Capítulo 5
Andred continuaba en la misma postura en que Skar lo había dejado, encogido e inmóvil, y tenía la mirada tan vacía como antes. Cuando el satái se arrodilló junto a él y puso en sus manos la capa azul y el pesado casco de cuero, el hombre se estremeció como si despertase de un profundo sueño.
—Ponte esto —dijo Skar—. ¡Enseguida! Antes de que noten que la patrulla no regresa.
Él mismo se colocó el casco, se desprendió de su vieja y rota capa y, en su lugar, tomó la prenda del thbarg. El género era asombrosamente ligero, pese a abrigar y ser grueso. El casco, sin embargo, le resultaba pequeño y le oprimía las sienes y la raíz de la nariz de manera muy molesta. Menos mal que esperaba no tener que llevarlo demasiado rato.
Andred dio vuelta a los objetos que tenía en las manos, como si los viera por primera vez. Skar gruñó impaciente y le plantó el casco en la cabeza. El navegante hizo un débil movimiento de rechazo, pero el satái, sin preocuparse por ello, le arrancó de los hombros la raída capa. Sólo cuando Andred tuvo puesta la azul capa de los thbarg y abrochada la delgada fíbula a la altura del hombro, pareció empezar a comprender el sentido de todo aquello.
—¿De… dónde lo sacaste? —balbuceó.
—Me lo prestaron —contestó Skar brevemente—. Dos de los hombres de Gondered tuvieron esa amabilidad. ¿Estás a punto?
Andred se llevó una vacilante mano a la cabeza, y las puntas de sus dedos palparon el áspero cuero. Skar observó que la mano izquierda del compañero se había oscurecido aún más y estaba casi negra. Pero, si Andred tenía dolor, lo disimulaba de modo admirable.
—¿Crees que con este disfraz pasaremos el cerco? —preguntó el hombre despacio, con grandes pausas, como si necesitara recordar cómo se hablaba.
Skar encogió los hombros con fingida indiferencia.
—Es la única posibilidad que tenemos —dijo—. Los dos thbarg no paseaban por el muelle porque estuvieran aburridos… Gondered no tiene la certeza de habernos eliminado. Si nos quedamos aquí, tarde o temprano nos descubrirán. Eso, si no morimos antes de frío. ¡Hay que intentarlo, Andred!
Éste asintió, aunque sin moverse.
—Debieras… ir… solo —murmuró con inseguridad—. Sin mí, tienes más probabilidades.
Skar soltó una risa ronca.
—Esa idea llega un poco tarde, amigo. Además, no es buena. Gondered mandó de patrulla a dos hombres. En consecuencia, se preguntaría por qué vuelve sólo uno.
—¿Conoces la lengua thbarg? —preguntó Andred de repente.
—No. ¿Por qué?
—¿Qué haremos, si nos dirigen la palabra?
En la voz del marino había algo que alertó a Skar. El satái se detuvo y clavó una penetrante mirada en el compañero, que parecía volver poco a poco a la realidad, pero eso era sólo aparente. La lógica de sus palabras no hacía más que cubrir un engaño. Constituía un último propósito, al que seguiría el derrumbamiento final. Quizá ya al cabo de pocos instantes, o tal vez dentro de horas, pero llegaría pronto. Skar se encogió nuevamente de hombros con marcada indiferencia.
—¿Que qué haremos? —respondió—. ¡Correr como nunca!
Andred esbozó una sonrisa forzada. Fue como si sonriera una estatua.
La noche se había hecho más fría cuando subieron juntos al muelle. La expresión de Andred no se alteró en absoluto al ver los dos guerreros muertos, que Skar había arrastrado hasta la sombra de las rocas.
Siguieron por el mismo camino tomado por los soldados, a lo largo de la zona oscura, aunque un poco más aprisa que ellos, con el fin de recuperar el tiempo perdido. Las manos de Skar recorrían nerviosas el borde de su capa. Antes, cuando el satái contemplaba la ciudad desde la sombra que arrojaba el barco, la distancia le había parecido enorme. Ahora, en cambio, semejaba encogerse a cada paso, como si galoparan sobre un caballo desbocado.
—¡Habla! —susurró, sin mirar a Andred.
El rostro del navegante resultaba casi irreconocible bajo el abultado borde del casco. Si nadie les dirigía la palabra, quizá lograran escapar. Eso, siempre que Gondered no controlara en persona a sus propios hombres. Y si Andred conservaba la serenidad. Si…
«Demasiados si», pensó Skar. Tal como él le había recomendado, Andred se puso a decir cosas deshilvanadas, que tampoco hubiese entendido en caso de escucharlo. No obstante, hacía un gesto afirmativo de vez en cuando y contribuía a la extraña conversación con un movimiento de mano o una risa contenida. De pronto tenía miedo de exagerar la cosa, porque uno también podía resultar demasiado natural.
—¿Ves el barracón de allí delante? —murmuró sin alzar la vista—. ¿Ese edificio chato entre los dos silos? ¿Lo ves?
—La puerta está abierta —contestó Andred.
Era muy poco lo que le temblaba la voz, pero Skar lo notó.
—Pasaremos rozándolo. Espera mi señal.
—De acuerdo.
Skar seguía sin mirarlo, pero se dio cuenta de la agitación de Andred y del miedo que envolvía su figura como un manto invisible.
Desvió brevemente la vista hacia la derecha. El barco aún ardía, pero lo que asomaba de las negras aguas del puerto eran ya sólo unos restos carbonizados, fantásticos dedos de esqueleto. El resplandor del fuego no iluminaba más que unos metros de muelle, y en las manos de los guerreros thbarg aparecieron las primeras antorchas. Sonó una breve y cortante orden. Algunos hombres de Gondered interrumpieron sus actividades y empezaron a agruparse alrededor de su jefe. Otros, en cambio, no mostraron ninguna reacción.
Skar se pasó la lengua por los labios, inquieto. No tenía ni idea de lo dicho por Gondered, ni si la orden guardaba relación con ellos dos o con los soldados que representaban ser. Pero los separaban todavía treinta pasos del almacén, demasiado para echar a correr con alguna posibilidad de no llamar la atención.
Involuntariamente, el satái introdujo la mano bajo la capa, en busca de la empuñadura del tchekal. Enseguida la retiró, se enderezó y aceleró un poco el paso. Tenía que esforzarse mucho para no mirar continuamente hacia atrás por encima del hombro.
Aún diez pasos. Por una fracción de segundo creyó distinguir un movimiento detrás de la puerta del barracón, abierta de par en par. Mas era sólo una sombra, quizás una visión producida por sus sobreexcitados nervios.
Pero al fin se volvió. Gondered se hallaba muy erecto entre sus guerreros y, a pesar de la escasa iluminación, su dorado casco era perfectamente visible. Decía algo, se pasó la antorcha de la mano derecha a la izquierda y señaló el puerto y la sombra del velero corsario entre grandes gesticulaciones. Skar creyó distinguir una serie de diminutas figuras a bordo, y durante unos instantes tuvo incluso la sensación de que el enorme barco se movía.
Llegaron al almacén. De pronto, sus pasos produjeron sordos ecos en las invisibles paredes, y una indescriptible mezcla de los más diversos olores le dio en las narices: a humedad, moho, víveres podridos, telas y mil otras cosas que Skar no reconoció de momento. A ambos lados de la entrada se elevaban, hasta el techo, bastas estanterías, viejas y dobladas por el peso de las mercancías apiladas en ellas. Detrás, enclaustrados en borrosa negrura, asomaban otros anaqueles, igualmente repletos a más no poder y tan juntos que entre medio sólo quedaban unos estrechos pasillos, apenas suficientes para el paso de un hombre.
Se apartaron un poco de la puerta, hasta que Skar estuvo seguro de que no podían verlos desde fuera. El satái habría podido respirar aliviado, pero no lo hizo. El miedo iba con ellos, y la sensación de amenaza era casi más intensa allí dentro que en el exterior. Sin embargo, podían considerarse bastante protegidos. El depósito tenía que contar con más de una salida, y, aunque Gondered se diese cuenta ahora de que Skar se le había escapado, estarían ya sumergidos en la ciudad antes de que el jefe thbarg pudiera reaccionar.
Andred miró a su alrededor con movimientos rápidos y entrecortados.
—¡Es extraño! —murmuró.
—¿Qué? —inquirió Skar.
—Esta mercancía… —prosiguió el navegante.
—Es un almacén, ¿no? Ven. Hemos de ir a casa de tu amigo.
Andred se puso en marcha, obediente, pero volvió a pararse pocos metros más allá. Su vista recorrió, insegura, las atestadas estanterías y las pilas de cajas y fardos.
—Aquí hay demasiada cosa —susurró.
También Skar se detuvo. Escudriñó la puerta, pero detrás del bajo y gris rectángulo permanecía todo tranquilo como antes.
—¿Qué quieres decir? —preguntó al fin.
Andred señaló el techo.
—Hace quince años que vengo a este sitio… —musitó—, y nunca había visto un almacén tan abarrotado. El País de los Dragones es grande, y Anchor constituye su único puerto. Los barcos apenas dan abasto a traer el género, de tan aprisa como es recogido y distribuido.
Skar calló, desorientado.
—Me gustaría saber si los demás almacenes están igual de llenos… —agregó Andred.
—Y, aunque así fuera —indicó Skar—, ¿qué podría significar?
Era una pregunta tonta, a la que él mismo se contestó mientras la formulaba. Gondered había dicho que los habitantes del País de los Dragones se alzaban en armas. Ellos acababan de experimentar en su propio cuerpo cuan en serio ibas sus palabras, y ahora… ¿Necesitaba acaso más pruebas? Alguien había empezado a acumular existencias, y en unas cantidades fuera de toda lógica. ¿Qué otro motivo podía haber, pues, sino los preparativos para una guerra?
Pero… ¿guerra? ¿Contra quién? ¿Contra un puñado de quorrl?
¿O quizá contra el resto del mundo?
Y, de súbito, todo tuvo sentido. Skar supo que los demás almacenes estarían igual de repletos, así como también los silos y las monumentales naves alineadas en el otro extremo del puerto —y, si no ahora, lo estarían muy pronto— y que los quorrl no eran más que un pretexto. Había estado ciego. Ciego y, además, lleno de pretensiones. Para él, el mundo entero se había compuesto sólo de dos personas: Vela y él. Su juramento de venganza lo había ofuscado. ¡Maldito imbécil! ¿Cómo había sido capaz de creer que la errish iba a cerrar las fronteras de su país y enviar al mar centenares de guerreros, sólo por tener miedo de él? Gondered lo había buscado, en efecto, pero eso no era más que una pequeña parte de su verdadera misión, algo que cumplía de paso, del mismo modo que también los vigías de los pasos de montaña y las tropas situadas en algún punto de las fronteras de Kohn y Larn trataban de atraparlo.
Skar hubiese querido abofetearse. Vela sabía que él llegaría, claro, pero probablemente no era para ella más que una minúscula figura en un tablero con millones de piezas, un problema al que tal vez dedicara un fugaz pensamiento, antes de ocuparse de sus asuntos principales. Los planes de la errish eran mucho más importantes y tremendos de lo que él, en su estupidez, había imaginado. ¡Su juramento, de venganza…!
Vela se reiría de ello, si se enteraba. ¿Existía un lugar más apropiado que Elay para preparar una guerra en silencio? ¿Un país mejor, del que nadie que viviese fuera de sus fronteras sabía realmente lo que en él sucedía, y sobre el que circulaban más rumores y leyendas que habitantes tenía?
El satái tuvo entonces una visión, algo rápido y horrible: un imponente ejército que, cual negra marea viva, rebasaba las fronteras del País de los Dragones… Expediciones militares, conducidas por los córneos monstruos de Vela, que arrasaban ciudades y pueblos y fortalezas…, una fuerza incontenible, invulnerable, protegida por el poder de la endiablada piedra; invencible. El ejército de Vela…
«Una sola vida humana no dura lo suficiente para conquistar un mundo», había dicho la errish. Y él lo había creído, pero era mentira. Vela quería que él lo creyera, del mismo modo que había querido que Skar la odiara y se concentrase sólo en ese odio y en su venganza personal, perdiendo en cambio la visión de lo que ella perseguía en realidad. De repente todo le resultó lógico y claro. Su huida, su estancia en Cosh, la muerte de Del…, todo eso no había sido más que cuento, un juego bien escenificado, que no tenía otro objeto que el de despistarlo. Desde el primer momento, Vela había sabido que en todo Enwor sólo existía un hombre —o, mejor dicho, lo que tenía en su interior— capaz de poner en peligro sus proyectos. Y cada paso emprendido por él había sido determinado de antemano por la errish.
—¿Qué te ocurre?
La voz de Andred lo arrancó súbitamente de sus pensamientos. Por un momento había perdido el control de sí mismo, y su rostro debía de reflejar la ira. Andred tragó saliva, asustado, y poco faltó para que Skar se echara a reír cuando comprendió que era precisamente al revés de lo que había pensado: no sería Andred quien se derrumbara, sino él.
—¡Nada! —se apresuró a decir, y su voz sonó ronca—. Es… Nada, nada —repitió—. ¡Vámonos! Quisiera estar fuera de la ciudad cuando Gondered se dé cuenta de que le hemos tomado el pelo.