. Laynanya se dejó caer hacia atrás pero volvió a incorporarse enseguida, ya que aquella postura le resultaba todavía más incómoda. Sin pensarlo, Skar cogió un almohadón y se lo dio.
—Gracias —dijo la errish.
—¿Dónde están… los demás? —inquirió Skar.
—¿Te refieres a Legis y tu compañero? No tardarán en venir. Los guardas les avisarán. Mientras esperamos, puedes formular tus preguntas.
Skar tiritó. Ni siquiera los braseros que ardían uno junto al otro lograban ahuyentar del todo el frío. Incluso la manta sobre la que había tomado asiento estaba húmeda, y por un momento creyó estar de nuevo en la fortaleza de Vela y sentir, de forma casi física, las incontables toneladas de roca que tenía encima. Su primera impresión se confirmaba: nunca podría vivir allí sin enloquecer. Ni siquiera unos días.
—Tú… mencionaste a Vela —comenzó, vacilante.
De repente estaba nervioso. La disposición de Laynanya a contestar a sus preguntas le hacía sentir desconfianza. Ella lo sabía todo sobre él, al menos todo lo que le interesaba, pero aun así no era más que un desconocido para aquella mujer.
—No fui yo, sino tú —lo corrigió la errish—. Nunca antes había oído pronunciar su nombre.
—¿No la conoces, pues?
—¡Claro que la conozco! —exclamó Laynanya en un tono algo impaciente, y Skar hubiese dado cualquier cosa por poder mirarla a través del tupido velo gris—. Era una errish como yo, y todas nos conocemos. No quedamos muchas, Skar. Ella fue expulsada. Por haber perdido a su dragón. La vida de una errish sólo dura tanto como la de su montura.
Laynanya se incorporó, se llevó súbitamente una mano al vientre, con un gesto de dolor, y la retiró en el acto al ver que él la observaba.
—Hablamos de aquella Vela que ahora se encuentra en alguna parte de Elay y teje sus hilos. No sabía que era la misma. Pero lo que he averiguado entre tanto, y lo que me dijiste tú, redondean la imagen.
—¿Nunca la viste en persona?
La errish se echó a reír como si él hubiese hecho una pregunta la mar de tonta.
—Nadie la vio nunca —explicó Laynanya—. Nadie de los que están aquí. El trono de Elay sigue ocupado por Margoi, la Venerable Madre. Pero ya no es Margoi… No es la que fue en otros tiempos, si entiendes el sentido de mis palabras.
Skar no estaba bien seguro de haberlo entendido, pero hizo un gesto afirmativo.
—¿Significa eso que Vela domina su espíritu?
Laynanya no respondió a ello.
—Según tú, hace cuatro meses que su ejército fue derrotado y ella tuvo que huir de Cosh…
—Más o menos.
—En tal caso, no perdió mucho tiempo. Será mejor que te explique toda la historia, aunque en realidad no es mucho lo que te queda por saber.
La errish hizo una nueva pausa y, al proseguir su relato, tenía la voz débil y casi inexpresiva. Su monotonía permitió descubrir a Skar el enorme esfuerzo que la mujer hacía por dominarse. No sabía lo vivido por ella, pero, fuera lo que fuese, su recuerdo debía de causarle un profundo sufrimiento.
—Los quorrl cruzaron nuestras fronteras —comenzó—. Pero no un grupo, sino un ejército entero. Más de cuatro mil guerreros. Atacaron Mar’hion e incendiaron la ciudad antes de que nadie pudiese organizar la resistencia. Y Margoi… —añadió con voz temblorosa—, Margoi dio orden de que el país se alzase en armas.
—¿Y? —quiso saber Skar—. Hace años que los quorrl se preparan para la guerra. Parte de Larn ya ha caído, y por doquier se reúnen los soldados.
—¡Pero no aquí! —protestó Laynanya—. Desde el comienzo de los tiempos, Elay es un símbolo de paz. Las errish consagraron sus vidas a curar, y no a matar. No es la primera vez que un ejército atraviesa nuestras fronteras, y no habría sido la última en que restableciésemos la paz sin recurrir a las armas. Pasada la primera era, son las errish quienes garantizan la paz en Enwor, amigo Skar.
El satái recordó que, en cierta ocasión, él le había dicho casi las mismas palabras a Gowenna. Sólo que se refería a los satáis, pero se había expresado con la misma convicción que ahora demostraba Laynanya. «¿Cuántos más habrá —pensó— que creen que la salvación del mundo está sólo en sus manos? ¿Y por qué está lleno de guerras y violencias un país cuyos dos clanes más poderosos viven únicamente para la paz?».
Pero apartó de sí esas ideas y se concentró en lo que Laynanya explicaba.
—La Venerable Madre decidió alzarse en armas, y todos acudimos.
—¿No hubo quien dudase del acierto de tal medida?
—¿Dudar? —exclamó Laynanya, como si lo tomara por loco—. ¡Nadie pone en duda las decisiones de la Venerable Madre, Skar! Sus deseos son ley. Para nosotros es una diosa.
—No para ti, según parece —se atrevió a indicar el satái—. De otra forma, no estarías aquí.
Laynanya lo miró con fijeza e hizo una pausa antes de responder.
—Tienes razón. Aunque, al principio, tampoco yo me habría atrevido a reflexionar sobre sus móviles… Incluso ayudé a enviar mensajeros al país y a hacer planes para vencer a los quorrl. Fue una de mis novicias la que fue a Thbarg y pidió auxilio a los corsarios. Pero a esta decisión siguieron otras, y poco a poco comprendí —dijo, con una profunda respiración— que Margoi ya no podía ser la que había sido. Y no sólo yo… Legis y muchos de los que hoy están aquí pensaban igual. Podría explicarte muchas cosas, Skar… De nuestros intentos de hablar con ella y descubrir el secreto… Estábamos todos confundidos. Margoi es una diosa, que no puede errar. Sin embargo, ella lo hizo. Se equivocó. Durante un tiempo nos contentamos con la idea de que quizá no comprendiésemos sus motivos. Pero sucedieron más cosas para las que ya no había explicación, Skar, y que…
Laynanya se interrumpió, y el satái se imaginó lo que ocurría en su interior. Lo que con pocas palabras le refería, era el hundimiento de su mundo, la destrucción de todo aquello en que ella había creído y para lo que había vivido.
—Margoi siguió cambiando y, de pronto, nuestros animales dejaron de obedecernos —continuó la errish.
—¿Los dragones? —exclamó Skar.
—Sí. También ellos habían cambiado. Del mismo imperceptible modo que Margoi. Nosotros, Legis, yo y varias otras, descendimos a la cueva de los dragones para descifrar el misterio. Pero no encontramos dragones, sino… hombres.
—¿Hombres?
—Soldados. Los soldados de Vela, como ahora sé. Nos apresaron y encerraron en un calabozo…
Laynanya no pudo seguir, y Skar vio que le temblaba el tupido velo gris. Era este el único indicio de su excitación. De nuevo, las manos de la mujer se deslizaron hasta el vientre, aunque esta vez sin un gesto de dolor. Sus dedos se agarraron a la tela del vestido, y el satái observó que llevaba guantes de la misma seda gris. Y de pronto comprendió por qué, al contrario que Legis, Laynanya no se descubría ni allí abajo. No se trataba de una fidelidad a los antiguos ritos y usos, como en un principio se había figurado. No; Laynanya se escondía. No debía quedar al descubierto ni la más mínima parte de su persona, y la túnica gris, exteriormente un símbolo de su dignidad, no era en realidad más que un escudo tras el que ocultarse.
—¿Y qué? —preguntó Skar.
Laynanya se estremeció, como si el sonido de la voz del satái la hubiese devuelto bruscamente a la realidad.
—Nada. No pudimos averiguar nada. Nos mantuvieron prisioneras, y yo… fui violada. Yo y… varias.
—¿Que… te violaron? —jadeó Skar, sin poder creerlo.
Sabía que la mujer decía la verdad, pero aun así le costaba entenderlo. Violar a una errish era algo impensable, peor que un sacrilegio. Las Venerables Señoras eran tabú, y no sólo allí, sino en todo Enwor. Ni siquiera a un quorrl se le hubiese ocurrido hacer daño a una errish. Skar había visto a los hombres contratados por Vela, y sabía qué eran: parias, proscritos, personas que hacían cualquier cosa por dinero y poder, ya que nada tenían que perder y, además, obedecían a la errish.
Pero… ¿violar a una de esas mujeres?
No obstante, eso había sucedido. La presencia de Laynanya y su estado de gestación lo demostraban.
—¿No me crees?
—Sí… —contestó el satái, casi atropelladamente—. Pero conozco a Vela y…, y eso no encaja con ella.
—Quizá no encaje con la Vela que fue en otros tiempos —objetó Laynanya—. Pero ha cambiado, Skar. Tú me hablaste de la piedra del poder y de que fuiste en su busca… La tuviste en tus manos.
—En efecto.
Las palabras de la errish Laynanya volvían a despertar sus recuerdos y, antes de que ella continuase, supo adónde quería ir a parar.
—Entonces sabes que esa piedra no es sólo la clave del poder, sino que además confiere a su poseedor un dominio sobre la herencia de los antiguos, aunque por todo ello exige un precio.
Skar se acordó del oscuro susurro en su interior, de la inmaterial mano que había atravesado su alma, del tenebroso hálito de misterios ya pasados y de extrañas fuerzas… Y eso que sólo había tenido la piedra en sus manos durante unos momentos.
—Tú odias a Vela —prosiguió Laynanya—, y no vives más que para vengarte de ella y matarla. Sin embargo, tu odio no va dirigido a la Vela que conociste en Ikne, y el mío no es para la hermana que otrora fue para mí. La piedra transforma a su dueño. Le da poder sobre las negras fuerzas que anidan en nuestra alma, esas mismas fuerzas que acabaron por provocar el hundimiento de nuestros remotos mayores. La maldad tiene un precio, Skar, y Vela lo pagó. Ya no es ella misma. Se ha convertido en…, en algo infame, calculador. Ha dejado de ser humana.
—¿Lo sabía ya cuando me encargó que fuera a Combat? —preguntó el satái.
—Supongo —respondió Laynanya tras breve vacilación—. Ni siquiera nosotros estamos muy enterados de la sabiduría de los antiguos. Hay leyendas, pero en su mayoría no son más que eso, leyendas. En cambio, conocíamos la piedra del poder y la maldición que encierra. Ella tuvo que imaginarse el peligro a que se exponía. Cabe incluso la posibilidad de que actuara movida por unos propósitos nobles. Cuando habló contigo en Ikne, te dijo la verdad. No quería la piedra para ella. Soñaba con salvar Enwor y traer la paz al mundo —dijo con una risa queda—. Pero eso pasó. Hace meses que posee la piedra, y entre tanto ha desaparecido todo cuanto de buena voluntad y honor había en su persona.
—¿Y tú? —inquirió Skar con suavidad.
No dudaba de las palabras de la mujer. Decía la verdad, pero hay distintas maneras de explicar la verdad. La voz de Laynanya estaba llena de odio y amargura, y el satái creyó verse a sí mismo por espacio de unos segundos. También él estaba lleno de amargura y odio, con la diferencia de que se mentía a sí mismo.
La errish no contestó. Skar ni siquiera tuvo la certeza de que hubiese entendido su pregunta.
—Esta es mi historia —continuó por fin—. Pudimos huir del calabozo. Aunque perdimos la mayor parte de nuestro poder, todavía somos errish, y logramos engañar a los carceleros. Escapamos de Elay y vinimos a este lugar.
—¿Tan sencillo fue?
—No —fue la dura respuesta—. Necesitamos tiempo para ganarnos la confianza de los quorrl y convertirlos en aliados. Y todavía más para encontrar el sitio donde ahora estamos.
—¿Y cuáles son vuestros propósitos? —quiso saber Skar, echando una mirada a las armas y las provisiones apiladas en todas partes—. ¿Iniciar una guerra contra Vela y sus secuaces?
—No, Skar. Sería una guerra contra nuestras hermanas y… contra Elay. No deseamos la guerra, pero estamos preparados por si nos obligan a ella. Si descubren nuestro escondrijo y nos atacan, tendremos que defendernos.
—¿Y eso es todo? ¿Os contentáis con permanecer aquí ocultos, sin hacer nada, mientras Vela se dispone a conquistar el mundo en vuestro nombre?
—¿Conquistar el mundo? ¡No seas tonto, Skar! —rió Laynanya—. No se trata aquí del destino del mundo. Nadie puede decidir el destino de todo un mundo. ¡Ni siquiera Vela! ¿Acaso lo consiguieron los antiguos? Podrá determinar lo que ha de ocurrir en una época, para bien o para mal, pero nada más. Y no importa que gane o pierda. Por último, el vencedor será el tiempo. Siempre es así.
—El tiempo… Perdona, Laynanya, pero creo que no te entiendo. No estoy dispuesto a aguantar un milenio de sufrimientos y opresión. La mataré, y basta.
—Lo sé —respondió Laynanya, tranquila—. Pero no porque quieras salvar al mundo. De eso quieres convencerte a ti mismo. Tú odias a Vela porque te humilló y dio muerte a tu amigo Del, al menos de forma indirecta. Por eso quieres matarla. Pero no temas. Yo no te lo impediré, si es eso lo que te preocupa.
—Eso significa que tampoco me ayudarás.
—Si con eso entiendes que te facilite guerreros y armas para que puedas atacar Elay, ¡no! Pero no te retendré aquí. Puedes irte, si quieres. Incluso… ¡debes marcharte!
—¿Cuándo?
—Cuanto antes, mejor. Hoy mismo, si dependiera de mi voluntad. Pero te ofrecí hospitalidad y mantengo mi palabra. No obstante, te conviene partir antes de que llegue tu perseguidor.
Skar se alarmó. Laynanya lo sabía todo, había leído en sus recuerdos y, en consecuencia, estaba enterada de lo del lobo, que él había estado casi a punto de olvidar.
—De cualquier forma, tu perseguidor tardará en darte alcance —añadió ella al observar su susto—. Los daktylios son veloces y, aunque él sea un demonio, necesita su tiempo para venir.
—¿Qué…, qué sabes tú de él?
La errish se encogió de hombros.
—Nada. No más que tú. Las viejas leyendas no hablan de él. Ignoro qué es y qué quiere, pero temo que ni siquiera nuestro poder baste para detenerlo. Además, no nos interesa hacerlo. No es nuestra lucha, satái.
—Aun así, saldréis beneficiados, si salgo vencedor.
—Nadie sale beneficiado de nada, Skar —señaló Laynanya—. Tú te enfrentas a unas fuerzas contra las que ningún humano puede. Tal vez lo consiga tu… hermano oscuro. Mas ni en ese caso ganarías tú. Quizá perderías todavía más.