12
Cuando, avanzada la noche, el avión despegó del aeropuerto de Madrid, fue como si ella misma generase los cientos de caballos del motor: Louise Cantor tenía el asiento junto a la ventana, el número 27 A, y estaba sentada con la mejilla contra el cristal cuando tuvo la sensación de que su fuerza obligaba al avión a despegar. Estaba ebria, pues ya en el trayecto de Barcelona a Madrid había bebido vodka y vino tinto, sin ingerir ningún alimento. Siguió bebiendo mientras esperaba en Madrid. Hasta que no empezó a sentir náuseas, no se obligó a comer una tortilla. El resto del tiempo, deambuló impaciente por el aeropuerto. Pensó que tal vez viese algún rostro que le resultase familiar. Su certeza, y el temor, de que alguien la tenía bajo constante vigilancia no hacían más que crecer.
Desde el aeropuerto llamó tanto a Nazrin como a su padre. Nazrin estaba en alguna calle del centro de Estocolmo y la conexión era bastante mala, de modo que Louise no supo si la joven la había entendido cuando le dijo que Henrik tenía un apartamento en Barcelona. La llamada se interrumpió de súbito, como si alguien hubiese cortado las ondas de transmisión. Louise volvió a llamar hasta cuatro veces, pero una grabación le pedía que volviese a intentarlo más tarde.
Artur estaba en la cocina cuando ella le telefoneó. «Tiene la voz de café», se dijo. «Es como cuando yo me fui a vivir a Östersund y lo llamaba por teléfono y jugábamos a que yo adivinara si estaba tomando café o leyendo o incluso si estaba cocinando. Él llevaba la puntuación y, una vez al año, me daba el resultado. La mayoría de mis aciertos correspondían a las ocasiones en que había estado tomando café».
Intentó sosegarse y hablar despacio, pero él enseguida adivinó que Louise había bebido.
—¿Qué hora es en Madrid?
—La misma que ahí. Bueno, tal vez una hora más o menos. ¿Por qué me lo preguntas?
—O sea, que no es por la tarde, ¿no?
—No, es mediodía. Y está lloviendo.
—¿Y por qué estás borracha a estas horas del día?
—No estoy borracha.
Se hizo un silencio. Artur se mostraba reservado; las mentiras le afectaban como si le hubiesen asestado un golpe. Ella se sintió avergonzada.
—He bebido vino. No es tan extraño, ¿no? Tengo miedo a volar.
—Pues será algo nuevo, porque no lo has tenido nunca antes.
—Bueno, no tengo miedo a volar. Pero he perdido a mi hijo, a mi único hijo. Y ahora Aron ha desaparecido.
—Nunca conseguirás resolver todo esto si no consigues mantenerte sobria.
—¡Vete al cuerno!
—¡Al cuerno puedes irte tú!
—Aron ha desaparecido.
—Bueno, no es la primera vez. Siempre ha sabido salir por piernas. Aron huye siempre que aumenta la presión. En esos momentos, aprovecha para escapar por una de sus puertas traseras.
—Ya, pero en esta ocasión no se trata de escapar por puertas traseras ni de salir por piernas.
Le contó lo sucedido. Él no hizo ninguna pregunta. Lo único que ella podía oír era su respiración. Lo que más seguridad me inspiraba cuando era pequeña: sentir y oír su respiración. Cuando concluyó su relato, un largo silencio empezó a vagar entre Härjedalen y Madrid.
—Seguiré el rastro de Henrik. De su carta y de la fotografía de la joven llamada Lucinda.
—Pero ¿qué sabes tú sobre África? No puedes irte allí tú sola.
—¿Y quién va a venir conmigo? ¿Tú?
—No quiero que vayas allí.
—Tú me enseñaste a cuidarme sola. El miedo que siento es una garantía de que no haré ninguna estupidez.
—Estás borracha.
—Pero se me pasará.
—¿Tienes dinero?
—Tengo el dinero de Aron.
—¿Estás segura de lo que haces?
—No. Pero tengo que ir.
Artur guardó otro largo silencio.
—Aquí está lloviendo —dijo el hombre al cabo—. Pero pronto empezará a nevar. Se nota por las montañas, las nubes parecen cada vez más pesadas. Sí, no tardará en nevar.
—Debo hacerlo. Tengo que saber qué ha ocurrido —insistió ella.
Concluida la conversación, se colocó bajo una escalera que sobresalía y se escondió entre unos carritos abandonados. Se sentía como si alguien hubiese propinado un mazazo sobre el montón de piezas que ella había reunido con tanto esfuerzo. Ahora eran muy pequeñas y resultaría más difícil unirlas.
«Yo soy el modelo», reflexionó. «En estos momentos, es mi rostro lo que reflejan las piezas. Sólo eso».
Subió a bordo del avión que la conduciría a Johannesburgo justo antes de las once de la noche. En el preciso instante en que pisó la rampa hacia el avión, vaciló un segundo. Esto es una locura. Voy camino de la bruma, en lugar de intentar salir de ella.
Continuó bebiendo toda la noche. Junto a ella iba sentada una mujer de color que parecía sufrir dolor de estómago. No entablaron ninguna conversación, tan sólo sus miradas se cruzaron alguna que otra vez.
Horas antes, en el aeropuerto, mientras esperaban para subir al avión, Louise había pensado que, en realidad, nada indicaba que fuese camino de un país africano. Los pasajeros negros o de color eran pocos; la mayor parte eran europeos.
Bien pensado, ¿qué sabía ella del continente negro? ¿En qué lugar de su conciencia estaba situada África? Durante sus años de estudiante en Upsala, la lucha contra el apartheid había sido una parte del movimiento global de solidaridad. Ella había participado en algunas manifestaciones sin que su presencia fuese, en el fondo, del todo activa. Nelson Mandela era para ella un personaje misterioso que parecía tener una capacidad casi sobrehumana, como los dioses griegos de la mitología. En realidad, África no existía. Era un continente de imágenes borrosas y a menudo difíciles de soportar. Muertos, cuerpos hinchados, el continente de los cadáveres amontonados. Las moscas que cubrían los ojos de los niños hambrientos, madres apáticas con los pechos resecos… Recordaba las imágenes de Idi Amin y su hijo, vestidos como soldaditos de plomo en sus grotescos uniformes. Siempre había creído distinguir una especie de odio en los ojos africanos, pero ¿no sería más bien su propio miedo lo que veía reflejado en aquellos espejos oscuros?
Durante la noche sobrevolaron el Sahara. Viajaba hacia un continente que, para ella, era tan blanco y tan ignoto como para los europeos que habían llegado hasta él hacía siglos. De repente, se le ocurrió que no había pensado en ponerse ninguna vacuna. ¿Le prohibirían la entrada? ¿Caería enferma? ¿No debería haberse tomado algo contra la malaria? No tenía ni idea.
Intentó ver una película durante la noche, cuando la enorme cabina del avión quedó a oscuras. Pero perdía la concentración constantemente. Se tapó hasta la barbilla con la manta, echó hacia atrás el asiento y cerró los ojos.
Casi de inmediato dio un respingo y los abrió de nuevo en la oscuridad. ¿Qué se había dicho a sí misma días antes? ¿Cómo se busca algo que alguien ha estado buscando? No consiguió concluir el razonamiento, se le escapaba. Volvió a cerrar los ojos, dormitando de vez en cuando, y en dos ocasiones saltó por encima de la mujer que, sentada a su lado, dormía profundamente, para pedirle agua a una azafata.
Ya sobre el trópico, atravesaron una zona de repentinas turbulencias que se tradujeron en fuertes sacudidas; los indicadores luminosos del cinturón de seguridad se encendieron de nuevo. A través de la ventana pudo ver que atravesaban una tormenta. Los rayos agujereaban las sombras, como si alguien sostuviese en sus manos un soplete gigantesco. «Es Vulcano», se dijo, «que está en su fragua golpeando el yunque».
Al alba, vio el primer débil rayo de luz en el horizonte. Desayunó, sintió que la angustia le apresaba el estómago con su puño y, finalmente, divisó a sus pies un paisaje de color entre marrón y gris. Pero ¿no era verde el trópico africano? Lo que veía se parecía más bien a un desierto, o a un campo de rastrojos quemado.
Detestaba los aterrizajes. Siempre le daban miedo. Solía cerrar los ojos y aferrarse al brazo del asiento. El avión rebotó sobre la pista, redujo la velocidad, giró a la altura de una de las terminales y se detuvo. Ella se quedó sentada un buen rato, sin intención de apretujarse con los demás pasajeros, al parecer ansiosos por salir de la jaula. El calor africano, con sus aromas extraños, penetraba lentamente por el estéril aparato de aire acondicionado. Louise empezó a respirar de nuevo. El calor y los olores le recordaban a Grecia, pese a que eran distintos. No era tomillo y uvas pasas. Eran especias, tal vez pimienta, o canela, se decía. Humo de hogueras.
Ya en el aeropuerto, buscó la terminal de tránsito para que le sellasen el billete. El hombre que había al otro lado del mostrador pidió el pasaporte. Lo hojeó y la miró, antes de preguntarle:
—¿No tiene usted visado?
—Me dijeron que podría comprar uno en el aeropuerto de Maputo.
—Unas veces funciona, otras no.
—¿Y qué ocurre si no funciona?
El hombre se encogió de hombros. Su rostro negro relucía de sudor.
—En ese caso, con mucho gusto la acogeremos aquí, en Sudáfrica. Por lo que sé, no hay ni un león, ni un leopardo, ni siquiera un solo hipopótamo que ver en Mozambique.
—Ya, ¡pero yo no he venido hasta aquí para ver animales!
«Estoy gritando», reparó abatida. «Suele ocurrirme cuando me siento cansada e irritada. Estoy exhausta, sudorosa, y mi hijo está muerto. ¿Cómo va nadie a comprender algo así?»
—Mi hijo ha muerto —se oyó decir de improviso; una información inesperada que nadie le había pedido.
El empleado del otro lado del mostrador frunció el entrecejo.
—Estoy seguro de que le darán el visado en Maputo —sostuvo el hombre—. Sobre todo, si su hijo ha muerto. La acompaño en el sentimiento.
Se dirigió hacia las salas de embarque, cambió algún dinero por rands sudafricanos y se tomó un café. Después, recordaría las horas que estuvo en el aeropuerto como una espera interminable que pasó encerrada en un vacío. Sería incapaz de recordar ningún sonido, ninguna música de altavoces invisibles, ningún aviso de salidas o de normas de seguridad. Sólo un silencio inmenso y un bullir de colores borrosos.
Y, desde luego, no recordaba haber visto gente. Hasta que no anunciaron su vuelo, «South African Airways 143 to Maputo», no volvió a verse arrojada a la realidad.
Se durmió de puro agotamiento y se despertó sobresaltada cuando el avión aterrizó en Maputo. Por la ventanilla vio que allí el paisaje era más verde. Aunque seguía siendo pálido, descuidado, un desierto apenas cubierto de fina hierba.
Aquel paisaje le recordaba el escaso cabello que cubría la coronilla de Aron.
El calor la azotó como una bofetada cuando bajó del avión y se encaminó hacia la terminal. La luz del sol la obligó a entrecerrar los ojos. «¿Qué coño estoy haciendo aquí?», se preguntó. «Se supone que he venido a buscar a una joven llamada Lucinda, pero ¿por qué?»
Compró el visado sin problemas, aunque tenía la firme sospecha de que le exigieron un precio abusivo por sellarle el pasaporte. Permaneció unos segundos con la maleta a su lado. «Necesito un plan» resolvió. «Necesito un coche y un hotel, sobre todo un hotel».
Junto a ella, había un hombre negro vestido de uniforme. Leyó en un cartel el nombre de un hotel, HOTEL POLANA. El hombre vio que lo observaba.
—¿Hotel Polana?
—Sí.
—¿Su nombre?
—No he reservado habitación.
Para entonces, Louise había logrado descifrar la placa con su nombre: Rogelio Mandlate.
—¿Cree usted, señor Mandlate, que habrá alguna habitación para mí, pese a todo?
—No puedo prometérselo.
Finalmente, partió en un autobús junto con otras cuatro personas blancas procedentes de Sudáfrica. La ciudad se derretía de calor. Dejaron atrás barrios enteros de pobreza infinita. Había gente por todas partes; y niños, muchos niños.
Cayó en la cuenta de que Henrik debió de recorrer aquel mismo camino. Que él había visto el mismo espectáculo que ella veía ahora. Pero ¿habría abrigado él los mismos pensamientos que ella? No podía saberlo. Era una pregunta cuya respuesta jamás llegaría a saber.
El sol caía a plomo cuando llegó al hotel, que semejaba un blanco palacio. Le dieron una habitación con vistas al océano Índico. Ajustó el aire acondicionado para que refrescase la habitación y pensó en las desapacibles mañanas de Härjedalen. «El frío y el calor intensos se complementan», constató para sí. «En Grecia comprobé que soportaba el calor puesto que mi cuerpo estaba acostumbrado al otro extremo. Tanto Härjedalen como Grecia me han preparado para este clima insensato».
Se desnudó, se colocó bajo la fría corriente del aparato que había fijado a la pared y se metió en la ducha. Poco a poco, empezó a liberarse de los estragos del largo viaje.
Después, se sentó en el borde de la cama, encendió el móvil y llamó a Aron. Pero este no respondió. Tan sólo oyó la voz de la consabida grabación que le pedía que volviese a intentarlo más tarde. Se tendió sobre la cama, se cubrió con la fina sábana y se durmió.
Cuando despertó, al principio no supo dónde se encontraba. El aire de la habitación era fresco y el reloj indicaba la una menos diez. Había dormido tres horas, profundamente y sin pesadillas. Se levantó, se vistió y sintió que estaba hambrienta. Dejó su pasaporte y el de Aron, así como la mayor parte del dinero, en la caja de seguridad e introdujo un código: las cuatro primeras cifras del número de teléfono de Artur. Pensó que debería llamarlo y decirle dónde se encontraba. Pero antes necesitaba comer algo y hacerse a la idea de lo que significaba encontrarse en un país del que lo desconocía todo.
En la hermosa entrada del hotel, lo único que le recordaba que estaba en África eran las mujeres negras que trajinaban limpiando el polvo. Casi todos los huéspedes eran europeos. Ya en el comedor, pidió una ensalada. Miró a su alrededor. Camareros negros, comensales blancos. Buscó hasta hallar una oficina en la que poder cambiar dinero, y siguió deambulando por el hotel. Compró un plano de Maputo y una guía del país en un quiosco. En otra parte del hotel, encontró un casino. No entró, pero echó un vistazo a los obesos hombres que tiraban de las palancas sentados ante pantallas llenas de cerezas. Fue hacia la parte posterior del hotel rodeando la gran piscina, en dirección a la valla donde el jardín del hotel desembocaba en pendiente hacia la playa y el mar. Se colocó a la sombra de un toldo. Aquel mar le recordaba al Egeo, el mismo color turquesa, el mismo reverberar del intenso sol.
Un camarero fue a preguntarle si deseaba algo. «A mi hijo», contestó ella para sí. «A mi hijo vivo y la voz de Aron que me asegure por teléfono que todo está bien».
Ella negó con un gesto; el camarero había interrumpido su flujo de pensamientos.
Salió a la fachada principal del hotel, que daba a un aparcamiento. Ante los muros del hotel se hacinaban los puestos de los vendedores ambulantes. Ella dudó un instante, pero continuó avanzando por la acera, dejó atrás a los vendedores con sus estatuillas de maderas perfumadas, jirafas, simpáticos elefantes, pequeños cofres, sillas y seres humanos tallados con rostros grotescos. Cruzó la calle y vio que la compañía Avis tenía una de sus oficinas de alquiler de coches en la esquina; siguió después por una larga avenida que, ante su sorpresa, llevaba el nombre de Mao Tse-tung.
Había unos niños sentados en torno a una hoguera de desechos en llamas. Uno de ellos se le acercó a la carrera y extendió la mano ante ella. Louise negó con un gesto y apretó el paso. El niño parecía acostumbrado a las negativas y no la siguió, sino que se rindió enseguida. «Es demasiado pronto», observó para sí. «Ya me dedicaré a los pobres más tarde».
Torció por una calle por la que el tráfico no era demasiado intenso antes de entrar en otra flanqueada por dos muros, tras los cuales ladraban unos perros furiosos. La calle estaba desierta, eran las horas de más calor, la hora de la siesta. Caminaba prestando suma atención a dónde ponía el pie, pues el empedrado de la calle estaba suelto y faltaban algunas piedras. Se preguntó cómo podría caminar la gente por aquellas calles cuando fuese de noche.
Entonces, la atacaron. Eran dos y aparecieron por detrás. Sin hacer el menor ruido, uno de los hombres la rodeó con sus brazos impidiéndole cualquier movimiento. El otro sacó un cuchillo que presionó contra su rostro; Louise notó que tenía los ojos enrojecidos y las pupilas dilatadas y dedujo que se encontraba bajo el efecto de alguna droga. Su inglés se componía básicamente de la palabra «fuck». El hombre que la sujetaba con sus brazos y cuyo rostro ella no podía ver no cesaba de gritarle al oído: «Give me the money!».
Ella se quedó helada, pero logró contener la conmoción y respondió despacio: «Tomad lo que queráis, no opondré resistencia».
El hombre que tenía a su espalda le arrancó de un tirón el bolso, que llevaba colgado del hombro izquierdo, y echó a correr. Ella nunca llegó a entrever su rostro y sólo pudo percatarse de que iba descalzo y vestido de harapos y de que corría mucho. El hombre de las pupilas dilatadas le arañó con el cuchillo bajo el ojo y se marchó también a la carrera. Tampoco él llevaba ningún calzado.
Los dos tenían la edad de Henrik.
Después, empezó a gritar. Pero nadie parecía oírla y sólo le sorprendieron los perros enfurecidos al otro lado de los muros. Entonces vio un coche que se acercaba despacio por la calle. Se colocó ante él haciendo señales con los brazos. De la herida que tenía bajo el ojo manaban gotas de sangre que salpicaban su blusa de color blanco. El coche se detuvo vacilante y ella pudo ver que su conductor era un hombre blanco. Siguió gritando y echó a correr hacia el vehículo que, al verla, retrocedió aceleradamente, describió un giro de ciento ochenta grados y desapareció a la carrera. Empezaba a marearse y ya no podía seguir controlando sus nervios.
¡Maldito Aron! Él podría haber evitado todo esto. Tendría que haber estado aquí para protegerme. Pero ha desaparecido; todos han desaparecido.
Se acuclilló, desolada, en la acera y trató de respirar hondo para no desmayarse. Cuando sintió que una mano se posaba sobre su hombro, lanzó un grito. Era una mujer negra. Llevaba en la mano una cesta con cacahuetes, apestaba a sudor, tenía la blusa rota y la pieza de tela que llevaba en torno a la cintura estaba sucia.
Louise intentó explicarle que la habían asaltado. Pero era evidente que la mujer no entendía una palabra: habló en su lengua y, después, en portugués.
La mujer le ayudó a levantarse y pronunció la palabra «hospital», pero Louise le respondió: «Polana, hotel Polana». La mujer asintió, la tomó con decisión por el brazo, se colocó la cesta de mimbre sobre la cabeza y la ayudó a caminar. Louise detuvo la hemorragia de la herida con un pañuelo. No era un corte profundo, apenas un arañazo. Pero a ella se le antojaba que el cuchillo le había atravesado el corazón.
La mujer que caminaba a su lado sonreía como dándole ánimos. Llegaron a la entrada del hotel. Louise, que no tenía dinero, pues se lo habían llevado con el bolso, extendió los brazos en gesto impotente. La mujer movió la cabeza sin dejar de sonreír y dejó ver sus dientes blancos y parejos antes de continuar su camino calle abajo. Louise se quedó mirándola, viendo cómo se adentraba paso a paso en la intensa luminosidad, hasta que desapareció.
Ya en su habitación, una vez que se hubo lavado la herida, Louise notó que afloraba toda la tensión acumulada. Y se desmayó en el suelo del baño. Cuando despertó, ignoraba cuánto tiempo había estado inconsciente, tal vez sólo unos segundos.
Se mantuvo tendida e inmóvil sobre las baldosas del suelo. Desde algún lugar se oyó reír a un hombre e, inmediatamente después, a una mujer que profería un grito de júbilo. Ella seguía tendida en el suelo pensando que había tenido suerte de no resultar gravemente herida.
En una ocasión, cuando era muy joven, durante una estancia en Londres, un hombre la asaltó por la calle, la agarró e intentó arrastrarla hasta un portal. Ella pataleó y gritó y mordió hasta que pudo liberarse. Desde aquel suceso, la violencia no había vuelto a cruzarse en su camino.
¿Había sido culpa suya? ¿No habría debido cerciorarse de que no corría ningún riesgo si decidía andar por las calles a placer, aunque fuese de día? No, no era culpa suya. Se negaba a aceptar ninguna culpa. El hecho de que los hombres que la habían atacado no llevasen zapatos y vistiesen harapos no les daba derecho a herirla en la cara y a robarle el bolso.
Se incorporó hasta quedar sentada. Lentamente se puso de pie y fue a tumbarse en la cama. Sintió un estremecimiento en todo el cuerpo. Toda ella era como una vasija que se hacía añicos. Las piezas parecían dar vueltas a su alrededor. Comprendió que la muerte de Henrik ya la había alcanzado. Y que ahora se venía abajo; ya nada podía mantenerla de una pieza. Se sentó en la cama en un tímido intento por oponer resistencia, pero volvió a tumbarse enseguida, y dejó que la conmoción se adueñase de ella.
La ola de la que hablaba Aron, la ola que nadie podía reproducir, crecía basta convertirse en una rabia inimaginable… He intentado llegar hasta él. Y ahora estoy en África. Pero él está muerto y yo no sé por qué estoy aquí.
En primer lugar, apareció la ola; después, la impotencia. Permaneció tendida en la cama más de veinticuatro horas. Por la mañana, cuando la limpiadora abrió la puerta, ella simplemente alzó la mano para detenerla. Había agua en las botellas que tenía en la mesita de noche y no comió otra cosa que una manzana que se había traído de Madrid.
En cierto momento, durante la noche, se acercó a la ventana para contemplar el jardín iluminado y los destellos del agua en la piscina. La bahía quedaba a lo lejos. Un faro barría la oscuridad y unas luces se balanceaban desde pesqueros invisibles. Un solitario vigilante nocturno recorría el jardín, lo que le recordó la Argólida y las excavaciones de Grecia. Pero se encontraba a mucha distancia de allí y se preguntaba si volvería algún día. Ni siquiera imaginaba una continuación de su vida como arqueóloga.
Henrik está muerto, y yo también lo estoy. Una persona puede ver su vida reducida a ruinas una vez a lo largo de su existencia, pero no dos. Tal vez sea esa la razón por la que desapareció Aron. Porque tenía miedo de volver a convertirse en un martillo que me hiciese pedazos.
Volvió a la cama. De vez en cuando se adormecía. Hasta el mediodía no empezó a sentir que recobraba las fuerzas. Se dio un baño y bajó a comer. Se sentó fuera, a la sombra de un toldo. Hacía calor, pero soplaba un refrescante aire procedente del mar. Estudió el plano que había comprado. Encontró el hotel y buscó un buen rato hasta que halló la zona llamada Feira Popular.
Después de comer, se sentó bajo un árbol y observó a unos niños que jugaban en la piscina. Tenía el móvil en la mano y resolvió llamar a Artur.
Su voz sonaba como procedente de otro mundo. El sonido llegaba con retraso y sus intervenciones se superponían y empezaban a sonar al mismo tiempo.
—Es extraordinario que podamos oírnos aunque nos hallemos a tanta distancia.
—Australia estaba aún más lejos.
—Bueno, ¿todo bien?
Estuvo a punto de contarle que le habían robado el bolso, tentada, durante un segundo, de apoyarse metafóricamente sobre su hombro y llorar. Pero logró contenerse y no mencionó el incidente.
—El hotel en el que me alojo es como un palacio.
—Pues yo creía que estabas en un país pobre.
—No para todos. La riqueza te hace ver con más claridad a los que no tienen nada.
—Sigo sin entender qué has ido a hacer allí.
—Ya te lo dije. Buscar a la amiga de Henrik, una chica que se llama Lucinda.
—¿Sabes algo de Aron?
—Nada, ni por él mismo ni por otros. Sigue desaparecido. Creo que lo han asesinado.
—¿Por qué iban a querer matarlo a él?
—No lo sé. También he de averiguar eso.
—Escucha, sólo te tengo a ti. Y me da miedo que estés tan lejos.
—Soy muy precavida.
—Ya, pero a veces eso no es suficiente.
—Ya te llamaré. Por cierto, ¿ha nevado?
—Sí, anoche. Al principio no eran más que unos copos aislados; después nevaba cada vez con más intensidad. Me senté en la cocina para verlo. Es como si una blanca calma se tendiese sobre la tierra.
Una blanca calma se extiende sobre la tierra. Dos hombres me asaltaron. ¿Me habrían seguido desde el hotel? ¿O se habrían ocultado en las sombras sin que yo me percatase de su presencia?
Sentía por ellos un profundo odio. Deseaba verlos apaleados, sangrando, gritando.
Habían dado las once cuando bajó a la recepción y pidió un taxi que la llevase al barrio de Feira Popular. El hombre de información la miró sorprendido antes de dedicarle una sonrisa.
—El conserje le ayudará. Está a menos de diez minutos de aquí.
—¿Es peligroso?
Louise quedó sorprendida ante su propia pregunta. Pero, en su imaginación, los ladrones podían aparecer como una visita inesperada en cualquier lugar en el que se encontrase, estaba convencida. Incluso el hombre que la había atacado en Londres hacía ya tantos años se presentaba a veces en su memoria.
—¿Por qué había de ser peligroso?
—No sé. Era sólo por preguntar.
—Bueno, quizás haya allí algunas mujeres peligrosas. Pero no creo que se interesen por usted.
«Prostitutas», concluyó Louise. «Pero las hay en todas partes, ¿no?»
Mientras atravesaba la ciudad, notó en el taxi un fuerte olor a pescado. El hombre que iba al volante conducía muy deprisa y no parecía echar de menos el espejo retrovisor, del que carecía su vehículo. En la oscuridad, el viaje se le antojaba un descenso al fondo de la tierra. La dejó ante la entrada de algo que parecía un parque de atracciones. Pagó su entrada, de nuevo insegura de si la estarían engañando, y se dispuso a cruzar una amalgama de pequeños bares y restaurantes. Un tiovivo destartalado, con los caballos en su mayoría sin cabeza, se alzaba abandonado junto a una noria cuyos vagones oxidados delataban su prolongada inactividad. Por doquier, música, sombras, habitaciones escasamente iluminadas en las que la gente se inclinaba sobre botellas y copas. Jóvenes negras con faldas minúsculas, el pecho semidesnudo y tacones de aguja se paseaban de un lado a otro. Eran las mujeres peligrosas, a la caza de hombres inofensivos.
Louise empezó a buscar el bar llamado Malocura. En la algarabía, se perdía, aparecía en el mismo lugar del que había partido y empezaba de nuevo. De vez en cuando, se estremecía, como si la asiesen una vez más las manos de sus asaltantes. Veía el reflejo del cuchillo por todas partes. Entró en un bar que, a diferencia de los demás, estaba bien iluminado. Allí se tomó una cerveza y un vodka. Con gran sorpresa, vio que una pareja de sudafricanos que viajaba con ella en el avión estaba sentada en un rincón del bar. Tanto el hombre como la mujer estaban borrachos. Él no cesaba de dejar caer su brazo sobre el hombro de ella, como si quisiera derribarla.
Era ya más de medianoche. Louise seguía buscando el bar Malocura. Finalmente, lo encontró. El nombre del establecimiento se veía escrito a mano en un cartón, y estaba situado en una esquina del recinto, junto al muro que rodeaba todas las instalaciones. Louise miró la penumbra que la envolvía antes de ir a sentarse.
Lucinda estaba junto a la barra preparando una bandeja con vasos y botellas de cerveza. Era más delgada de lo que Louise había imaginado tras ver la foto, pero era ella, sin duda.
La joven se acercó a una mesa y vació la bandeja.
Después, sus miradas se encontraron. Louise alzó la mano y Lucinda se dirigió a su mesa.
—¿Quiere comer?
—No, sólo quiero una copa de vino.
—Aquí no tenemos vino, sólo cerveza.
—¿Café, entonces?
—Es la primera vez que alguien pide un café.
—Bien, en ese caso, tomaré cerveza.
Lucinda volvió a la barra y puso un vaso y una botella marrón sobre la bandeja.
—Sé que te llamas Lucinda.
—¿Quién es usted?
—Soy la madre de Henrik.
En ese momento, cayó en la cuenta de un detalle que había pasado por alto: Lucinda ignoraba que Henrik había muerto. Ahora era demasiado tarde y no podía dar marcha atrás. No había retirada posible.
—He venido para contarte que Henrik ha muerto. Y para preguntarte si tú sabes por qué.
Lucinda no se movía. Miraba con gravedad y apretaba los labios.
—Mi nombre es Louise. Claro que quizás él te lo contó.
¿Te dijo Henrik en algún momento que tenía una madre? ¿Lo hizo? ¿O soy tan desconocida para ti como tú para mí?