Capítulo 11

A ambos lados del río había nieve, una delgada y quebrada capa blanca que inútilmente procuraba esconder lo sucedido allí. En diversos puntos, los buitres ya habían iniciado su escalofriante obra. La nieve aparecía revuelta y cubierta de rojos restos de carne, y en alguna parte asomaba el metal a través de la blancura. Un débil olor dulzón flotaba en el aire, y en los aullidos del viento parecía que todavía resonaban los gritos de los moribundos.

—Dos días —murmuró Skar—. Como mucho. Quizá menos.

Se acuclilló, apartó con el dorso de la mano parte de la nieve y del lodo helado que cubrían la coraza del quorrl muerto, e intentó darle la vuelta. No lo consiguió. Finalmente renunció a ello, se incorporó y miró a Herger. El cadáver era sólo uno de los quizá cincuenta que habían quedado en aquella orilla del río, bastante llana, y de las burbujeantes aguas asomaban incontables piedras, todas ellas muy lisas. Pese a la poderosa corriente y de lo fangosa y pardusca que era el agua, aquí y allá se veía el fondo. Un lugar ideal para atravesar el río, pero también un lugar ideal para un ataque por sorpresa. El vado no era muy ancho. Tal vez midiera quince o veinte metros. Quien allí tratase de alcanzar la orilla opuesta, caería tan fácilmente en una trampa como si cruzara un pequeño puente.

Skar estudió la ribera de enfrente e hizo un gesto de incomprensión. Se imaginaba perfectamente lo ocurrido. Al otro lado del río, la llanura no era tan plana ni descubierta como donde él estaba, ya que detrás de la franja arenosa se alzaba un buen número de bajos e irregulares montículos, entre los cuales había, además, rocas y maleza seca pero muy espesa. Suficiente protección para unos hombres que supieran cómo esconderse.

Pero no suficiente para un ejército…

Skar montó con decisión. Todo parecía indicar que, en su mayoría, los quorrl habían muerto atravesados por flechas. Quizá hubiesen sido sorprendidos. También cabía la posibilidad de que hubiesen sido perseguidos por un destacamento que los arrojara contra la lluvia de flechas de los soldados ocultos entre los cerros.

—¿Dos días, dices? —enlazó Herger con la observación del satái.

—Todo lo más —confirmó éste—, y probablemente menos. Pudo ocurrir durante la pasada noche. Pero no creo que aquí corramos peligro, si es lo que te preocupa. Sean quienes fueran los que mataron a los quorrl, a estas horas están bien lejos.

Herger pareció contentarse con esa respuesta, pese a que debía de saber tan bien como Skar que sólo se trataba de una suposición. Los cuerpos quedados en el campo de batalla no demostraban que la lucha hubiese terminado. Detrás de la próxima colina podía aguardar perfectamente un grupo de quorrl o de soldados, como les había sucedido a aquellos seres. A lo mejor se metían en una contienda sin sospecharlo siquiera, o…

«O nos cae el cielo encima —pensó Skar, malhumorado—. ¡Basta ya de ponerte nervioso a ti mismo!».

Con un violento movimiento hizo dar media vuelta a su caballo y lo condujo a la orilla. El animal retrocedió asustado al notar el soplo helado de las aguas, y Skar tuvo que emplear la fuerza para hacerlo obedecer.

El río era tan poco profundo como el satái había esperado. Los dos o tres palmos de agua apenas le llegaban a los pies, pero la corriente era terrible, y las salpicaduras parecían minúsculos cuchillos que se clavaran en sus desnudas piernas. El caballo resopló de dolor y sacudió la cabeza, angustiado; en cuanto estuvieron en la mitad del río, se encabritó y Skar no cayó de la silla por milagro. Tiritaba de frío y fatiga cuando, por fin, pudo desmontar al otro lado.

Herger lo seguía a escasa distancia. Iba montado en una postura poco natural, de tan rígida, y, cuando estuvo junto a Skar, se hallaba tan agarrotado que casi no pudo bajar del caballo por sí mismo. Se tambaleó, cayó de rodillas con una exclamación de dolor y se retorció jadeante.

El satái quiso asistirlo, pero Herger lo apartó de un manotazo.

—¡Déjame! —protestó con voz sibilante—. Ya podré levantarme solo.

Skar retrocedió un paso y arrugó la frente, pero no insistió. Comprendía a Herger. No era la primera vez que observaba algo semejante. El contrabandista había sabido muy bien, desde el primer momento, en qué se metía. Desde su salida de Anchor, habían estado cada día, cada minuto, en peligro de muerte. Y Herger tenía plena conciencia de ello. No estaba ni la mitad de tranquilo que quería aparentar. No era un héroe, y el continuo temor que sin duda lo había acompañado, minaba sus fuerzas. Sólo le faltaba, pues, el espectáculo de aquel campo de batalla. Hablar de la muerte era fácil, pero ver un lugar lleno de cadáveres, en parte mutilados, y hombres agonizantes, resultaba una cosa muy distinta. Hacía tantos años que Skar había emprendido la carrera de combatiente, que a veces olvidaba el efecto que semejante escena producía en la gente cuya vida cotidiana consistía en el tranquilo comercio.

—¿Qué ha… pasado aquí? —musitó Herger con voz quebrada, pese a esforzarse en parecer impasible.

Su mirada erró por la orilla. En el otro lado, la nieve había cubierto lo peor. Donde ellos estaban, en cambio, y por un capricho de la naturaleza, la blanca capa era menos gruesa. Por doquier había muertos. Trescientos, o quizá cuatrocientos, y no sólo guerreros.

—Una batalla —contestó Skar.

—¡No! —graznó el contrabandista, horrorizado—. No una batalla, sino una… degollina.

El satái guardó silencio. Herger acababa de pronunciar la palabra que él había tenido durante largo rato en la punta de la lengua. Los quorrl se habían defendido hasta el último hombre y… hasta el último niño, se corrigió. Debían de avanzar en su formación de costumbre: los guerreros en la parte exterior, formando un amplio círculo triple o cuádruple; detrás, las mujeres (los quorrl no hacían mucha diferencia entre un sexo y otro), y en el centro, protegidos por el grueso del ejército de aquellos seres de escamas grises, iban los carros que transportaban a los ancianos, a los enfermos y niños. Sus restos calcinados aún se distinguían: una hoguera, ya casi reducida a cenizas, de maderas y oscuros cuerpos carbonizados y apelotonados, irreconocibles por separado. Algunos de ellos eran, evidentemente, de niños. Ni siquiera éstos habían sido respetados.

—Esto es…

—Esto es la guerra —lo cortó Skar con dureza—. Aquello de que habláis en Anchor mientras os desayunáis, o entre dos negocios, Herger. Es lo que te espera a ti, si continúas a mi lado.

El contrabandista se volvió con brusquedad. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, delataban el miedo. Skar hubiese querido tragarse el último comentario. Quizá fuera ése el momento de separarse, y el satái tuvo la certeza de que bastaría el menor impulso para… Pero ahora, de pronto, ya no lo deseaba.

—Perdona —murmuró—, yo…

—¿Por qué lo hicieron? —preguntó Herger, como si no hubiese oído las palabras de Skar—. ¿Por qué?

Skar emitió una risa seca y amarga.

—¿Te refieres a los niños? ¿Quieres saber por qué asesinaron también a mujeres, niños y ancianos?

Herger tragó saliva un par de veces. La extrema palidez de su rostro ya no era solo consecuencia del cansancio.

—Porque los pequeños quorrl se convierten más tarde en guerreros —prosiguió Skar—. Guerreros que, en su día, matan y saquean, y procrean nuevos quorrl.

Comprobó que Herger se estremecía como si hubiese recibido un golpe, y añadió con menos dureza:

—No son frases mías, Herger. Y, además, ahora no es éste nuestro problema. Mira a tu alrededor —dijo, después de acariciar a su montura detrás de las orejas—. Me preguntaste por qué odio a Vela… Aquí tienes la respuesta. Estos seres no eran guerreros, en realidad, sino figuras, piezas en el tablero de la errish. ¿Recuerdas lo que dijiste tú? «Darle al pueblo algo contra lo que pueda descargar su ira…». Eso es fácil de decir, Herger, pero la realidad es muy distinta. La realidad se compone de sangre y muerte y horrores. Y tú…

El satái se interrumpió, asustado de sus propias palabras. Herger no tenía la culpa. Estaba tan anonadado como él ante lo sucedido allí. Y, por unos instantes, Skar había estado a punto de tratarlo como a Gowenna, descargando su ira sobre el contrabandista. Pero semejante actitud habría sido demasiado fácil.

—Olvídalo —gruñó—. A veces digo tonterías. Tienes razón. Son quorrl. Sabían a lo que se exponían, al adentrarse en este país.

Pero… ¿lo sabían de veras? ¿Había sabido él en qué berenjenal se metía al penetrar en Combat o en el bosque de Cosh? ¡No, claro! Asimismo, los quorrl ignoraban que, en realidad, no actuaban por su propia voluntad. Skar no sabía cómo lo habría hecho Vela, pero de pronto estaba seguro de que se había ocupado de que el paso del ejército quorrl por la frontera ocurriera en el momento justo. Era el mejor pretexto para preparar la guerra.

El satái señaló con la cabeza los restos carbonizados de la valla de carros, en medio del campo de batalla, y le dio a entender que debía seguirlo.

—¡Ayúdame! —dijo—. Necesitamos maderas, si no queremos morir de frío.

Herger se sobresaltó visiblemente.

—¿Maderas? —repitió con voz débil—. ¿Para qué?

—¡Para un fuego, hombre! —exclamó Skar—. La leña suele arder mejor que la nieve…

—¿Piensas pernoctar aquí? —jadeó Herger, espantado.

Skar miró al cielo de forma demostrativa. El sol no tardaría ni una hora en ponerse, y en el norte aparecía ya una tenebrosa línea grisácea.

—¿Acaso se te ocurre algo mejor? —increpó a Herger, con expresa dureza.

—Pero… ¡es un campo de batalla!

Skar hizo una mueca de desprecio.

—Si te dan miedo los espíritus de los muertos —dijo—, permite que te tranquilice. No es la primera vez que pernocto en un lugar como éste, y nunca me salió al encuentro ningún fantasma.

Echó a andar antes de que Herger tuviese ocasión de objetar algo, y se abrió paso entre los cadáveres. Eran quorrl en su totalidad. Los atacantes debían de haberse llevado a sus muertos y heridos, si es que habían sufrido bajas…

Alcanzó los restos de los carros, miró a su alrededor, indeciso, y apretó los dientes cuando el viento cambió de dirección y trajo consigo un penetrante hedor cadavérico. Todos los carros habían sido destruidos y quemados. La mayor parte de la madera estaba carbonizada y, en consecuencia, era inservible. Pero entre los restos quedaba algún trozo que podrían encender y, si hacía falta, arrancarían las ropas a los muertos. A Skar no le gustaba nada la idea de recorrer el campo de batalla como un profanador de cadáveres para arrebatarles hasta la camisa que aún llevaban puesta, pero de ese modo no morirían de frío. Y en caso de persistir el mal tiempo, tendrían ropa de abrigo que ponerse.

Llamo a Herger con un gesto impaciente.

—¡Ven y échame una mano!

El contrabandista, que había permanecido junto a los caballos, obedeció de mala gana. A medio camino se paró para inclinarse, y de repente se enderezó con una exclamación.

—¡Skar! ¡Aquí hay uno vivo!

Su mano buscó el cinto y desenvainó la espada, pero lo hizo en instintiva defensa.

Skar llegó a su lado en dos o tres zancadas.

—¡No! —gritó—. ¡Guarda el arma!

Herger asintió mientras el satái se arrodillaba junto al retorcido cuerpo. En el primer momento creyó que los nervios le habían jugado una mala pasada al compañero. El quorrl yacía en la nieve con las manos apretadas contra una horrible herida en el costado, y todo él estaba cubierto de sangre. De su hombro izquierdo asomaba la partida asta de una flecha, y el casco de cobre, provisto de pinchos, que había sido reventado de un golpe, presentaba una corona de sangre seca. Pero Skar vio entonces que los ojos del escamoso ser se abrían, aunque poco, y sólo por espacio de una fracción de segundo. A pesar de las espantosas estocadas, el quorrl aún vivía.

—Es preciso retirarlo de aquí —dijo Skar tras breve reflexión—. Necesita calor.

—¿Pretendes… auxiliarlo? —exclamó Herger, atemorizado.

—Quizá pueda darnos información valiosa —repuso con calma el satái—. Además, no tienes por qué preocuparte. Está malherido, y no podrá hacerte nada.

—Pero es un quorrl —protestó el contrabandista—. Estas criaturas han atacado nuestras ciudades y pueblos y… —La glacial mirada de Skar lo hizo enmudecer. Tragó saliva, se balanceó inquieto de uno a otro pie y devolvió su espada al cinto—. ¿Qué puedo hacer? —preguntó al fin sin mirar al satái.

—Ayúdame a retirarlo de aquí —indicó éste.

Se puso de pie, para arrodillarse luego de nuevo, esta vez detrás de la cabeza del herido, e introdujo las manos bajo sus axilas.

—Tú cógelo por los pies —le ordenó a Herger—. Lo llevaremos a donde están los restos de los carros. Allí, por lo menos, estaremos protegidos del viento.

El contrabandista hizo lo que le mandaban, obediente. Skar jadeó bajo el peso del inerte corpachón. Ese quorrl era un ejemplar especialmente grande: un gigante de dos metros de estatura e increíblemente macizo, que bien pesaría sus dos quintales. Un sordo y profundo gemido partió de su pecho cuando Skar y Herger lo transportaban con enorme esfuerzo por el campo de batalla. La herida del costado, abierta de nuevo, dejaba un desigual rastro de sangre en la nieve.

Herger se tambaleaba cuando por fin alcanzaron los carros carbonizados y pudieron dejar en el suelo al quorrl. La respiración del contrabandista era sibilante, y sus ojos no podían apartarse de aquel monstruo gris.

Skar se enderezó, tomó aire un par de veces y esperó a que las manos dejaran de temblarle. El peso del quorrl lo había agotado.

—Hemos de… encender… un… fuego —musitó, respirando todavía con dificultad—. Busca madera, Herger, y trae los caballos. Yo, entre tanto, examinaré las heridas del quorrl.

Herger echó a andar tan deprisa que casi era una huida. Parecía contento de alejarse del extraño guerrero, aunque fuera sólo por unos minutos.

Skar lo siguió con la mirada, meneando la cabeza. No era que Herger odiase al quorrl, sino que… le inspiraba miedo, un miedo terrible. Los quorrl tenían fama de crueles, si bien lo que en ellos parecía cruel podía ser simplemente, en la mayoría de casos, la expresión de una forma de vida distinta por completo. Ni siquiera él pudo evitar cierto respeto al mirar al gigante de grises escamas.

Después de colocarlo en una posición un poco menos incómoda, el satái comenzó a explorar sus heridas. No podría hacer mucho por él. Cada una de las lesiones parecía mortal de necesidad. Era casi un milagro que el quorrl aún siguiera con vida. Pero difícilmente llegaría a la mañana. Incluso un curandero experto fallaría en un caso semejante. Aquel ser tenía el cráneo destrozado, y quizá sólo lo mantuviera en su sitio el casco… Y la herida del costado —un lanzado, como el satái comprobó— presentaba ya síntomas de gangrena. El quorrl no tardaría en morir.

Skar buscó con la mirada a Herger, impaciente, y después de una breve vacilación se quitó la capa y tapó con ella al herido, un gesto más simbólico que otra cosa, ya que el quorrl llevaba un día entero —y quizá una noche— tendido en la nieve, y tenía que estar helado hasta los huesos.

El satái se levantó, movió los dedos para vencer la picazón y también se puso a reunir leña. Cuando Herger regresó con los caballos, ya había reunido un buen montón. El contrabandista le arrojó la alforja que contenía el material de curas y, sin hablar, sujetó los animales a una rueda de carro rota. A continuación se dedicó a encender el fuego mientras Skar abría la alforja. Poco era lo que quedaba dentro, apenas lo suficiente para una sola de las heridas del quorrl. Pero al menos encontró un ungüento que, aunque fuese por poco rato, aliviaría los sufrimientos del desdichado. Skar lo extendió con cuidado sobre los bordes de la herida, siempre dispuesto a dar un salto atrás, si el quorrl se movía. Mas éste no despertó, ni siquiera cuando el satái le arrancó la flecha del hombro y le cubrió el profundo corte con una delgada venda.

Herger se le aproximó en cuanto hubo encendido el fuego. Entre sus cejas se formó una arruga de desaprobación, cuando vio lo hecho por el satái.

—Espero que no olvides que también nosotros podemos necesitar material de curas —gruñó.

Skar no contestó. El contrabandista había vencido el primer susto, y su inseguridad se transformaba ahora en agresividad.

—¡Qué manera de desperdiciar las cosas! —continuó, al ver que el satái no decía nada—. Sería más humano que lo atravesaras con la espada.

El satái volvió a cubrir al quorrl, miró a su alrededor y, por fin, descubrió un pequeño hato de ropa, medio calcinado, que le puso como almohada al moribundo.

—Quiero saber qué sucedió aquí —explicó—. Y este quorrl tal vez pueda decírnoslo.

—¡No seas mentecato! —protestó Herger—. Si este ser llega a recobrar el conocimiento, cosa que dudo mucho, intentará matarnos. ¡Lo sabes tan bien como yo! O sea que deja tus estúpidos sentimentalismos y sigamos adelante. Antes de que oscurezca podremos avanzar unos kilómetros.

—Sí, y morirnos de frío en cualquier parte —murmuró Skar—. Nos quedamos aquí, Herger. Tenemos leña y no nos azota tanto el viento. Y esos espíritus de los muertos que a ti te asustan tanto, impedirán que nos sorprendan salteadores de caminos y otra granujería parecida.

—Pero atraerán a los profanadores de tumbas —señaló Herger, lacónico—. Tengo mi experiencia, satái —agregó al cabo de unos momentos—. Donde hubo una batalla, no andan lejos esos tipos.

—En tal caso convendrá que tú montes guardia mientras yo duermo —replicó Skar—. ¿O…?

El contrabandista lo miró con franca ira, antes de dar media vuelta y alejarse por la nieve.

Skar bajó de los caballos las alforjas y las mantas enrolladas, y comenzó a preparar el campamento nocturno.

Los carros carbonizados formaban un irregular semicírculo, tras el cual no hacía tanto frío, y ni siquiera era tan gruesa la capa de nieve. El satái extendió las mantas a ambos lados del fuego, aplicó más leña a éste y abrió su odre, en el que sólo quedaba un resto de maloliente agua.

Lo vació, se inclinó de nuevo sobre el quorrl y bajó al río. Herger se había retirado en dirección contraria y permanecía en la cumbre de un montículo con la vista fija en el norte. La roja luz del sol crepuscular convertía su cuerpo en una sombra negra. Skar se preguntó si debía acudir junto a él para disculparse, pero al fin no lo hizo. Quizá fuera la primera vez que Herger veía con sus propios ojos cómo era el mundo en el que le había tocado nacer. Tenía que acostumbrarse a ello, y cuanto antes, mejor.

El satái trató de recordar qué había experimentado él tanto tiempo atrás (¿cuántos años? ¿treinta o cuarenta?) al presenciar por vez primera, desde una colina, los restos de un campo de batalla, cuando era un joven novicio. Ya no lograba hacer memoria de los detalles. Había visto demasiados campos de batalla, desde entonces, tomado parte en demasiadas luchas y visto el rostro de la muerte en demasiadas ocasiones, para saber aún lo que era el miedo. Estaba… sí, embotado, como acaba embotándose todo el que vive con el arma en la mano y para quien la muerte significa vida. Skar, sin embargo, no había olvidado nunca los difíciles comienzos. Ya no recordaba muchos detalles, aunque sí el pasmo y el susto superiores a todas las demás sensaciones. El espanto y la pregunta de qué podía mover a los hombres a hacer algo semejante.

Nunca había encontrado respuesta a ella. Y finalmente había dejado de buscarla.

Skar apartó de sí tales pensamientos y siguió adelante. Desde el río le llegaba un gélido soplo, y entre las lisas piedras que marcaban el vado se había acumulado el hielo. El satái contempló ceñudo la quebrada línea blanca. Si las temperaturas continuaban tan bajas, el hielo no tardaría en formar un dique en aquella parte menos honda, y el agua inundaría las orillas. Eso quizá constituyera una inhumación más digna para los muertos que dejarlos para que los devorasen los buitres.

Skar se detuvo en la ribera. También en el agua había cadáveres. No tantos como en su lado del río, pero sí más de lo que había supuesto a primera vista. Pero sólo eran quorrl. Ni un solo ser humano. Ni un solo atacante.

Caminó hacia la izquierda, río arriba. Allí, las aguas eran todavía fangosas y pardas, pero al menos ya no las infectaban los muertos. Aun así, le costó un gran esfuerzo arrodillarse en la orilla y llenar su odre. Sólo de pensar que por la mañana había bebido, aunque sin saber en qué condiciones se hallaba el agua, hizo que se le revolviera el estómago.

Sació su sed y ató cuidadosamente la boca del odre, antes de volver al campamento donde lo aguardaba Herger. El sol rozaba ya el horizonte cuando llegó a la hoguera y, en silencio, se dejó caer sentado junto al compañero. Las sombras se alargaban, y los quorrl muertos no tardaron en quedar convertidos en informes bultos grisáceos. Skar se estremeció. En momentos como aquél, era comprensible que personas como Herger tuviesen miedo de los espíritus.

Con la oscuridad volvió el frío, y el satái se aproximó más a las llamas, que esparcían un calorcillo agradable. Poco a poco lo fue venciendo el cansancio.

—¿Hablabas en serio, antes? —preguntó Herger de súbito—. Me refiero a lo de la guardia.

A la oscilante luz del fuego, el rostro de Herger parecía aún más fatigado. Tenía el ojo izquierdo hinchado y rojo, lo que le daba un aspecto curiosamente asimétrico.

—No; entonces no —murmuró el satái—. Pero ahora sí. Creo que será más prudente alternarnos en las guardias. Aunque sólo sea por él —añadió señalando con la cabeza al inmóvil herido.

Habían arrimado todo lo posible al fuego al quorrl, y Skar confiaba en que el calor produjera pronto una reacción en el ser desvanecido.

Herger lo observaba con atención. No decía nada, pero Skar se daba cuenta de lo que bullía en su mente.

—Siento lo que… dije antes —comenzó el joven—. Yo…

El satái lo interrumpió.

—No te preocupes. Te comprendo.

—En cualquier caso, estoy en contra —confesó Herger después de una pausa—. Tendríamos que haberlo dejado morir.

—Morirá —contestó Skar, tranquilo—. Esta misma noche.

—¿Para qué lo martirizas, pues?

Skar miró pensativo al enorme quorrl, que seguía sin conocimiento, aunque de su pecho partía de cuando en cuando un profundo y angustioso gemido. El satái había tenido que pelear contra muchos de esos seres y sabía lo fieros y fuertes que eran, y en más de una ocasión había sido testigo de cómo un quorrl destrozaba literalmente a un hombre. No obstante, no experimentó ninguna sensación de triunfo. Ni siquiera aquel alivio tan difícil de describir, y que tiene uno al darse cuenta de un peligro cuando éste ya ha pasado… Si algo le inspiraba el quorrl, era compasión. Lástima de un ser herido y que sufría.

Pero era probable que, en aquellos momentos, el quorrl padeciese menos que Herger o él.

—¿No te llama la atención que aquí sólo haya quorrl? —preguntó poco después.

El contrabandista lo miró interrogante.

—No hay ni un ser humano —dijo Skar—. Sólo vi armaduras, armas y caballos de los quorrl.

—Debieron de llevarse a sus muertos y heridos —opinó Herger, poco convencido.

—Tampoco hay armas rotas —prosiguió Skar, imperturbable—. Ni manos o brazos cortados, ni cascos perdidos, ni un solo caballo muerto.

—¿Qué quieres darme a entender con eso? —inquirió Herger, cada vez más alarmado.

El satái se encogió de hombros.

—Quizá que… no sufrieron bajas —murmuró, como si hablara consigo mismo.

Tal pensamiento le había rondado todo el tiempo, pero hasta ahora, en el momento de expresarlo en voz alta, no había comprendido lo que representaba.

—Eso es imposible —manifestó Herger.

—En efecto —admitió Skar—, pero no encuentro otra explicación.

—Pudo tratarse de una emboscada —musitó su compañero—. Si atacaron desde una gran distancia…

Herger interrumpió la frase y miró al campo de batalla con ojos desmesuradamente abiertos. Casi todos los quorrl habían sido eliminados mediante flechas, pero otros no. Hasta él sabía distinguir una herida causada por una espada, si la veía.

—A lo mejor, no se defendieron —murmuró.

«O lucharon contra un enemigo invulnerable», pensó Skar, aunque no lo dijo.

Una vez de pie, se colgó el odre del hombro y señaló la cadena de montículos.

—Yo haré la primera guardia —decidió—. Tú procura dormir. Te despertaré poco después de medianoche.

—¡Skar!

En la voz de Herger había algo que hizo pararse al satái, que volvió a acercarse al fuego.

—¿Qué?

—Yo… ¡Quédate aquí! —suplicó, después de tragar saliva—. ¿Por qué no montas la guardia aquí mismo? Y yo también, luego.

«¿De qué tiene miedo? —se preguntó el satái—. ¿De los espíritus de los muertos, o del quorrl? Es posible que, simplemente, le espante la idea de estar solo…».

Mas no hizo comentario alguno, y se limitó a sentarse de nuevo junto al fuego y calentarse las manos en las llamas. En el fondo se alegraba de poder permanecer allí.

Y, aunque nunca lo habría reconocido —ni siquiera a sí mismo—, también prefería tener compañía.

—¿Qué harás si de veras llegamos a Elay? —quiso saber Herger, de pronto—. ¿Matarás a Vela?

—Sí —respondió el satái—. Y ahora duerme. Mañana nos convendrá estar descansados.

Herger parecía ansioso de hacer más preguntas, pero vio que Skar no tenía ganas de hablar, de manera que se retiró un poco para enrollarse en su manta. A los pocos minutos ya era más tranquila su respiración. Se había dormido pese al frío y al miedo que cual oscura sombra acechaba alrededor del campamento.

Skar lo observó meditabundo. Era curioso… Sólo se conocían desde hacía once días, pero Herger ya le resultaba tan familiar como si llevaran años cabalgando juntos. Y, aunque el contrabandista seguía siendo enigmático para él, le inspiraba algo comparable a la… amistad. No; no podía ser amistad. Eran dos extraños y siempre lo serían, por mucho tiempo que permaneciesen unidos. Empero, en su desemejanza había —por absurdo que sonara— una cierta familiaridad.

Finalmente, el satái se arrebujó más en su manta y buscó la proximidad del fuego. ¿Qué diantre le ocurría? ¿De veras pensaba esas cosas? ¿O estaba tan agotado también psíquicamente que empezaba a perder el control de sí mismo?

La oscuridad se hizo más intensa; detrás de la flameante línea en que el resplandor del fuego contenía el embate de la noche, parecían moverse unas sombras carentes de forma, que no existían en realidad, pero que no por eso resultaban menos horribles.

En alguna parte, quizás a ciento cincuenta kilómetros de distancia, o quizá sólo a un tiro de piedra, se hallaba el lobo… Su negro acompañante. La maldición que pesaba sobre él, mucho más pesada de lo que Herger pudiese imaginar jamás. Tal vez fuese una de las sombras que creía fantasmagóricas, y el monstruo merodeara alrededor del campamento en busca del momento adecuado para atacar.

—¿Estás ahí, amigo? —preguntó.

El viento se tragó sus palabras, pero Skar se figuró percibir un débil eco desfigurado, y sólo al cabo de varios segundos un lúgubre sonido, como si alguien —o algo— intentara imitar su voz con un órgano vocal no apto para el lenguaje humano. ¿Fantasías suyas? ¡Naturalmente!

—¡Estás ahí, sí! —continuó, y de nuevo contestó el viento con aquel sonido misterioso—. Estás ahí y esperas… Esperas a que yo cometa un error, ¿no? Pero no cometeré ese error, amigo —agregó con una queda risa—. He descubierto tu sistema… No me harás nada mientras no esté en Elay. Y el camino hasta allí es largo.

—Confío en que no te equivoques —intervino entonces Herger.

Skar se sobresaltó. Herger se había incorporado a medias y lo miraba con una mezcla de tristeza y preocupación mal disimulada.

—Te…, te suponía dormido —respondió el satái.

Le desagradaba que Herger hubiese oído sus palabras. Siempre se había burlado en silencio de la gente que hablaba sola, y ahora lo hacía él…

—Y lo estaba —dijo Herger—. Pero, en un sitio como éste, el sueño no es profundo.

Sonrió comprensivo, se puso serio enseguida y se sentó del todo, con la manta sobre la cabeza y los hombros, como una capa, de modo que su sombra le dividía la cara en dos mitades separadas. Sus ojos quedaban en la oscuridad, pero Skar sintió aun así la mirada del compañero.

—Estás atemorizado, ¿verdad? —preguntó Herger de improviso—. ¿Por qué no lo reconoces? ¡Te aliviaría!

El satái clavó en él una mirada furibunda.

—¿Y eso qué te importa? —increpó a Herger—. A mí, por lo menos, no me asustan los fantasmas de unos quorrl muertos.

Pero la saeta no hirió al contrabandista, que volvió a sonreír y se inclinó para calentarse las manos.

—Cada cual tiene sus propios fantasmas —murmuró, sin mirar a Skar—. Yo, los espíritus de los muertos. Tú, tu lobo o lo que sea. Estás seguro de que te matará, ¿no? Del mismo modo que mató a Tantor.

El satái calló. No sabía adónde quería ir a parar Herger, pero tuvo la impresión de que aquella conversación junto al fuego no era precisamente trivial.

—Hace días que te lo quería preguntar —prosiguió Herger—. Pero no había tenido ocasión.

—Pues tampoco lo hagas ahora —gruñó Skar—. No sé qué puede haber en un nocturno campo de batalla que…

Pero se interrumpió cuando el quorrl emitió un ronco lamento y se movió. La mano del ser apareció debajo de la manta y se agarró al helado suelo. El imponente cuerpo se contrajo.

—¡Empieza a despertar! —jadeó Herger.

El satái se precipitó hacia donde yacía el quorrl, cuyos ojos parpadearon. El herido gimió de nuevo, trató de hacer un movimiento y cayó hacia atrás con una exclamación sorprendentemente aguda. Abrió entonces los ojos, pero parecía mirar a través de Skar.

—¡Ten cuidado! —aconsejó Herger—. Si te reconoce…

Skar lo mandó callar con un gesto de enojo. El quorrl se movía más. Sus horribles garras escarbaban el suelo y arañaron el hielo y la piedra con un ruido estremecedor, mas no había energía en ellas. Los grandes ojos carentes de pupilas estaban velados. Si aquel ser veía algo, desde luego no lo distinguía a él. No obstante, el satái se preparó para apartarse de un salto en caso necesario. No era la primera vez que se enfrentaba a un quorrl, y le constaba que sus garras de seis dedos eran capaces de aplastar el acero.

—¿Me oyes? —inquirió.

Los labios del quorrl se contrajeron, pero Skar no supo si era una reacción a sus palabras o sólo dolor. Se inclinó aún más, intercambió una rápida mirada con Herger y posó una mano en la frente del herido. La escamosa piel tenía un tacto duro y seco, y el satái notó el pulso del ser. Sus dos corazones latían como locos, de manera irregular.

—¿Entiendes lo que digo? —insistió Skar—. Estás a salvo. Somos tus amigos. No te haremos ningún mal.

Incluso para un satái fue demasiado rápido el movimiento que siguió. El quorrl se incorporó de repente, y de su boca sin labios brotó un chillido escalofriante. La garra del monstruo se alzó al mismo tiempo y se hundió en el brazo de Skar, que lanzó un grito y se echó hacia atrás, ya que nada podía oponer a las inhumanas fuerzas de un quorrl.

Herger gritó también, desenvainó la espada y blandió el arma con ambas manos.

—¡No! —jadeó Skar, desesperado—. ¡No lo hagas!

Herger se contuvo. El quorrl parecía más tranquilo. Acostado otra vez, gemía débilmente, aunque su garra izquierda sujetaba todavía el brazo de Skar, quien apenas podía resistir ya el sufrimiento.

Khomat —susurró el quorrl—. She cedy khomat.

Sólo esas tres palabras, una y otra vez. Volvía a tener los párpados cerrados, pero Skar notó cómo, debajo, los globos oculares se movían nerviosamente de un lado a otro.

—¡Ayúdame! —jadeó el satái entre dientes.

Se apartó todo lo posible del quorrl, se dejó caer de rodillas e intentó desasirse de la feroz garra.

Herger asió la muñeca del herido y, con la otra mano, trató de torcer hacia atrás sus dos pulgares.

Pero ni entre ambos podían. En los ojos de Skar había lágrimas cuando, por fin, su brazo quedó libre, y la mano le hormigueó intensamente cuando la sangre pudo volver a circular de manera normal. El satái se alejó aún más del ser escamoso y se hizo un fuerte masaje en la mano.

—Por poco me quedo manco —murmuró—. Tendría que haberte hecho caso, Herger. Creo que me vuelvo viejo.

El contrabandista tenía la cara gris del susto, y las manos le temblaban como si hubiese sido él la víctima.

—¿Qué te pasa? —preguntó Skar—. Ya lo ves… ¡No me ha ocurrido nada!

Herger lo miró sorprendido.

—¿Tú…, tú no hablas su lengua?

—Apenas.

—¿Qué dijo?

En los ojos de Herger vibraba el pavor.

—Khomat… —musitó.

—¿Y eso qué significa?

Herger movió los labios, pero no contestó. Sus ojos recorrían inquietos el tenebroso campo de batalla, y las manos le temblaban de manera ostensible.

—¿Qué quiere decir esa palabra? —insistió Skar—. ¡Dilo de una vez!

—Demonios… —contestó Herger en un susurro—. Que vienen los demonios…