3
Del caos se desprendió tan sólo una idea aprehensible. Aron. ¿Dónde estaba Aron? ¿Acaso existía siquiera? ¿Por qué no estaba a su lado? Henrik era una creación de ambos y una responsabilidad que su ex marido no podía rehuir. Pero Aron no apareció; naturalmente, no estaba, y, como siempre, era como una delgada cortina de humo que no podía tocarse ni servir de apoyo.
De las horas inmediatamente posteriores al hallazgo, Louise no tenía ningún recuerdo, tan sólo sabía lo que otros le contaron. Un vecino había abierto la puerta para descubrir que ella había dado un traspié en la escalera y que se había caído. Después, un alud de gente apareció a su alrededor: policías, enfermeros, conductores de ambulancia. La llevaron al apartamento, pese a que ella se oponía. No quería volver allí, no deseaba admitir haber visto lo que había visto. Henrik estaba fuera, eso era, y no tardaría en volver. Una agente de rostro aniñado le tomó el brazo como una vieja y amable tía que intentase consolar a una niña que hubiese sufrido una caída y se hubiese herido en la rodilla.
Pero no se había herido en la rodilla; sencillamente, estaba destrozada porque su hijo había muerto. La agente le repitió su nombre, Emma. Emma era un nombre de los de antaño que se había vuelto a poner de moda, pensó Louise desconcertada. Todo volvía a ponerse de moda; su propio nombre, que antes utilizaban más bien los ricos y la gente de clase alta, había ido filtrándose a través de las distintas clases sociales hasta llegar a las más bajas y su uso estaba ya permitido a todos. Su padre, Artur, lo había elegido, y en la escuela todos se burlaban de ella. Así se llamaba la reina de Suecia, por entonces una mujer viejísima que parecía un árbol reseco. Ella odió ese nombre durante toda su infancia, hasta que su historia con Emil terminó. A partir de ese momento, el nombre de Louise se convirtió en una extraña ventaja.
Las ideas se arremolinaban en su cabeza y la agente Emma seguía allí sentada dándole golpecitos en el hombro, como si marcara el ritmo de la catástrofe o el propio paso del tiempo.
Una imagen le vino a la mente, una de las pocas que era capaz de recordar. El tiempo se le antojó una embarcación que se alejaba sobre el mar. Ella permanecía en el muelle y los relojes de la vida emitían su tictac, cada vez más lento. A ella la habían dejado atrás, al margen de los grandes acontecimientos. No era Henrik quien estaba muerto: era ella.
De vez en cuando intentaba huir, zafarse de aquella agente tan amable que no cesaba de darle golpecitos en el hombro. Después le dijeron que sus gritos eran desgarradores, hasta que alguien la obligó a tomar una pastilla que la hizo sentirse embriagada y somnolienta. Recordaba que todos los que se agolpaban en el pequeño apartamento empezaron a moverse muy despacio, como en una película que pasaran a cámara lenta.
En medio de aquella precipitación hacia el abismo, hubo lugar en su mente para pensar con desesperación en Dios. En realidad, ella nunca conversaba con Él en serio, al menos desde que, en su adolescencia, cayó en una persistente crisis de fe religiosa. Una compañera de clase murió una mañana de nevada, poco antes del día de santa Lucía; la atropelló una máquina quitanieves cuando iba camino de la escuela. Era la primera vez que veía la muerte tan de cerca. Y era una muerte que olía a lana húmeda, una muerte que venía arropada con el frío del invierno y con una pesada capa de nieve. El ver que su maestra, por lo general estricta, rompía a llorar como una niña abandonada y asustada quebró para siempre la imagen que se había hecho de ella. En el aula, había una vela encendida en el banco en el que solía sentarse la niña muerta. Casualmente era el banco contiguo al de Louise. Ahora su compañera había desaparecido, la muerte implicaba no estar más, sólo eso. Lo aterrador, lo horrendo, a posteriori, era que la muerte atacase tan al azar. Ella empezó a preguntarse cómo podía ser así y, de pronto, comprendió que su pregunta bien podía ir dirigida a quien solían llamar Dios. Pero Él no respondió. Louise empleó todos los trucos posibles para atraer su atención, incluso dispuso un pequeño altar en un rincón de la leñera, pero ninguna voz interior respondía nunca a sus preguntas. Dios era un adulto ausente que sólo hablaba a los niños cuando a Él le parecía oportuno. Finalmente, descubrió que en realidad ella no creía en ningún dios; como mucho, tal vez se hubiese enamoriscado de él, un enamoramiento secreto, como el inspirado por un chico inaccesible pocos años mayor que ella.
Después, nunca hubo un dios en su vida, hasta aquel momento. Pero tampoco ahora le hablaba. Estaba sola. Sólo estaban ella y la amable policía y todas las personas que hablaban en voz baja, se movían despacio y parecían buscar algo que se les hubiera extraviado.
Sobrevino una intensa calma, como si hubiesen cortado la cinta que giraba en una casete. Las voces que resonaban a su alrededor desaparecieron de súbito y, en su lugar, sólo oía unos susurros que repetían sin cesar que no era verdad. Henrik estaba dormido, no muerto. Simplemente, no podía estar muerto. Porque ella había ido a verlo.
Un policía sin uniforme y de ojos cansados le pidió amablemente que lo acompañase a la cocina. Después comprendería que lo hizo para que ella no viese cómo se llevaban el cadáver de Henrik. Se sentaron ante la mesa de la cocina y ella tocó con la palma de la mano las migas de pan que había sobre su superficie.
Simplemente, Henrik no podía estar muerto, ¡las migas de pan estaban allí!
El policía le dijo su nombre, pero tuvo que repetirlo dos veces para que ella pudiese entenderle. Göran Vrede[2]. «Desde luego», se dijo. «Siento una ira infinita. Y más sentiré si lo que me niego a creer resulta ser cierto».
Él empezó a hacerle una serie de preguntas que ella iba contestando con otras preguntas que él, a su vez, también le contestaba. Era la pescadilla que se muerde la cola.
Lo único cierto era que Henrik había muerto. Göran Vrede afirmó que no había indicios de que hubiesen intervenido agentes externos. ¿Sabía si Henrik estaba enfermo? Ella le aseguró que jamás había estado enfermo, que de niño pasó todas las dolencias normales de la infancia sin que estas dejasen ninguna huella, y que rara vez, por no decir nunca, sufrió una infección. Göran Vrede la escuchaba mientras esbozaba unos dibujos en un pequeño bloc de notas. Ella miró sus dedos gruesos y se preguntó si tendrían la sensibilidad suficiente como para hallar la verdad.
—Alguien tiene que haberlo matado —declaró Louise al fin.
—No hay ningún indicio de violencia externa —insistió el agente.
Ella sentía deseos de protestar, pero no tenía fuerzas. Seguían sentados en la cocina. Göran Vrede le preguntó si quería llamar a alguien al tiempo que le daba un móvil. Louise llamó a su padre. Cuando Aron no aparecía para asumir su responsabilidad, era su padre quien debía intervenir. Oyó las señales, pero nadie respondía. Tal vez estuviese en el bosque tallando sus esculturas. Y era imposible que oyese el teléfono. Pero si ella gritara con la fuerza suficiente, ¿la oiría su padre? En ese instante, el hombre respondió.
Louise rompió a llorar en cuanto oyó su voz. Fue como si se hubiese precipitado hacia el pasado y se hubiese convertido en el ser desvalido que había sido de niña.
—Henrik está muerto.
Louise lo oyó respirar. Su padre tenía los pulmones de un oso y necesitaba inspirar grandes cantidades de aire para llenarlos.
—Henrik está muerto —repitió.
Lo oyó resoplar, tal vez decir «Dios bendito», o tal vez proferir una maldición.
—¿Qué ha sucedido?
—Estoy en la cocina de su casa. Llegué y lo vi echado en su cama. Pero estaba muerto.
No sabía qué más decir y le dio el teléfono a Göran Vrede, que se puso de pie, como para dar mayor énfasis a sus condolencias. Y, cuando oyó su explicación, tomó conciencia de que Henrik estaba muerto de verdad. No eran sólo palabras o figuraciones suyas, un juego macabro fruto de sus visiones y su propio terror. Estaba muerto de verdad.
Göran Vrede concluyó la conversación.
—Dice que ha bebido y que no puede conducir. Pero que tomará un taxi. ¿Dónde vive?
—En Härjedalen.
—¿Y va a tomar un taxi? ¡Pero si hay quinientos kilómetros hasta aquí!
—Tomará un taxi. Él quería a Henrik.
La condujeron a un hotel donde le habían reservado una habitación. Mientras esperaba a que llegase Artur, estuvo en todo momento acompañada de varias personas, en su mayoría uniformadas. Le dieron más tranquilizantes, tal vez incluso se durmiese, pero ella no habría podido asegurarlo. Durante esas primeras horas, la muerte de Henrik estuvo envuelta en una densa niebla.
La única idea a la que se aferraba de cuantas habían pasado por su cabeza aquella noche, mientras aguardaba que llegase el taxi de Artur, era que en una ocasión Henrik había construido un infierno mecánico. Ignoraba por qué recordaba precisamente aquello; era como si todas las estanterías de recuerdos que tenía en su memoria se hubieran derrumbado y todo hubiese ido a parar al lugar incorrecto. Fuera lo que fuese lo que quisiera rememorar, siempre le venía a la mente otra cosa, y siempre inesperada.
Henrik tenía quince o dieciséis años. Ella acababa de terminar su tesis sobre la diferencia entre los enterramientos áticos de la Edad del Bronce y los del norte de Grecia. Fue un tiempo de grandes dudas acerca de la consistencia de la tesis, de noches de insomnio y desasosiego. Henrik se había estado mostrando muy irascible y dirigía contra ella su contenida rebelión ante la figura del padre. Temió que él se introdujese en un círculo de amistades sólo unidas por la afición a las drogas y el desprecio por las normas de convivencia social. Pero todo pasó y, un buen día, Henrik le habló de un infierno mecánico que había en un museo de Copenhague. Le dijo que quería ir a verlo y ella comprendió que no se daría por vencido. Louise le propuso que fuesen juntos. Era a principios de la primavera y ella leería su tesis a principios de mayo, así que no le vendría mal tomarse unos días libres.
Aquel viaje les brindó la oportunidad de acercarse un poco más. Por primera vez en sus vidas, dieron el salto y sobrepasaron la relación madre e hijo. Él, que estaba convirtiéndose en un adulto, le exigía que lo tratase como a tal y empezó a hacerle preguntas sobre Aron; ella le contó por fin la intensa historia pasional cuyo único beneficio había sido que él viniese al mundo. Intentó no hablar mal de Aron, no quería desvelarle sus mentiras ni sus constantes excusas para evitar asumir la responsabilidad del hijo que ella esperaba. Henrik la escuchaba con atención y, por sus preguntas, ella supo que las tenía pensadas desde hacía tiempo.
Pasaron en Copenhague dos días de ventisca, deambulando por las calles encharcadas de aguanieve, pero encontraron el infierno mecánico y, triunfantes, sintieron que habían logrado el propósito de su viaje. El infierno, construido a principios del siglo XVIII por un artesano desconocido, o tal vez por un loco, no era mayor que un teatro de marionetas. Al dar cuerda a un mecanismo de muelles, unos diablos de latón devoraban a seres humanos que, desesperados, caían a un cajón que era el infierno. Había llamas de fuego, también de metal dorado, y un jefe de los diablos cuyo largo rabo se agitaba rítmicamente. Consiguieron, tras mucha insistencia, que un empleado del museo le diese cuerda de nuevo, pese a que no estaba permitido, pues aquel infierno mecánico era muy delicado y valioso. Era único en el mundo.
En ese momento Henrik decidió construir su propio infierno mecánico. Louise no creyó que hablase en serio. Además, dudaba de que su hijo tuviese suficientes conocimientos técnicos para ello. Sin embargo, tres meses después, una tarde la llamó y la invitó a su apartamento. Y allí, en su habitación, estaba una copia casi exacta de la pieza que habían visto en Copenhague. Quedó muy sorprendida y sintió una profunda amargura ante la idea de que Aron no mostrase el menor interés por lo que su hijo era capaz de hacer.
Pero ¿por qué pensaba ahora en todo eso mientras, rodeada de solícitos agentes, aguardaba la llegada de Artur? Tal vez porque, en aquella ocasión, había sentido una gratitud inmensa por el hecho de que Henrik le proporcionase con su existencia un sentido a su vida, un sentido que no podía compararse con el que le daban las tesis doctorales ni las excavaciones arqueológicas. Si algún sentido tenía la vida, este residía en una persona, se decía, nada más que en una persona.
Pero ahora estaba muerto. Y ella también. Lloraba como a oleadas, como si nubes cargadas de lluvia precipitasen su contenido para luego desaparecer rápidamente. El tiempo había dejado de tener importancia. Ignoraba cuánto rato estuvo esperando. Antes de que por fin apareciese Artur, pensó que Henrik no habría querido exponerla al dolor más extremo, por difíciles que hubiesen sido sus circunstancias. Ella había sido la garantía de que él jamás se hubiera quitado la vida.
¿Qué alternativa quedaba entonces? Alguien tenía que haberlo asesinado. Intentó decírselo a la agente que la consolaba. Poco después, Göran Vrede entró en la habitación del hotel. Se dejó caer pesadamente en la silla que había frente a ella y le preguntó por qué.
—Por qué, ¿qué?
—¿Por qué crees que alguien le ha matado?[3]
—No existe ninguna otra explicación.
—¿Tenía algún enemigo? ¿Le había ocurrido algo extraño últimamente?
—No lo sé, pero ¿por qué iba a morir, si no? Tenía veinticinco años.
—No sabemos por qué, pero nada nos da pie para suponer que no fue un suicidio.
—Tienen que haberlo asesinado.
—No hay nada que nos indique tal cosa.
Ella siguió insistiendo. Alguien había asesinado a su hijo. Y lo había hecho de un modo brutal. Göran Vrede la escuchaba con el bloc de notas en la mano, pero no escribía nada, cosa que la llenaba de indignación.
—¿Por qué no escribes lo que digo? —gritó con repentina impotencia—. ¡Estoy diciéndote lo que pudo haber ocurrido!
Göran Vrede abrió el bloc de notas, pero sin anotar una palabra.
En ese instante, Artur entró en la habitación. Iba vestido como si acabase de volver de una lluviosa cacería y llevase horas caminando por ciénagas interminables. Calzaba botas de goma y llevaba la vieja cazadora de piel que ella recordaba haberle visto desde niña, la que olía tanto a tabaco y a aceite y a un montón de cosas que ella jamás supo identificar. Estaba pálido y tenía el cabello revuelto. Louise se levantó de un salto y se le abrazó. Tal vez él pudiera ayudarle a despertar de la pesadilla, igual que cuando, de niña, se despertaba por las noches y se refugiaba en su cama; entonces, todos sus temores se desvanecían. Durante un instante pensó que lo sucedido no eran más que figuraciones suyas. Después vio que su padre empezaba a llorar, y fue como si Henrik muriera por segunda vez. En ese momento tuvo la certeza de que su hijo jamás volvería a despertar.
Nadie podía brindarle ningún consuelo. La catástrofe era completa. Pero Artur, pese al dolor que sentía, la obligó a tener presencia de ánimo mostrando decisión. Él quería saber. Göran Vrede volvió a aparecer. Tenía los ojos enrojecidos y, en esta ocasión, ni siquiera sacó el bloc de notas. Artur insistía en saber qué había ocurrido y, ahora que él estaba allí, Louise parecía más dispuesta a escuchar.
Göran Vrede repitió lo que ya había explicado con anterioridad. Henrik yacía bajo el edredón con un pijama azul y, con toda probabilidad, llevaba muerto un mínimo de diez horas cuando Louise lo encontró.
A juzgar por las apariencias, no había nada extraño. No habían encontrado indicio alguno de delito, ni señales de lucha, de un allanamiento de morada, de un ataque repentino ni, en general, de que nadie hubiese estado en el apartamento en el momento en que Henrik se tendió en la cama antes de fallecer. Tampoco había ninguna carta de despedida que apoyase la tesis del suicidio. Lo más verosímil era que alguna parte de su cuerpo hubiese fallado: una vena del cerebro obstruida, una insuficiencia cardiaca congénita que no se le hubiera detectado jamás… Los forenses determinarían la verdadera causa, cuando los policías les cediesen el tumo.
Louise iba registrando en su mente todas esas palabras cuando, de improviso, una sensación empezó a corroer su interior. Allí había algo que no encajaba. Henrik le hablaba, pese a que estaba muerto, le pedía que fuese cauta y estuviese atenta.
Cuando Göran Vrede se levantó, dispuesto a marcharse, ya había amanecido. Artur, después de pedirle que los dejaran solos en la habitación del hotel, tendió a Louise en la cama, se tumbó a su lado y le tomó la mano.
De repente, ella se incorporó. Acababa de caer en la cuenta de qué deseaba contarle Henrik.
—Él nunca dormía con pijama.
Artur se levantó de la cama.
—No te entiendo.
—La policía te lo dirá. Henrik tenía puesto el pijama. Pero yo sé que él nunca usaba pijama. Tenía varios, pero jamás se los ponía. Dejó de usarlos hace tiempo y solía dormir desnudo con la ventana abierta; para curtirse, decía.
—Creo que no comprendo adónde quieres ir a parar.
—Alguien lo mató.
Vio que él no la creía. Y no tuvo fuerzas para insistir. Se sentía demasiado débil. Debía esperar.
Artur se sentó en el borde de la cama.
—Tenemos que llamar a Aron —dijo entonces Artur.
—¿Por qué habríamos de hablar con él?
—Porque era el padre de Henrik.
—Aron jamás se preocupó de su hijo. No está aquí. Y no tiene nada que ver con esto.
—Aun así, tiene que saberlo.
—¿Por qué?
—Porque sí.
Ella hizo amago de protestar, pero su padre la agarró del brazo.
—No pongamos las cosas más difíciles. ¿Sabes dónde está Aron?
—No.
—¿De verdad que no tenéis ningún contacto?
—Ninguno.
—¿Nada de nada?
—Bueno, llamaba de tarde en tarde. Y escribía alguna que otra carta.
—Pero tienes que saber más o menos dónde vive, ¿no?
—En Australia.
—¿Eso es todo lo que sabes? ¿En qué lugar de Australia?
—Ni siquiera sé si sigue allí. Siempre anda cavando nuevas madrigueras que abandona cuando le entra el desasosiego. Es un zorro que no deja su dirección.
—Ya, pero debe de haber un modo de localizarlo. ¿Tienes idea de en qué lugar de Australia vive?
—No. Una vez me escribió que deseaba vivir cerca del mar.
—Australia está rodeada de agua.
Su padre dejó de hablar de Aron, pero ella sabía que no se daría por vencido hasta no haber hecho todo lo posible por dar con su paradero.
De vez en cuando caía vencida por el sueño y, al despertar, allí estaba él. A veces hablaba por teléfono, en voz baja, con algún policía. Louise había dejado de escuchar. El cansancio había anulado su conciencia hasta el extremo de que ya no distinguía los detalles. Lo único que percibía con claridad era el dolor y esa pesadilla infinita que, tenaz, no la dejaba escapar.
Ignoraba cuánto tiempo pasó hasta el momento en que Artur le dijo que se marchaban a Härjedalen. Louise no opuso la menor resistencia; simplemente, lo siguió hasta el coche que ella había alquilado. Pusieron rumbo al norte, en silencio. Artur optó por tomar la carretera de la costa en lugar de, como solía, la serpenteante carretera del interior. Dejaron atrás Ljusdal, Järvsö y Ljusnan. Cerca de Kolsätt, de repente, su padre le contó que tiempo atrás, antes de que construyeran los puentes, para ir a Härjedalen había que subir el coche al transbordador.
El otoño se presentaba con colores nítidos. Louise, que iba en el asiento trasero, miraba el juego cromático de los destellos. Cuando llegaron, al ver que su hija se había dormido, Artur la llevó al interior de la casa y la metió en la cama.
Al cabo de unas horas, Louise fue a sentarse a su lado, en aquel sofá de color rojo tan remendado y reparado y que siempre había estado en el mismo lugar.
—Lo sé —afirmó ella de pronto—. Lo he sabido en todo momento. Estoy segura. Alguien lo mató. Alguien lo mató a él y me mató a mí.
—Tú estás viva —replicó Artur—. De eso no cabe la menor duda.
Louise negó con un gesto.
—No —rechazó—. No estoy viva. Yo también estoy muerta. La persona a la que ves no soy yo. Aún no sé quién es. Pero sí sé que ahora todo es distinto. Y que Henrik no murió por causas naturales.
Dicho esto, se levantó y se acercó a la ventana. Estaba oscuro y la farola que había al otro lado de la verja lucía débilmente mientras se balanceaba despacio al ritmo del viento. Veía su rostro reflejado en el cristal. Siempre había tenido el mismo aspecto. Melena oscura y raya en medio. Ojos azules, boca pequeña. Aunque todo su ser se había transformado por dentro, su rostro seguía siendo el mismo.
Se miró a los ojos.
En su interior, el tiempo había empezado a pasar de nuevo.