15

Durante el camino de regreso, bajo el breve ocaso otoñal, algunas palabras resonaban como un mantra en el cerebro de Louise.

Henrik ha desaparecido para siempre. Pero es posible que esté aproximándome a algunas de sus ideas, a algo de aquello que lo movía a actuar. Para comprender por qué murió, he de comprender primero qué lo mantenía vivo.

Se detuvieron junto a la parada de autobuses, muy cerca de los puestos de bebidas. Las hogueras llameaban en la noche. Lucinda compró agua y un paquete de galletas. Hasta ese momento, Louise no había notado que estaba hambrienta.

—¿Tú te imaginas a Henrik allí? —preguntó Louise.

Una hoguera iluminaba el rostro de Lucinda.

—A mí no me ha gustado. Tampoco me gustó la vez que fui con Henrik. Hay algo allí que me aterra.

—Todo era aterrador, ¿no te parece? Todos esos muertos, todos esos enfermos que yacían allí aguardando…

—No, me refiero a otra cosa. Algo que no se oye ni se ve y que, pese a todo, existe. Hoy he intentado descubrir qué fue lo que asustó a Henrik.

Louise miró a Lucinda con suma atención.

—Las últimas veces que nos vimos estaba aterrorizado —aseguró la joven—. No te lo había contado hasta ahora… Toda su alegría había desaparecido. Estaba pálido, con una lividez que procedía de su interior. Se volvió taciturno. Antes solía hablar mucho; en ocasiones, demasiado. Pero después llegó aquel silencio. El silencio y la palidez, antes de que él se marchase sin dejar rastro.

—Pero algo debió de decirte, ¿no? Os acostabais, dormíais y os despertabais juntos. ¿No soñaba cosas? ¿En serio que no te contaba nada?

—Bueno, las últimas semanas tenía el sueño inquieto y se despertaba bañado en sudor mucho antes del alba. Yo le preguntaba con qué había soñado. «Con la penumbra», respondía. «Con todo lo que está oculto». Cuando le preguntaba a qué se refería, simplemente no contestaba. Y si insistía, me soltaba un rugido y se levantaba de la cama de un salto. Se debatía contra aquel miedo tanto dormido como despierto.

—¿Penumbra y cosas ocultas? ¿No te habló nunca de ninguna persona?

—Hablaba de sí mismo. Decía que no había arte más difícil que el de aprender a resistir.

—¿Qué quería decir con eso?

—No lo sé.

Lucinda volvió el rostro hacia otro lado. Louise pensó que, tarde o temprano, daría con la pregunta adecuada. Pero, por ahora, seguía buscando en vano la clave correcta.

Regresaron al coche dispuestas a proseguir el viaje. Los faros de los coches las deslumbraban. Louise marcó el número de Aron. Se oían las señales, pero nadie respondió.

Necesitaría que estuvieras aquí ahora. Tú habrías visto lo que yo no sé ver.

Se detuvieron ante la casa de Lars Håkansson. Los vigilantes de la entrada se pusieron de pie al verlas.

—Estuve aquí algunas veces. Pero sólo cuando estaba borracho.

—¿Henrik?

—No, Henrik no. Lars Håkansson, el benefactor sueco. Sólo si estaba borracho se atrevía a traerme a su casa, a su propia cama. Se avergonzaba ante los vigilantes, temía que alguien lo viese. Los europeos van buscando prostitutas, pero lo hacen de manera discreta. Para que los vigilantes no viesen que yo estaba en el coche, me obligaba a acurrucarme debajo de una manta. Ni que decir tiene que me veían de todos modos. A veces, yo sacaba la mano por la manta y los saludaba desde mi escondite. Lo más curioso era que toda aquella amabilidad de la que solía hacer gala desaparecía tan pronto como entrábamos en su casa. Seguía bebiendo, pero nunca hasta el punto de perder la capacidad de tener sexo. Él siempre lo decía así, «tener sexo», yo creo que lo excitaba el hecho de evitar los sentimientos. Todo tenía que ser crudo y clínico, como cortar un trozo de carne. Yo debía desnudarme y fingir que no sabía que él estaba allí, fingir que era un mirón al que yo no veía. Y después, empezaba otro juego en el que yo tenía que quitarle toda la ropa, salvo los calzoncillos. Y entonces tenía que meterme su miembro en la boca, con los calzoncillos puestos. Luego, me penetraba por detrás. Y después, de repente, le entraba la prisa, me daba el dinero, me echaba de allí y ya no me llamaba Julieta. Y tampoco le importaba que los vigilantes me viesen.

—¿Por qué me cuentas todo eso?

—Para que sepas quién soy.

—O quién es Lars Håkansson.

Lucinda asintió en silencio.

—Tengo que ir a trabajar. Ya es algo tarde.

Lucinda la besó fugazmente en la mejilla. Louise salió del coche mientras uno de los vigilantes manipulaba la puerta, que se abrió con un chirrido.

Cuando entró en la casa, Lars Håkansson la estaba esperando.

—Me preocupé al ver que no llegabas y que no habías dejado ningún mensaje.

—Vaya, tendría que haber pensado en ello.

—¿Has comido? Te he guardado algo de cena.

Ella lo siguió hasta la cocina, donde él le sirvió un plato y una copa de vino. El eco del relato de Lucinda retumbaba irreal en su mente.

—He ido a visitar el poblado que Christian Holloway construyó para los enfermos a las afueras de una ciudad cuyo nombre no soy capaz de pronunciar.

—Xai-Xai. Se pronuncia más o menos como la problemática uvular fricativa sueca. Es decir, que has estado en the missions, ¿no es así? Christian Holloway las llama así, pese a que no tiene nada que ver con ninguna creencia religiosa.

—¿Quién es ese hombre?

—Mis colegas y yo solemos preguntarnos si en realidad existe o si no es más que una especie de fantasma escurridizo. Nadie sabe casi nada de él. Salvo que posee pasaporte estadounidense y una fortuna inmensa, más allá de lo imaginable, que ha decidido repartir entre los enfermos de sida de este país.

—¿Sólo en Mozambique?

—Bueno, también en Malawi y en Zambia. Dicen que tiene dos misiones a las afueras de Lilongwe y, además, una o tal vez más en la frontera de Angola y Zambia. Corre el rumor de que Christian Holloway emprendió un peregrinaje hasta el nacimiento del río Zambeze. Nace en una zona montañosa de Angola, desde donde discurre como un arroyo hasta convertirse en un gran río. Cuentan que puso el pie en el nacimiento mismo y que, con ello, consiguió detener el poderoso curso del río.

—Pero ¿por qué haría algo así?

—Las actitudes caritativas no son incompatibles con la megalomanía. O incluso con algo peor.

—¿Quién se dedica a difundir esas historias?

—Verás, supongo que pasa como con el río. Unas gotas que manan de la roca…, cada vez más gotas…, y se crea un rumor que nadie puede detener. Pero no sé de dónde provienen.

Él quiso servirle más comida, pero ella la rechazó agradecida. Tampoco tomó más vino.

—¿A qué te referías con lo de «incluso algo peor»?

—Lo que suele decirse de que, tras una gran fortuna, suelen esconderse una serie de delitos es una verdad innegable. No hay más que echar un vistazo a este continente. Dictadores corruptos sudan entre riquezas rodeados de la más absoluta miseria. Christian Holloway tampoco debe de tener las manos del todo limpias. La organización de cooperación Oxfam realizó un estudio de su persona y sus actividades hará un año. Oxfam es una organización extraordinaria que, con muy pocos medios, presta un gran servicio a los pobres de todo el mundo. Al principio, la vida de Christian Holloway estaba muy clara, sus actividades eran transparentes y fáciles de documentar. No había ninguna mancha, estaba limpio. Era el único varón, entre muchas hermanas de una familia estadounidense que era el mayor productor de huevos del país. Una fortuna espectacular que, además de a la producción de huevos, se dedicaba a la fabricación de objetos tan dispares como sillas de ruedas o perfumes. Christian Holloway era muy buen estudiante y se licenció con un expediente brillante en la Universidad de Harvard. Antes de cumplir los veinticinco, ya era doctor. Empezó a experimentar con bombas de extracción de petróleo de alta tecnología, que patentó y vendió. Hasta entonces, todo muy claro. Pero, a partir de ahí, no hay nada. Christian Holloway desaparece del mapa. Durante tres años no se supo nada de él. Debió de preparar su desaparición muy hábilmente puesto que nadie pareció notarlo. Ni siquiera los diarios, por lo general tan atentos, se hicieron preguntas sobre su paradero.

—¿Y qué pasó? —preguntó Louise.

—Pues que volvió. Y entonces cayeron en la cuenta de que había estado desaparecido. Según él mismo dijo, se había dedicado a viajar por todo el mundo y había comprendido que debía dar un drástico giro a su vida. Tomó la determinación de crear sus missions.

—¿Y cómo has sabido tú todo eso?

—Uno de mis cometidos en la embajada consiste precisamente en recabar información acerca de las personas que se presentan en los países pobres con intención de poner en práctica grandes planes. Tarde o temprano, esas personas acaban por llamar a las puertas de las ayudas al desarrollo para reclamar los medios que, según ellos, se les había prometido, aunque puede que exageren un poco. O bien nos vemos entre las ruinas de proyectos fracasados y haciéndonos nosotros cargo de aquellos que, en su día, acudieron aquí para contribuir con los pobres y sacar tajada de ello.

—Pero, según cuentas, Christian Holloway ya era rico desde el principio, ¿no?

—No resulta fácil investigar en la vida de la gente rica. Cuentan con los recursos necesarios para correr cortinas de humo aquí y allá. Uno nunca puede estar seguro de que haya algo bajo la superficie, de que la excelente liquidez no esconda, en realidad, una quiebra. Es algo que sucede a diario. Gigantes del petróleo o grupos empresariales enteros, como Enron, caen en picado como si se hubiese producido una cadena invisible de detonaciones. Nadie, salvo los implicados directos, sabe lo que está sucediendo. Unos huyen, otros se ahorcan o esperan apáticos a que les pongan las esposas. Cierto que en los orígenes de Christian Holloway cacareaban millones de gallinas ponedoras, pero incluso sobre eso corren, como de costumbre, habladurías. Se ha especulado mucho desde que Christian Holloway se convirtió en una buena persona y resolvió ayudar a los enfermos de sida. Y, naturalmente, hay rumores para todos los gustos.

—¿Como cuáles?

—Doy por sentado que me has dicho la verdad, que eres la madre de Henrik y no otra persona, ¿cierto?

—¿Quién iba a ser, si no?

—Bueno, quizás una periodista en busca de noticias. Yo, por mi parte, he aprendido a apreciar a aquellos periodistas que entierran lo que otros intentan sacar a la luz.

—¿Quieres decir que la verdad ha de ocultarse?

—Quizá sea más exacto decir que las mentiras no siempre han de descubrirse.

—¿Y qué es lo que has oído de Christian Holloway? —insistió Louise.

—Algo de lo que, en realidad, no debe hablarse en voz alta. Aunque bien es verdad que un susurro puede funcionar como un grito, en ocasiones. Si yo revelase algunas de las cosas que sé, no duraría con vida más de veinticuatro horas. Uno tiene que ser precavido en un mundo en el que la vida de una persona no vale más que un par de paquetes de tabaco.

Lars Håkansson se sirvió más vino. Louise negó con la cabeza cuando él le ofreció con un gesto la botella de tinto sudafricano.

—Henrik me sorprendió en numerosas ocasiones. Una de las primeras fue cuando intentó averiguar cuánto valía, en realidad, la vida de una persona. Se hartó de mí y de mis amigos, pues consideraba que hablábamos en términos demasiado generales sobre el valor de la vida humana en un país pobre. Y se echó a la calle para averiguar el precio real de mercado. Ignoro cómo lo hizo. No le costaba hacer amigos. Supongo que se metió en barrios que no debería haber visitado nunca, en bares ilegales, oscuras esquinas de las que abundan en esta ciudad. Allí, efectivamente, puede uno encontrar a quienes comercian con la muerte. Me contó que, por treinta dólares americanos, podía contratar a alguien dispuesto a matar a cualquiera sin preguntar por qué.

—¿Por treinta dólares?

—Bueno hoy tal vez serían cuarenta. Pero no más. Henrik quedó conmocionado tras aquel descubrimiento. Le pregunté por qué había querido saberlo. «Es algo que no puede ocultarse», me dijo sin más.

El diplomático guardó un repentino silencio, como si hubiese hablado demasiado. Louise esperó una continuación que nunca se produjo.

—Sospecho que podrías contarme más cosas.

Lars Håkansson la miró con los ojos entrecerrados. Ella vio que le brillaban enrojecidos. Estaba ebrio.

—Has de saber que, en un país como Mozambique, siempre se habla del mayor de todos los sueños. La versión moderna del cuento de las minas del rey Salomón. Todos los días sucede que la gente baja a las minas con linternas. ¿Y qué encuentran? Por lo general, nada. Vuelven a la superficie helados, amargados, iracundos al ver que el sueño se ha destruido. Al día siguiente, vuelven a bajar.

—No comprendo adónde quieres ir a parar. ¿Qué es lo que no encuentran?

Se inclinó hacia ella y le susurró:

—Los remedios.

—¿Los remedios?

—La cura. La medicina. Se rumorea que Christian Holloway tiene laboratorios secretos donde investigadores procedentes de todo el mundo buscan el nuevo gran medicamento, el remedio contra el sida. Eso es lo que esperan encontrar en las nuevas minas del rey Salomón. ¿A quién le importan las piedras preciosas cuando puede encontrarse una cura contra ese insignificante y débil virus que está aniquilando todo este continente?

—¿Dónde se encuentran esos laboratorios?

—Nadie lo sabe; ni siquiera se sabe si existen. Por ahora, Christian Holloway no es más que un buen hombre que invierte su dinero en ayudar a aquellos de los que nadie se preocupa.

—¿Y Henrik lo sabía?

—Por supuesto que no.

—Pero ¿lo sospechaba?

—Es muy difícil adivinar lo que piensa la gente. Yo no suelo emitir ningún juicio sobre la base de la adivinación.

—Ya, bueno, pero ¿le contaste a él lo que acabas de contarme a mí?

—No. Nunca hablamos de ello. Aunque quizás Henrik hallase información sobre Christian Holloway en Internet. A veces utilizaba mi ordenador. Por cierto que, si lo necesitas, está a tu disposición. Siempre es mejor buscar uno mismo.

Louise estaba convencida de que el hombre que tenía al otro lado de la mesa le mentía. Por supuesto que se lo había contado a Henrik. Pero ¿por qué lo negaba?

Sintió un odio repentino hacia él: esa seguridad en sí mismo, esos ojos enrojecidos y ese rostro hinchado… ¿No humillaría a todos los pobres del mundo del mismo modo en que pisoteaba a Lucinda? Un hombre que perseguía a las mujeres con un pasaporte de diplomático en el bolsillo…

Louise apuró su copa y se levantó.

—Necesito descansar.

—Mañana puedo enseñarte la ciudad, si lo deseas. Podemos ir en coche hasta la playa y tomar un buen almuerzo mientras proseguimos la conversación.

—¿Por qué no lo decidimos mañana? Por cierto, ¿debería haber tomado algo contra la malaria?

—Tendrías que haberlo hecho hace una semana.

—Entonces ni siquiera sabía que iba a venir aquí. ¿Qué tomas tú?

—Nada en absoluto. He tenido mis ataques; y he tenido parásitos de la malaria en mi sangre durante más de veinte años. Ahora sería inútil tomar ningún medicamento preventivo. Eso sí, procuro dormir con mosquitera.

Louise se detuvo en la puerta.

—¿Te habló Henrik alguna vez sobre Kennedy?

—¿El presidente? ¿O su mujer? ¿John F. o Jackie?

—Sobre el cerebro que desapareció del presidente.

—Vaya, ni siquiera sabía que hubiese desaparecido su cerebro.

—¿Nunca te habló de ello?

—Nunca. De haber sido así, lo recordaría. Pero recuerdo aquel día de noviembre de 1963. Entonces, yo estaba estudiando en Upsala. Un día lluvioso de desgana y de clases de derecho soporíferas… Oímos la noticia por la radio y todo quedó sumido en un extraño silencio. ¿Qué recuerdo tienes tú?

—Apenas ninguno. Mi padre frunció el entrecejo y estuvo más taciturno que de costumbre. Sólo eso.

Se metió en la cama, no sin antes haberse dado una ducha y haber bajado la mosquitera. El aire acondicionado profería su zumbido y la habitación estaba a oscuras. Creyó oír los pasos de Håkansson en la escalera y, poco después, se apagó la luz del pasillo. El hilo de luz que penetraba por debajo de la puerta desapareció. Ella prestó atención en la negrura.

Repasó mentalmente cuanto había sucedido durante el día. La visita a los infiernos, a través de penumbrosas salas pobladas por moribundos. Todo aquello que había oído contar acerca de Christian Holloway, la limpia superficie, el sucio contenido. ¿Qué vio Henrik, qué lo hizo cambiar? Algo que había estado oculto debió de salir a la luz. Se esforzó por atar cabos, sin éxito.

Finalmente cayó vencida por el sueño, pero se despertó sobresaltada. Reinaba la calma más absoluta. Demasiada calma. Abrió los ojos en la oscuridad y le llevó varios segundos comprender que el aparato de aire acondicionado se había detenido. Tanteó con la mano hasta dar con la lámpara de la mesita, que no se encendió cuando ella presionó el interruptor. «Debe de ser un fallo en el suministro eléctrico», se dijo. En algún lugar distante oyó un generador que se ponía en marcha. Desde la calle se oyó la risa de un hombre, tal vez uno de los vigilantes nocturnos. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana. También las farolas se habían apagado. La hoguera que los vigilantes habían encendido era la única fuente de luz. Entre sus destellos, Louise atisbó sus rostros.

Le invadió el miedo. La asustaba la oscuridad. Ni siquiera tenía una linterna, ninguna luz en la que hallar seguridad. Regresó a la cama.

Cuando era pequeño, Henrik tenía miedo a la oscuridad. Y Aron siempre había temido la noche. Sin un haz de luz, por tenue que fuese, no podía dormir.

En ese preciso momento, volvió la corriente. El aire acondicionado empezó a silbar. Encendió la lámpara enseguida y se acomodó dispuesta a dormir. Sin embargo, empezó a pensar en la conversación mantenida en la cocina con Lars Håkansson. ¿Por qué le había mentido cuando le preguntó si le había contado aquello a Henrik?, se preguntó, sin hallar una respuesta plausible.

Evocó sus palabras: «Si necesitas el ordenador, está a tu disposición». Henrik había utilizado aquel ordenador. ¿Y si hallaba en él algún rastro de su hijo?

De repente, se sintió totalmente despejada. Se levantó, se vistió a toda prisa y abrió la puerta del dormitorio. Permaneció inmóvil hasta que sus ojos se habituaron a la oscuridad. La puerta del dormitorio de Lars Håkansson estaba cerrada. El despacho daba al jardín y estaba al otro lado del pasillo. Se encaminó a tientas hasta la puerta, que encontró entreabierta; la cerró y buscó el interruptor. Se sentó ante el escritorio y encendió el ordenador. Un texto intermitente le hizo saber que el ordenador no se había apagado correctamente la vez anterior. Lo más probable es que hubiese estado encendido cuando se produjo el corte en el suministro. Se metió en un buscador de Internet y escribió la palabra Holloway. Obtuvo un buen número de resultados: direcciones de una cadena de restaurantes, el hotel Holloway Inn, en Canadá, y Holloway-Air, una pequeña compañía aérea de México. Y también figuraban las Misiones de Christian Holloway. Estaba a punto de hacer clic en el enlace cuando oyó el aviso de recepción de un mensaje de correo electrónico. No tenía la menor intención de curiosear en la correspondencia de Lars Håkansson, pero pensó que tal vez Henrik hubiese dejado algún rastro en las bandejas de entrada o de salida de mensajes.

Lars Håkansson no tenía protegido su correo con ninguna clave. Louise no tardó en hallar dos mensajes enviados por Henrik. El corazón empezó a latirle con fuerza. Uno de ellos había sido enviado hacía cuatro meses; el otro, justo antes de que Henrik hubiese dejado Maputo por última vez.

Abrió el primer mensaje. Iba dirigido a Nazrin.

«En primer lugar, rasco con la uña sobre la dura superficie del muro. Mi uña no deja la menor huella. Después, tomo una lasca de piedra y araño el muro. No dejo más que una leve marca, pero lo que acabo de hacer deja su huella, pese a todo. Entonces puedo seguir raspando y arañando y dejando huellas cada vez más profundas en el muro, hasta que se resquebraje. Así me imagino mi vida aquí. Estoy en África, hace mucho calor, por las noches me tumbo sin poder conciliar el sueño, desnudo y sudoroso, porque no soporto el zumbido del aire acondicionado. Y pienso que mi vida consiste en no abandonar hasta que los muros que deseo contribuir a derribar caigan de verdad. Henrik».

Leyó la carta una vez más.

El segundo mensaje se lo había enviado a sí mismo, a su dirección de correo electrónico de Hotmail.

«Escribo esto justo al alba, cuando las cigarras guardan silencio y los gallos empiezan a cantar, pese a que vivo en el centro de una gran ciudad. Pronto tendré que escribirle a Aron para decirle que pienso romper el contacto con él si no asume su responsabilidad para conmigo como padre. Si no se convierte en un hombre con el que yo pueda verme y por el que pueda sentir afecto y en el que pueda verme a mí mismo. Si lo hace, le hablaré de un hombre extraordinario al que aún no he conocido en persona, Christian Holloway, cuya existencia demuestra que todavía existen ejemplos de bondad en el mundo. Estoy escribiendo estas líneas en la casa de Lars Håkansson, en su ordenador, y no puedo imaginarme en mejor situación que en la que ahora me hallo en la vida. Pronto volveré al pueblo, con los enfermos, y volveré a sentir que soy útil. Henrik, para mí mismo».

Louise frunció el entrecejo y movió la cabeza a ambos lados. Muy despacio, volvió a leer el mensaje. Había algo que no encajaba. El hecho de que Henrik fuese su propio destinatario no tenía por qué significar nada especial. También ella lo había hecho, a su edad. Incluso se había enviado una carta por correo ordinario. No, era otra cosa lo que la inquietaba.

Leyó la carta una vez más. De repente, lo comprendió. Era la forma de expresarse, el modo en que la carta estaba redactada. Henrik no escribía así. Él era directo. Él no habría utilizado la palabra «afecto». No era una palabra de su vocabulario, de su generación.

Apagó el ordenador y la luz y abrió la puerta. Antes de apagarse, la luz de la pantalla parpadeó unos segundos. A su resplandor le pareció ver cómo la manivela de la puerta de Lars Håkansson ascendía despacio. La luz se extinguió por completo y el pasillo quedó a oscuras. Lars Håkansson debió de salir al pasillo y, al oír que ella apagaba el ordenador, volvió rápidamente a su dormitorio.

Por un momento sintió pánico. ¿Debía marcharse, dejar la casa así, sin más, a medianoche? No tenía adónde ir. Entró en su habitación y atrancó la puerta con una silla para impedir que nadie entrase. Después, se tendió en la cama, apagó el aire acondicionado y dejó encendida la lamparita.

Un mosquito solitario bailoteaba al otro lado de la mosquitera blanca. Con el corazón acelerado, aguzó el oído. ¿Podría ella oír sus pasos? ¿Estaría él escuchando al otro lado de su puerta?

Intentó pensar con calma. ¿Por qué razón habría escrito Lars Håkansson una carta con el nombre de Henrik, fingiendo que este se la enviaba a sí mismo, y la habría guardado en su ordenador? No encontraba respuestas, tan sólo una sorda sensación de irrealidad. Se sintió como si entrase de nuevo en el apartamento que Henrik tenía en Estocolmo y volviese a hallarlo muerto.

«Estoy asustada», constató. «Me siento rodeada de algo que aterró a Henrik, una película invisible pero peligrosa, la misma que lo envolvió a él».

Aquella noche, el calor y la humedad eran sofocantes. En la distancia, se oía la tormenta que pasaba hacia lo que ella se figuraba que serían las remotas montañas de Swazilandia.