Capítulo 15
El vuelo fue un infierno. Skar no supo decir luego cuánto había durado, si dos horas o dos años. Una vez en el aire, los daktylios resultaron tan elegantes como torpes habían parecido en tierra, y sus grandes alas no sólo eran ideales para volar, sino que además ofrecían tal resistencia al ataque del viento, que eran balanceados de un lado a otro y Skar estuvo convencido, por lo menos una docena de veces, de que no podría aguantarse y se precipitaría a tierra desde aquellas alturas. En más de una ocasión, el daktylio de Legis cayó en un bache con tal rapidez, que las afiladas rocas que cubrían la llanura parecieron dientes de fiera, dispuestos a morderlos. El satái se agarraba con toda su fuerza a las delgadas correas, pero lo único que consiguió fue que el animal se estremeciera de dolor y tratara de atacarlo con su cabeza de martillo.
A pesar del frío y del cortante viento, Skar estaba bañado en sudor cuando los reptiles iniciaron el descenso. Debajo de ellos había un resplandor rojo: docenas de minúsculas chispas candentes, incontables fuegos de campamento cuidadosamente escondidos y que sólo podían ser vistos desde el aire. Los daktylios empezaron a describir círculos, perdiendo altura, y el satái pudo distinguir mejor lo que había en tierra. El campamento se hallaba en un estrecho valle en forma de L, cuyo borde septentrional lindaba con una espesa jungla verdinegra. El olor de las fieras le azotó con nueva intensidad la nariz, cuando los daktylios, después de describir un último y extenso círculo sobre el valle, bajaron definitivamente. Skar se sujetó con todas sus fuerzas cuando el enorme reptil se deslizó sobre el valle con las alas muy abiertas e inmóviles, a la vez que, con torpeza, procuraba arañar el suelo. Aun así, estuvo a punto de salir disparado de la silla. De nuevo en tierra, los daktylios volvieron a ser torpes y lentas aves corredoras, que apenas se sostenían sobre sus patas y tenían dificultad para no arrojar de la silla a sus jinetes. Skar vio que el fondo del valle le salía vertiginosamente al encuentro, y en el último instante contuvo el impulso de soltar las riendas y cubrirse la cara con los brazos. Los patosos saltos de su daktylio resultaban engañosos respecto de la velocidad, todavía muy considerable… Si el animal se arrojaba contra la pared de la roca, no sólo moriría él, sino que aplastaría a los dos jinetes.
Pero no sucedió nada de eso. El satái distinguió de pronto una alta y redondeada abertura en la pared de granito, que él había creído maciza, y que estaba hábilmente disimulada mediante una cortina de fibras vegetales trenzadas. Sin reducir apenas el paso, el reptil bajó un poco la cabeza y se introdujo por el agujero con las alas pegadas al cuerpo.
Dentro había una formidable gruta de techo abovedado, profusamente iluminada con incontables antorchas hollinientas, que la sumían en una turbia claridad rojiza. El saurio volador redujo el paso, dio dos o tres tremebundos saltos hacia un lado de la entrada y se paró con una súbita sacudida. Skar salió disparado por encima de la cabeza del animal. Le temblaban las rodillas y, por espacio de un segundo, sintió vértigo. Toda la gruta daba vueltas. Detrás de ellos entraron los restantes daktylios, media docena de negros monstruos, en cuyos lomos hasta los guerreros quorrl parecían menudos y frágiles. Skar buscó a Herger y lo encontró contraído sobre el animal de Mork. El fiero quorrl le rodeaba el pecho con uno de sus poderosos brazos y lo sostenía como si fuese un muñeco.
La sensación de vértigo desapareció poco a poco de la cabeza del satái, si bien aún le temblaban las rodillas. El olor a reptil era tan intenso en la gruta que Skar casi no podía respirar. Sólo el tercio anterior de la inmensa bóveda pétrea estaba iluminada. La parte posterior, mucho más amplia, quedaba a oscuras. Únicamente aquí o allá se reflejaba en un ojo o en una garra el vacilante resplandor rojizo de las antorchas, y Skar tardó en distinguir detalles en la lóbrega confusión. Los daktylios sumaban docenas, quizá centenares. La gruta estaba subdividida mediante una red, y la parte trasera servía, probablemente, de cuadra para las monturas —voladoras o no— de los quorrl. A Skar le llamó la atención el desasosiego reinante entre los grandes animales. Eran seres que necesitaban aire libre y libertad, y el verse encerrados bajo un cielo de piedra tenía que enloquecerlos.
—Cuando hayas acabado la inspección, podremos irnos —dijo Legis detrás de él.
Skar se volvió expresamente despacio. La errish se había desprendido el velo, que arrugó para pasárselo por la frente y los ojos, y así quitarse el hollín. En su turbante centelleaba de nuevo la diadema metálica.
—¿Irnos? ¿Adónde? —respondió el satái.
Legis frunció los labios, impaciente.
—No estáis aquí para descansar —dijo—. Ahora os conduciré ante mi jefa, y ella decidirá lo que hay que hacer con vosotros. ¡Sígueme!
A Skar, aquellas palabras se le antojaron tensas: un texto aprendido de memoria y que habría repetido quién sabía cuántas veces. No obstante, sonaban como una orden.
—¿Y Herger?
—Primero te toca a ti —replicó Legis sin contestar directamente a la pregunta—. A un satái le cabe el honor de la preferencia.
La mofa que había en su voz era imposible de pasar por alto, pero Skar se tragó la sarcástica respuesta que tenía en la punta de la lengua y fue detrás de la errish. Dos de los poderosos guerreros quorrl les daban escolta con las manos en sus armas. Skar los observaba con una mezcla de enojo e involuntaria admiración. No tenía gran experiencia con los quorrl, pero hasta entonces los había considerado un montón de salvajes. En cambio, lo que allí veía —al menos por ahora— parecía demostrar lo contrario. Los guerreros poseían una disciplina que hubiese enorgullecido a cualquier general de Ikne o de Kohn.
Un nuevo enigma. Mas también éste se aclararía.
Al abandonar la gruta, Skar quedó cegado durante unos momentos. Desde el aire había visto incontables fuegos, pero, desde donde ahora estaba, el valle se hallaba sumido en una oscuridad absoluta. Como mucho, el débil resplandor rojizo que se extendía sobre el campamento habría podido revelar a un observador muy atento que aquella parte de la llanura no estaba tan muerta como parecía.
—¿Adónde me llevas? —insistió el satái.
Legis indicó, en silencio, el breve desfiladero que descendía hacia la izquierda. Skar percibió numerosas voces, a medida que caminaban. Voces humanas, pero también los guturales sonidos de diversos dialectos quorrl, y un par de veces vio moverse unas sombras, sin que supiera si tenía delante un hombre, un quorrl u otra criatura. Desde la selva que se extendía al otro lado del valle soplaba un aire dulzón y pesado, y Skar creyó, en cierta ocasión, haber oído el rugido de una fiera.
Por fin entraron en una nueva gruta, igualmente disimulada con una espesa cortina de fibras vegetales trenzadas, para que ningún rayo de luz delatase su existencia. Era mucho menor que la cuadra de los daktylios: una burbuja de tres metros de altura en medio de la roca, y en cuyas paredes se abrían innumerables agujeros de formas irregulares. Tenía que tratarse de pasadizos que comunicaban con otras grutas. Por lo visto, los rebeldes habían establecido su campamento en un verdadero laberinto de cuevas y galerías subterráneas. Posiblemente, también el desfiladero era sólo un hueco cuyo techo se había hundido largo tiempo atrás. Un lugar ideal para esconderse. Mas igualmente una terrible trampa, si alguna vez era descubierto el refugio.
Legis indicó a Skar con un breve ademán que se detuviera, dijo algo a los dos quorrl que se habían parado a ambos lados de la entrada y desapareció en uno de los pasadizos.
El satái recorrió con una inquieta mirada lo que lo rodeaba. También en esa segunda gruta ardían numerosas antorchas, como si los habitantes de aquel mundo subterráneo quisieran ahuyentar con un caudal de luz el peso de la roca que tenían encima de sus cabezas. Skar se imaginó lo que debía de ser vivir allí. Él llevaba sólo un rato en aquel dédalo de grutas y cuevas, y ya experimentaba una ligera desazón, no producida únicamente por el hambre o el agotamiento. Era un mundo lleno de oscuridad y frío, y humedad y resonantes galerías.
—¿Cuánto tiempo hace que vivís aquí? —le preguntó a uno de los quorrl.
Pero el escamoso guerrero no contestó, y Skar renunció a volver a dirigirle la palabra. Cabía la posibilidad de que ni siquiera entendiera su lengua.
La paciencia del satái tuvo que resistir una dura prueba. Legis tardaba en regresar, y el frío, no sentido hasta entonces por Skar, penetró de nuevo en sus huesos. En la cueva reinaba una terrible humedad. En las grietas del suelo se habían formado charcos, y aquí y allá relucía aún el hielo. Al igual que los quorrl y sus aliados, también el invierno había buscado refugio bajo tierra, y desde allí hacia frente al ímpetu de la primavera.
Por fin volvió la errish. Pero ya no estaba sola. La acompañaba un quorrl casi tan corpulento y robusto como Mork.
—¿Tú eres Skar? —le preguntó de inmediato.
—Sí —respondió el satái.
El guerrero se había detenido a dos pasos de él, y lo sobrepasaba en una cabeza entera. Sin embargo, ese quorrl era sólo grande; no imponente como Mork. No constituiría un adversario, pues.
—Yo soy Trosen —prosiguió el quorrl en perfecto tekanda—. Mientras estés aquí, yo me ocuparé de ti.
—¡Qué atento! —contestó Skar, burlón—. Un quorrl para mí solo. ¿A qué se debe tal honor?
Legis le lanzó una mirada amenazadora, de la que Skar hizo caso omiso expresamente.
—Queda por ver si será un honor —gruñó Trosen—. Y, aunque así fuera, para ti podría tratarse de un placer muy corto, satái… ¡Entrégame tu espada!
En su rostro apareció una sonrisa que le permitió enseñar una doble hilera de afilados dientes de fiera, que en el acto anuló el civilizado sonido de sus palabras.
Skar retrocedió cuando el quorrl alargó la mano. Los dos guerreros que había a sus espaldas se aproximaron; el satái notó sus movimientos sin necesidad de verlos.
—Procura ser prudente —le advirtió Legis—. No somos tus enemigos, pero nadie se presenta armado ante Laynanya. Tampoco nuestros invitados.
Skar reflexionó unos segundos. No le agradaba separarse de su tchekal, pero su actitud era suplicante y no ganaría nada insistiendo en un absurdo gesto de orgullo.
Con un resignado suspiro desenvainó la espada y se la entregó a Trosen… con la punta hacia adelante, de modo que el quorrl tuvo que cogerla con sumo cuidado para no cortarse en la mano con la peligrosa hoja de doble filo. El quorrl respondió a esa apenas disimulada provocación con un gruñido de rabia, aunque tomó el arma sin más comentarios y la introdujo debajo de su cinto.
—¡Ven!
Penetraron en un túnel de piedra. El techo era tan bajo, que los quorrl tuvieron que bajar la cabeza para no golpearse contra él. El resplandor de las antorchas quedó atrás, pero delante de ellos se distinguía una segunda mancha de turbia claridad rojiza. Aquel lugar le recordó al satái, con desagradable sensación, la fortaleza subterránea de Tuan donde Vela lo había tenido prisionero, con la diferencia de que, esta vez, los pasadizos no habían sido creados por manos humanas, sino por la naturaleza, mucho más rica en ideas. Quizás estas grutas habrían servido de modelo para la demoníaca fortaleza de Tuan.
El frío arreció. Una violenta corriente de aire les golpeó el rostro y le demostró a Skar que, como poco, aquella cueva tenía que tener otra entrada. El viento traía consigo el olor de antorchas encendidas, pero también de carne asada. El satái se acordó entonces de lo hambriento que estaba. Hacía ya cuatro días que no comía, y su estómago protestó de manera audible.
Legis, que caminaba a su lado, contuvo una sonrisa.
—Ya no tendrás que esperar mucho —dijo a media voz—. Te darán de comer tan pronto como hayas hablado con Laynanya. Y nuestra cocina te gustará. Es sencilla, pero buena.
Skar no contestó. Se daba cuenta de que Legis hablaba con buena intención, pero él no estaba de humor para conversaciones. Su estómago había tenido paciencia durante cuatro días, y también sabría aguardar una hora más.
Trosen se paró al final del pasadizo. Ante ellos se abría otra gruta de techo abovedado, igualmente iluminada con profusión de antorchas y llena de un frío que parecía reírse de las chisporroteantes llamas que daban luz a las paredes. La galería no acababa al mismo nivel. De pronto se vieron en una ancha plataforma de piedra, que rodeaba la cueva a cierta altura y permitía ver perfectamente todo el espacio interior. Cuando continuaron, Skar tuvo suficiente oportunidad de examinar el lugar. La caverna era extensa. Tal vez tuviera un radio de trescientos pasos y una altura de treinta metros. El abovedado techo era sostenido por columnas naturales, enormes estalagmitas que, en el transcurso de los milenios, se habían convertido en pilares y conferían a la sala un aspecto semejante al de una catedral. A la altura de un hombre había cuerdas tendidas a través de la gruta, de las cuales pendían alfombras y esteras, subdividiendo el espacio en docenas de departamentos de diversas dimensiones: dormitorios para seres humanos y quorrl, cocinas, despensas y almacenes, e incluso cuadras. Skar vio muchos caballos y, mientras descendía detrás de Trosen por una estrecha escalera de piedra, creyó reconocer al fondo de la gruta algo descomunal y escamoso. Donde había errish, no podían faltar dragones.
Entraron en un angosto corredor que, entre los espacios separados, conducía a una mayor profundidad. Por todas partes se oían voces, pero Skar solo pudo ver a su acompañante. Por fin, Trosen se detuvo, apartó una cortina y con un gesto de la mano, invitó a pasar al satái.
Skar obedeció, aunque no muy convencido.
Se dio cuenta del movimiento en el último instante, pero su reacción se produjo con un segundo de retraso. La mano del quorrl, todavía levantada para sostener la cortina, se cerró de repente y golpeó con tremenda fuerza su cogote. Skar aún pudo ladear un poco la cabeza, para que el puñetazo no le diera en la sien, como era el propósito de Trosen, pero aun así fue lo suficientemente duro para hacerlo caer de rodillas, medio atontado. De manera instintiva alzó las manos para protegerse la cara de otros golpes, mas no parecía ser esa la intención del quorrl. En cambio recibió un empujón en la espalda, que acabó de derribarlo al suelo. En el acto, unas escamosas manazas lo agarraron por los brazos y las piernas, y lo alzaron. Skar gimió de dolor y quiso defenderse, pero los dedos de los guerreros eran fuertes como el acero. Ante sus ojos daban vueltas unas redes de fuego, todo lo veía borroso, y las voces de los quorrl parecían llegarle a través de un largo pasillo de hierro. Un poco más allá lo arrojaron sobre una mesa de piedra. Las garras de los quorrl lo sujetaban cual grilletes.
Skar jadeó.
—¿Qué…?
Pero un golpe en la boca lo hizo enmudecer. Su cabeza chocó brutalmente contra la losa, y el nuevo dolor lo llevó al borde de la inconsciencia. Tenía sangre en la lengua, y ya no veía más que manchas de color y unas delgadas líneas de fuego.
—¡Sujetadlo! —ordenó entonces una voz.
El agarro de los quorrl se hizo todavía más firme, y otra mano huesuda le oprimió el pecho.
—¡Con fuerza! No debe poder moverse.
Una ola de horrible temor rasgó por unos momentos el oscuro velo extendido sobre su conciencia. El satái se incorporó, y el miedo le dio la fuerza necesaria para desasirse de las férreas garras de los quorrl, aunque sólo por un segundo.
—¡Sujetadlo! —insistió la voz, con gran energía.
Skar emitió un quejido cuando los guerreros lo aferraron con fiereza aún mayor. La presión sobre sus muñecas y tobillos era inaguantable. El tercer quorrl se arrojó con todo su peso sobre el dolorido cuerpo del satái, que ya no pudo lamentarse ni respirar, y a los bullentes colores que danzaban ante sus ojos se unieron ahora negros velos.
—¡Cuidado, ahora! —exclamó la voz…, la voz de una mujer que, pese a todo, reconoció—. ¡Es peligroso!
Unas manos frías pero firmes le tocaron el rostro.
—No te muevas, Skar. No te sucederá nada, pero resultaría expuesto que te movieses.
Y Skar obedeció. Más porque ya era incapaz de hacerlo que por precaución. El quorrl le oprimía el pecho como una montaña viva. Luchó por obtener aire, pero no pudo.
Los dedos siguieron avanzando, palparon sus ojos y se deslizaron por su nariz y su frente, hasta que, luego, algo duro y helado le tocó las sienes.
—¡Ahora!
Un cruel dolor surcó la cabeza del satái, que creyó que la cabeza le iba a explotar. Pero el dolor pasó tan deprisa como había llegado, y en su lugar se extendió por su frente una sorda y casi burbujeante sensación de cansancio.
No supo exactamente lo que ocurría… Lo rodeaban voces, voces y ruidos, y la espantosa presión de su caja torácica cedió, de modo que pudo volver a respirar. Las voces se hicieron más fuertes, insistentes, y por último se unió a ellas otra voz…, una voz que contestaba. Skar tuvo un susto terrible al darse cuenta de que era su propia voz, y de que respondía a preguntas pese a no entender su significado.
Habló durante horas, según le pareció, si bien ya no tenía conciencia del tiempo ni de nada. Acabó por caer en trance. La voz lo adormeció, y cada pregunta penetraba más y más en él, abriendo en su alma heridas ya casi curadas, a la vez que sacaba a la luz lo que él intentaba olvidar desde hacía meses.
Al fin despertó, pero no del todo. Pasó el amodorramiento, pero en cambio le pesaba un tremendo cansancio sobre los párpados, una fatiga que no era de origen natural. Durante unos instantes de rara claridad recordó un rostro delgado y grisáceo, enmarcado por greñosos cabellos castaños y de ojos hambrientos. Luego también se desvaneció esa imagen, y Skar se durmió.