13
Lucinda se quitó el delantal, habló apresuradamente con el hombre que había detrás de la barra y que parecía ser el jefe, y se llevó a Louise a un bar pobremente iluminado y algo apartado donde unas jóvenes se alineaban sentadas a lo largo de las paredes. Se sentaron a una mesa y Lucinda pidió cerveza para las dos sin preguntarle. Reinaba en el local el más absoluto silencio. No había ni radio ni tocadiscos, y las mujeres, muy maquilladas, no conversaban entre sí, sino que fumaban taciturnas, se miraban los rostros mortecinos en pequeños espejos de bolso o balanceaban las piernas. Louise observó que algunas eran muy jóvenes, de trece o quizá catorce años, no más. Sus faldas eran tan cortas que apenas si cubrían lo imprescindible, los tacones de los zapatos eran altos y finos y llevaban los pechos prácticamente desnudos. «Van maquilladas como cadáveres», reflexionó Louise, «cadáveres que van a ser enterrados, o por qué no, momificados. Pero a las prostitutas nunca se las ha conservado para la posteridad. Simplemente, se pudren detrás de la capa de maquillaje».
Les sirvieron en la mesa dos botellas, sendos vasos y unas servilletas. Lucinda se inclinó hacia Louise. Tenía los ojos enrojecidos.
—Dígamelo otra vez. Despacio. Cuénteme lo que ha ocurrido.
Louise no percibió en ella ningún fingimiento. Su rostro, que brillaba por el sudor, era franco, transparente. No fingía su horror ante lo que acababa de escuchar.
—Encontré a Henrik muerto en su apartamento de Estocolmo. ¿Fuiste a verlo allí alguna vez?
—No, nunca he estado en Suecia.
—Yacía muerto en su cama. Había ingerido una gran cantidad de somníferos. Esa fue la causa de su muerte. Pero ¿por qué se quitó la vida?
Una de las jóvenes se acercó hasta la mesa de las dos mujeres para pedir fuego. Lucinda le encendió el cigarrillo. Cuando la llama surgió del mechero, Louise vio claramente el marchito rostro de la muchacha que se les había acercado.
Esas manchas oscuras en las mejillas, apenas encubiertas con el maquillaje. He leído acerca de las alteraciones en la piel producidas por el sida. Las pápulas y las heridas de la muerte, tan difíciles de curar.
Lucinda seguía sentada, inmóvil.
—No lo entiendo.
—Nadie lo entiende. Pero tal vez tú puedas ayudarme. ¿Qué pudo haber ocurrido? ¿Guarda alguna relación con África? Sé que estuvo aquí a principios del verano. ¿Qué pasó entonces?
—Nada que lo hiciese desear morir.
—Tengo que saber lo que sucedió. ¿Quién lo esperaba cuando llegó? ¿A qué personas frecuentó? ¿Con quién estaba cuando se marchó?
—Henrik era siempre el mismo.
«Tengo que darle tiempo», advirtió Louise para sí. «Está impresionada por lo que le he contado. Al menos, ahora sé que Henrik significaba algo para ella».
—Él era mi único hijo. Sólo lo tenía a él. A nadie más.
Louise detectó un destello fugaz en los ojos de Lucinda, una duda, tal vez preocupación.
—¿No tenía hermanos?
—No, era hijo único.
—Me dijo que tenía una hermana y que él era el menor.
—No es cierto. Yo soy su madre. Y lo sé.
—¿Y cómo sé yo que lo que dices es verdad?
Louise se puso fuera de sí.
—Yo soy su madre y estoy destrozada por el dolor. Para mí es un ultraje que pongas en duda si soy o no su madre.
—Lo siento, no era mi intención herirte. Pero Henrik hablaba sin cesar de su hermana.
—No tenía ninguna hermana. Aunque quizá deseara haberla tenido.
Las muchachas alineadas contra la pared fueron desapareciendo del bar una a una, y ellas no tardaron en quedarse solas en la semipenumbra del silencioso local, con la sola compañía del camarero que, tras la barra, estaba absorto en la tarea de limarse la uña del pulgar.
—¡Son tan jóvenes! Me refiero a las chicas que había aquí sentadas.
—Las jóvenes son las más buscadas. Los sudafricanos que vienen aquí adoran a las pequeñas de doce y trece años.
—¿No contraen enfermedades?
—¿Quieres decir el sida? La chica a la que le encendí el cigarrillo lo tiene. Las demás no. A diferencia de la mayoría de las de su edad, estas sí saben de qué va la cosa. Y son precavidas. No son ellas las principales víctimas mortales del virus ni tampoco las que transmiten la enfermedad.
«En cambio tú sí», se dijo Louise. «Tú se lo contagiaste, abriste la puerta y permitiste que la muerte empezase a circular por su flujo sanguíneo».
—Estas chicas odian lo que hacen y sus clientes son exclusivamente hombres blancos. Así pueden decirles a sus novios que no les han sido infieles. Sólo se han acostado con hombres blancos. Y ésos no cuentan.
—¿Es eso cierto?
—Pues claro que lo es.
Louise sentía deseos de lanzar la pregunta sin más, de espetársela a la cara. «¿Le contagiaste tú el virus? ¿No sabías que estabas enferma? ¿Cómo pudiste hacer algo así?»
Pero guardó silencio.
—Verás, tengo que saber lo que pasó.
—¿Cuándo estuvo aquí? No pasó nada. Dime, ¿estaba solo cuando murió?
—Sí, estaba solo.
«La verdad es que no lo sé», recapacitó Louise. «Claro que pudo haber alguien con él».
De repente, creyó dar con una explicación a lo del pijama. Henrik no había muerto en la cama. Fue cuando perdió la conciencia o cuando ya no podía oponer resistencia, cuando lo llevaron a la cama, lo desnudaron y le pusieron el pijama. Quienes estuvieron en el apartamento desconocían su costumbre de dormir desnudo.
De súbito, Lucinda empezó a llorar; le temblaba todo el cuerpo. El hombre de la barra, concentrado en estudiarse la uña, miró a Louise inquisitivo. Ella le hizo un gesto en señal de que no pasaba nada.
Louise le tomó la mano. Estaba caliente y sudorosa. Se la agarró con fuerza hasta que Lucinda recobró la calma y se enjugó las lágrimas con una servilleta.
—¿Cómo diste conmigo?
—Henrik dejó una carta en Barcelona. Y en ella hablaba de ti.
—¿Qué decía?
—Que, si algo le ocurría, tú debías saber.
—Saber, ¿qué?
—No tengo la menor idea.
—¿Y has venido hasta aquí sólo para hablar conmigo?
—Tengo que averiguar lo que ocurrió. ¿Conocía aquí a alguien más, aparte de ti?
—Henrik conocía a mucha gente.
—Eso no es lo mismo que tener muchos amigos.
—Me tenía a mí. Y a Eusebio.
—¿Quién?
—Él lo llamaba así, Eusebio. Un miembro de la embajada sueca que solía jugar con él al fútbol en la playa los domingos. Una persona bastante torpe que no parece en absoluto un jugador de fútbol. Henrik se alojaba a veces en su casa.
—Yo creía que erais pareja.
—Sí, pero yo vivo con mis padres y mis hermanos, así que él no podía quedarse allí a dormir. A veces, cuando alguien de la embajada se iba de viaje, le dejaban un apartamento. Eusebio le ayudaba con eso.
—¿Sabes cuál es el verdadero nombre de Eusebio?
—Lars Håkansson, aunque no sé si lo pronuncio bien.
—¿Y tú vivías en su casa con Henrik?
—Yo amaba a Henrik. Y soñaba con casarme con él. Pero nunca viví con él en casa de Eusebio.
—¿Hablasteis alguna vez de casaros?
—Jamás. Sólo era un sueño mío.
—¿Cómo os conocisteis?
—Como suele ocurrir, por casualidad. Uno va por la calle, dobla la esquina y… En la vida, todo se reduce a eso, a lo desconocido que nos espera a la vuelta de una esquina.
—Ya. ¿Y en qué esquina os conocisteis vosotros?
Lucinda movió la cabeza y Louise notó que estaba nerviosa.
—Tengo que volver al bar. Podemos hablar mañana. ¿Dónde te alojas?
—En el hotel Polana.
Lucinda exhibió un elocuente mohín.
—Henrik jamás habría podido alojarse allí. No tenía dinero.
«Eso era precisamente lo que tenía, dinero», se dijo Louise para sus adentros. «Tampoco a Lucinda se lo contaba todo…»
—Sí, es caro —admitió Louise—. Pero este viaje no estaba planeado, como comprenderás. Tengo que cambiar de hotel.
—¿Cuánto tiempo hace que murió?
—Unas semanas.
—Tengo que saber el día.
—El 17 de septiembre.
Lucinda se puso de pie.
—Espera —la retuvo Louise—, hay algo que todavía no te he dicho.
Lucinda volvió a sentarse. El hombre de la barra se les acercó y Lucinda quiso pagar la consumición. Louise sacó dinero del bolsillo de su cazadora, pero Lucinda negó con un gesto casi hostil. El hombre volvió a la barra y a su pulgar. Louise se armó de valor para pronunciar aquellas palabras inevitables.
—Henrik estaba enfermo. Tenía el virus del sida.
Lucinda no se alteró. Esperaba a que Louise dijese algo más.
—¿No entiendes lo que te digo?
—Sí, te he oído perfectamente.
—¿Sabes quién se lo contagió?
El rostro de Lucinda perdió toda expresión. Miraba a Louise como desde una gran distancia.
—Antes de poder seguir hablando de cualquier otra cosa, tengo que conocer la respuesta a esa pregunta —insistió Louise.
El rostro de Lucinda seguía inexpresivo; sus ojos estaban acostumbrados a la semipenumbra. La joven parecía muy tranquila. Pero Louise había aprendido de Aron que la ira podía ocultarse bajo cualquier máscara, y que eso también ocurría con las personas de quien uno menos lo espera.
—No era mi intención herirte —se disculpó Louise.
—Nunca vi en Henrik lo que acabo de descubrir en ti. Tú desprecias a las personas negras. Tal vez sea inconsciente, pero ahí está. Tú eres de los que consideran que es nuestra propia debilidad lo que ha convertido este continente en el infierno que es hoy. Igual que la mayoría de los blancos, crees que lo más importante es saber cómo morimos. De cómo vivimos no tenéis por qué preocuparos. Apenas un ligero cambio en la dirección del viento, eso es la desgraciada vida de los africanos. En ti he percibido ese desprecio; en Henrik, jamás.
—No tienes derecho a acusarme de ser racista.
—Tú sabrás si la acusación es o no justificada. Por si te interesa saberlo, no fui yo quien le transmitió el virus a Henrik.
—Entonces, ¿cómo lo contrajo?
—Solía ir de putas. Las niñas a las que acabas de ver bien pueden haber sido algunas de las que estuvieron con él.
—Pero acabas de decirme que ellas no están infectadas, ¿no?
—Con que una sola lo esté, es suficiente. Además, era bastante negligente y no siempre utilizaba preservativos.
—¡Dios santo!
—Olvidaba usarlos cuando se emborrachaba e iba de una mujer a otra. Después, cuando regresaba a mí tras alguna de sus excursiones, siempre lo hacía lleno de arrepentimiento. Pero no tardaba en olvidarlo y volver a las andadas.
—No te creo. Henrik no era así.
—Lo que él era o dejara de ser es algo sobre lo que tú y yo jamás nos pondremos de acuerdo. Yo lo amaba y tú eres su madre.
—Pero ¿él no te contagió a ti?
—No.
—Perdona mi acusación, pero me cuesta creer que Henrik fuera como dices.
—No es el primer hombre blanco que, al llegar a un país africano y pobre, se lanza sobre las mujeres negras. Nada es más importante para un blanco que meterse entre las piernas de una mujer negra. Tanto como lo es para un hombre negro acostarse con una mujer blanca. Si te paseas por esta ciudad, encontrarás mil hombres de color dispuestos a sacrificar su existencia por echársete encima.
—Estás exagerando.
—A veces, la verdad sólo se encuentra en las exageraciones.
—Bueno, ya es tarde. Y estoy cansada.
—Para mí aún es temprano. No podré irme a casa hasta mañana por la mañana. —Se levantó—. Te acompañaré hasta la salida y te conseguiré un taxi. Vuelve al hotel y procura dormir. Podemos vernos mañana.
Lucinda condujo a Louise hasta una de las verjas y le dijo algo al vigilante. Un hombre salió de entre las sombras con las llaves de un coche en la mano.
—Él te llevará.
—¿A qué hora nos vemos mañana?
Lucinda ya se había dado la vuelta y se alejaba. Louise la vio perderse en la oscuridad.
El taxi olía a gasolina. Louise se esforzaba por no imaginarse a Henrik entre las escuálidas jóvenes de minifalda y rostro marchito.
Una vez en el hotel, fue al bar y se tomó dos copas de vino. Allí estaba otra vez la pareja de sudafricanos con la que había compartido autobús desde el aeropuerto.
Sintió que le inspiraban odio.
El aparato de aire acondicionado ronroneaba en la penumbra cuando se acostó y apagó la luz. Lloró hasta quedar dormida, como una niña. En sus sueños retornó desde la tierra quemada de África a las blancas llanuras de Härjedalen, a los grandes bosques, y al silencio, donde la figura de su padre la observaba con una expresión que era una mezcla de sorpresa y orgullo.
Por la mañana, la joven de la recepción informó a Louise de que la embajada sueca se hallaba muy cerca del hotel. Cuando dejase atrás a los vendedores ambulantes y la gasolinera, no tardaría en ver el edificio amarillento de la embajada.
—Ayer, mientras paseaba en sentido contrario, me robaron cuando tomé una de las callejas.
La chica la miró y movió la cabeza con gesto compasivo.
—Sí, por desgracia sucede con demasiada frecuencia. La gente es pobre y aprovecha para robarles a los huéspedes del hotel.
—Pues yo no quiero que vuelvan a robarme.
—No le ocurrirá nada en el corto trayecto hasta la embajada. ¿La hirieron?
—No me golpearon, pero me pusieron un cuchillo en la cara, por debajo del ojo.
—Ya veo la herida. Lo lamento muchísimo.
—Bueno, eso no mejora las cosas.
—¿Qué le quitaron?
—El bolso. Pero casi todo lo había dejado aquí. Se llevaron algo de dinero. Ni el pasaporte, ni el móvil, ni tampoco las tarjetas de crédito. Mi peine, si es que les sirve de algo.
Mientras desayunaba en la terraza, experimentó una breve y desconcertante sensación de bienestar. Como si nada hubiese ocurrido.
Pero Henrik está muerto, Aron desaparecido, he visto sombras en la oscuridad, gente que, por alguna razón, nos vigilaba tanto a Aron como a mí.
De camino a la embajada, no cesó de mirar hacia atrás. Ante la verja pintada de verde se erguía una gran pieza de hierro sueco en bruto a modo de escultura. Un guarda uniformado le abrió la puerta.
En la recepción colgaba, como era habitual, el retrato oficial de los reyes de Suecia. Dos hombres, sentados en un sofá, conversaban en sueco sobre la escasez de agua y las medidas que debían adoptarse en la provincia de Niassa tan pronto como se librasen los medios. Ella recordó fugazmente y con aflicción que había perdido por completo el contacto con su trabajo en la Argólida. ¿Qué se había figurado, en realidad, la noche de su partida, cuando salió a fumarse un cigarrillo mientras los perros de Mitsos ladraban incansables? Poco imaginaba el horror que la aguardaba.
Esa mujer que había estado fumando en la oscuridad había dejado de existir.
Preguntó por Lars Håkansson en la ventanilla de recepción. La mujer que la atendió le preguntó el motivo de su visita.
—Él conocía a mi hijo. Dile simplemente que la madre de Henrik está esperándolo. Seguro que eso basta.
La mujer se enredó pulsando un montón de teclas de extensiones internas hasta dar con el hombre llamado Håkansson.
—Ya viene.
Los dos hombres que habían estado hablando de la escasez de agua ya se habían marchado y ella se sentó a esperar en el sofá de color azul oscuro.
Un hombre de baja estatura y cabello escaso, con el rostro quemado por el sol y enfundado en un elegante traje; apareció por la puerta de cristal. Cuando se le acercó, ella tuvo la impresión de que era un hombre muy reservado.
—¿Así que tú eres la madre de Henrik Cantor?
—Así es.
—Lo siento mucho, pero me veo obligado a pedirte que me enseñes tu documento de identidad. En los tiempos que corren, tenemos que ser precavidos. Lo más probable es que los terroristas no tengan pensado volar por los aires nuestros hogares, pero las directrices de seguridad del Ministerio de Asuntos Exteriores se han reforzado últimamente. Y no puedo dejar que nadie atraviese esa puerta de cristal sin estar seguro de quién es.
Louise recordó que había dejado el pasaporte y el documento de identidad en la caja fuerte de su habitación del hotel.
—No me he traído el pasaporte.
—En ese caso, siento decirte que tendremos que quedarnos aquí, en la recepción.
Así, los dos tomaron asiento allí mismo. Ella volvió a reflexionar sobre la actitud cauta del hombre. Esa manera de recibirla la ofendía.
—Para simplificar las cosas, ¿no podríamos aceptar que de verdad soy quien digo ser?
—Ni que decir tiene que siento mucho que el mundo sea como es.
—Henrik ha muerto.
El hombre no replicó, pese a que ella esperaba alguna reacción.
—¿Qué pasó?
—Lo encontré muerto en su apartamento de Estocolmo.
—¡Vaya! Yo creía que vivía en Barcelona.
«Cuidado», se recomendó Louise. «Él sabe lo que tú no sabías».
—Antes de su muerte, yo ni siquiera sospechaba que tuviese un apartamento en Barcelona. He viajado hasta aquí para intentar averiguar lo sucedido. ¿Tú solías ver a Henrik cuando venía a Maputo?
—Bueno, nos conocíamos. Tuvo que hablarte de mí alguna vez.
—Nunca. Fue una mujer negra llamada Lucinda la que me habló de ti.
—¿Lucinda?
—Sí. Trabaja en el bar Malocura.
Louise sacó la fotografía y se la mostró.
—Sí, la conozco. Pero no se llama Lucinda, sino Julieta.
—Ya, bueno, puede que tenga dos nombres.
Lars Håkansson se puso de pie.
—Bien, estoy a punto de incumplir todas las normas de seguridad. Subiremos a mi despacho. No es que sea mucho más agradable, pero al menos no hace tanto calor.
Las ventanas del despacho daban al océano Índico. Unos pesqueros de velas triangulares se acercaban a la bahía. Él le ofreció un café que ella aceptó agradecida.
Al cabo de un rato, el hombre apareció con dos tazas de café. Las tazas eran blancas, con banderas en azul y amarillo.
—Acabo de caer en la cuenta de que no te he dado el pésame. También para mí es una noticia terrible. Apreciaba mucho a Henrik En más de una ocasión pensé que me habría gustado tener un hijo como él.
—¿Tú no tienes hijos?
—Cuatro hijas de un matrimonio anterior. Un puñado de jovencitas que llegarán a ser muy útiles para el mundo. Pero ningún hijo.
El hombre dejó caer un terrón de azúcar en su taza y removió el café con un bolígrafo.
—Pero, cuéntame, ¿qué pasó?
—La autopsia reveló una gran concentración de somníferos en su cuerpo, lo que, supuestamente, significa que se suicidó.
Él la miró incrédulo.
—¿Y eso puede ser cierto?
—No. Por eso me he propuesto averiguar la verdadera razón. Y creo que lo que ocurrió tiene su punto de partida aquí.
—¿En Maputo?
—No lo sé. En este país, o en este continente. Espero que puedas ayudarme a encontrar la respuesta.
Lars Håkansson dejó la taza y echó un vistazo a su reloj.
—¿Dónde te alojas?
—Por el momento, soy vecina de la embajada.
—El Polana es buen hotel, pero caro. Durante la segunda guerra mundial estaba siempre abarrotado de espías alemanes y japoneses. Hoy en día, está abarrotado de sudafricanos ociosos.
—Sí, bueno, pienso cambiar de hotel.
—Yo vivo solo y tengo bastante espacio. Puedes quedarte en mi casa. Igual que hacía Henrik.
Ella resolvió enseguida aceptar la oferta. El hombre se levantó.
—Tengo una reunión con el embajador y los tramitadores de las subvenciones. Resulta que cierta cantidad de dinero ha desaparecido misteriosamente de una de las cuentas del ministerio. Desde luego, estamos ante un caso de corrupción, ministros manilargos que necesitan dinero para construirles una buena casa a sus hijos. En realidad, en la embajada dedicamos una cantidad de tiempo inimaginable a ese tipo de problemas.
Después la acompañó hasta la recepción.
—La última vez que Henrik estuvo aquí, dejó en mi casa una bolsa de deporte. No sé lo que contiene pero, cuando fui a guardarla en el armario, noté que pesaba bastante.
—Es decir, que no guardó ropa en ella, ¿cierto?
—No, lo más probable es que sean libros y documentos. Puedo llevártela al hotel esta noche. Por desgracia, tengo concertada una cena con un colega francés a la que no puedo faltar. Preferiría estar solo esta noche, la verdad. Estoy profundamente afectado por el hecho de que Henrik haya fallecido. En realidad, creo que aún no me he hecho a la idea.
Se despidieron en el pequeño jardín que se extendía ante el edificio de la embajada.
—Tan pronto como llegué aquí, fui víctima de un robo.
—¿No te hirieron?
—No. Pero, en el fondo, fue culpa mía. Ya sé que una no debe andar por calles desiertas y que hay que procurar estar siempre entre gente.
—Los ladrones más experimentados tienen una capacidad asombrosa para detectar enseguida si una persona acaba de llegar al país. No puede decirse que estas gentes sean exactamente delincuentes. La pobreza es espeluznante. ¿Qué puede hacer uno cuando tiene cinco hijos y ningún trabajo? Si yo hubiera sido uno de esos indigentes, habría elegido a alguien como yo para robarle. En fin, te dejaré la bolsa sobre las siete.
Louise volvió al hotel. En un intento por deshacerse de su indolencia fue a comprarse un bañador, demasiado caro, en una de las boutiques del hotel.
Después se sumergió en la amplia piscina vacía y nadó varios largos hasta que se sintió cansada.
«Me deslizo por las aguas del lago Röstjärn», se animó soñadora. «Allí solía yo nadar con mi padre, cuando era niña. Era imposible ver a través de las negras aguas. Él solía asustarme diciendo que el lago no tenía fondo. Nadábamos en las noches de estío, cuando los mosquitos zumbaban, y yo lo adoraba, porque sus brazadas eran tan potentes…»
Regresó a su habitación y se tumbó desnuda sobre las sábanas. Las ideas iban y venían por su mente.
¿Lucinda y Nazrin? ¿El apartamento de Barcelona y el apartamento de Estocolmo? ¿Por qué había distribuido así sus escenarios? ¿Y por qué llevaba pijama cuando murió?
Finalmente, cayó vencida por el sueño, pero el teléfono la despertó.
—Soy Lars Håkansson. Estoy en la recepción y tengo la bolsa de Henrik.
—¿Ya son las siete? Estaba en la ducha…
—Puedo esperar. He podido venir antes de lo que creía, no son más que las cuatro.
Se vistió a toda prisa y se apresuró escaleras abajo. Håkansson se puso de pie al verla. Llevaba en la mano una bolsa deportiva de color negro con el nombre de Adidas en rojo.
—Vendré a buscarte mañana a las once.
—Espero no ser una molestia…
—En absoluto. De ninguna manera.
De nuevo en la habitación, abrió la bolsa enseguida. Lo primero que vio fueron unos pantalones y una chaqueta fina de color caqui, un tipo de ropa que nunca le había visto a Henrik. Debajo, no obstante, halló fundas de plástico con documentos y algunos archivadores iguales a los que había encontrado en Estocolmo y en Barcelona. Vació el contenido de la bolsa sobre la cama. En el fondo había tierra, que cayó sobre la colcha. Ella la tomó en sus manos y la dejó pasar entre sus dedos. Una vez más, tierra roja.
Se puso a revisar los papeles. Un insecto disecado, una mariposa, cayó de entre unas fotocopias grapadas. Era un artículo en inglés, escrito por el profesor Ronald Witterman, de la Universidad de Oxford. Se titulaba «LA ANTESALA DE LA MUERTE: UN VIAJE POR LOS PAÍSES POBRES DE NUESTRO TIEMPO». El texto rezumaba furia. Nada había allí, en efecto, del sosegado y contenido estilo que caracterizaba a los académicos. Witterman echaba chispas de ira. «Nunca como hoy hemos tenido tantos recursos a nuestra disposición para crear un mundo soportable para más seres humanos. Y en vez de hacer eso, nos dedicamos a ultrajar nuestra conciencia, nuestra capacidad intelectual, nuestros recursos materiales, al permitir que crezca tanta cruel miseria. Hace ya tiempo que vendimos nuestra responsabilidad al poner los recursos en manos de instituciones internacionales como el Banco Mundial, cuyas medidas políticas sólo consiguen que el sufrimiento humano vaya a parar a los altares de arrogantes asesores financieros. Ya hace tiempo que nos hemos deshecho de nuestras conciencias».
«Witterman es un hombre que no pone punto final», constató para sí. «Un hombre cuya rabia atrajo la atención de Henrik».
En los portafolios de plástico halló también algunas páginas arrancadas de un bloc de espiral. Henrik había empezado a traducir al sueco el artículo del profesor Witterman. Louise se percató de que al joven le había costado encontrar los términos equivalentes, ajustarse al ritmo de aquellas largas oraciones. Dejó a un lado el artículo y siguió hojeando. De repente, allí estaba de nuevo el cerebro de Kennedy. Henrik había garabateado sus anotaciones en varias hojas sueltas. Las puso en orden y empezó a leer.
«El 21 de enero de 1967, el fiscal del estado Ramsey Clark hizo una llamada telefónica. Estaba nervioso e inseguro de la reacción que estaba a punto de provocar. Tras marcar el número, habló con un secretario que le pidió que esperase un instante. Una voz irritada acudió al teléfono. El presidente Lyndon Baines Johnson podía ser tanto una persona agradable y jovial como un ser iracundo si las cosas no salían como él esperaba.
»—Buenos días, señor presidente.
»—¿Qué está pasando? Creía que todo estaba ya zanjado después de la autopsia de Jack en la base militar, ¿no?
»—Pedimos a los tres forenses que viniesen a Washington. Y nos hemos visto obligados a traer a Fink de Vietnam.
»—¡Me la trae al fresco Fink! Tengo aquí una delegación de Arkansas dando patadas a mi puerta. Quieren hablar de trigo y de cebada. ¡Joder!, no tengo tiempo para nada de esto.
»—Disculpe, señor presidente. Seré breve. Ayer entraron en los archivos. Entre otros, el doctor Hume, que testificó ante la Comisión Warren sobre una foto del pulmón derecho. Era importante para establecer las causas exactas de la muerte de Kennedy.
»—Sí, todo eso ya lo he leído en el informe de la comisión. Pero a ver, ¿adónde quieres ir a parar?
»—Pues parece que tenemos un problema. La fotografía ha desaparecido.
»—¿Cómo que ha desaparecido?
»—Que no está. Lo más probable es que también se haya perdido otra, la que mostraba el orificio de entrada de la bala que le causó la muerte.
»—¿Cómo coño pueden desaparecer las fotografías de la autopsia de Kennedy?
»—¿Cómo puede desaparecer su cerebro?
»—¿Y qué pasará ahora?
»—Ni que decir tiene que los médicos están preocupados, puesto que antes testificaron bajo juramento que las fotografías existían. Y ahora ya no están. Al menos, una de ellas.
»—¿Crees que los periódicos empezarán a hurgar en todo esto?
»—Con total probabilidad. Lo sacarán a relucir todo de nuevo. Las teorías de la conspiración, de que Oswald no estaba solo, todo lo que hemos intentado mantener bajo llave saldrá de nuevo a la luz.
»—Ya no tengo tiempo para Jack. Está muerto. Y yo intento ser presidente, intento arreglar el asunto de la guerra en Vietnam y de los negros que se echarán a las calles si no nos apresuramos a resolver la cuestión de los derechos civiles. Tendrás que procurar que esos médicos no hablen demasiado. Y envía a Fink otra vez a Vietnam, lo antes posible».
Henrik concluía el texto anotando la fuente: «Ministerio de Justicia, archivos desclasificados recientemente». Además, también añadía su propio comentario:
«Aquí parece que todo ha de enterrarse. Las pruebas que resultan incómodas se ocultan bajo la alfombra. La verdad ha de disfrazarse. Vivimos en un mundo en el que es más importante ocultar los hechos que revelarlos. Aquel que, en secreto, arroja luz sobre los rincones más oscuros, nunca sabe lo que va a encontrar. Yo tengo que seguir iluminando la oscuridad. Pronto guardaré todos estos papeles sobre Kennedy y su maldito cerebro. Pero siempre serán una guía para el mundo de la mentira y, por tanto, también para el de la verdad».
Louise siguió revisando los montones de documentos. Halló un mapa del sur de Mozambique. Henrik había rodeado con el bolígrafo una ciudad llamada Xai-Xai y una región situada al noroeste de dicha ciudad.
Louise dejó a un lado el mapa. En el fondo de la bolsa había un sobre marrón. Al abrirlo, vio que contenía cinco siluetas recortadas en papel negro. Dos de las siluetas representaban figuras geométricas. Las otras tres, perfiles humanos.
Ella descubrió enseguida que una de ellas reproducía a Henrik. Era su perfil, no cabía la menor duda. Sintió cómo el malestar crecía en su interior. La silueta estaba muy bien recortada. Pero Henrik no era más que una sombra, y el papel de color negro presagiaba en cierto modo lo que había sucedido.
Observó con atención las otras dos. Una correspondía al perfil de un hombre; la otra, al de una mujer que debía de ser africana. No había nada escrito en el reverso. Las siluetas estaban pegadas sobre folios blancos de papel rígido. No llevaban firma ni ningún otro dato que indicase quién las había recortado. Revisó una vez más el contenido de la bolsa, hasta que volvió a llegar a las siluetas. ¿Cuál sería su significado?
Bajó a recepción y salió al jardín. La suave brisa marina traía el perfume de especias misteriosas.
Se sentó en un banco y contempló las oscuras aguas del mar. Una boya despedía destellos a lo lejos y, allá, en el horizonte, una embarcación surcaba el océano hacia el sur.
Cuando Louise notó la presencia de Lucinda a su espalda, dio un respingo.
¿Por qué todos se mueven sin hacer ruido? ¿Por qué no los oigo llegar?
Lucinda se sentó a su lado.
—¿Qué has encontrado en la bolsa?
Louise se sobresaltó.
—¿Y cómo sabes tú de la existencia de ninguna bolsa?
—Me encontré con Håkansson. Maputo es una gran ciudad y, al mismo tiempo, muy pequeña. Me tropecé con él por casualidad y me lo contó.
—Según me dijo, te llamas Julieta. Y no conocía a ninguna mujer llamada Lucinda.
El rostro de la joven quedaba oculto entre las sombras.
—A veces los hombres llaman a las mujeres como ellos quieren que se llamen.
—¿Y por qué habían de consentir eso las mujeres?
En ese instante, aunque demasiado tarde, Louise comprendió lo que quería decir Lucinda.
—En su opinión, yo tenía el aspecto de alguien que debería llamarse Julieta. Estuvimos viéndonos dos veces por semana durante tres meses, casi siempre en los discretos apartamentos que se alquilan para ese tipo de encuentros. Después, encontró a otra; o tal vez fue que vino su mujer. Ya no me acuerdo.
—¿Y quieres que me lo crea?
La respuesta fue como un latigazo.
—¿El qué? ¿Que yo era su puta? ¿Que yo era su pequeño animalito negro con el que él podía jugar a cambio de dinero contante y sonante, siempre en dólares o en rands sudafricanos? —Lucinda, airada, se levantó—. No podré ayudarte si no comprendes cómo es la vida en un país pobre.
—No era mi intención herirte.
—Tú nunca lo comprenderás. Tú nunca te verás obligada a elegir entre morir de hambre o abrirte de piernas para llenar tu estómago o el de tus hijos y el de tus padres.
—Tal vez tú puedas explicármelo.
—Por eso he venido. Mañana por la tarde quiero llevarte conmigo. Hay algo que quiero enseñarte. Algo que Henrik también tuvo oportunidad de ver. No pasará nada, así que no has de tener miedo.
—Aquí le tengo miedo a todo: a la oscuridad, a que me roben hombres a los que no puedo ver ni oír… Tengo miedo porque no entiendo nada.
—Sí, Henrik también tenía miedo. Pero él intentaba liberarse de ese miedo. Y comprender.
Lucinda se marchó. Seguía soplando una suave brisa. Louise la imaginó caminando por las calles a oscuras hasta el bar donde trabajaba.
Recorrió con la mirada el gran jardín del hotel. Por todas partes intuía la presencia de sombras en la penumbra.