Capítulo 12
—¡Todavía vive! —dijo Herger en voz baja—. ¡No es lógico!
Skar sujetó la cincha, acarició fugazmente los húmedos ollares del caballo y dio dos vueltas alrededor de los animales para cerciorarse de que las sillas y las riendas estaban debidamente colocadas. Empezaba a clarear. En el este se veía ya una delgada franja grisácea, y la nieve parecía centellear con una misteriosa luz interior, de modo que la visibilidad era perfecta hasta el río. El fuego aún ardía, pero las llamas, amarillas y pequeñas, apenas daban ya calor. Habían gastado casi toda la leña. Un mísero resto pendía, atado, de la silla del satái, pero sólo serviría para un fuego de una hora de duración, como mucho. Tendrían que seguir de nuevo el curso del río hasta el punto donde lo habían encontrado. Una marcha de dos días, para recorrer una distancia de cien pasos… Pero de nada les serviría lamentarse.
El satái se desabrochó el cinto, lo colgó del arzón de su montura y regresó al lado de Herger y el quorrl. El escamoso guerrero había vuelto a quedar en coma profundo. Un sueño del que, probablemente, no despertaría. Aun así —y por precaución, dado lo ocurrido a Skar—, le habían atado manos y pies con resistentes correas.
—¿Qué decías? —preguntó el satái.
—Que no es lógico que siga vivo, con semejantes heridas… —contestó Herger.
Skar contuvo un bostezo. Estaba cansado. Ni él ni Herger habían dormido mucho. El satái no había logrado conciliar el sueño hasta la madrugada, para despertar poco después empapado en sudor y con el recuerdo de una pesadilla.
Se frotó los ojos con el pulgar y el dedo índice y miró primero a Herger, y después al quorrl.
—Ya lo sé —dijo—. Pero él, por lo visto, no lo sabe.
—¿Qué hacemos, pues?
—Llevarlo con nosotros —respondió Skar, indiferente—. ¿Qué otra cosa, si no?
—¡No hablarás en serio! —protestó Herger—. Si lo ataras a un caballo, lo matarías.
—¿Y qué propones tú, entonces? En caso de abandonarlo aquí, puede sufrir días enteros. Y nosotros no podemos permanecer aquí hasta que se reponga o muera.
Skar había reflexionado largamente sobre esa cuestión, durante las interminables horas de la noche. La idea lo atraía tan poco como a Herger, mas no encontraba otra solución.
—¡Sería una locura! —exclamó el contrabandista—. ¿Pretendes arrastrarlo durante días enteros, hasta que espiche?
El satái le dedicó una mirada fría.
—En cualquier caso no pienso dejarlo aquí para que los buitres se lo coman vivo.
—Entonces hay que matarlo —declaró Herger—. No podemos cargar con él.
Skar observó que, aunque Herger resistía su mirada, le costaba un tremendo esfuerzo.
—Tal vez tengas razón —murmuró al fin—. Toma.
Se puso en cuclillas, extrajo de su bota el delgado puñal y se lo ofreció al compañero.
Herger contempló desconcertado el arma.
—¿Y qué debo hacer con eso?
—Matar al quorrl —contestó Skar—. Era lo que querías, ¿no?
Herger retrocedió involuntariamente y miró el puñal con una mezcla de espanto y repugnancia.
—Pero yo…
—Si creías que liquidarlo era cosa mía, estabas muy equivocado —dijo Skar con dureza—. ¿No fue idea tuya? ¡Toma el puñal, pues, y degüéllalo! Yo no te lo impediré, ni hablaré más del asunto. ¡Pero no exijas de mí que haga tal cosa! Durante suficiente tiempo me tocó realizar los trabajos sucios de otros.
Se levantó de golpe, arrojó el arma a los pies de Herger y volvió junto a los caballos. Le costaba dominarse. La actitud de Herger le había causado una terrible e infundada furia, porque… sabía de antemano lo que iba a suceder. Pero estaba harto. Había creído (o, mejor dicho, había intentado convencerse de ello) que Herger era diferente de los demás, y que no vería en él sólo al asesino a sueldo. Mas no era así, claro. Para Herger, todo aquello no era más que una aventura, algo en lo que se veía metido por su voluntad, en parte, aunque también un poco a la fuerza, y de lo que ahora trataba de sacar, lógicamente, el máximo partido. Para Herger, él no era más que un satái, un hombre que inspiraba temor o, todo lo más, aquella clase de respeto basada en el miedo. Un hombre para quien el matar tenía que ser cosa cotidiana. ¿Acaso no existía nadie en el mundo capaz de comprender que él, Skar, era un ser humano, que sentía dolor, tristeza y compasión como todos los demás?
Mas aquella emoción desapareció tan deprisa como había llegado. ¡Se comportaba como un chiquillo! Quizás un guerrero quorrl de dos quintales de peso no fuese el más adecuado para inspirar compasión… O quizá sí que lo fuera, precisamente.
Herger se unió a Skar al cabo de un rato.
—Lo siento —murmuró, desanimado, con la vista baja y el puñal como incómodo objeto en sus manos—. Tienes razón tú, Skar. No podemos abandonar al quorrl a su suerte. Toma el cuchillo… Será preciso construir unas parihuelas para transportarlo. ¿Te parece que los caballos podrán con tanto peso?
—Supongo —contestó el satái con una sonrisa bonachona—. Si no nos apartamos de la orilla, el terreno no resulta tan intransitable.
Claro que perderían aún más tiempo, pero no era sólo lástima lo que lo había impulsado a llevarse al quorrl. La batalla era aún bastante reciente, y los cadáveres no significaban que no hubiese más quorrl por allí cerca. Pero Skar prefirió no decir eso en voz alta. El nerviosismo de Herger ya era suficiente.
—Venga, pues. ¡Manos a la obra! —dijo—. Quisiera haber terminado cuando salga el sol.
Juntos se pusieron a trabajar. No fue muy difícil preparar la camilla. El campo de batalla ofrecía suficiente material de construcción, y pronto tuvieron hechas unas parihuelas que, aunque primitivas, resistirían el peso del herido. Con cuidado las tendieron entre los caballos y, una vez bien sujetas, colocaron sobre ellas el inerte cuerpo. Al notar el extraño olor del quorrl, los animales empezaron a piafar inquietos.
—Habría que atarlo —indicó Herger—. Por si acaso. Si despierta y empieza a dar golpes…
—Sí.
Skar había probado en su propia carne las fuerzas de aquel ser. Aún tenía entumecido el brazo y, si lo movía con demasiada rapidez, un punzante dolor lo recorría de arriba abajo. Se agachó, cogió las correas con que habían sujetado la camilla y, tras breve vacilación, las arrojó lejos de sí.
—Necesitamos algo más resistente —gruñó—. Esto se rompe como el papel. Mira tú también. A lo mejor encuentras algo práctico.
Eso carecía de sentido, naturalmente. Ya lo habían rebuscado todo la noche anterior, ansiosos de hallar comida, pero lo que quedaba por allí estaba quemado o estropeado. También los quorrl debían de haber pasado hambre. Pero el satái prefería tener ocupado a Herger. Quien tiene algo que hacer, cavila menos.
Skar miró a su alrededor, indeciso. Ni él mismo sabía bien lo que buscaba: un cinturón, una tira de cuero duro…, algo que resistiera las furias de un ser cinco veces más fuerte que un hombre adulto. En el lugar de la batalla había diseminados toda suerte de objetos. Por lo visto, los quorrl llevaban consigo una increíble cantidad de equipaje: armas, sobre todo, pero también enseres domésticos, joyas, ropas y los aperos necesarios para la labranza. Quizá fueran en busca de botín, cuando los alcanzó la muerte. Mas no había nada de utilidad para él.
El satái se arrodilló aquí y allá para coger algo, pero cada vez lo volvió a dejar. Al fin, cuando ya estaba a medio camino del río, halló lo que había buscado. Se trataba de un cinturón del ancho de una mano, reforzado con eslabones metálicos, que parecía lo suficientemente recio para enganchar a un buey. Limpió de nieve y barro las relucientes piezas de cobre y, con expresión satisfecha, se echó la pieza al hombro.
Al volverse para regresar junto a Herger, descubrió la huella.
Empezaba en el río y formaba una recta línea doble que salía del agua, pasaba a pocos pasos de él y desaparecía en suave curva detrás de las colinas que se alzaban al otro lado de su campamento. No eran huellas humanas. Tenían el tamaño de una mano, pero mucho más profundas que las que pudiera dejar un caballo muy cargado, y sus bordes resultaban extrañamente borrosos, como si la nieve se hubiese derretido a medias para volver a solidificarse enseguida, a consecuencia del gélido viento. De ser más pequeñas, podrían haber sido las huellas de un perro.
A Skar le dio un vuelco el corazón. Por espacio de una fracción de segundo sintió pánico, un miedo gris e incontenible que le impedía pensar con claridad. Se volvió una o dos veces, alarmado, y se llevó la mano al cinto antes de recordar que lo había dejado colgado de la silla de montar, con el tchekal dentro. Sólo se hallaba a unos pasos de distancia, pero resultaba inalcanzable.
Tal pensamiento lo hizo reaccionar. Las huellas tenían ya varias horas. De haber venido el lobo para matarlo, ya no viviría. Aun así quedó en él el miedo, un enorme e invisible puño de hielo que lo tenía agarrotado y le cortaba la respiración. Como pudo, tomó aire un par de veces, cerró los puños e intentó reprimir aquella sensación. Pero el corazón seguía latiéndole con violencia, y el malestar de su estómago iba de mal en peor. Le costó un triunfo seguir la pista.
Ésta pasaba a escasa distancia del campamento, torcía hacia el oeste y se perdía detrás de los montículos. Herger le gritó algo, al verlo, pero él no hizo caso, sino que continuó adelante lo más silenciosamente que podía, subió a una colina y se detuvo en su cumbre.
Ni siquiera se asustó. Si acaso, le produjo asombro que no se le hubiese ocurrido antes.
La pista del lobo seguía… cerro abajo y otra vez arriba, en el siguiente. El monstruo no parecía haber aminorado en absoluto el paso para matar a los dos guerreros. Éstos yacían en extraña postura, sobre la nieve. Dos gigantes de dos metros de estatura, cubiertos de negras corazas de cuerno, provistas de pinchos. ¡Soldados de Vela! La maldición de Tuan, que habían provocado y traído ahora consigo… No eran seres humanos, sino… cosas horribles, monstruos sin vida, cuya forma externa sólo parecía guardar una semejanza con los hombres para burlarse de ellos. Skar lo había sospechado cuando vio el campo de batalla. Las huellas de una lucha que sólo había provocado pérdidas a los de una parte. Luego, el quorrl que hablaba de demonios…
Había sido tonto al creer en serio que no habrían dejado centinelas. ¿Qué misión era la suya? ¿Darle muerte a él? ¿O sólo observarlo y registrar cada uno de sus pasos? Pero tanto daba. Vela sabía que él estaba en camino. Ahora ya lo sabía con certeza. Aquellos dos guerreros muertos habían sido más que una prolongación de su brazo; habían sido sus ojos y sus oídos, dos de los muchos centenares distribuidos por el país para buscarlo.
Skar respiró profundamente, llenó sus pulmones de aquel aire cortante, de tan frío, y procuró no pensar en nada. Pero al cerrar los ojos vio delante de sí una cara. Delgada y enmarcada en oscuros y lisos cabellos, y cuyos ojos lo miraban burlones. No; Vela no había encargado a aquellos espinosos monstruos que lo mataran. Todavía no. Sin duda sabía dónde estaba, porque lo había sabido siempre. Y seguía jugando con él. También cabía la posibilidad de que los pensamientos que le ocupaban fueran sólo parte del cruel juego. Vela quizá quisiera hacerle creer que había descubierto sus planes…, con la única idea de prepararle una trampa aún más satánica. El juego se hacía más serio, y más elevada la apuesta. La errish ya no respetaba su vida, como había hecho antes, aunque todavía no atacaba con todas sus fuerzas. Tal vez lo estuviera mirando a través de los ojos de un nuevo demonio, escondido detrás de uno de los incontables montículos, y se divirtiese con su indefensión y la impotente rabia que devoraba su alma.
—¿Me ves? —preguntó, para añadir enseguida a voz en grito—: ¿Me oyes, Vela? ¡Sé que me ves y oyes! Voy, tal como tú querías, bruja… ¡Voy, y te juro por mi vida que te aniquilaré!
Como era lógico, no obtuvo respuesta. La blanca extensión permaneció muda, indiferente como había sido durante miles y miles de años.
Sólo el viento aullaba quedamente alrededor de las colinas. Y en alguna parte, no muy lejos de la solitaria figura que se alzaba en la cima de un montecillo, un enorme lobo negro trazaba sus huellas en la nieve.