Colofón
Hace veinte años, en la frontera de Zambia con Angola, vi a un joven africano morir de sida.
Fue la primera vez, pero no la última.
El recuerdo de su rostro ha permanecido vivo en mi mente durante todo el proceso de planificación y redacción de este libro.
Un libro que es una novela, una ficción. Sin embargo, el límite entre lo que en verdad sucedió y lo que podría haber sucedido es a menudo inexistente. Yo indago, como es natural, de un modo distinto al de un periodista. Pese a todo, ambos arrojamos luz sobre los más oscuros rincones del ser humano, de la sociedad, del entorno. Con no poca frecuencia, los resultados son idénticos.
Me he tomado licencias, tal y como permite la ficción. Por poner un ejemplo, que yo sepa, jamás ha habido ningún empleado de la embajada sueca llamado Lars Håkansson entre el personal diplomático de Maputo (ni de ningún otro lugar u organización). Si, contra todo pronóstico, resultase que es así, declaro aquí abiertamente que no es el aludido en la novela.
Rara vez nos encontramos con los rasgos y actitudes que le he atribuido. Y desearía haber podido escribir «nunca», pero no puedo.
Numerosas personas me han ayudado en este descenso a lo que, por muchas razones, bien podría llamarse un abismo. Y deseo mencionar aquí a dos de ellas. En primer lugar, a Robert Johnsson, de Gotemburgo, que rebuscó toda la información que le pedí y que, además, la aderezó con sus propios descubrimientos. Y también a la licenciada Anastazia Lazaridou, del Museo Bizantino de Atenas, que me guió por el complejo mundo de la arqueología.
A todos ellos expreso aquí mi agradecimiento.
Finalmente, una novela puede acabar en la página doscientas doce o en la trescientas treinta y ocho, pero la realidad continúa existiendo con la misma fuerza. Ni que decir tiene que lo que aquí queda escrito es exclusivamente el fruto de mis propias elecciones y decisiones. Como también lo es la ira, esa ira que me movió a escribir la novela.
Henning Mankell
Fårö, mayo de 2005