11
Cuando Louise regresó al hotel, el insomnio hizo presa en ella. Recordó cómo lo había pasado en los peores momentos, después de que Aron se hubiese marchado, cuando empezó a enviarle sus llorosas cartas de borrachín, desde las diversas estaciones de ese vía crucis de borrachera que lo había llevado por todo el mundo… Ahora había desaparecido de nuevo. Y ella se mantenía vigilante.
Como si con ello pudiera luchar contra las fuerzas que mantenían lejos a Aron, entró en su habitación y se acurrucó en la cama que él no había utilizado. Pero seguía sin poder dormir. Las ideas torpedeaban su mente y ella se veía obligada a captarlas antes de que se estrellasen. ¿Qué había ocurrido? ¿No estaría equivocada, pese a todo? ¿Se habría marchado por propia iniciativa? ¿Los habría abandonado a ella y a Henrik una vez más? ¿Se habría escabullido por segunda vez en su vida? ¿Acaso era tan cruel como para fingir que estaba destrozado y que iba a una iglesia para encender una vela por su hijo muerto cuando, en realidad, ya había decidido desaparecer?
Se levantó y sacó las botellitas del minibar, sin preocuparse de qué contenían, y se tomó una mezcla de vodka, licor de cacao y coñac. Con el alcohol la invadió una especie de paz, pero era una paz engañosa. Se tumbó en la cama y le pareció oír la voz de Aron.
Nadie es capaz de pintar una ola. El movimiento de una persona, una sonrisa, un guiño pueden fijarse sobre un lienzo si el artista es habilidoso. Al igual que el dolor, la angustia, como en ese cuadro de Goya en que un hombre, desesperado, extiende sus brazos hacia el pelotón de ejecución. Todo eso puede ser captado, y todo lo he visto reproducido con fidelidad. Pero una ola, jamás. El mar escapa a todo, las olas escapan constantemente de aquellos que intentan apresarlas.
Louise recordó el viaje a Normandía, el primero que emprendieron juntos.
Aron iba a dar una conferencia sobre sus ideas en torno al hermanamiento futuro entre telefonía y ordenadores. Y ella se tomó unas vacaciones de su trabajo en la Universidad de Upsala para acompañarlo. Habían pasado una noche en París, en un hotel cuyas paredes atravesaba una música oriental.
Por la mañana, muy temprano, continuaron hasta Caen. Los dominaba una pasión intensa. Aron la atrajo hasta los servicios del vagón y allí hicieron el amor, en aquel escaso espacio, mientras ella pensaba que jamás, ni en sus fantasías, había imaginado una escena semejante.
Ya en Caen, pasaron varias horas en la hermosa catedral. Ella, mientras observaba a Aron de lejos, se dijo: «Ese es el hombre con el que viviré el resto de mi vida».
Aquella misma noche, después de que Aron pronunciara su conferencia y recibiera el entusiasta y prolongado aplauso de los asistentes, ella le contó su experiencia en la catedral. Aron la miró, la abrazó y le confesó que pensaba como ella. Que se habían conocido para vivir juntos toda la vida.
Al día siguiente, muy temprano, bajo una pertinaz llovizna, partieron en un coche alquilado rumbo a los alrededores de Caen, hacia las playas que fueron escenario del desembarco aliado en junio de 1944.
Aron tenía un pariente en su árbol familiar, una rama que conducía hasta Estados Unidos, el soldado Lucas Cantor, que había muerto en Omaha Beach antes incluso del desembarco. Buscaron un aparcamiento y deambularon por la playa desierta, bajo el chaparrón y azotados por el viento. Aron se mostraba introvertido y taciturno y Louise no quiso molestarlo. Ella creía que estaba emocionado, pero, mucho después, él le confesó que guardaba silencio porque tenía frío con la maldita lluvia y tanto viento. ¿Qué le importaba a él Lucas Cantor? Los muertos, muertos estaban, sobre todo al cabo de treinta y cinco años.
Pero allí, en las playas de Normandía, se detuvo un momento, rompió el silencio, señaló el mar y le dijo que no había en el mundo un artista que pudiese pintar una ola de un modo verosímil. Ni siquiera Miguel Ángel había podido pintarla, ni Fidias esculpirla. Las olas le hablan al hombre de sus limitaciones, aseguró.
Louise intentó protestar y darle ejemplos. ¿Acaso no había sabido el pintor Hägg representar las olas a la perfección? ¿Y los numerosos motivos de balsas solitarias en medio de una tormenta, o el mar representado en las tallas de madera japonesas? Pero Aron insistía, incluso alzando la voz, lo que la sorprendió bastante, pues era la primera vez que sucedía.
No le había sido dado al hombre el poder representar bien las olas de un modo tal que estas aprobasen el resultado. Eso decía Aron. Y, puesto que él lo decía, así tenía que ser.
Jamás volvieron a hablar de las olas, nunca más, después de aquel día, en las frías playas en las que el soldado Lucas Cantor había caído antes de desembarcar siquiera. ¿Por qué pensaba en eso ahora? ¿Habría algún mensaje oculto, algo sobre la desaparición de Aron que ella intentaba mostrarse a sí misma?
Se levantó de la cama de Aron y se acercó a la ventana, que estaba abierta. Había anochecido y la fresca brisa entraba en la habitación. El tráfico sonaba lejano y se oía el tintineo de platos y cubiertos de la cocina de un restaurante.
De repente, supo que la suavidad de la noche era traicionera. Aron no volvería. Las sombras que ella había intuido en la oscuridad, las mentiras de Blanca, el pijama de Henrik, todo le advertía de que también ella podía estar en peligro.
Se apartó de la ventana y fue a comprobar si la puerta estaba cerrada. El corazón latía con fuerza en su pecho y no era capaz de razonar con calma.
Una vez más, abrió el minibar y sacó el resto de las botellitas. Vodka, ginebra, whisky.
Se vistió. Eran las cuatro y cuarto y respiró hondo antes de atreverse a abrir la puerta. El pasillo estaba desierto. Pese a todo, creyó atisbar una sombra junto al ascensor. Permaneció inmóvil. Eran imaginaciones suyas, ella misma convocaba aquellas sombras.
Tomó el ascensor y bajó a la recepción, también desierta.
A través de la ventana de una habitación contigua a la recepción se divisaban las luces azules de un televisor encendido. Aunque el volumen estaba muy bajo, adivinó que se trataba de una película antigua. El recepcionista había oído sus pasos y salió al mostrador. Era joven, apenas algo mayor que Henrik. Llevaba el nombre prendido en el cuello de la chaqueta: Xavier.
—La señora Cantor ha madrugado esta mañana, según veo. No hace frío, pero está lloviendo. Espero que no la haya despertado algún ruido.
—No, no he dormido nada. Mi marido ha desaparecido.
Xavier echó una ojeada al casillero de las llaves.
—Yo tengo su llave —explicó Louise—. Pero él no está en su habitación. Lleva fuera desde ayer por la mañana. Pronto hará veinticuatro horas.
Xavier no pareció contagiarse de su preocupación.
—Y sus pertenencias, ¿están en la habitación?
—Todo está tal y como lo dejó.
—En ese caso, no tardará en volver. ¿No será quizás un malentendido?
«Cree que hemos discutido», dedujo Louise indignada.
—No, no se trata de ningún malentendido. Mi marido ha desaparecido. Y temo que le haya ocurrido algo grave. Necesito ayuda.
Xavier la miró incrédulo, pero Louise le sostuvo la mirada.
Entonces, el joven asintió, tomó el auricular del teléfono y dijo algo en catalán. Muy despacio, como para no despertar al resto del hotel, volvió a colgar.
—El jefe de seguridad del hotel, el señor Castells, vive muy cerca. Estará aquí en diez minutos.
—Gracias por su ayuda.
Hace treinta años me enamoré de él, me enamoré de un hombre en un avión rumbo a Escocia. Pero ya no estoy enamorada. Ni de ese Aron ni del que rescaté de Australia y que ha vuelto a desaparecer.
Louise aguardaba. Xavier le sirvió una taza de café. El miedo la taladraba cruelmente. Un hombre de edad con un delantal pasó silencioso ante ella.
El señor Castells tenía unos sesenta años. Cruzó la puerta sin hacer ruido con un largo abrigo y tocado con un sombrero estilo borsalino. Xavier le hizo una seña a Louise.
—La señora Cantor, habitación quinientos treinta y tres, que ha perdido a su marido.
Las palabras del recepcionista le sonaron como una réplica de una película.
El señor Castells se quitó el sombrero, la observó, estudiándola con ojos despiertos, y se la llevó a una sala que había junto a la recepción. Era una habitación pequeña, sin ventanas, pero con muebles cómodos. La invitó a sentarse al tiempo que se quitaba el abrigo.
—Cuénteme. Sin omitir detalle. Tómese el tiempo que necesite.
Ella le habló despacio tratando de sintetizar tanto para sí misma como para el señor Castells, que, de vez en cuando, hacía alguna anotación en un bloc. El hombre parecía extremar su atención cada vez que ella mencionaba a Henrik y su muerte. Louise se lo contó todo, sin que él la interrumpiese una sola vez. Después reflexionó unos instantes, antes de enderezarse en la silla y preguntar:
—¿Y no encuentra ninguna explicación lógica al hecho de que se mantenga oculto?
—Aron no se mantiene oculto.
—Comprendo el dolor por la muerte de su hijo. Pero, si no la he entendido mal, no hay prueba alguna de que lo matase otra persona, salvo él mismo. La policía sueca ha emitido su informe en ese sentido. ¿No será, simplemente, que su marido está destrozado? Tal vez sienta la necesidad de estar solo, ¿no cree?
—Sé que le ha ocurrido algo. Pero no puedo demostrarlo. Por eso necesito ayuda.
—Ya, pero en cualquier caso, podríamos intentar tener algo de paciencia y esperar un poco.
Louise se levantó de la silla con brusquedad.
—Creo que no me comprende —declaró—. Organizaré un escándalo, que será nefasto para este hotel, si no me prestan la ayuda que necesito. Quiero hablar con la policía.
—Desde luego que podrá hablar con un policía. Comprendo que esté alterada. Pero permítame que le sugiera que vuelva a sentarse.
El hombre, que parecía impasible ante su acceso de indignación, levantó sin más el auricular y marcó un número que se sabía de memoria. Siguió una breve conversación. El señor Castells colgó el auricular.
—Dos inspectores de policía que hablan inglés ya están en camino. Tomarán nota de todo y procurarán que la búsqueda de su marido comience sin la menor dilación. Mientras llegan, le propongo que nos tomemos un café.
Los policías eran dos hombres, uno mayor y otro más joven. Ambos tomaron asiento en el bar, que estaba vacío. Ella repitió su relato, que el policía más joven fue anotando sin hacer muchas preguntas. Una vez concluida la declaración, el policía de mayor edad le pidió una fotografía de Aron.
Louise había cogido el pasaporte de Aron. Este no se habría marchado sin él, observó al sacarlo. Los agentes le preguntaron si podían llevárselo para hacer una copia de la fotografía y anotar sus datos. Se lo devolverían al cabo de unas horas.
Amanecía cuando los policías se marcharon. El jefe de seguridad del hotel había desaparecido y la puerta de su despacho estaba cerrada con llave. Tampoco se veía a Xavier.
Subió a su habitación, se tumbó en la cama y cerró los ojos.
Aron fue a una iglesia, donde encendió una vela. Y, después, algo le sucedió.
Se sentó en la cama de un salto. ¿Acaso llegó a entrar en la iglesia? Se levantó de la cama y desplegó un plano del centro de Barcelona.
¿Cuál era la iglesia más próxima al hotel o a la calle en la que vivía Henrik? El plano no era muy detallado y no pudo adivinar qué iglesia habría elegido. Pero seguro que había optado por una cercana. Aron no solía dar rodeos cuando tenía un objetivo claro.
Cuando, dos horas más tarde, le devolvieron el pasaporte, se puso la cazadora, se colgó el bolso y abandonó la habitación.
Blanca estaba limpiando los cristales del portal cuando ella apareció.
—Tengo que hablar contigo. Ahora mismo.
Su voz sonó chillona, como si regañara a un estudiante especialmente torpe que no fuese capaz de realizar las tareas asignadas en una excavación. Blanca llevaba puestos unos guantes de goma de color amarillo. Louise posó su mano sobre el brazo de la joven.
—Aron salió ayer para visitar una iglesia y aún no ha vuelto. ¿Qué iglesia de por aquí pudo elegir? Tiene que ser una que no esté lejos.
Blanca movió la cabeza y Louise repitió sus palabras.
—¿Una iglesia o una capilla?
—Tanto da, si la puerta estaba abierta. Un lugar en el que pudiera encender una vela.
Blanca reflexionaba. Louise pensó que la irritaban aquellos guantes amarillos y tuvo que contenerse para no arrancarlos de las manos de la muchacha.
—Hay muchas iglesias en Barcelona. Grandes y pequeñas. La más próxima es la iglesia de San Felipe Neri —aseguró.
Louise se puso de pie.
—Pues vamos allí.
—¿Cómo que «vamos»?
—Así es, tú y yo. Quítate esos guantes.
La iglesia tenía la fachada muy deteriorada, la puerta era oscura y estaba entreabierta. El interior del templo estaba en semipenumbra. Louise permaneció inmóvil mientras sus ojos se habituaban a la oscuridad. Blanca se persignó a su lado, se arrodilló y volvió a persignarse. Al fondo, junto al altar, una mujer limpiaba el polvo.
Louise le dio a Blanca el pasaporte de Aron.
—Enséñale la fotografía —susurró—. Pregúntale si ha visto a Aron.
Louise se mantuvo algo apartada mientras Blanca mostraba la fotografía. La mujer la estudió a la luz que entraba por una ventana, bellamente decorada con vidrieras. María con su hijo muerto en la cruz, Magdalena con el rostro vuelto hacia otro lado. Desde el cielo se derramaba una luz que brillaba en tonos azules.
Un cielo si que se puede pintar. Pero una ola, no.
Blanca se volvió hacia Louise.
—Sí, lo ha visto. Dice que estuvo aquí ayer.
—Pregúntale a qué hora.
Preguntas y respuestas, Blanca, la mujer, Louise…
—No lo recuerda.
—Tiene que recordarlo. ¡Págale para que recuerde!
—No creo que quiera que le pague.
Louise comprendió que había herido a Blanca y a todas las mujeres catalanas. Pero, en aquel preciso momento, no le importaba lo más mínimo. Insistió para que Blanca repitiese la pregunta.
Tras unos minutos, Blanca le explicó:
—Puede que entre la una y la una y media. El padre Ramón pasó por aquí poco antes para avisar de que su hermano se había fracturado una pierna.
—¿Te ha dicho qué hizo el hombre de la fotografía cuando llegó?
—Sí, que se sentó en el primer banco.
—¿Encendió una vela?
—Dice que no se dio cuenta, que lo vio contemplar las vidrieras. Se observaba las manos y, a veces, tenía los ojos cerrados. Ella sólo lo miraba de vez en cuando. Como miramos a la gente a la que, en realidad, no vemos.
—Pregúntale si había alguien más en la iglesia. Si había venido solo.
—Dice que no sabe si vino solo, pero que no había nadie sentado a su lado.
—¿Entró alguien más mientras él estuvo aquí?
—Sólo las hermanas Pérez, que vienen cada día. Encienden una vela por sus padres y se marchan enseguida.
—¿Nadie más?
—No, que ella recuerde.
Louise no comprendía el catalán de la limpiadora pero, aun así, percibió cierta inseguridad en su voz.
—Pregúntale otra vez. Explícale que es muy importante para mí que lo recuerde. Dile que tiene que ver con la muerte de mi hijo.
Blanca negó con un gesto.
—No es necesario. Ya está diciendo todo lo que sabe.
La mujer se daba golpecitos en la pierna con el plumero, sin decir nada.
—¿Puede indicarnos dónde estuvo sentado Aron exactamente?
La mujer parecía sorprendida, pero señaló un lugar del banco. Louise se sentó en él.
—¿Dónde estaba ella?
La mujer señaló hacia el altar y un arco de la bóveda. Louise se dio la vuelta, pero desde aquel lugar sólo se veía la mitad del portón, que aún estaba entreabierto. Alguien pudo entrar sin que Aron lo oyese. O quizás estaban esperándolo fuera.
—¿Cuándo se marchó?
—No lo sabe, porque salió a buscar un nuevo trapo para el polvo.
—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
—Diez minutos, quizás.
—Y cuando volvió, ¿él ya se había marchado?
—Así es.
Louise pensó que acababa de enterarse de algo muy importante. Aron no había dejado ningún rastro, puesto que no sospechaba que fuese a ocurrir nada. Pero había ocurrido algo.
—Dale las gracias y dile que me ha sido de gran ayuda.
Regresaron al apartamento de Blanca. Louise dudaba. ¿Debía poner en conocimiento de Blanca sus sospechas de que la joven les había mentido cuando preguntaron si Henrik había recibido alguna visita? O, por el contrario, ¿sería mejor ganarse su confianza hasta que Blanca se lo confesase voluntariamente? ¿Estaría asustada la muchacha o eran otras sus razones?
Las dos se sentaron en la salita de estar de Blanca.
—Pues te diré lo que pienso. Aron ha desaparecido y temo que le haya ocurrido algo.
—¿Qué iba a ocurrirle?
—No lo sé. Pero Henrik no murió por causas naturales. Es posible que supiese algo que no debía saber.
—Pero ¿el qué?
—No lo sé. Y tú, ¿lo sabes?
—Nunca me contó qué se traía entre manos.
—La última vez me dijiste que te habló de sus artículos. ¿Te los enseñó alguna vez?
—Nunca.
Louise percibió nuevamente una leve modificación en la voz de Blanca, como si se lo pensase dos veces antes de contestar.
—¿Ni una sola vez?
—No, que yo recuerde.
—Y tú tienes buena memoria, ¿verdad?
—No es peor que la de la mayoría, creo yo.
—Me gustaría volver sobre algo que ya te pregunté. Sólo para comprobar que no te malinterpreté.
—Tengo trabajo que hacer.
—No tardaré mucho. Dijiste que nadie había venido a preguntar por Henrik últimamente, ¿no es así?
—Sí, me entendiste a la perfección.
—¿No habrá venido alguien a buscarlo sin que tú te hayas enterado?
—Por lo general, no es muy frecuente que la gente entre y salga sin que yo la vea o la oiga.
—Ya, pero tú saldrás alguna vez a hacer la compra, ¿no?
—Sí, pero entonces se queda mi hermana. Y, cuando vuelvo, ella me cuenta si ha pasado algo. Si Henrik hubiese recibido alguna visita o si alguien hubiera preguntado por él, yo lo habría sabido.
—Y cuando Aron y yo nos fuimos de aquí por la noche, ¿nos oíste?
—Sí.
—¿Cómo podías estar segura de que éramos nosotros?
—Porque escucho los pasos de la gente. Todos suenan diferente.
«No consigo acercarme a ella», se lamentó Louise. «No tiene miedo, pero algo la mueve a no contarme toda la verdad. ¿Qué es lo que se guarda para sí?»
Blanca miró el reloj. Su impaciencia parecía sincera. Louise decidió pasar al ataque, aun a riesgo de que Blanca guardase silencio definitivamente.
—Henrik me habló de ti en varias cartas.
De nuevo percibió una ligera transformación, en esta ocasión en la postura de su cuerpo.
—Me hablaba de ti como de su casera —prosiguió—. Yo creía que tú eras la propietaria del edificio. Jamás mencionó a ningún coronel retirado.
—Espero que no dijese nada malo de mí.
—En absoluto. Más bien al contrario.
—¿Qué quieres decir?
Ya estaba hecho. Louise no podía retroceder.
—Yo creo que le gustabas. En secreto. Creo que estaba enamorado.
Blanca apartó la mirada. Louise estaba a punto de continuar cuando la joven alzó la mano.
—Mi madre me chantajeó durante toda su vida. Me destrozó los sentimientos desde que yo tenía doce años y me enamoré por primera vez. Para ella, mi amor por alguien no era más que una traición al amor que ella sentía por mí. Al amar a un hombre, la odiaba a ella. El que yo quisiera estar con un hombre significaba abandonarla a ella. Era una mujer horrible. Aún vive, pero ya no recuerda quién soy yo. Y a mí me parece maravilloso poder visitarla ahora que no me reconoce. Comprendo que debe de sonar bastante cruel y, desde luego, lo es. Pero lo digo como lo siento. Puedo acariciarle la mejilla y decirle que siempre la he odiado y ella no entiende nada de lo que le digo. Sin embargo, ella me enseñó una cosa: a no tomar nunca un atajo y a no seguir por un camino interminable sin necesidad. Es decir, a no hacer nunca lo que tú estás haciendo ahora mismo. Si quieres preguntarme algo, adelante, pregunta.
—Yo creo que estaba enamorado de ti. Pero no sé nada más.
—Me amaba. Cuando estaba aquí, nos acostábamos todos los días. Aunque nunca por las noches. Entonces quería estar solo.
Louise sintió una negra angustia en su interior. ¿Y si Henrik había contagiado a Blanca? ¿Sería su sangre portadora del virus mortal sin que ella lo supiese?
—Y tú, ¿lo amabas a él?
—Para mí, él no está muerto. Me sentía atraída por él, pero no creo que lo amase.
—En ese caso, sabrás de él mucho más de lo que me has contado, ¿no?
—¿Qué quieres que te cuente de él? ¿Cómo hacía el amor, qué posturas prefería, si quería que hiciéramos cosas de las que no se habla?
Louise se sentía humillada.
—No, no quiero saber nada de eso.
—Ni yo tampoco pensaba contártelo. Pero aquí no ha venido nadie a preguntar por él.
—Pues hay algo en tu tono de voz que me hace pensar que mientes.
—Puedes creer lo que quieras. ¿Por qué iba yo a mentirte sobre eso?
—Sí, eso es precisamente lo que me pregunto yo. ¿Por qué?
—Yo creía que estabas pensando en mí cuando preguntabas si recibía visitas. Un curioso rodeo para oír algo que querías saber pero que no te atrevías a preguntar directamente.
—No, no estaba pensando en ti. En realidad, Henrik jamás escribió nada sobre ti. Era sólo una suposición mía.
—Bien, concluyamos esta conversación con la verdad. ¿Tienes alguna otra pregunta que hacerme?
—¿Vino alguien alguna vez a visitar a Henrik?
Lo que sucedió entonces sorprendió a Louise hasta tal punto que transformó profundamente la búsqueda que había emprendido: hallar la causa de la muerte de Henrik. En efecto, Blanca se levantó con rapidez, abrió uno de los cajones de un pequeño escritorio y sacó un sobre.
—Henrik me lo dio la última vez que estuvo aquí. Dijo que quería que me encargase de su contenido. Pero ignoro por qué.
—¿Qué hay en el sobre?
—Está cerrado. No lo he abierto.
—¿Y por qué no me lo has enseñado antes?
—Porque era para mí. En ningún momento os mencionó a ti o a tu marido cuando me lo dio.
Louise le dio la vuelta al sobre preguntándose si Blanca no lo habría abierto, pese a todo. O si decía la verdad. O si tendría la menor importancia. Louise abrió el sobre, que contenía una carta y una fotografía. Blanca se inclinó sobre la mesa para verlo mejor. Su curiosidad parecía sincera.
La fotografía era en blanco y negro, de forma cuadrada. Era una ampliación de algo que tal vez hubiese sido una foto de pasaporte. La superficie de la imagen estaba granulada y del rostro que reflejaba y que miraba directamente a Louise emanaba cierta inseguridad.
Era el rostro negro de una hermosa joven que sonreía. Los dientes, de un blanco reluciente, asomaban entre los labios, y llevaba el cabello recogido en trenzas ingeniosamente confeccionadas.
Louise miró el reverso de la instantánea.
Henrik había escrito sobre él un nombre y una fecha. «Lucinda, 12 de abril de 2003».
Blanca miró a Louise.
—Yo he visto antes a esa chica. Estuvo aquí una vez.
—¿Cuándo?
Blanca intentaba recordar.
—Después de unas lluvias.
—¿Qué quieres decir?
—Una lluvia torrencial inundó el centro de Barcelona. El agua entraba a raudales por el portal. Ella llegó al día siguiente. Supongo que Henrik había ido a buscarla al aeropuerto. En junio de 2003, a principios de mes. Se quedó aquí dos semanas.
—¿De dónde es?
—No lo sé.
—¿Y quién es?
Blanca miró a Louise con una expresión extraña.
—Yo creo que Henrik la quería mucho. Cuando me los encontraba juntos, él se mostraba muy retraído.
—¿Y no te dijo nunca nada sobre ella después de su visita?
—No, nada.
—¿Cómo afectó eso a vuestra relación?
—Un día, bajó a mi casa y me preguntó si quería cenar con él. Le dije que sí. La cena no fue nada del otro mundo. Pero me quedé a pasar la noche con él. Era como si quisiera que todo siguiese igual que antes de la llegada de la joven.
Louise tomó la carta que había en el sobre y empezó a leerla. Aquella era la letra de Henrik, la que garabateaba cuando tenía prisa, con raudos giros del bolígrafo, para escribir frases a veces ilegibles y en inglés. Ningún saludo inicial para Blanca; empezaba la carta abruptamente, como si la hubiesen arrancado de un contexto desconocido.
«Gracias a Lucinda empiezo a ver cada vez con mayor claridad lo que intento comprender. Jamás creí que pudiese suceder cuanto ella me ha contado acerca del vergonzoso sufrimiento al que se ven expuestos los seres humanos en nombre de la avaricia. Aún tengo que liberarme de la peor de todas las ilusiones que sufro: que el mundo no está peor de lo que yo solía pensar cuando más deprimido estaba. Lucinda ha sabido hablarme de otras tinieblas, tan duras e impenetrables como el hierro. En ellas se esconden los reptiles que han vendido sus corazones, los que bailan sobre las tumbas de todos aquellos que han muerto innecesariamente. Lucinda es mi guía; si me ausento demasiado tiempo, es porque estoy con ella. Vive en una chabola de cemento y chapas de metal ondulado, en la parte posterior de los edificios en ruinas de la avenida Samora Machel, número 10, en Maputo. Si no está allí, podrás encontrarla en el bar Malocura, en el recinto de la Feira Popular, en el centro de la ciudad. Allí trabaja como camarera por las noches, a partir de las once».
Louise tendió la carta a Blanca, que la leyó lentamente y moviendo los labios. Cuando hubo terminado, la dobló y la dejó sobre la mesa.
—¿Qué quiere decir que ella es su guía? —preguntó Louise.
Blanca negó con un gesto.
—No lo sé. Pero es evidente que esa mujer era muy importante para él.
Blanca guardó la carta y la fotografía en el sobre y se lo dio a Louise.
—Es tuyo. Quédatelo.
Louise se guardó el sobre en el bolso.
—¿Cómo pagaba Henrik el alquiler?
—Me pagaba a mí en metálico. Tres veces al año. El próximo pago vence a fin de año.
Blanca la acompañó hasta la puerta. Louise contempló la calle. En la acera de enfrente había un banco de piedra y, sentado en él, un hombre que leía un libro. Ella no apartó la mirada hasta que el hombre no pasó la página despacio.
—¿Qué harás ahora? —quiso saber Blanca.
—No lo sé. Pero ya te llamaré.
Blanca le acarició discretamente la mejilla, antes de decirle:
—Los hombres siempre desaparecen cuando la situación los sobrepasa. Estoy segura de que Aron volverá.
Louise se dio la vuelta con rapidez y echó a andar para no romper a llorar.
Cuando volvió al hotel, los dos policías estaban esperándola. Se sentó con ellos en un sofá que había en un rincón del gran vestíbulo.
Le habló el policía más joven. Leía algo que tenía escrito en un bloc y, en ocasiones, su inglés era difícil de entender.
—Por desgracia, no hemos podido encontrar a su marido, el señor Aron Cantor. No ha ingresado en ningún hospital ni en el depósito de cadáveres. Y tampoco está retenido en ninguna de nuestras comisarías. Hemos introducido sus datos en nuestro sistema operativo, así que no podemos hacer otra cosa que estar pendientes.
Louise sintió como si no pudiese seguir respirando; no lo soportaba más.
—Gracias por su ayuda. Tienen mi número de teléfono y en Madrid está la embajada sueca.
El policía, tras despedirse con deferencia, llevándose dos dedos a la frente, se fue. Ella volvió a hundirse en el blando sofá y pensó que lo había perdido absolutamente todo. Ya no le quedaba nada.
El cansancio hacía estragos en ella. «Tengo que dormir, eso es todo», se dijo. «Ahora ya no veo nada claro. Mañana me marcharé de aquí».
Se levantó y encaminó sus pasos hacia los ascensores. Una vez más, miró a su alrededor. Pero no había nadie en el vestíbulo.