6
Göran Vrede la recibió ante la puerta de la comisaría. Olía a tabaco y, de camino a su despacho, le confesó que una vez, en su juventud, había soñado con ser buscador de huesos. Ella no entendió lo que le había querido decir hasta que no estuvieron sentados ante su escritorio atestado de papeles. Durante sus años de estudiante, Göran había sentido fascinación por la familia Leakey, que se dedicaba a excavar en busca de fósiles humanos y, si no eran restos humanos, al menos, de homínidos, sobre todo en la profunda falla de África oriental llamada Valle del Rift.
Göran Vrede apartó un montón de documentos que había sobre su mesa y marcó el código de desvío de llamadas telefónicas.
—Soñaba con ello. En el fondo, yo sabía que llegaría a ser policía. Pero soñaba con encontrar lo que entonces se llamaba «el eslabón perdido». ¿Cuándo se convirtió el mono en hombre? O quizá sea más preciso preguntar: ¿cuándo dejó el hombre de ser un mono? De vez en cuando, si tengo tiempo, procuro leer acerca de los descubrimientos realizados en los últimos años. Pero cada vez estoy más convencido de que los únicos eslabones perdidos con los que voy a toparme en la vida serán los que me encuentre en este trabajo.
Guardó silencio de forma brusca, como si, por error, acabase de revelar un secreto. Louise lo observaba con una vaga sensación de melancolía. Tenía ante sí a un hombre con un sueño incumplido. El mundo estaba lleno de personas de mediana edad como Göran Vrede, con un sueño del que no quedaba sino un tenue reflejo de lo que fue en su día una ardiente pasión.
¿Con qué había soñado ella? En realidad, con nada. La arqueología había sido su primera pasión después de que el gigantón de Emil la dejase marchar y ella recorriese los ciento noventa kilómetros que la separaban de Östersund para convertirse en una persona madura.
Solía pensar que había encontrado la orientación de su vida cuando el tranvía se detuvo en Rätansby, entre Östersund y Sveg, donde se unía al tranvía que iba hacia el sur. Junto a la estación había un puesto de perritos calientes. Todo el mundo parecía presa de un hambre incontrolable cuando el tranvía se detenía. El que llegaba a la cola en último lugar, se arriesgaba a quedarse sin perrito, bien porque se acabasen, bien porque el tranvía partía de nuevo.
En una ocasión, ella no se precipitó hacia el quiosco de perritos para ponerse en la cola. Se quedó en su asiento del tranvía y tomó la decisión de convertirse en arqueóloga. Había estado dudando si matricularse en la larga carrera de medicina, pues también le resultaba muy tentadora la posibilidad de llegar a ser pediatra. Pero en la semipenumbra del atardecer se decidió de repente. La determinación se le presentó incuestionable. Se imaginaba a sí misma ejecutando, tal y como ella deseaba, trabajos de campo, pero al mismo tiempo intuía vagamente que su futuro también podía encontrarse en la búsqueda de secretos cifrados en viejos manuscritos, en el empeño de reinterpretar las verdades que las anteriores generaciones de arqueólogos habían dado por buenas. Mientras, a su alrededor, la gente masticaba salchichas con ketchup y mostaza, un extraño sosiego se apoderó de ella. Ya lo sabía.
Göran Vrede había salido del despacho para regresar enseguida con una taza de café. A ella no le apetecía. Se enderezó en la silla, con la sensación de que debía prepararse para ofrecerle resistencia.
Él le hablaba en un tono amable, como si tuviesen una relación estrecha.
—No hay ningún indicio de que hayan asesinado a tu hijo.
—Quiero saberlo todo con detalle.
—Aún no tenemos respuestas. Lleva bastante tiempo averiguar todo lo que sucede cuando una persona muere de forma repentina. La muerte es un proceso complejo. Con toda probabilidad, el más intrincado e incomprensible que nos ofrece la vida. Sabemos mucho más acerca de cómo se engendra un ser humano que de cómo termina una vida.
—¡Estoy hablándote de mi hijo, no de un feto o de un anciano que haya pasado años enteros en una residencia!
Louise se preguntaría más tarde si su estallido había sido inesperado para Göran Vrede. Debía de estar más que habituado a situaciones de este tipo, a verse ante un padre desesperado que no podía recuperar a su hijo pero que esperaba una especie de compensación, por absurda que fuese: que no se lo tachase de mal padre, que no se lo acusase de negligente.
Göran Vrede abrió un archivador de plástico que tenía ante sí.
—No hay respuestas —declaró—. Tendríamos que haber obtenido alguna. Y lo lamento muchísimo, te lo aseguro. Debido a una serie de circunstancias desafortunadas, se han destruido los resultados de las pruebas, con lo que tenemos que repetirlas. Los médicos y los laboratorios están en ello. Y son exhaustivos, de modo que necesitan tiempo. Pero no te quepa duda de que lo primero que buscamos siempre es el indicio de algún factor externo. Y no lo hemos hallado.
—Henrik no era un suicida.
Göran Vrede la miró largo rato antes de contestar.
—Mi padre se llamaba Hugo Vrede. Todo el mundo lo consideraba el hombre más feliz de la Tierra. Siempre reía, amaba a su familia y todas las mañanas llegaba a su trabajo como tipógrafo del diario Dagens Nyheter con una alegría casi insensata. Aun así, se suicidó un buen día, de improviso, a la edad de cuarenta y nueve años. Acababa de ver nacer a su primer nieto y le habían subido el sueldo en el periódico. Poco antes había solventado una larga disputa con sus hermanas y había terminado por ser único propietario de una casa de verano en Utö. Yo contaba entonces once años. Aún era pequeño. Él siempre venía a darme un abrazo de buenas noches antes de dormirme. Un martes por la mañana se levantó, como siempre, desayunó y leyó el periódico, con su habitual buen humor, tarareó una cancioncilla mientras se ataba los zapatos y besó a mi madre en la frente antes de salir. Después tomó su bicicleta y se marchó. Por el camino de siempre. Pero justo antes de entrar en la calle Torsgatan, giró de repente y no siguió hasta su lugar de trabajo. Salió de la ciudad pedaleando. En algún lugar cerca de Sollentuna, se adentró por unos senderos que conducían al corazón del bosque. Había allí un solar de desguace que, al parecer, puede divisarse desde los aviones que se aproximan a cierta pista del aeropuerto de Arlanda. Dejó allí la bicicleta y se perdió entre la chatarra. Lo encontraron en el asiento trasero de un viejo Dodge. Había ingerido una gran dosis de somníferos y se había tumbado para morir allí. Yo tenía, como digo, once años. Y recuerdo el entierro. Ni que decir tiene que su muerte me conmocionó. Sin embargo, lo peor fue no comprenderla. Todo el sepelio estuvo marcado por aquel misterioso y tormentoso «por qué».
Un profundo silencio reinó mientras Göran Vrede se terminaba el café.
Louise se sentía exhausta. Su hijo no tenía nada que ver con el padre de Göran Vrede.
Y Göran Vrede comprendió su reacción. Hojeó el archivador que tenía ante sí pese a que él sabía muy bien que no contenía ningún dato.
—No existe ninguna explicación de la muerte de Henrik. Lo único que sabemos con certeza es que no se produjo ningún acto de violencia externa.
—Eso ya lo vi yo misma.
—Nada indica que otra persona le causara la muerte.
—¿Qué dicen los médicos?
—Que no hay ninguna explicación sencilla ni inmediata. Lo cual no debería sorprender a nadie. Cuando un joven sano muere de forma súbita, debe de existir una razón inesperada para ello. Una razón que conoceremos en su momento.
—¿Qué razón?
Göran Vrede movió la cabeza de un lado a otro.
—Ese pequeño detalle que deja de funcionar, un eslabón insignificante que puede provocar tanto daño como cuando un dique se viene abajo o cuando se produce la erupción inesperada de un volcán. Los médicos buscan ese detalle.
—Lo provocó una causa no natural.
—¿Por qué tienes ese convencimiento? Explícamelo. —La voz de Göran Vrede sonó diferente. Ella notó un dejo de impaciencia en su pregunta.
—Yo conocía a mi hijo. Era una persona feliz.
—¿Y qué es una persona feliz?
—No quiero hablar de tu padre. Quiero hablar de Henrik. Él no murió por voluntad propia.
—Ya, pero nadie lo mató. O murió por causas naturales, o se quitó la vida. Los forenses trabajan a fondo. Dentro de poco lo sabremos.
—¿Y después?
—¿A qué te refieres?
—Cuando no le encuentren ninguna explicación.
El silencio reinó de nuevo entre ellos.
—Lo siento, pero por ahora no puedo ayudarte más.
—Nadie puede ayudarme. —Louise se levantó de un salto de la silla.
No existe ninguna explicación. No hay ningún eslabón perdido. Henrik murió porque alguien deseaba que así fuera, pero él no quería morir.
Göran Vrede la acompañó hasta la entrada. Se despidieron sin decir nada.
Louise buscó su coche y dejó Estocolmo. A las afueras de Sala se detuvo en un aparcamiento, abatió el asiento y se echó a dormir.
Vassilis apareció en su ensoñación. Le juraba que no tenía nada que ver con la muerte de Henrik.
Louise despertó y siguió conduciendo rumbo al norte. El sueño era un mensaje, se decía. «Soñé con Vassilis pero, en realidad, soñaba conmigo misma. Intentaba convencerme de que no abandoné a Henrik. Aunque quizá no le presté tanta atención como debía».
Paró para comer en Orsa. Unos jóvenes que vestían equipos de fútbol (o quizá de jockey sobre hielo) alborotaban en torno a una mesa. Sintió un deseo repentino de hablarles de Henrik y de pedir les que guardasen silencio. Después, empezó a llorar. Un camionero barrigón la observaba. Ella meneó la cabeza y bajó la mirada. Vio que el hombre se aplicaba a rellenar una quiniela y le deseó que ganase.
Cuando tomó la carretera que atravesaba los bosques, ya había caído la noche. En un terreno donde habían talado los árboles, le pareció atisbar un alce. Se detuvo y salió del coche. Buscaba en su mente algo que hubiese pasado por alto.
Henrik no ha muerto por causas naturales. Alguien lo ha matado. Algo lo ha matado. La tierra roja en sus zapatos, los libros de memorias, su repentina alegría… ¿Qué es lo que no consigo ver? Tal vez las piezas encajen, sin que yo sea capaz de verlo.
En Noppikoski se detuvo de nuevo, cuando ya el cansancio le impedía seguir conduciendo.
Una vez más, el sueño la llevó a Grecia, pero en esta ocasión Vassilis sólo aparecía de pasada. Ella estaba en las excavaciones cuando, de repente, se produjo un desprendimiento de tierras. Quedó sepultada, un horror inmediato se apoderó de ella y, cuando ya no podía seguir respirando, despertó.
Siguió conduciendo hacia el norte. Este último sueño no precisaba ninguna aclaración.
Llegó a Sveg muy entrada la noche. Desde el jardín vio que la luz de la cocina estaba encendida. Como de costumbre, su padre estaba despierto. Al igual que en tantas ocasiones anteriores, se preguntó cómo habría podido sobrevivir tantos años sin apenas dormir.
El hombre estaba sentado a la mesa de la cocina engrasando algunas de sus herramientas de tala. No pareció sorprendido al verla llegar a medianoche.
—¿Tienes hambre?
—No, he comido en Orsa.
—Hay un largo trecho desde allí.
—Sí, pero no tengo hambre.
—En ese caso, no insistiré.
Ella se sentó en su lugar habitual, alisó el hule y le contó lo sucedido. Después guardaron silencio durante un buen rato.
—Tal vez Vrede tenga razón —convino su padre al cabo—. Propongo que demos a los policías y a los forenses la posibilidad de ofrecemos una explicación.
—Yo no creo que estén haciendo todo lo que está en su mano. En realidad, a ellos no les importa Henrik lo más mínimo. Un joven entre miles que, un buen día, aparece muerto en su cama.
—Creo que estás siendo injusta.
—Sí, lo sé, pero es lo que siento.
—De todos modos, me temo que tendremos que esperar —sentenció Artur.
Louise sabía que su padre tenía razón. La verdad sobre lo ocurrido, sobre lo que había provocado la muerte de Henrik, jamás saldría a la luz sin la investigación de los forenses.
Se sentía agotada. A punto estaba de levantarse para irse a dormir cuando Artur la retuvo.
—He seguido tratando de localizar a Aron.
—¿Y lo has encontrado?
—No, pero al menos lo he intentado. Volví a llamar a la embajada en Canberra y hablé con otras personas de la asociación. Pero ninguna ha oído hablar siquiera de Aron Cantor. ¿Estás segura de que vive en Australia?
—Con Aron, nunca nada ha sido seguro.
—Sería deplorable que no se enterase de lo ocurrido y que no pudiese asistir al entierro.
—¿Y si no quiere asistir? ¿Y si no quiere que demos con su paradero?
—No creo que nadie quiera faltar al entierro de su propio hijo, ¿no?
—Tú no conoces a Aron.
—Puede que tengas razón. Tú apenas si me permitías verlo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—No te esfuerces. Sabes que fue así.
—No, desde luego que no. Yo jamás me interpuse entre Aron y tú.
—Es demasiado tarde para iniciar esta discusión.
—Esto no es una discusión. Es una conversación absurda. Te agradezco que te hayas tomado la molestia, pero Aron no asistirá al entierro.
—Bueno, pese a todo, a mí me parece que deberíamos buscar un poco más.
Louise no contestó. Y Artur dejó de hablar de Aron.
Aron no estuvo presente cuando, dos semanas más tarde, su hijo Henrik Cantor recibió sepultura en el camposanto de la iglesia de Sveg. Después de que se publicara la esquela de su fallecimiento, Nazrin recibió muchas llamadas de condolencia que reconfortaron a Louise en aquellos momentos difíciles. Muchos de los amigos de Henrik, la mayoría de ellos desconocidos para Louise, expresaron su deseo de asistir al entierro. Pero Härjedalen quedaba demasiado lejos. Nazrin propuso que, después del sepelio, celebrasen otra pequeña ceremonia en Estocolmo. Louise sabía que debería conocer a los amigos de Henrik, tanto más cuanto que podían ayudarle a encontrar una explicación a lo ocurrido. Pero apenas le quedaban fuerzas para organizar siquiera el entierro. De modo que le pidió a Nazrin que tomara nota de todos los que llamaran.
El sepelio tendría lugar a la una de la tarde del miércoles 20 de octubre. Nazrin acudió el día anterior en compañía de otra amiga llamada Vera que, si Louise no malinterpretó sus palabras, también había salido con Henrik. No serían muchos en el funeral, lo que se le antojaba una especie de traición a Henrik y a todos aquellos a los que él había conocido a lo largo de su vida. Pero no podía ser de otra manera.
Louise y Artur se habían enzarzado en una acalorada discusión sobre quién oficiaría la celebración. Louise sostenía que Henrik no habría querido que lo hiciese un sacerdote. Por su parte, Artur aseguraba que Henrik había sentido un profundo interés por todo lo relacionado con la espiritualidad, pero ¿quién podría oficiar una ceremonia digna en Sveg? El pastor Nyblom no era de los que predicaban la palabra de Dios con celo ejemplar. Por lo general, se contentaba con sermones llenos de sencillas expresiones cotidianas. Así que bien podían convencerlo de que mantuviese a Dios y a los santos al margen del acto de inhumación.
Louise cedió al fin. No le quedaban fuerzas ni para discutir. Su debilidad se incrementaba a medida que pasaban los días.
El martes 19 de octubre, Göran Vrede llamó por teléfono para comunicarles que, según los resultados de la autopsia, la causa de la muerte había sido una sobredosis de somníferos. De nuevo se excusó por la inadmisible demora. Louise lo escuchaba como en una nube. Sabía que él jamás le habría comunicado aquella información si no fuese totalmente segura, una verdad comprobada. El agente le prometió que le enviaría toda la documentación, le presentó una vez más sus condolencias y le hizo saber, acto seguido, que la investigación se había dado por concluida. La policía no tenía nada más que aportar; no se designaría a ningún fiscal para el caso, dado el dictamen de suicidio.
Cuando Louise le refirió a Artur los detalles de la llamada, él comentó:
—Bien, en ese caso, sabemos lo suficiente como para no tener que andar cavilando.
Louise sabía que Artur no era sincero. Mientras viviera, él seguiría cavilando acerca de qué habría sucedido en verdad. ¿Por qué habría resuelto Henrik quitarse la vida? Eso en el caso de que así hubiera ocurrido.
Tampoco Nazrin ni Vera podían creer que lo que Göran Vrede había dicho fuese la verdad. Nazrin aseguró: «Si Henrik hubiera querido suicidarse, lo habría hecho de otro modo, no en su cama y con somníferos. Habría sido demasiado prosaico para él».
La mañana del 20 de octubre, cuando Louise se despertó, comprobó que había helado durante la noche. Bajó caminando hasta el puente del ferrocarril, donde, apoyada en la barandilla, contempló las negras aguas, tan negras como la tierra bajo la que quedaría el féretro de Henrik. Sobre ese punto se había mantenido firme: no incinerarían el cuerpo de Henrik, sino que lo entregarían a la tierra tal y como estaba, no convertido en cenizas. Mientras miraba las aguas, recordó que ya había estado en ese mismo lugar cuando era joven y se sentía desgraciada y quizá sopesó, una única vez, la posibilidad de quitarse la vida. Se sintió como si Henrik estuviese a su lado. Tampoco él habría saltado. Él habría resistido, sin perder pie.
A aquella hora tan temprana, Louise permaneció largo rato en el puente.
Hoy enterraré a mi único hijo. Jamás tendré otro. En el féretro de Henrik descansará una parte decisiva de mi vida. Una parte que jamás podré recuperar.
El ataúd era de color castaño y había rosas, pero ninguna corona de flores. El organista interpretó a Bach y algo de Scarlatti, unas piezas que él había propuesto. El sacerdote se expresó con serenidad, sin gesticular apenas, y Dios no estuvo presente en el templo. Ella estaba sentada junto a Artur y, al otro lado del ataúd, Nazrin y Vera. Louise vivió toda la ceremonia como si se encontrase muy lejos. Y, pese a todo, se trataba de ella. Por el difunto nunca había por qué lamentarse; quien estaba muerto, muerto estaba y no podía llorar, pero ¿y ella? Ella no era más que ruinas. Sin embargo, en su interior aún quedaban en pie algunos arcos. Y deseaba conservarlos.
Nazrin y Vera se marcharon pronto, pues debían emprender el largo viaje en autobús de regreso a Estocolmo. No obstante, Nazrin le prometió que se mantendría en contacto con ella y, cuando Louise se sintiese con fuerzas para desalojar el apartamento de Henrik, ella le ayudaría.
Aquella tarde, Louise y Artur se sentaron en la cocina con una botella de aguardiente. Él lo tomaba con café, y ella, un poco rebajado con gaseosa. Como siguiendo un acuerdo tácito, bebieron hasta emborracharse. A eso de las diez de la noche, los dos cabeceaban ojerosos sobre la mesa.
—Me marcho mañana.
—¿Al lugar de donde viniste?
—Uno vuelve siempre al lugar de donde vino, ¿no? Vuelvo a Grecia. Tengo que terminar mi trabajo allí y después ya veremos lo que ocurre.
Al día siguiente, muy temprano, él la acompañó en coche hasta el aeropuerto de Östersund. Una tenue nevada había empolvado el suelo de blanco. Artur le tomó la mano y le recomendó que tuviese cuidado. Louise notó que buscaba algo más que decirle, pero sin conseguirlo. Ya en el avión que le llevaba a Estocolmo, al aeropuerto de Arlanda, pensó que, con seguridad, su padre empezaría a tallar el rostro de Henrik en alguno de sus árboles.
Prosiguió su viaje a las once cincuenta y cinco, en dirección a Frankfurt, donde haría escala antes de continuar hacia Atenas. Sin embargo, cuando llegó a Frankfurt sintió que su determinación se venía abajo. Anuló su billete y permaneció largo rato sentada observando el neblinoso aeropuerto.
Ahora ya sabía lo que tenía que hacer. No era cuestión de si Artur tenía o no razón, o de si ella había decidido hacerle caso. Era una decisión suya y de nadie más, obedecía a su convencimiento.
Aron. Aron existía. Tenía que estar en algún lugar.
Ya tarde, aquella misma noche, tomó un avión de la compañía Qantas con destino a Sydney. Lo último que hizo antes de subir fue llamar a uno de sus colegas en Grecia para comunicarle que aún no podía regresar.
«Antes me espera otro viaje, otro encuentro».
En el asiento contiguo viajaba una niña sin acompañante adulto, inconsciente de cuanto la rodeaba. Sólo tenía ojos para una muñeca que parecía una extraña mezcla de un elefante y una anciana.
Louise Cantor contempló la oscuridad.
Aron. Aron existía. Tenía que estar en algún lugar.