20
Veintitrés horas más tarde, Louise aterrizaba en el aeropuerto Venizelos, en las afueras de Atenas. Sobrevolaron el mar; desde el aire, el Pireo y la ciudad de Atenas, con su caótico mosaico de casas y coches, se acercaban a ella a toda velocidad.
Cuando se marchó de allí, lo hizo llena de una inmensa alegría. Ahora regresaba con la existencia destrozada, agobiada por sucesos que no comprendía. Poblaba su mente un hormiguero de detalles que, hasta el momento, habían escapado a su capacidad de interpretación.
¿Qué la esperaba a su regreso? Una excavación de tumbas de la que había dejado de ser responsable. Tendría que pagarle a Mitsos las mensualidades pendientes, recoger sus escasas pertenencias y despedirse de aquellos que aún anduviesen por allí antes de que los trabajos de excavación quedasen clausurados para el invierno.
Tal vez incluso iría a hacerle a Vassilis una visita a su gestoría. Pero ¿acaso tenía algo que decirle? ¿Acaso tenía algo que decirle a alguien en el mundo?
Había volado con la compañía Olympic y se había permitido el lujo de pagarse un billete de primera clase. Así, pudo disponer de dos asientos para ella sola durante las largas horas de vuelo nocturno. Al igual que cuando volaba hacia el sur, creyó ver hogueras abajo, en la oscuridad lejana. Uno de ellos era el fuego de Umbi, el último que encendió. En esa misma oscuridad se ocultaban aquellos que lo habían hecho callar.
Ahora lo sabía, estaba convencida. Umbi había muerto porque ella había estado hablando con él. Jamás podría asumir ella sola la responsabilidad de lo ocurrido, pero si ella no hubiese aparecido en su vida, él quizá seguiría vivo.
¿Podía saberlo con certeza? Aquella pregunta la persiguió hasta en los sueños que tuvo mientras dormía en el cómodo asiento del avión de la Olympic. Umbi estaba muerto. Y su mirada se había clavado en lo desconocido, más allá de la mirada de Louise, que jamás volvería a tener la oportunidad de cruzarse con la de aquel hombre. Como tampoco llegaría nunca a saber lo que Umbi se disponía a contarle.
Una vez en el aeropuerto, tuvo el repentino deseo de dejar para más tarde las excavaciones de la Argólida, de alojarse en un hotel, el Grande Bretagne, tal vez, situado en la plaza de Syntagma, y simplemente perderse entre el gentío. Por un día, quizá dos, deseaba obligar al tiempo a detenerse para reencontrarse a sí misma.
No obstante, alquiló un coche y recorrió la recién construida autovía que conducía hacia el Peloponeso y la Argólida. Aún hacía calor; el otoño no estaba más presente que cuando ella se marchó. La carretera se deslizaba sinuosa a través de las resecas colinas, de blancas rocas que sobresalían como huesos calcáreos entre arbustos y hierba de color ocre.
Mientras conducía hacia la Argólida, cayó en la cuenta de que ya no tenía miedo. Había logrado dejar a sus perseguidores en la negrura africana.
Se preguntaba si Lucinda habría recibido su mensaje y qué habría pensado al leerlo. ¿Y Lars Håkansson? Pisó el acelerador. Odiaba a aquel hombre, aunque daba por supuesto que no podía acusarlo de estar involucrado en los acontecimientos que condujeron a la muerte de Henrik. Simplemente, era una persona a la que no deseaba tener cerca.
Giró para detenerse en una estación de servicio que tenía restaurante. Cuando entró en el local, enseguida se dio cuenta de que ya había estado allí con anterioridad, con Vassilis, su sufrido amante, aunque un amante un tanto ausente. Había ido a recogerla al aeropuerto cuando ella volvió de Roma, donde había participado en un encuentro sobre los libros y manuscritos antiguos descubiertos en las arenas del desierto de Malí. Los hallazgos eran sensacionales, pero los seminarios resultaron soporíferos, los ponentes, demasiados, y la organización, deficiente. Vassilis fue a buscarla y se detuvieron allí a tomarse un café.
Aquella noche, ella se quedó a dormir con él. El recuerdo se le antojaba ahora tan lejano como si se tratase de alguna vivencia de su niñez.
Unos camioneros daban cabezadas frente a sus tazas de café. Louise se tomó una ensalada, agua y un café. Todos los aromas y los sabores le confirmaban que ya estaba en Grecia. Nada de lo que allí había le era extraño, al contrario de lo que le había sucedido en África.
Entró en la Argólida hacia las once. Torció para tomar la dirección de la casa que tenía alquilada, pero enseguida mudó de parecer y puso rumbo hacia la zona de las excavaciones. Contaba con que la mayoría de sus compañeros ya se habrían marchado, pero estaba segura de que algunos seguirían allí, ocupados con los últimos preparativos antes de que llegase el invierno. Pero no había nadie. El lugar estaba desierto. Cuanto había que cerrar estaba cerrado. Ni siquiera vio a los vigilantes.
Fue uno de los momentos de su vida en que se sintió más sola. Nada comparable, claro está, con la conmoción que sufrió cuando halló a Henrik muerto. Esta era otra clase de soledad, como la de verse de pronto abandonada en un interminable paisaje.
Recordó el juego al que ella y Aron solían entregarse a veces para entretenerse. Si fueras la última persona sobre la faz de la Tierra, o la primera, ¿qué harías? Pero no recordaba ninguna de las respuestas que se daban. Aquello había dejado de ser un juego.
Un anciano se aproximaba paseando con su perro. Había sido un visitante habitual de las excavaciones. Louise no recordaba su nombre, pero sí el de su perro, en realidad su perra, que se llamaba Alice. El hombre se quitó la visera y la saludó amablemente. Hablaba un inglés enrevesado y lento que, por otra parte, le encantaba poder practicar.
—Creí que ya se habían marchado todos.
—Estoy aquí de paso. No volverá a haber movimiento hasta la primavera.
—Los últimos partieron hace una semana. Pero la señora Cantor no estaba aquí.
—No, estaba en África.
—¡Vaya! Un poco lejos. ¿No infunde temor?
—¿Qué quiere decir?
—Todo aquel mundo… salvaje… ¿No se dice así? The wilderness.
—Bueno, se parece bastante a esto. Tendemos a olvidar que los seres humanos pertenecemos a la misma familia. Y que todos los paisajes tienen algo que recuerda a otros paisajes. Si es cierto que todos procedemos del continente africano, se supone que la madre original de todos nosotros era negra.
—Sí, puede que sea verdad.
El hombre observó a su perra lleno de preocupación. El animal se había tumbado con la cabeza apoyada sobre una pata.
—No creo que sobreviva al invierno.
—¿Está enferma?
—Es muy vieja. Digo yo que debe de tener, como mínimo, mil años. Un perro clásico, un vestigio de la Antigüedad. La veo levantarse cada mañana con tanto esfuerzo… Ahora soy yo quien la hago salir de paseo; antes, en cambio, era al contrario.
—Espero que sobreviva al invierno.
—En fin, ya nos veremos en primavera.
El hombre volvió a quitarse la visera y prosiguió su paseo mientras la perra lo seguía con paso cansino. Louise decidió ir a la gestoría a ver a Vassilis. Había llegado el momento de hacer el balance final: ya sabía que jamás volvería a aquel lugar. Alguien tendría que sustituirla como directora de la excavación.
Su vida tomaba otro derrotero; aunque ella ignoraba cuál sería.
Se detuvo ante la oficina, situada en el centro de la ciudad. Desde la calle podía ver a Vassilis en el interior. Estaba hablando por teléfono al tiempo que tomaba notas y reía de vez en cuando.
Ya se ha olvidado de mí. Para él ya no existo. Yo no era más que una compañera provisional con la que dormir y mitigar la soledad. Exactamente eso era el para mí.
Se marchó de allí antes de que él la viese.
Una vez ante la casa, se vio obligada a buscar un buen rato entre sus cosas hasta encontrar las llaves. Enseguida se dio cuenta de que Mitsos había estado allí. Ningún grifo goteaba, ninguna lámpara lucía sin necesidad. Sobre la mesa de la cocina había unas cartas, dos del Instituto Sueco en Atenas, una del club Kavalla. Pero no abrió ninguna.
Junto al pequeño frigorífico, en la encimera, vio una botella de vino. La descorchó y se sirvió un vaso. Jamás en su vida había bebido tanto como en las últimas semanas.
Todos sus remansos de paz habituales habían desaparecido. Su interior se encontraba en un estado de constante movimiento que coincidía con el torbellino exterior por el que se había visto absorbida.
Apuró el vino, se sentó en la chirriante mecedora de Leandros y se quedó largo rato observando el tocadiscos, sin poder decidir qué le apetecía escuchar.
Cuando ya llevaba media botella, se sentó ante el escritorio, sacó unos folios y un bolígrafo y, muy despacio, comenzó a escribir una carta dirigida a la Universidad de Upsala en la que explicaba la situación y solicitaba un año de excedencia sin salario.
Mi dolor y mi desesperación son tan extremos que sería soberbio por mi parte creer que puedo responsabilizarme de los cometidos que exige la dirección de las excavaciones. En estos momentos, empeño todas mis fuerzas, las pocas que me quedan, en ocuparme de mí misma.
La misiva resultó más extensa de lo que ella tenía pensado. Una solicitud de excedencia debía ser breve. Pero había redactado una súplica o, más bien, la confesión de una persona desorientada. Quería que supiesen lo que uno sentía cuando perdía a su único hijo.
En uno de los cajones encontró un sobre en el que metió la carta. Los perros de Mitsos ladraban, como de costumbre. Tomó el coche y se dirigió a la taberna en la que solía comer. El propietario era ciego y estaba sentado en su silla totalmente inmóvil como si, progresivamente, estuviese convirtiéndose en una estatua. Su nuera preparaba la comida y su esposa la servía. Ninguno de ellos hablaba inglés, pero Louise solía entrar en la angosta y humeante cocina para señalarles lo que deseaba.
Comió col rellena y ensalada, una copa de vino y café. Había pocos clientes, pero ella los conocía a casi todos.
Cuando volvía a su casa, Mitsos surgió de improviso de entre las sombras y ella lanzó un grito.
—¡Vaya! ¿Te he asustado?
—Es que no sabía quién era…
—¿Y quién iba a ser, si no yo? Bueno, sí, Panayotis, tal vez. Pero ha ido a ver el partido del Panathinaikós.
—¿Crees que van a ganar?
—Seguro que sí. Panayotis ha marcado tres a uno en la quiniela. Y suele acertar.
Louise abrió la puerta y lo invitó a pasar.
—Llevo fuera más tiempo del que yo misma creía.
Mitsos se sentó en una silla de la cocina y la miró con gesto grave.
—Sé lo que ha ocurrido. Lamento la muerte de tu hijo. Todos lo sentimos. Panayotis se echó a llorar y los perros han estado callados, para variar.
—Fue tan inesperado…
—Nadie cuenta con que muera un hombre tan joven. A menos que haya guerra.
—Bueno, verás, sólo he venido para recoger mis cosas y pagarte los últimos meses.
Mitsos negó alzando los brazos.
—No me debes nada.
Lo dijo con tal vehemencia que Louise no quiso insistir.
Mitsos, que se sentía incómodo, parecía buscar un tema de conversación. Louise recordó que, en alguna ocasión, había pensado que se parecía a Artur. Algo en su incapacidad para expresar sentimientos la conmovía.
—Leandros está enfermo. El viejo vigilante, ya sabes. ¿Cómo lo llamabais vosotros? ¿Vuestro fílakas ángelos?
—Nuestro ángel de la guarda. ¿Qué le pasa?
—Empezó a tambalearse al andar, hasta que se desplomó. Al principio creyeron que era la tensión, pero después le detectaron un onkos enorme en la cabeza. Creo que se dice «tumor».
—¿Está en el hospital?
—Se niega a que lo ingresen. No quiere que le abran la cabeza. Dice que prefiere morir.
—¡Pobre Leandros!
—Ha tenido una larga vida. Él mismo piensa que se merece morir. «Oti prepi na teliosi, tha teliosi», como decimos nosotros: «lo que debe terminar, terminará».
Mitsos se levantó con la intención de marcharse.
—Pensaba irme mañana. A Suecia.
—¿Volverás el año que viene?
—Volveré.
Se le escapó. El pájaro echó a volar y ella no logró retener sus alas.
Mitsos estaba a punto de cruzar la puerta, cuando se detuvo y se dio la vuelta.
—Por cierto, vino una persona preguntando por ti.
Louise se puso en guardia en el acto. Mitsos acababa de mover los hilos que la rodeaban trabando su marcha.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¿Era griego?
—No. Hablaba en inglés. Era alto, el cabello escaso, delgado. Tenía la voz clara. Preguntó por ti. Después fue a visitar las excavaciones. Daba la sensación de que sabía lo ocurrido.
Louise comprendió con pavor que el hombre que Mitsos acababa de describirle bien podía ser Aron.
—¿No dijo su nombre?
—Murray. Ni siquiera sé si es nombre o apellido.
—Puede ser ambas cosas. Cuéntame exactamente lo que pasó. Cuándo vino y qué quería. Y cómo llegó aquí, ¿en coche o apareció a pie por la calle? ¿O había aparcado el coche algo apartado, para que no se viese desde aquí?
—Pero ¡en el nombre de Dios!, ¿por qué iba a hacer tal cosa?
Louise sintió que no tenía fuerzas para dar más rodeos.
—Quizá fuese peligroso. Porque puede que fuese el que mató a Henrik y tal vez también a mi marido. Porque tal vez quisiera matarme a mí.
Mitsos la miró incrédulo y ya iba a oponer alguna objeción cuando Louise alzó la mano y le impidió que continuase.
—Quiero que me creas, sólo eso. ¿Cuándo vino?
—La semana pasada. El jueves por la noche. Llamó a la puerta. Yo había oído el ruido de un motor, pero los perros no se pusieron a ladrar. Preguntaba por ti.
—¿Recuerdas exactamente lo que dijo?
—Me preguntó si sabía si la señora Cantor estaba en casa.
—¿No dijo Louise?
—No, dijo «la señora Cantor».
—¿Lo habías visto con anterioridad?
—No.
—¿Te dio la sensación de que me conocía?
Mitsos vaciló antes de responder.
—No, no creo que te conociese.
—¿Qué le dijiste?
—Que te habías ido a Suecia y que no sabía cuándo pensabas volver.
—¿Y dices que fue a visitar las excavaciones?
—Eso fue el día siguiente.
—¿Qué pasó después?
—Me pidió disculpas por haberme molestado. Pero no lo dijo de corazón.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Esas cosas se notan. Era amable, pero a mí no me gustó.
—¿Qué ocurrió luego?
—Se perdió en la oscuridad y yo cerré la puerta.
—¿Oíste el ruido del motor al arrancar?
—No, que yo recuerde. Y los perros no ladraron una sola vez.
—¿No ha vuelto por aquí?
—Yo no lo he visto.
—¿Y nadie más ha preguntado por mí?
—Nadie.
Louise comprendió que no lograría averiguar nada más. Le dio las gracias a Mitsos, que se despidió y se marchó. Tan pronto como oyó cerrarse la puerta de Mitsos, ella hizo lo propio con la suya y se marchó de allí: no dormiría en la casa. Por la carretera que conducía a Atenas había un hotel, el Nemea, donde se había alojado en una ocasión, mientras reparaban una fuga de agua en la casa. Era prácticamente el único huésped del hotel y le dieron una habitación doble con vistas a unos extensos olivares. Se sentó en el balcón, sintió unas leves ráfagas de viento otoñal y fue a buscar una manta. A lo lejos se oían las notas de una melodía y risas.
Pensó en lo que le había contado Mitsos. Era imposible saber quién sería el hombre que había estado buscándola. Pero aquellos que le seguían la pista estaban más cerca de lo que ella se figuraba. No había conseguido librarse de ellos.
Creen que yo sé algo o que no me rendiré hasta que no encuentre lo que busco. El único modo de que me dejen en paz es cesar en mi búsqueda. Pensaba que los había dejado atrás cuando me marché de África. Pero estaba equivocada.
En la oscuridad que envolvía el balcón, decidió que no permanecería en Grecia. Tenía dos opciones: volver a Barcelona o regresar a Suecia. Tampoco aquella decisión fue difícil de adoptar: en aquellos momentos, necesitaba a Artur.
Al día siguiente, volvió a la casa e hizo la maleta. Le dejó a Mitsos las llaves en el buzón, junto con una nota en la que le decía que esperaba volver para llevarse la mecedora que le había regalado Leandros. Además, echó al buzón un sobre con dinero y le pidió que comprase para Leandros flores o cigarrillos y que le desease lo mejor de su parte.
Después, volvió a Atenas. Estaba nublado y el tráfico era intenso, impaciente. Conducía a una velocidad excesiva, pese a que no tenía la menor prisa. El tiempo existía fuera de ella, al margen de su control. En el torbellino que se había apoderado de su persona imperaba la intemporalidad.
Por la noche consiguió un vuelo a Copenhague con la compañía SAS; luego continuaría en tren hasta Estocolmo. Llegó a medianoche y se alojó en un hotel del aeropuerto, aún con el dinero de Aron. Llamó a Artur desde la habitación, tras haber comprobado los vuelos del día siguiente, y le pidió que fuese a buscarla a Östersund. Llegaría por la noche, puesto que antes quería pasarse por el apartamento de Henrik. Notó que su padre sentía un gran alivio al saber que había vuelto.
—¿Cómo estás?
—Demasiado cansada para hablar de ello ahora.
—Aquí está nevando —le comentó él—. Una nieve escasa y despaciosa. Estamos a cuatro grados bajo cero y ni siquiera se te ha ocurrido preguntarme cómo ha ido la caza del alce.
—Lo siento. ¿Qué tal fue?
—Ha sido una temporada buena, aunque demasiado breve.
—¿Cazaste alguno?
—Pues no. Ningún alce se presentó en mis turnos, pero no nos llevó más de dos días conseguir nuestra cuota. Te recogeré; en cuanto sepas cuándo llega tu vuelo, avísame.
Aquella noche durmió, por primera vez en mucho tiempo, sin despertarse constantemente alarmada por pesadillas. Dejó el equipaje en consigna y tomó un tren a Estocolmo. Una fría lluvia bañaba la ciudad y el viento soplaba gélido y racheado del Báltico. Echó a andar encogida de frío en dirección al barrio de Slussen. El tiempo era tan inclemente que cambió de opinión y paró un taxi. Sentada en el asiento trasero, volvió a ver ante sí, de repente, el rostro de Umbi.
Todo sigue igual. Louise Cantor continúa rodeada de sombras.
Hizo acopio de todas sus fuerzas antes de entrar en el portal de la calle Tavastgatan y abrir la puerta del apartamento de Henrik.
En el suelo, al otro lado de la puerta, había varios folletos publicitarios y diarios locales que llevó a la cocina. Se sentó a la mesa y aplicó el oído. Desde un lugar que no pudo determinar le llegaron las notas de una melodía. Recordó vagamente que ya había oído la misma música en una ocasión anterior en el apartamento de su hijo.
Y rememoró el instante en que encontró a Henrik muerto.
Siempre dormía desnudo. Pero aquel día llevaba pijama.
De repente, comprendió que existía una explicación al hecho de que llevase pijama, una explicación que ella había pasado por alto, pues se negaba a creer que se hubiese quitado la vida. Pero ¿y si había sido así? Él sabía que, cuando lo encontrasen, ya habría muerto. Y no quería estar desnudo; por eso se había puesto un pijama bien planchado.
Entró en el dormitorio y contempló la cama. ¿Y si Göran Vrede y el forense tenían razón? Henrik se había suicidado. No pudo soportar la idea de su enfermedad y, además, tal vez la experiencia de un mundo cruel e injusto le resultase una carga demasiado pesada. Aron había desaparecido porque era el mismo de siempre, un hombre incapaz de asumir responsabilidades. El asesinato de Umbi le resultaba, desde luego, inexplicable, pero no era un hecho que, necesariamente, debiese guardar relación ni con Henrik ni con Aron.
«He buscado refugio en una pesadilla», se dijo, «en lugar de admitir lo sucedido».
Pese a todo, no lograba convencerse. Había demasiados datos que apuntaban en direcciones contrarias. La brújula se había disparado. Ni siquiera sabía qué había sido de las sábanas que había en la cama de Henrik. ¿Y si, simplemente, se las habían llevado con el cadáver? Siempre había algún escollo en las ánforas que componía con piezas extraídas de la tierra griega. La realidad no siempre revelaba todos sus secretos. Cuando dejó el apartamento, aún estaba hecha un mar de dudas.
Bajó hasta Slussen y tomó un taxi que la llevó al aeropuerto de Arlanda. El paisaje a través del cual la llevaba el vehículo era gris y brumoso. Estaban a finales del otoño; el invierno no tardaría en llegar. En la terminal de salidas nacionales sacó un billete para el vuelo de las 16.10 horas, con destino a Östersund. Artur respondió desde el bosque y le aseguró que iría a buscarla.
Faltaban aún tres horas para que el avión despegase. Sentada a la mesa de una cafetería desde donde se veían los aviones que iban acercándose a la terminal, marcó el número de Nazrin, pero la joven no atendió la llamada. Louise le dejó un mensaje en el que le pedía que la llamase a Härjedalen.
En aquellos momentos, esa era su mayor preocupación. Tenía que hablar con Nazrin acerca de la enfermedad de Henrik. Tenía que saber si se la había contagiado a Nazrin, su hermana Felicia.
Louise contempló el bosque que se extendía más allá del aeropuerto. ¿Cómo podría sobrellevarlo, si resultaba cierto?
Henrik también podía haberle transmitido la enfermedad a Nazrin, su hermana inexistente.
Durante las horas de espera, intentó pensar en lo que haría con su futuro.
Sólo tengo cincuenta y cuatro años. ¿Seguiré sintiendo alegría y excitación ante lo que me espera oculto bajo la tierra o eso pertenece ya al pasado? ¿Existe, en realidad, algún futuro posible?
Aún no había llegado hasta el fondo de la muerte de Henrik.
Lo que me mata es no saber. Tengo que conseguir que las piezas encajen y me cuenten su historia. Es posible que la única investigación arqueológica que me quede por hacer sea la que llevo dentro de mí.
Marcó el número del móvil de Aron. «El número marcado no se encuentra disponible en este momento».
Los aviones despegaban hacia un cielo gris o, más bien, alzaban el vuelo como aves relucientes bajo las nubes. Anduvo despacio hacia la consigna para recuperar su equipaje, lo facturó y se sentó en un sofá de color azul dispuesta a esperar. El avión no iba lleno y despegó a la hora prevista.
Cuando empezó a caminar hacia la terminal del aeropuerto de Östersund estaba oscuro, no soplaba el viento y la nieve caía sobre la tierra en leves copos.
Artur la esperaba junto a la cinta transportadora del equipaje. Se había afeitado y arreglado para recibirla.
Tan pronto como subieron al coche, ella se echó a llorar. Artur le acarició la mejilla y puso rumbo hacia el puente que cruzaba el lago de Storsjön en dirección a la carretera que conducía al sur, hacia Sveg. En las inmediaciones de Svenstavik, Louise empezó a referirle su viaje a África.
—Es para probar —aclaró Louise—. Creo que tengo que ir probando para elaborar el relato tal y como fue. Tengo que buscar las palabras adecuadas.
—Tómate tu tiempo.
—Tengo la sensación de que es urgente.
—Tu vida ha sido una pura urgencia, siempre deprisa. Y nunca he comprendido por qué. De todos modos, uno nunca tiene tiempo de hacer más que una mínima parte de lo que desearía. Las vidas largas también resultan cortas. La gente de noventa puede soñar con la misma impaciencia que un adolescente.
—Sigo sin saber nada de Aron. Ni siquiera sé si está vivo.
—Tienes que denunciar su desaparición. Yo no he querido hacerlo sin hablar antes contigo. Pero he estado investigando por si había vuelto a Apollo Bay. Y no es así.
Avanzaban atravesando la oscuridad. Las luces de los faros alcanzaban el bosque, muy espeso a ambos lados de la carretera. Aún caían algunos copos de nieve. En algún punto entre Ytterhogdal y Sveg, Louise se durmió con la cabeza apoyada sobre el único hombro que le quedaba.
Al día siguiente se dirigió a la comisaría de policía del ayuntamiento y presentó una denuncia formal de la desaparición de Aron. Conocía de su niñez al agente que tomó nota, que era unos años mayor que ella. Recordó que tenía una moto y que ella estuvo perdidamente enamorada de él, o tal vez de la moto. El hombre le dio el pésame sin hacer preguntas.
Después fue al cementerio. Una fina capa de nieve cubría la tumba. Aún faltaba la lápida, pero Artur le había dicho que se la había encargado a un marmolista de Östersund.
Cuando llegó al cementerio, creyó que no podría soportar lo que la aguardaba, pero cuando se vio junto a la tumba, se sentía serena, casi impasible.
Henrik no está ahí. Está en mi interior, no bajo la tierra ni bajo la fina capa de nieve. Su viaje fue largo, pese a haber muerto tan joven. En eso sí que nos parecíamos el y yo: los dos nos tomamos la vida muy en serio.
Una mujer pasó por uno de los senderos que formaban las hileras de las tumbas. Saludó a Louise, pero no se detuvo. Louise la reconoció, aunque no era capaz de ponerle nombre a su rostro.
Empezó a nevar y, ya estaba a punto de marcharse del cementerio, cuando el móvil empezó a sonar en su bolsillo. Era Nazrin. Al principio, le costó entender lo que decía la joven, que la llamaba desde un lugar muy ruidoso.
—¿Puedes oírme? —gritó Nazrin.
—Mal. ¿Dónde estás?
—Los tiempos cambian. Antes siempre se preguntaba «¿cómo estás?». Hoy hemos de emprender, antes que nada, una exploración geográfica y preguntamos «¿dónde estás?», antes de interesarnos por la salud.
—Apenas si puedo oírte.
—Es que estoy en la Estación Central. Los trenes van y vienen y la gente corre de un lado a otro.
—¿Te vas de viaje?
—No, acabo de llegar de Katrineholm, de todos los lugares del mundo. Y tú, ¿dónde estás?
—Ante la tumba de Henrik.
La voz de Nazrin se perdió un instante, pero volvió a oírse enseguida.
—¿He oído bien? ¿Quieres decir que estás en el norte?
—Sí, junto a la tumba. Está nevando y está completamente blanca.
—Me gustaría estar ahí ahora mismo. Espera, voy a entrar en la oficina de venta de billetes, ahí hay menos alboroto.
Louise oyó que el ruido disminuía hasta dar paso a voces aisladas que iban y venían.
—¿Me oyes mejor ahora?
Sentía la voz de Nazrin muy próxima, como si pudiese percibir su aliento en la oreja.
—Sí, ahora te oigo perfectamente.
—Te marchaste sin más. Me preguntaba adónde…
—He hecho un largo viaje que ha resultado impresionante, aterrador. Necesito verte. ¿Puedes venir al norte?
—¿Por qué no nos vemos hacia la mitad del camino? Mi hermano me ha prestado su coche mientras está en el extranjero. A mí me gusta conducir.
Louise recordó que ella y Artur se habían detenido en Järvsö en el transcurso de un viaje a Estocolmo. ¿Sería aquello la mitad del camino? Sin estar segura, le propuso que se encontrasen allí.
—No sé dónde está Järvsö, pero ya lo encontraré. Estaré allí mañana. Podemos vemos en la iglesia a eso de las dos, ¿te parece bien?
—¿Y por qué precisamente en la iglesia?
—¿No crees que habrá una iglesia en Järvsö? ¿Se te ocurre otro sitio mejor? Todo el mundo sabe dónde está la iglesia, así que será fácil de encontrar.
Concluida la conversación, Louise entró en la iglesia de Sveg. Recordaba haber estado allí de niña, ella sola, para ver el gran retablo del altar, mientras se imaginaba a los soldados romanos saliendo del lienzo para capturarla. Ella lo llamaba juegos de miedo; y en la iglesia se dedicaba a jugar con su propio miedo.
Al día siguiente, Louise partió muy temprano. Había dejado de nevar, pero las carreteras podían estar heladas y resbaladizas, de modo que no quiso arriesgarse a salir con el tiempo justo. Artur la vio marcharse desde el jardín, con el torso desnudo, pese a que estaban a varios grados bajo cero.
A la hora acordada, se encontraron en la iglesia, que se hallaba en una isla del lago Ljusnan. Nazrin apareció en un lujoso Mercedes. La capa de nubes había desaparecido y lucía el sol: el precipitado invierno había dado un paso atrás y volvía a ser otoño.
Louise le preguntó si tenía prisa por volver.
—Puedo quedarme hasta mañana.
—Hay un célebre hotel antiguo llamado Järvsöbaden. No creo que sea temporada alta, desde luego.
Les dieron sendas habitaciones en uno de los anexos. Louise le preguntó a Nazrin si quería dar un paseo, pero ella negó con un gesto. Aún no. Lo que quería era sentarse a hablar. Y eso hicieron, en uno de los salones del hotel. Un viejo reloj de pared dejaba oír su tictac desde un rincón. Nazrin se toqueteaba ausente un granito que tenía en la mejilla. Louise resolvió ir directa al grano.
—Esto no me resulta fácil, pero no me queda otro remedio. Henrik tenía el virus del sida. Desde que me enteré, me he atormentado pensando en ti.
Louise había estado cavilando sobre cómo recibiría Nazrin la noticia. ¿Cómo habría reaccionado ella misma? Pero lo que no se esperaba, desde luego, era la reacción que de hecho tuvo.
—Lo sé.
—¿Te lo dijo él mismo?
—No, nunca me dijo nada. No lo he sabido hasta después de su muerte. —Nazrin abrió el bolso y sacó una carta—. Léela.
—¿Qué es?
—Tú léela.
Era una carta de Henrik. Muy breve. En ella le contaba cómo había descubierto que era VIH positivo y que esperaba no haberle transmitido la enfermedad.
—Me llegó hace unas semanas. Desde Barcelona. Alguien debió de echarla al correo cuando Henrik murió. Lo más seguro es que él mismo lo hubiese dispuesto así. Siempre andaba hablando de lo que pasaría «si ocurría algo». A mí me parecía un tanto dramático. Pero ahora lo entiendo, cuando ya es demasiado tarde.
Blanca debía de tener la carta cuando Louise y Aron estuvieron allí. Él le había dado instrucciones a la joven: «Envíala sólo si muero».
—En realidad, nunca tuve ningún temor. Siempre tomábamos precauciones. Y me he hecho análisis, pero nada.
—¿Tienes idea de lo preocupada que yo estaba por esta conversación?
—Yo sé que Henrik jamás me habría puesto en peligro.
—De todos modos, ¿y si él no hubiera sabido que tenía el virus?
—Ya, pero lo sabía.
—Y aun así, no te dijo nada.
—Quizá tuviese miedo de que yo lo dejara. Y tal vez lo hubiese hecho. Es una pregunta a la que no puedo contestar.
En ese momento, entró una mujer que les preguntó si querían cenar. Las dos asintieron y le dieron las gracias. De repente, Nazrin sintió deseos de salir y las dos fueron a dar un paseo por la orilla del río. Louise le refirió su largo viaje a África y todo lo que le había sucedido allí. Nazrin no le hizo muchas preguntas. Treparon por la loma de una colina para contemplar el panorama.
—Aún no puedo creérmelo —aseguró la joven—. El que a Henrik lo hayan asesinado porque sabía algo. Ni que Aron haya desaparecido por la misma razón.
—No te pido que me creas. Lo único que te pido es que me digas si esa posibilidad te trae a la memoria algún recuerdo. Algo que Henrik dijera o hiciera. Algún nombre que te resulte familiar, que hayas oído en alguna ocasión anterior.
—Nada.
Continuaron conversando hasta bien entrada la noche. Cuando Louise se marchó al día siguiente, Nazrin aún dormía. Le dejó un mensaje, pagó la habitación de ambas y puso rumbo al norte a través de los bosques.
Durante las siguientes semanas se vio rodeada de la calma y la espera propias del final del otoño y de los primeros días de invierno. Algunas mañanas se quedaba durmiendo hasta tarde y terminó de redactar el informe que debía remitir a la universidad sobre las excavaciones de la temporada. Habló con sus amigos y colegas. Todos se mostraron comprensivos y le aseguraron que su vuelta sería bien recibida cuando se hubiese recuperado. Pero ella sabía que el dolor no pasaría, sino que seguiría creciendo en su interior.
De vez en cuando, visitaba al solitario policía en su destartalada oficina. Pero el hombre nunca tenía noticias sobre Aron. No habían podido dar con su rastro, pese a que habían dado la orden de búsqueda por todo el mundo. Había desaparecido, como tantas otras veces, sin dejar el menor rastro.
Durante aquellos meses, Louise pensó mucho en su futuro, que aún no existía. Ella seguía en pie, pero se notaba a punto de derrumbarse en cualquier momento. El futuro estaba en blanco, como una superficie vacía. Daba largos paseos por el viejo puente del ferrocarril y regresaba cruzando el puente nuevo. Había días en que se levantaba temprano, se echaba a la espalda una de las viejas mochilas de Artur y se perdía en el bosque para no regresar hasta el anochecer.
En ese tiempo se esforzó por reconciliarse con la circunstancia probable de no llegar a saber nunca por qué había muerto Henrik. Aún se empleaba a fondo para cambiar las piezas de lugar y buscar una conexión, pero cada vez con menos esperanzas. Y Artur siempre estaba allí, dispuesto a escuchar, dispuesto a ayudarle.
De vez en cuando, mantenían largas conversaciones nocturnas. La mayoría de las veces acerca de sucesos cotidianos, sobre el tiempo o sobre recuerdos de su niñez. En alguna rara ocasión, ella intentaba probar con él diversas hipótesis. ¿Pudo haber sucedido de aquel modo? Él la escuchaba, pero ella misma comprendía que no hacía más que adentrarse en callejones sin salida.
Una tarde, a primeros de diciembre, sonó el teléfono. El hombre que preguntaba por ella se llamaba Jan Lagergren. Louise llevaba muchos años sin oír su voz. Habían estudiado juntos en Upsala, pero con planes de futuro muy distintos. Durante un tiempo, hubo entre ellos un interés mutuo que, no obstante, no llegó a nada concreto. Louise sólo sabía de él que todas sus ambiciones se orientaban por completo a conseguir un cargo estatal que le permitiese un traslado al extranjero.
Louise pensó que, curiosamente, la voz no le había cambiado después de todos aquellos años.
—Verás, ha ocurrido algo inesperado. Recibí una carta de una de mis muchas tías que vive en Härjedalen. Entre otras cosas, me contó que te había visto un día en el cementerio de Sveg. No tengo ni idea de cómo sabe ella que te conozco. Y me dijo que habías perdido a tu hijo. Sólo llamaba para darte el pésame.
—Es extraño oírte después de tanto tiempo. La voz no te ha cambiado. Es igual que siempre.
—Pues te aseguro que todo ha cambiado. Me queda la voz y unos mechones de pelo. Por lo demás, nada es como era.
—Gracias por llamar. ¿Sabes?, Henrik era mi único hijo.
—¿Fue un accidente?
—Los forenses dicen que fue un suicidio. Y yo me niego a creerlo, aunque quizás me engañe a mí misma.
—No sé qué decir.
—Ya has hecho lo que podías hacer: llamarme. Pero, si tienes tiempo, espera un momento; llevamos veinticinco años sin hablar. ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Llegaste a trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores?
—Casi. Ha habido periodos en los que he disfrutado de pasaporte diplomático. Y he sido enviado al extranjero, pero como funcionario de SIDA.[6]
—Pues yo acabo de llegar de África. Concretamente, de Mozambique.
—Jamás he puesto un pie allí. Estuve un tiempo en Addis Abeba y después en Nairobi. En el primer caso como administrador de las subvenciones agrícolas y en el segundo como jefe de todas las ayudas al desarrollo en Kenya. Ahora soy jefe de sección y trabajo en Estocolmo, en las oficinas de la calle Sveavägen. Y tú, ¿trabajas como arqueóloga?
—Así es, en Grecia. Oye, ¿tú has estado alguna vez en contacto, a través de SIDA, con un hombre llamado Lars Håkansson?
—Me lo he topado alguna que otra vez y hemos intercambiado unas palabras. Pero nuestros caminos jamás se han cruzado. ¿Por qué me lo preguntas?
—Trabaja en Maputo, para el Ministerio de Sanidad.
—Imagino que será una buena persona.
—Si quieres que te diga la verdad, a mí me pareció de lo más desagradable.
—En ese caso, ha sido una suerte que no te haya dicho que era un buen amigo.
—¿Puedo hacerte una pregunta? Me gustaría saber qué se dice de él, qué imagen tienen de él los demás. Necesito saberlo, porque él conocía a mi hijo. En realidad, me avergüenzo de pedirte este favor…
—Veré qué puedo averiguar sin mencionar, eso sí, a instancias de quién hago mis indagaciones.
—Y dime, por lo demás, ¿resultó tu vida como tú esperabas?
—En absoluto. Pero ¿acaso le ocurre eso a alguien? En fin, te llamaré cuando tenga algo que contarte.
Dos días más tarde, mientras Louise hojeaba uno de sus viejos manuales de arqueología, sonó el teléfono.
Cada vez que llamaban, deseaba que fuese Aron. Pero en esta ocasión era, una vez más, Jan Lagergren.
—Tus sospechas parecen justificadas. Pregunté a algunas personas capaces de distinguir entre la verdad y lo que no son más que habladurías malévolas y envidia. No puede decirse que Lars Håkansson tenga muchos amigos. Se le considera altivo y arrogante. Nadie duda de que sea bueno y cumplidor en su trabajo, pero no parece que tenga las manos limpias.
—¿Qué ha hecho?
—Según los rumores, ha utilizado la inmunidad diplomática para traficar e introducir en Suecia pieles de animales salvajes y de serpientes de especies protegidas por estar en vías de extinción. Para las personas sin escrúpulos, ese negocio genera beneficios considerables. Y tampoco resulta demasiado difícil. La piel de una pitón no pesa mucho. Según otras fuentes, en el currículum del señor Håkansson hay un asunto de compraventa ilegal de coches. Pero lo más importante es sin duda que posee una mansión en Sörmland que, con su sueldo, no podría permitirse. Se llama Herrhögs Herrgård[7], lo que probablemente sea todo un acierto. Por lo que he oído, definiría a Lars Håkansson como un hombre competente pero frío y calculador que mira por sí mismo en todas y cada una de las situaciones imaginables. Aunque no creo que sea el único en el mundo con esas características…
—¿Pudiste averiguar algo más?
—¿No crees que es suficiente? Parece indiscutible que Lars Håkansson es un pez malintencionado que nada en aguas bastante turbias. Pero es todo un artista. Nadie ha logrado desenmascararlo y hacerlo caer de la cuerda sobre la que hace equilibrio.
—¿Has oído hablar de alguien llamado Christian Holloway?
—¿Trabaja en SIDA?
—No, dirige una serie de aldeas para cuidar a los enfermos de sida.
—Vaya, eso suena muy encomiable. No recuerdo haber oído su nombre, la verdad.
—¿No surgió en ningún momento en relación con el de Lars Håkansson? Creo que, de algún modo, él trabajaba para ese hombre.
—Lo almacenaré en mi cerebro. Te prometo que te llamaré si consigo alguna información. Te voy a dejar mi número de teléfono. Ardo en deseos de saber el porqué de tu interés por Lars Håkansson.
Ella anotó el número en la portada del viejo manual.
Acababa de extraer del fondo de la reseca tierra africana otra pieza de cerámica. Lars Håkansson, un ser frío y calculador dispuesto a prácticamente cualquier cosa. Dejó la pieza entre las demás y sintió la infinita pesadez de su cansancio.
Cada día oscurecía más temprano, tanto fuera como dentro de ella.
Sin embargo, a veces le volvían las fuerzas y lograba superar su abatimiento. Entonces solía sacar todas las piezas de su rompecabezas y ponerlas sobre la mesa con el fin de intentar, una vez más, interpretar los signos que podían convertirlas en la hermosa ánfora que fueron un día. Artur caminaba con paso mudo por la casa, con la pipa entre los dientes y, de vez en cuando, le servía una taza de café. Ella empezó a clasificar las piezas en dos ámbitos, uno periférico y otro central. África estaba en el centro del ánfora.
Había además un centro geográfico, que no era otro que la ciudad denominada Xai-Xai. Encontró en Internet datos sobre las grandes inundaciones que habían arrasado la ciudad hacía unos años. Las imágenes de una niña habían dado la vuelta al mundo. Se había hecho famosa porque había nacido en la copa de un árbol al que su madre había trepado para evitar ser arrastrada por la crecida.
Pero sus piezas no respiraban nueva vida. Eran oscuras y hablaban de muerte, del sida, del doctor Levansky y sus experimentos en el Congo Belga. Se le erizaba la piel cada vez que pensaba en los gritos de los monos mientras los seccionaban vivos.
Era una especie de gélida tenaza que siempre tenía cerca. ¿Le habría ocurrido lo mismo a Henrik? ¿Habría sentido el frío también él? ¿Se habría quitado la vida cuando la certeza de que a las personas les hacían lo mismo empezó a resultarle demasiado insoportable?
Empezó desde el principio, esparciendo las piezas sobre la mesa e intentando comprender lo que tenía ante sí.
A su alrededor, el otoño emprendía la retirada para dar paso al invierno.
El jueves 16 de diciembre hacía un día claro y muy frío. Louise se despertó temprano, pues Artur se había puesto a quitar la nieve del acceso al garaje con la pala. Entonces sonó el teléfono. Cuando contestó, no supo al principio con quién hablaba. Había un molesto carraspeo en el auricular y era evidente que la voz venía de muy lejos. ¿Sería Aron, que la llamaba desde Australia sentado entre sus papagayos rojos?
Al cabo de un instante, reconoció la voz de Lucinda, débil y tensa.
—Estoy enferma. Me estoy muriendo.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Ven aquí.
La voz de Lucinda volvió a alejarse. Louise sintió que la perdía.
—Creo que ya sé lo que es. Todo lo que Henrik descubrió. Ven antes de que sea demasiado tarde.
La comunicación se interrumpió y Louise quedó sentada sobre la cama. Artur seguía quitando nieve. Ella permaneció totalmente inmóvil.
El sábado 18 de diciembre, Artur la llevó a Estocolmo, al aeropuerto de Arlanda. La mañana del 19, bajaba del avión en Maputo.
El calor la golpeó como un puño incandescente.