7
Cuando llegó a Singapur, donde hacía transbordo, Louise se dedicó a deambular por el aeropuerto, ahogada por el bochorno, y recorrió los largos pasillos, cubiertos de alfombras de un color marrón amarillento, que no parecían conducir más que a otras terminales, muy alejadas.
Se detuvo ante una tienda en la que vendían artículos de papelería y compró una agenda con unos pájaros bordados en la portada de color violeta. La chica de la caja le sonrió con mirada afable. De inmediato, sus ojos se llenaron de lágrimas, por lo que pagó enseguida, dio media vuelta y se alejó de allí.
Camino de la sala de embarque, como temía sufrir un ataque de pánico, procuró andar pegada a las paredes, algo más rápido y concentrándose en su respiración. Estaba convencida de que, en cualquier momento, todo se oscurecería a su alrededor y ella se desplomaría. Pero no quería despertar sobre aquella alfombra de color marrón amarillento. No quería caer. Y menos aún ahora que había adoptado la importante decisión de dar con el paradero de Aron.
El avión despegó con destino a Sydney poco después de las dos de la madrugada. Ya desde Frankfurt, había perdido el control de las zonas horarias que atravesaba. Se sentía transportada, en un estado de ingravidez e intemporalidad. ¿No sería ese el estado necesario para acercarse a Aron? Durante los años que vivieron juntos, él siempre había dado muestras de una capacidad extraordinaria para sentir cuándo Louise se dirigía a casa, cuándo se acercaba a donde estaba él. En las ocasiones en que ella se había sentido herida por algo que él había dicho o hecho, solía pensar que jamás podría sorprenderlo si él le era infiel.
Le habían asignado un asiento de pasillo, el 26 D. Junto a ella dormía un hombre muy amable que se había presentado como coronel jubilado de las fuerzas aéreas australianas. El hombre no intentó entablar conversación, cosa que ella le agradeció lo indecible. De modo que, sentada en el avión en penumbra, se tomaba alguno de los vasos de agua que de vez en cuando las discretas azafatas ofrecían en bandejas. Al otro lado del pasillo había una mujer de su misma edad que escuchaba uno de los canales de radio.
Louise abrió la agenda que acababa de comprar, encendió la lamparita para leer, sacó un bolígrafo y empezó a escribir.
«Tierra roja». Aquellas fueron las primeras palabras. ¿Por qué precisamente esas emergían a su conciencia? ¿Serían la pista más importante de todas las que tenía, la pieza decisiva en tomo a la cual se agruparían las demás?
Recordó los dos cuadernos de memorias de las mujeres muertas, o moribundas, que había encontrado en el apartamento de su hijo.
¿Por qué los tenía Henrik en su poder? Henrik no era un niño que necesitase las memorias de sus padres. Él lo sabía, si no todo, al menos sí bastante acerca de su madre. Y al parecer, con Aron tenía un contacto más o menos regular, aunque hubiese estado ausente, por lo general. ¿De dónde había sacado los cuadernos? ¿Quién se los había dado?
Escribió en la agenda una pregunta. «¿De dónde procedía la tierra roja?» Pero no logró dar un paso más. Dejó la agenda, apagó la lamparita y cerró los ojos. Para pensar, necesito a Aron. En sus mejores momentos, no sólo era un buen amante, sino que conocía, además, el arte de escuchar. Era una de esas raras criaturas que podían dar consejos sin considerar qué ventajas podía sacar de ello.
Abrió los ojos en la oscuridad. ¿No sería aquella faceta de Aron y de su vida en común la que ella más añoraba? Sí, añoraba al hombre atento y, en ocasiones, infinitamente sensato del que ella se había enamorado y con el que había tenido un hijo.
«Es a Aron a quien busco», constató para sí. «Sin su ayuda, jamás alcanzaré a comprender lo ocurrido. Jamás encontraré el camino de regreso a mi propia vida sin su apoyo».
Pasó el resto de la noche dormitando. De vez en cuando buscaba algún canal de radio, pero le molestaba la música, que no era precisamente la más adecuada para aquella oscuridad nocturna. «Estoy en una jaula», pensó, «una jaula de paredes delgadas que, pese a todo, es capaz de resistir la intensidad del frío y la alta velocidad, y desde esta jaula me dejarán caer a un continente que nunca imaginé que visitaría. Un continente al que nunca soñé con viajar».
Pocas horas antes de aterrizar en Sydney sintió que la decisión que había tomado en el aeropuerto de Frankfurt era absurda. Jamás encontraría a Aron. Totalmente sola, como estaba, en el otro extremo del mundo, sólo la atenazarían la melancolía y una creciente desesperación.
En cualquier caso, no podía ordenar que la jaula diese media vuelta para regresar a Frankfurt. A primeras horas de la madrugada, la goma de los neumáticos golpeó la pista del aeropuerto de Sydney. Y, adormecida, salió de nuevo al mundo exterior. Un amable agente de aduanas sacó la manzana que llevaba en el bolso y la arrojó a una bolsa de basura. Ella buscó la oficina de información y consiguió reservar una habitación en el hotel Hilton. Quedó estupefacta cuando comprendió lo que costaba, pero no se sintió con fuerzas para pedir otra habitación o reservar en otro hotel. Tras cambiar algo de dinero, tomó un taxi hasta el hotel. Contempló la ciudad a la creciente luz del amanecer y pensó que Aron debía de haber recorrido aquel mismo trayecto en alguna ocasión, las mismas autopistas, los mismos puentes.
Le dieron una habitación cuya ventana no podía abrirse. Si no hubiese estado tan cansada, habría dejado el hotel en ese preciso momento y habría buscado cualquier otro. La habitación le produjo una inmediata sensación de ahogo. Pero se obligó a meterse bajo la ducha y se echó después, desnuda, entre las sábanas. «Así dormía Henrik», recordó. «Desnudo. ¿Por qué llevaría puesto un pijama en la última noche de su vida?»
Cayó vencida por el sueño, sin lograr contestar esa pregunta, y despertó a las doce del mediodía. Salió y se dirigió al puerto, dio un paseo hasta la ópera y se sentó a comer en un restaurante italiano. El aire era frío pero el sol calentaba. Tomó vino con la comida e intentó decidir cómo proceder. Artur había hablado con la embajada, y también se había puesto en contacto con alguien de una especie de asociación que, se suponía, reunía a los suecos que habían emigrado allí. «Pero Aron no es un emigrante», precisó para sí, «y nunca permite que nadie lo registre en una lista. Es de ese tipo de personas que siempre cuentan con un mínimo de dos caminos, uno de salida y otro de acceso a sus escondites».
Se obligó a deponer aquella actitud resignada. «Debe de haber algún medio de encontrar a Aron, si es que está en Australia. No es de los que pasan inadvertidos. Si se conoce a Aron, no se lo olvida jamás».
A punto estaba de abandonar el restaurante, cuando oyó a un hombre que, sentado a la mesa contigua, hablaba sueco por el móvil. El hombre concluyó la conversación y le dedicó una sonrisa.
—It is always problems with the cars. Always.
—Yo también hablo sueco. Pero estoy de acuerdo, los coches no traen más que complicaciones.
El hombre se levantó y se acercó a su mesa para presentarse. Se llamaba Oskar Lundin y le estrechó la mano con firmeza.
—Louise Cantor. Un nombre muy bonito. ¿Eres inmigrante o estás sólo de visita?
—Una visita y de lo más transitoria. Aún no llevo aquí ni veinticuatro horas.
El hombre señaló la silla, preguntándole con un gesto si podía sentarse con ella. El camarero cambió de mesa su café.
—Un hermoso día de primavera —comentó—. Aún hace un poco de fresco. Pero la primavera está en camino. Jamás deja de sorprenderme este mundo en el que el otoño y la primavera pueden darse a la vez, aunque los separen océanos y continentes enteros.
—¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?
—Llegué en 1949, a los diecinueve años. Tenía la infundada idea de que aquí sería posible atar los perros con la famosa longaniza. Mi nivel de estudios era pésimo, pero tenía talento para las plantas, para los jardines. Y sabía que siempre podría ganarme la vida cortando setos o podando árboles frutales.
—¿Y por qué viniste?
—Tenía unos padres horribles, si me disculpas que sea tan sincero. Mi padre era pastor protestante y odiaba a cuantos no compartían su fe en su Dios. Yo, que no creía en absoluto, era para él un hereje al que pegó cuanto pudo hasta que crecí lo suficiente para defenderme. Entonces, dejó de hablarme. Mi madre era la eterna mediadora, la buena samaritana que, por desgracia, tenía un libro de cuentas invisible y nunca hacía nada por mí sin pedir una contraprestación. Ella me obligaba a ir contra mis sentimientos, mis remordimientos, mis deudas contraídas por todos sus sacrificios, y esa situación me dejó seco, como un limón en un exprimidor. Así que hice lo único que podía. Me fui. Y hace nada menos que cincuenta años. Jamás volví. Ni siquiera fui a sus entierros. Allí tengo una hermana con la que hablo todos los años, por Navidad. Por lo demás, vivo aquí. Y me hice jardinero. Con mi propio negocio, una empresa que no sólo corta setos y poda frutales, sino que diseña y planta jardines enteros para aquellos que están dispuestos a pagar.
El hombre dio un sorbo a su café y trasladó la silla de modo que su rostro quedase de cara al sol. Louise pensó que no tenía nada que perder.
—Estoy buscando a un hombre —confesó—. Se llama Aron Cantor. Estuve casada con él. Y creo que está en Australia.
—¿Lo crees?
—Bueno, no estoy segura. He preguntado en la embajada y en la asociación sueca.
Oskar Lundin hizo un mohín.
—Ellos no tienen ni idea. La asociación es un pajar en el que pueden esconderse todas las agujas.
—¿Es eso cierto? ¿Es verdad que la gente viene aquí para esconderse?
—Igual que la gente de aquí viaja hasta un país como Suecia para ocultar sus pecados. No creo que haya muchos delincuentes suecos aquí escondidos. Pero alguno que otro seguro que sí. Hace diez años vino un hombre de Ånge que había cometido un asesinato. Las autoridades suecas no lo encontraron jamás. Y ahora está muerto y enterrado en Adelaide bajo una lápida de su propiedad. Pero supongo que el hombre con el que tú estuviste casada no está perseguido por ningún delito, ¿no?
—No, pero tengo que encontrarlo.
—Sí, eso nos pasa a todos. Tenemos que encontrar a aquellos a quienes buscamos.
—¿Qué harías tú en mi lugar?
Oskar Lundin removió el café que quedaba en la taza medio vacía durante un instante, en actitud reflexiva.
—Yo, en tu lugar, le pediría a alguien como yo que te ayudase a buscarlo —respondió al cabo—. La verdad es que tengo muchísimos contactos en este país. Australia es un continente en el que todo funciona todavía mediante contactos personales. Gritamos y susurramos y, al final, solemos averiguar lo que queríamos saber. ¿Dónde puedo localizarte?
—Me alojo en el Hilton pero, en realidad, me resulta demasiado caro.
—Quédate allí dos días más, si puedes permitírtelo. No creo que necesitemos más tiempo. Si tu hombre está aquí, lo encontraré. Y si no lo encuentro, tendrás que buscarlo en otro lugar. Nueva Zelanda puede ser una buena opción.
—Me cuesta creer que haya tenido la suerte de conocerte. Y de que quieras ayudar a una perfecta desconocida.
—Bueno, digamos que intento hacer el bien que mi padre fingía que hacía.
Oskar Lundin llamó al camarero y pagó la cuenta. Después, se puso de pie y alzó ligeramente el ala de su sombrero.
—Dentro de cuarenta y ocho horas me pondré en contacto contigo, con buenas noticias, espero. Aunque ya empieza a preocuparme si no habré ido demasiado lejos en mis promesas. En alguna ocasión he prometido que los manzanos que planté darían más fruto del que dieron. Y eso aún me persigue.
Louise lo observó marchar a pleno sol y seguir el muelle hacia la estación de transbordadores que se extendía ante un fondo de rascacielos. Ella solía errar en sus juicios sobre las personas. Sin embargo, no le cabía la menor duda de que Oskar Lundin intentaría ayudarle.
Veintitrés horas más tarde, sonó el teléfono de su habitación. Acababa de regresar de un largo paseo. Poco antes había pensado a quién podía recurrir si Oskar Lundin no le daba ninguna información válida o si le había tomado el pelo y no volvía a saber de él. Aquel mismo día, habló también con su padre y llamó incluso a Grecia para explicarles a sus colegas que seguiría de baja una semana más, o tal vez dos. Todos se mostraron muy comprensivos, pero ella sabía muy bien que debía volver pronto a las excavaciones; de lo contrario, la comprensión de sus colegas daría paso a la impaciencia.
Oskar Lundin le habló del modo que ella la recordaba, en un sueco amable en el que faltaban muchas de las palabras que se habían puesto de moda durante los años en que él había estado fuera de Suecia. «Así se hablaba el sueco cuando yo era niña», se dijo a sí misma después de su primer encuentro.
Oskar Lundin fue directo al grano.
—Creo que he encontrado a tu marido fugitivo —afirmó—. A menos que haya más de un sueco que se llame Aron Cantor.
—Sólo puede haber uno.
—¿Tienes a mano un mapa de Australia?
Louise había comprado un mapa, que extendió sobre la cama.
—Pon el dedo sobre Sydney. Después, sigue las carreteras en dirección sur, hacia Melbourne. Desde allí continúas hacia la costa sur y después te detienes en un lugar que se llama Apollo Bay. ¿Lo encuentras?
Louise vio el lugar.
—Por lo que he podido averiguar, allí vive, desde hace varios años, un hombre llamado Aron Cantor. Mi informante no supo decirme exactamente en qué calle tiene su apartamento o su casa. Pero estaba seguro de que el hombre al que buscas está en Apollo Bay.
—¿Y quién es la persona que sabe que está allí?
—Un viejo capitán de un pesquero que se cansó del Báltico hasta el punto de que se trasladó a vivir al otro lado del planeta. Suele pasar parte del año en la costa sur. Es un curioso empedernido que, por si fuera poco, jamás olvida un nombre. Así que creo que encontrarás a Aron Cantor en Apollo Bay. Es una ciudad pequeña que sólo tiene vida durante el verano. En esta época, no hay mucha gente.
—No sé cómo darte las gracias.
—¿Por qué será que los suecos siempre dan las gracias tan condenadamente a menudo? ¿Por qué no se puede ayudar a la gente sin llevar un libro de cuentas invisible? Pero, en fin, te daré mi número de teléfono, porque me gustaría saber si, al final, diste con él.
Louise anotó en el mapa el número de teléfono de Oskar Lundin.
Cuando le dijo adiós antes de colgar, fue como si se hubiese quitado el sombrero a modo de despedida. Ella permaneció muy quieta y notó que el corazón se le salía del pecho.
Aron estaba vivo. Y no se había equivocado al interrumpir su viaje a Grecia. Por pura casualidad, había ido a parar al lado de un hada buena con sombrero de ala ancha al sentarse a la mesa de aquel restaurante.
«Oskar Lundin podría ser hermano de mi padre», consideró. «Dos hombres de edad que jamás dudarían en ayudarme cuando lo necesito».
Un dique se quebró en su interior y todas las fuerzas hasta el momento contenidas se liberaron de repente. En pocos minutos, ya tenía alquilado un coche que le llevaron al hotel, donde pagó la cuenta. Dejó atrás la ciudad, salió a la autopista y puso rumbo a Melbourne. Ahora tenía prisa. Tal vez Aron estuviese en aquel lugar llamado Apollo Bay. Claro que existía el riesgo de que desapareciese: si sentía el cosquilleo que le indicaba que alguien lo buscaba, se marcharía. Tenía pensado pasar la noche en Melbourne y, después, tomar la carretera de la costa hasta Apollo Bay.
Encontró una emisora de música clásica. Era la primera vez, desde la muerte de Henrik, que escuchaba música. Poco después de medianoche, buscó el centro de Melbourne. Tenía un vago recuerdo de unas olimpiadas que se habían celebrado allí cuando ella era muy pequeña. Un nombre surgió en su memoria, un saltador de altura llamado Nilsson por el que su padre sentía una gran admiración. Artur había marcado en la fachada de la casa la altura que aquel atleta había saltado y que le valió una medalla de oro en los juegos, pero ¿cuál era su nombre de pila? Creía recordar que era Rickard, pero no estaba segura. Tal vez confundiese a dos atletas distintos, o quizá hubiese ocurrido en otras olimpiadas. Decidió que lo mejor sería preguntarle a su padre.
Se alojó en un hotel cercano al Parlamento, también demasiado caro. Pero estaba muy cansada y no quería perder el tiempo buscando otro más económico. A unas cuantas manzanas del hotel encontró un Chinatown en miniatura. En un restaurante medio vacío, en el que la mayor parte de los camareros miraban impasibles la pantalla del televisor, se tomó una ensalada de bambú con arroz que acompañó con varias copas de vino, de modo que se le subió a la cabeza. No dejaba de pensar en Aron. ¿Lo encontraría al día siguiente o habría tenido tiempo de marcharse para entonces?
Después del almuerzo, dio un paseo para despejarse. Encontró un parque con senderos iluminados. Si no hubiese bebido tanto vino, habría podido optar por continuar el viaje, bajar al coche la maleta sin deshacer que tenía en el hotel… Pero necesitaba dormir. Y el vino le ayudaría.
Se tumbó sobre la cama y se cubrió con la colcha. Gracias a un inquieto duermevela por el que discurrieron diversos rostros, logró alcanzar el amanecer.
A las siete de la mañana ya había desayunado y salía dispuesta a abandonar Melbourne. Llovía y soplaba un viento racheado y gélido procedente del mar. Cuando se sentó en el coche, se estremeció de frío.
«En algún lugar, en medio de este aguacero, está Aron».
No se espera mi llegada, ni tampoco oír la tragedia que le ha sobrevenido. La realidad no tardará en darle alcance.
Llegó hacia las once. Había llovido sin cesar durante todo el trayecto. Apollo Bay era una delgada franja de casas construidas a orillas de una bahía. Un espigón protegía de las olas a una pequeña flota pesquera. Aparcó el coche junto a un café y permaneció sentada observando las gotas de lluvia que caían entre los limpiaparabrisas en marcha.
Aron está aquí, en medio de esta lluvia, pero ¿dónde encontrarlo?
Por un instante, su misión le pareció inabordable. Sin embargo, no tenía intención de rendirse, y menos aún después de haber emprendido aquel viaje al otro lado del globo. Bajó del coche, atravesó la calle a la carrera y entró en una tienda de ropa de deporte. Allí encontró un chaquetón impermeable y una gorra con visera. La dependienta era una joven obesa que estaba embarazada. Louise pensó que nada perdía por preguntar.
—¿Conoce a un tal Aron Cantor? Es sueco. Habla muy bien el inglés, pero tiene acento, claro. Me han dicho que vive aquí, en Apollo Bay. ¿Sabe quién es, dónde vive? Si no es así, quizá sepa a quién debo preguntarle por él.
Louise no estaba segura de que la dependienta hubiese hecho el menor esfuerzo por rebuscar en su memoria cuando la oyó responder:
—No conozco a ningún sueco.
—¿No le resulta familiar el nombre de Aron Cantor? No es un nombre corriente.
La dependienta le dio el cambio y movió la cabeza con gesto indolente.
—Por aquí pasa tanta gente…
Louise se puso el chaquetón y salió de la tienda. La lluvia había empezado a remitir. Siguió la fila de casas y comprendió que Apollo Bay no era más que eso, una hilera de casas y poco más. El mar lucía su color gris. Entró en una cafetería, pidió un té y se esforzó por pensar con claridad. ¿Dónde se habría metido Aron, si estuviese aquí? Solía salir cuando llovía y soplaba el viento. Le gustaba pescar.
El hombre que le había servido el té se puso a limpiar las mesas del local.
—¿Adónde va uno en Apollo Bay si quiere ir a pescar y no tiene barco?
—La gente suele ponerse en el espigón. O en el puerto.
También a él le preguntó si conocía a un extranjero llamado Aron Cantor. El hombre negó con un gesto y siguió limpiando las mesas.
—Es posible que se aloje en el hotel. Está camino del puerto. Puede preguntar allí.
Louise sabía que Aron jamás soportaría vivir en un hotel por un periodo prolongado de tiempo.
La lluvia había cesado y las nubes empezaron a dispersarse. Regresó al coche y se puso en marcha en dirección al puerto sin detenerse ante el hotel, que se llamaba Eagle’s Inn.
Al llegar a la zona portuaria, aparcó el coche y empezó a caminar por el muelle. El agua aparecía grasienta, sucia. Una lancha cargada de arena mojada golpeaba los neumáticos destrozados del muelle. Vio un pesquero con cajas para la langosta; se llamaba Pietà, y se preguntó, ausente, si aquel nombre propiciaría buenas capturas. Siguió caminando por el muelle. Unos chicos se afanaban en su pesca y observaban los sedales sin lanzar siquiera una mirada en su dirección. Observó entonces el espigón, que partía del muelle y se adentraba en el mar. Allí había, en efecto, una persona, tal vez varias, pescando. Volvió sobre sus pasos y echó a andar por el espigón. El viento había arreciado y soplaba racheado entre los grandes bloques de piedra que conformaban el muro exterior del espigón. Era tan alto que no podía ver el mar que se agitaba al otro lado, aunque sí oía su bramido.
Sólo una persona estaba allí sentada pescando, según pudo ver cuando se hubo acercado un poco. Avanzó con paso nervioso, como presa de una impaciencia repentina.
Sintió una mezcla de alegría y de terror. Era Aron, nadie se movía con esa brusquedad. Pero se le antojaba que había sido demasiado fácil encontrarlo.
De pronto, cayó en la cuenta de que no tenía la menor idea de la vida que llevaba ahora. Podía estar casado e incluso tener hijos. Cabía la posibilidad de que el Aron al que ella había conocido y amado hubiese dejado de existir. El hombre que tenía a unos cien metros de distancia, azotado por el hiriente viento y con una caña de pescar en la mano, tal vez fuera ahora un extraño del que ella lo ignoraba todo. Tal vez debiese regresar al coche y, después, seguirlo cuando hubiese dado por concluida su pesca.
La indignó su propia inseguridad. Tan pronto como se encontraba cerca de Aron, perdía su habitual capacidad de decisión. Él seguía teniendo ventaja.
Resolvió que debían reencontrarse allí, en el espigón.
No tiene adónde ir, a menos que salte a las frías aguas. Este espigón es un callejón sin salida. No podrá escapar. Esta vez se ha olvidado de procurarse una salida alternativa de su madriguera.
Cuando empezó a caminar por el espigón, él le daba la espalda. Ella miró su nuca, la mancha despoblada de la coronilla era más grande. Tenía la impresión de que Aron había encogido, y su presencia llevaba el sello de una debilidad que ella jamás había asociado a su persona.
Junto a él había extendido un hule con cuatro piedras en las esquinas, para que no lo levantase el viento. Había pescado tres piezas. Parecían un cruce entre lucio y bacalao, se dijo, si es que cabía imaginar semejante mezcla.
Cuando iba a pronunciar su nombre, él se dio la vuelta. Lo hizo con rapidez, como si hubiese presentido un peligro. Ella llevaba la capucha del impermeable puesta y cerrada, de modo que él no la reconoció enseguida. De repente, Aron comprendió quién era y Louise notó que aquello lo llenaba de temor. Pocas veces había expresado Aron inseguridad, casi miedo, durante los años de su vida en común.
Sin embargo, no le llevó más que unos segundos recuperar el control. Fijó la caña entre unas piedras y declaró:
—Desde luego, jamás me habría figurado que ibas a encontrarme aquí.
—Y supongo que no te figurabas que vendría a buscarte, ¿no?
Él adoptó un gesto grave, expectante, temeroso de lo que le aguardaba.
Ya durante las largas horas a bordo del avión y el viaje en coche, ella había reflexionado sobre la conveniencia de ser cauta, de esperar hasta el último momento para contarle la dolorosa noticia sobre Henrik. Pero, al verse ante él, comprendió que no era posible.
Volvía a llover, el viento soplaba cada vez más racheado. Aron se puso de espaldas al viento y se le acercó. Tenía el semblante pálido, los ojos enrojecidos, como si hubiese bebido mucho, y los labios cortados. Unos labios que no besan, se resquebrajan, solía decir él.
—Henrik ha muerto. Intenté localizarte por todos los medios. Al final, sólo me quedaba esta vía, así que vine hasta aquí para buscarte.
Él la miraba inexpresivo, al parecer sin comprender el alcance de sus palabras. Pero ella era consciente de que acababa de clavarle un puñal que le causaba dolor.
—Encontré a Henrik muerto en su apartamento. Estaba tumbado en la cama, como si durmiese. Lo enterramos en Sveg.
Aron se tambaleó, y a punto estuvo de caer. Apoyó la espalda contra el muro con las manos extendidas, que ella tomó entre las suyas.
—No puede ser cierto.
—A mí tampoco me lo parece, pero lo es.
—¿De qué murió?
—No lo sabemos. La policía y los forenses aseguran que se quitó la vida.
Aron clavó en ella una mirada desesperada.
—¿Que mi hijo se quitó la vida? ¡Eso sí que no puedo creérmelo!
—Yo tampoco. Pero, según los análisis, había ingerido una gran cantidad de somníferos.
Con un rugido, Aron arrojó los peces al mar y lanzó el cubo y la caña al otro lado del muro del espigón. Después, agarró con fuerza el brazo de Louise y se la llevó de allí. Ya en el muelle, le dijo que siguiese su coche, una vieja furgoneta oxidada. Salieron de Apollo Bay por la misma carretera por la que ella había llegado. Después, Aron giró por una carretera que ascendía en pronunciada pendiente serpenteando entre altas colinas que morían en el mar. Conducía a gran velocidad, como a trompicones, como si estuviese ebrio. Louise lo seguía muy de cerca. Cuando se adentraron en el valle que formaban las colinas, volvieron a torcer, en esta ocasión por una carretera que apenas si era poco más que un sendero, siempre cuesta arriba, hasta que se detuvieron ante una casa de madera que parecía un equilibrista al borde del precipicio. Louise salió del coche y pensó que así, ni más ni menos, se imaginaba uno de los escondites de Aron. Desde allí se divisaba un panorama casi infinito, y el océano se extendía hasta el horizonte.
Aron abrió la puerta, echó mano de una botella de whisky que había sobre una mesa, junto a la chimenea, y se sirvió un vaso. Interrogó a Louise con la mirada, pero ella negó con un gesto. Tenía que mantenerse sobria. Cuando Aron bebía, sobrepasaba todo límite y llegaba a un punto en que podía, incluso, volverse violento. Y ya había vivido demasiadas situaciones de cristales quebrados y sillas rotas como para querer sufrirlas otra vez.
Al otro lado del ventanal que daba al mar, en una terraza, había una gran mesa de madera. Contempló los coloridos papagayos que se posaban allí para picotear migas de pan. Aron se mudó al país de los papagayos. Jamás pensé que haría eso.
Se sentó en una silla que había frente a él, quien, a su vez, se había hundido en un sofá gris con el vaso en la mano.
—Me niego a creer que sea cierto.
—Sucedió hace ya seis semanas.
Él estalló.
—¿Por qué no me avisasteis?
Ella no respondió, sino que volvió la vista hacia los papagayos rojos y azules.
—Lo siento, no era mi intención. Imagino que intentaste localizarme. Y que no me habrías dejado en la ignorancia si hubiese estado en tu mano.
—No es fácil encontrar a alguien que se ha escondido.
Louise se quedó allí toda la noche, sentada frente a él. La conversación surgía y moría interrumpida por largos intervalos de silencio. Tanto ella como Aron conocían el arte de permitir que el silencio vagase a placer entre ellos. De hecho, según ella había aprendido durante sus primeros años de convivencia con Aron, el silencio era, también, una especie de conversación. Por otro lado, Artur era, como Aron, un hombre que no hablaba sin necesidad. Aunque el silencio de Aron tenía otro sonido.
Mucho después, Louise llegaría a pensar que aquella noche fue como un regreso al tiempo anterior al nacimiento de Henrik, por más que hubiesen hablado de él. El dolor era un grito desgarrador. Pese a todo, en ningún momento alcanzaron la intimidad suficiente como para que ella se sentase en el sofá, junto a él. Era como si Louise no confiara plenamente en que el dolor de Aron fuese tan intenso como debía serlo el de alguien que ha perdido a su único hijo. Aquella reserva la llenaba de amargura.
En algún momento, poco antes del amanecer, ella le preguntó si había tenido más hijos. Él le devolvió una mirada de perplejidad por toda respuesta y ella comprendió.
Con el alba volvieron los papagayos rojos. Aron fue a extender sobre la mesa una capa de mijo y Louise lo acompañó. El frescor de la mañana la hizo estremecer. El mar embravecido, que se extendía a lo lejos bajo sus pies, persistía en su gris.
—Yo sueño con que, un día, podré ver un iceberg allá a lo lejos —confesó él de repente—. Un iceberg que se haya desplazado hasta aquí flotando desde el Polo Sur.
Louise recordó la carta que había encontrado.
—Será todo un espectáculo.
—Lo más extraordinario de todo es que semejante mole de hielo puede derretirse sin que nos demos cuenta. Siempre me he visto a mí mismo como algo que también se derrite, que se licua hasta desaparecer. Mi muerte será el resultado de un lento incremento de temperatura.
Ella lo miró de reojo.
«Está cambiado y, al mismo tiempo, sigue siendo el que era», constató.
Ya había amanecido. Se habían pasado toda la noche hablando.
Ella le tomó la mano. Contemplaron juntos el mar, esperando inútilmente la llegada de un iceberg.