16

Estuvo despierta hasta el amanecer. Ya ni recordaba cuántas veces le había sobrevenido el insomnio desde la muerte de Henrik. En su reino imperaba una constante falta de sueño. Cuando, por fin, la débil luz matinal se coló por las cortinas y oyó a Celina hablar con uno de los vigilantes que se lavaba bajo el grifo del jardín, experimentó el sosiego necesario como para poder conciliar el sueño.

La despertó el ladrido de un perro. Había dormido tres horas y eran las nueve de la mañana. Se quedó tumbada en la cama oyendo cómo Celina, o tal vez Graça, barría el suelo del pasillo. El temor había desaparecido para dar paso a una sensación de impotente ira por haber sido insultada. ¿Acaso Lars Håkansson creía de verdad que ella no descubriría su treta al escribir una carta en nombre de Henrik? ¿Por qué habría hecho tal cosa?

De repente se sintió liberada de todas las consideraciones posibles. Aquel hombre había entrado de malos modos en su vida, le había mentido y había plantado en su ordenador una carta falsa. Por si fuera poco, la había asustado y le había robado su sueño. Así pues, ella husmearía ahora en su ordenador, en sus armarios y cajones, para ver si Henrik había dejado algo allí. Y, desde luego, también quería comprender por qué un hombre como aquel le había inspirado confianza a Henrik.

Graça ya le había preparado el desayuno cuando Louise bajó a la cocina. La incomodaba el hecho de que se lo sirviese aquella anciana que, además, sufría fuertes dolores en las articulaciones de las manos y la espalda. La mujer lucía su sonrisa prácticamente desdentada y hablaba un portugués apenas comprensible, mezclado con alguna que otra palabra en inglés. Cuando Celina entró en la cocina, Graça guardó silencio. Celina le preguntó si podía limpiar su habitación.

—Puedo hacerme la cama yo misma.

Celina soltó una risa triste y negó con un gesto. Cuando salió de la cocina, Louise la siguió.

—Estoy acostumbrada a hacerme yo la cama.

—Aquí no. Ese es mi trabajo.

—¿Te gusta?

—Sí.

—¿Cuánto te pagan al mes por trabajar aquí?

Celina dudó un instante, insegura de si debía responder, pero Louise era blanca, estaba por encima de ella, aunque sólo fuese un huésped.

—Cincuenta al mes en dólares y otro tanto en meticais.

Louise calculó que serían unas setecientas coronas suecas al mes. ¿Eso era mucho o poco? ¿Para qué alcanzaría un salario así? Le preguntó el precio del aceite y del arroz y quedó atónita ante la respuesta de Celina.

—¿Cuántos hijos tienes?

—Seis.

—¿Y tu marido?

—Supongo que está en Sudáfrica, trabajando en las minas.

—¿Supones?

—Hace dos años que no sé nada de él.

—¿Lo amas?

Celina la miró inquisitiva.

—Es el padre de mis hijos.

Louise lamentó haber formulado la pregunta al ver la turbación de Celina.

Volvió a la planta superior y entró en el despacho de Lars Håkansson, dónde hacía un calor insoportable. Encendió el aparato de aire acondicionado y permaneció sentada e inmóvil hasta que sintió que el ambiente se volvía más fresco.

Alguien había entrado en la habitación después de que ella hubiese estado allí. Pero no podía haber sido Celina, ni tampoco Graça, pues no habían limpiado allí aquella mañana. La silla que había ante el ordenador estaba retirada de la mesa. Y ella la había dejado en su lugar.

Era una de las reglas más importantes del rey Arturo en su niñez. Al dejar la mesa después de comer, siempre había que volver a colocar la silla en su sitio.

Echó un vistazo a la habitación. Había estanterías llenas de archivadores, circulares de diversas instituciones, informes, relaciones de actividad empresarial… Toda una estantería con documentación del Banco Mundial. Sacó uno de los archivadores al azar. «Estrategias para el desarrollo de los recursos de agua en el área subsahariana 1997». Lo dejó en su lugar, no sin antes haber constatado que jamás había sido abierto ni leído. Varias librerías estaban abarrotadas de revistas en sueco, en inglés y en portugués. En el resto de las estanterías se amontonaban los libros. La biblioteca de Lars Håkansson se caracterizaba por el desorden y la dejadez. Manoseados ejemplares de Agatha Christie descansaban junto a numerosos informes y a un sinfín de volúmenes sobre temas africanos de toda índole. Encontró un libro sobre las serpientes más venenosas del África austral, viejas recetas infalibles de comida sueca tradicional y una colección de fotografías pornográficas del siglo XIX en color sepia. En una de ellas, fechada en 1856, aparecían dos jóvenes sentadas en un banco de madera con sendas zanahorias entre las piernas.

Devolvió el libro a su lugar y pensó en las historias que se contaban sobre los cocineros, que solían escupir u orinar en la comida antes de llevársela a ilustres clientes. «Si pudiera, vomitaría en su disco duro», imaginó Louise. «De este modo, cada vez que encendiese el ordenador percibiría un hedor de origen para él desconocido».

De entre dos libros de la estantería sobresalía un sobre con el membrete de un banco sueco. Estaba abierto, lo sacó y vio que contenía un aviso de ingreso de nómina. Quedó perpleja y, llena de ira, realizó mentalmente un cálculo: con su salario, Celina tendría que trabajar durante cuatro años para ganar lo que Lars Håkansson percibía cada mes. ¿Cómo iban a construirse puentes firmes entre semejantes abismos? ¿Qué comprendía un hombre como Lars Håkansson de la vida que llevaba Celina?

Louise notó que, en su mente, empezaba a conversar con Artur. Y lo hacía en voz alta, puesto que al hombre le fallaba el oído. Tras un instante, cambió a su interlocutor por Aron. Estaban sentados ante la mesa en torno a cuyas migajas revoloteaban los papagayos rojos. Pero Aron estaba inquieto, no quería escuchar. Finalmente, se dirigió a Henrik. En su imaginación, lo vio a su lado. Sus ojos se colmaron de lágrimas, los cerró y pensó que, cuando se atreviese a abrirlos de nuevo, Henrik estaría ante ella de verdad. Pero, por supuesto, estaba sola en la habitación. Echó una de las cortinas para evitar que entrase la luz del sol. Desde la calle se oían los ladridos de los perros y las risas de los vigilantes. «Todas esas risas…», se dijo. «¿Por qué los pobres se ríen mucho más que una persona como yo, por ejemplo?» Formuló la pregunta a Artur, a Aron y a Henrik, sucesivamente. Ninguno de sus tres caballeros la respondió. Todos parecían mudos.

Encendió el ordenador, resuelta a eliminar los dos mensajes de Henrik. Además, le escribió un correo electrónico a Lars Håkansson en el que hizo que Julieta le contase, en sueco, qué opinión le merecía un hombre como él. ¿No lo habían enviado para ayudar a aquellos que carecían de todo?

Después intentó abrir, uno tras otro, varios de los ficheros que contenía el ordenador. Pero no halló más que barreras por todas partes. El ordenador de Lars Håkansson estaba protegido. Además, estaba convencida de que iba dejando huellas tras de sí. El propietario del aparato podría seguir cada clic y cada batalla que ella hubiese librado contra las barreras. Donde quiera que llegara, una pequeña mano le daba el alto y le pedía la contraseña. Probó al azar las más obvias, el nombre del usuario, el mismo nombre al revés, diversas combinaciones abreviadas… Evidentemente, no se le abrió ninguna puerta; eso sí, ella seguía dejando su rastro.

Cuando, de repente, oyó a Celina preguntar si quería que le sirviese un té, Louise dio un respingo.

—No te había oído —explicó—. ¿Cómo puedes caminar de forma tan silenciosa?

—Al Senhor no le gustan los ruidos —aclaró Celina—. Ama un silencio que, en realidad, no existe en África. Pero sabe crearlo para sí mismo. Por eso quiere que Graça y yo caminemos descalzas, sin hacer el menor ruido.

Le dio las gracias, pero no quería té. Celina se alejó por el pasillo con pasos sigilosos. Louise se quedó mirando la pantalla del ordenador, que se obstinaba en mantener cerradas las puertas. «Como corredores en las minas», se dijo. «Sin luz, sin planos. No conseguiré acceder a nada».

A punto estaba de apagar el ordenador cuando volvió a pensar en Henrik y en su obsesión por el cerebro desaparecido de Kennedy. ¿Qué pensaba su hijo que podía contener aquel cerebro? ¿Acaso creía de verdad que podría encontrar restos de pensamientos, de recuerdos, de lo que otras personas le hubieran dicho al hombre más poderoso del mundo antes de que la bala procedente de una escopeta le reventase la cabeza? ¿Contarían ya en los avanzados laboratorios militares con los medios para extraer información de un cerebro muerto, del mismo modo en que podía rastrearse información en un disco duro vacío?

Sus pensamientos tomaron otro rumbo. ¿Habría encontrado Henrik algo que buscaba conscientemente o, por el contrario, se habría topado con el hallazgo de modo fortuito?

El trabajo ante el ordenador la había hecho sudar y, pese a que el aparato del aire acondicionado estaba encendido, tenía calor. Celina había ordenado su habitación y se había llevado su ropa sucia. Se cambió y se puso un vestido de algodón mientras, en la planta baja, oía a Celina hablar con alguien. ¿Sería Lars Håkansson, ya de vuelta? Celina apareció por la escalera.

—Tiene visita. La misma persona de ayer.

Lucinda estaba cansada. Celina le dio un vaso de agua.

—Anoche ni siquiera pude ir a casa. Un grupo de italianos, trabajadores de la construcción, invadió el Malocura. Y, por una vez, el bar hizo honor a su nombre. Bebieron copiosamente y no se largaron hasta el amanecer.

—¿Qué significa Malocura?

—Locura. Lo abrió una mujer llamada Dolores Abreu. Debió de ser a principios de los sesenta, yo ni siquiera había nacido. Era alta y corpulenta, una de las putas de aquella época que intentaban que el ejercicio de la profesión no afectase a su vida familiar. Dolores estaba casada con un hombre menudo y apocado llamado Nathaniel. Tocaba la trompeta y dicen que fue uno de los creadores del baile conocido en la ciudad como marrabenta, muy popular en la década de los cincuenta. Dolores tenía clientes fijos de Johannesburgo y Pretoria. Era la época de la gran hipocresía. Los sudafricanos blancos no podían comprar los servicios de las putas negras, debido a las leyes de segregación. Así que tenían que sentarse al volante o tomar el tren y venir aquí para probar los conejos negros. —Lucinda interrumpió su relato y la miró sonriente—. Espero que disculpes mi manera de expresarme.

—Lo que las mujeres tenemos entre las piernas se llama conejo en muchas lenguas. Cuando era joven, tal vez me habría impresionado, pero, a estas alturas, desde luego que no.

—El caso es que Dolores era muy ahorrativa y consiguió reunir una pequeña cantidad de dinero, nada que pueda llamarse una fortuna, pero lo suficiente como para invertirlo en ese bar. Cuentan que su marido le puso ese nombre. Según decían, él pensaba que Dolores perdería todo su dinero en aquella empresa perdida. Pero no fue así.

—¿Dónde está ahora?

—Enterrada en el cementerio de Lhanguene, junto con Nathaniel. Sus hijos heredaron el establecimiento, pero no tardaron en surgir disputas entre ellos y se lo vendieron a un médico chino que, a causa de una compleja transacción de créditos a un comerciante de telas portugués, terminó por perderlo. Hace unos años lo compró una de las hijas del ministro de Economía. Pero ella nunca ha ido allí, está muy por encima de esas cosas. Pasa la mayor parte del tiempo comprando ropa en las boutiques más exclusivas de París. ¿Cómo se llama la más cara?

—No sé, ¿Dior?

—Eso es, Dior. Sus dos hijas sólo se visten con ropa de Dior según dicen. Y, entre tanto, el país se muere de hambre. Cada dos días, envía al bar a uno de sus sirvientes para recoger la recaudación.

Lucinda llamó a Celina, que volvió a llenarle el vaso de agua.

—Verás, he venido porque esta noche se me ha ocurrido una idea. Cuando los italianos estaban ya bien cargados de alcohol y empezaron a manosearme por todas partes, salí a fumar un cigarrillo. Miré las estrellas y recordé que Henrik me dijo en una ocasión que el cielo estrellado sobre Inhaca era tan claro como el que podía contemplarse en el norte de Suecia.

—¿El cielo de dónde?

—Inhaca. Una isla del océano índico. Hablaba de ella a menudo. Tal vez la visitara varias veces, pues tenía para él un significado especial. De repente recordé que, un día, me dijo algo que puede ser importante: «En Inhaca siempre puedo esconderme». Recuerdo sus palabras a la perfección. A veces meditaba largamente lo que iba a decir. Y así lo hizo en aquella ocasión.

—¿Y qué hacía en Inhaca?

—No lo sé. La gente va allí para nadar, para pasear por la playa, para bucear y pescar o para emborracharse en el hotel.

—Henrik era una persona demasiado impaciente como para vivir de ese modo.

—Precisamente por eso creo que eran otros los motivos que lo llevaban a la isla.

—¿Crees que buscaba allí un lugar donde esconderse?

—No, creo que se veía con alguien.

—¿Qué tipo de gente habita esa isla?

—La mayoría son campesinos y pescadores. Además, hay un centro de investigaciones de biología marina que pertenece a la Universidad Mondlane, algunos comercios y, claro está, el hotel. Eso es todo. Además de, según cuentan, gran cantidad de serpientes. Inhaca es el paraíso de las serpientes.

—Henrik odiaba las serpientes. En cambio, le encantaban las arañas. Una vez, cuando era niño, se comió una.

Lucinda no pareció haberla oído.

—En cierta ocasión, comentó algo que no entendí. Hablaba de un cuadro. De un pintor que vivía en la isla. Pero no lo recuerdo bien.

—¿Dónde estabais cuando te lo contó?

—En la cama de un hotel. Por una vez, no había encontrado ninguna casa vacía en la que pudiéramos estar, así que nos metimos en un hotel. Sí, ese día me habló del cuadro y del pintor. Casi puedo verlo. Era por la mañana y estaba junto a la ventana, de espaldas a mí. No le vi el rostro mientras hablaba.

—¿De qué habíais hablado antes?

—De nada. Acabábamos de despertarnos. Cuando abrí los ojos, ya estaba junto a la ventana.

—¿Y por qué empezó a hablar del pintor y su cuadro?

—No lo sé. Tal vez había soñado algo…

—¿Y qué sucedió después?

—Nada. Volvió a la cama.

—¿Fue esa la única vez que habló del pintor y del cuadro?

—Así es. Jamás volvió a mencionarlo.

—¿Estás segura?

—Sí. Lo cierto es que más tarde comprendí que aquel encuentro en Inhaca había sido de gran trascendencia para él.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Por su tono de voz cuando me hablaba desde la ventana. En realidad, creo que deseaba transmitirme algo, pero no lo consiguió.

—Pues tengo que buscar a ese pintor. ¿Cómo se va a Inhaca? ¿En barco?

—El barco tarda mucho. Lo mejor es ir en avión. Sólo te llevará diez minutos.

—¿Podrías acompañarme?

Lucinda negó con el gesto.

—Tengo una familia que atender. Pero si quieres te ayudaré a reservar habitación y te llevaré al aeropuerto. Creo que hay dos vuelos diarios a la isla.

Louise vaciló un instante. Aquello era demasiado vago. Sin embargo, debía agarrarse a cualquier asidero, no había otra opción. Intentó imaginarse lo que habría hecho Aron. Pero Aron seguía mudo, desaparecido.

Metió, sin pensarlo mucho, varias prendas en una bolsa, tomó el pasaporte y el dinero y no tardó en estar lista para partir. Avisó a Celina de que estaría fuera hasta el día siguiente, pero sin decirle adónde iba.

Lucinda la llevó al aeropuerto. El calor, sofocante, parecía envolver la ciudad.

—En el hotel hay un recepcionista que se llama Zé. Dile que vas de mi parte y te ayudará —le recomendó Lucinda.

—¿Habla inglés?

—A duras penas. Nunca creas que te ha comprendido del todo. Pregúntale siempre dos veces, para cerciorarte.

Tan pronto como llegaron al aeropuerto, unos niños se abalanzaron sobre ellas para ofrecerse a vigilar el coche o lavarlo. Lucinda les dijo que no en tono paciente, sin alzar la voz.

Enseguida averiguó que, en poco más de una hora, saldría el siguiente vuelo para Inhaca. Y, tras una breve conversación telefónica, le reservó una habitación en el hotel de la isla.

—La pedí para una noche, pero puedes prolongarlo si quieres. Ahora no es temporada alta.

—¿Crees que hará allí más calor que aquí?

—No. En todo caso, más fresco. Es lo que buscan aquellos que pueden permitirse salir de vacaciones.

En la terraza de la terminal había una cafetería donde se tomaron un agua mineral y unos bocadillos. Lucinda señaló el pequeño avión desportillado en el que Louise iba a viajar hasta Inhaca.

—¿Es ahí donde se supone que voy a volar?

—Lo llevan antiguos pilotos militares. Son expertos y muy habilidosos.

—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Acaso los conoces?

Lucinda se echó a reír.

—No creo que debas preocuparte.

Lucinda la acompañó al mostrador de facturación, donde, aparte de Louise, sólo había dos pasajeros: una mujer africana con un niño colgado a la espalda y un europeo que llevaba un libro en la mano.

—Quizás este viaje no sirva de nada.

—De todos modos, en Inhaca estarás a salvo. Nadie te robará. Podrás pasear por la playa sin ningún temor.

—En fin, mañana estaré de vuelta.

—A menos que decidas quedarte.

—¿Por qué iba a quedarme?

—¿Quién sabe?

Los pasajeros subieron al avión en medio de un calor terrible. Louise se mareó y temió desmayarse. Respiró hondo y se aferró a la barandilla de la escalera del avión. Se sentó al fondo. Más adelante, en la fila opuesta, estaba el europeo con su libro abierto.

¿Lo habría visto antes? El rostro no le resultaba familiar, pero le dio la sensación de que reconocía su espalda. De pronto, el miedo la invadió. Para calmarse se dijo que eran figuraciones suyas. No tenía ningún motivo para temer a ese hombre. No era más que un espejismo grabado en lo más hondo de su cerebro.

El avión despegó por fin describiendo un giro sobre la ciudad antes de poner rumbo hacia el mar. A lo lejos se divisaban los pesqueros de velas triangulares, que parecían inmóviles entre las olas. En un abrir y cerrar de ojos, el aparato empezó a descender y, minutos después, las ruedas golpeteaban el suelo de la pista de aterrizaje, que era muy corta, tenía el asfalto resquebrajado y, en las grietas, habían echado raíces las plantas silvestres.

Louise salió al intenso calor. A ella y al europeo los llevaron hasta el hotel en un remolque de tractor. La mujer desapareció a pie con el niño sobre su espalda y se perdió entre la hierba alta. El hombre alzó la mirada del libro y le dedicó una sonrisa, que ella le devolvió.

Ya en el hotel, le preguntó al joven de recepción si se llamaba Zé.

—Hoy libra. Pero volverá mañana.

Se sintió decepcionada y contrariada, pero desechó enseguida la idea de enojarse, dispuesta a no malgastar su energía.

Le indicaron dónde estaba su habitación, vació la bolsa y se tumbó en la cama. Como no fue capaz de quedarse acostada, bajó a la playa. Había marea baja. Algunos pesqueros cuyo casco estaba medio podrido yacían en la arena sobre un costado, como ballenas varadas. Fue caminando con los pies en el agua y, a través de la calima, vio a un grupo de hombres que sacaban sus redes.

Estuvo con los pies en la cálida agua durante varias horas, con la mente vacía de todo contenido.

Al anochecer, fue a cenar al restaurante del hotel. Optó por tomar pescado, pidió vino y volvió ebria a su habitación. Ya en la cama, marcó el número del móvil de Aron. Las señales de llamada se oían una tras otra, pero nadie respondió. Le escribió un breve mensaje: «Te necesito aquí conmigo» y se lo envió. Se sintió como si hubiese lanzado al cosmos un mensaje que jamás sabría si había alcanzado a su destinatario.

Cayó vencida por el sueño, pero un ruido la despertó sobresaltándola. Aplicó el oído en la oscuridad. ¿Habría surgido de su interior? ¿La habrían despertado sus propios ronquidos? Encendió la lamparita y comprobó que eran aún las once de la noche. Dejó la luz encendida, colocó bien los almohadones y se dio cuenta de que estaba totalmente despabilada. La sensación de embriaguez había desaparecido.

De súbito, un recuerdo se abrió camino en su mente. Se trataba de un dibujo hecho por Henrik en los años más difíciles de su adolescencia. En esa época, se mostraba inaccesible, vivía oculto en una cueva donde ella tenía prohibida la entrada. Tampoco Louise había llevado bien su propia adolescencia, un periodo de complejos y de acné, de ideas de suicidio y de ira sentimental por las injusticias del mundo. Henrik era su opuesto: todo lo volvía hacia dentro. Un día, sin embargo, abandonó su cueva y, en silencio, le dejó un dibujo sobre la mesa de la cocina. Toda la superficie del papel estaba cubierta de color rojo como la sangre, con una sombra negra que arrancaba de la parte inferior de la hoja. Eso era todo. Henrik no llegó a explicarle el significado del dibujo, ni tampoco para qué se lo había entregado. Pero ella creyó haberlo entendido.

Sufrimiento y desesperación siempre enfrentados, la lucha singular que, finalmente, cuando ya ha pasado la vida, siempre se resuelve sin un vencedor al que aclamar.

Había conservado el dibujo. Lo guardaba en una vieja cómoda que había en casa de Artur.

¿Le habría enviado Henrik algún dibujo a Aron? Aquella era otra de las preguntas que le habría gustado hacerle.

El aire acondicionado emitía un leve murmullo; un insecto con muchas patas caminaba boca abajo recorriendo lenta y metódicamente el techo.

Una vez más, intentó repasar mentalmente lo sucedido. Con todos los sentidos alerta, trató de hallar un contexto y una explicación al hecho de que su hijo hubiese muerto. Avanzaba con cautela, imaginando que Aron estaba allí, a su lado. Ahora lo sentía cerca, más cerca que nunca, como en aquella época, al principio de su matrimonio, en que se amaban profundamente el uno al otro y temían poner demasiada distancia entre los dos.

Intentaba ordenar sus pensamientos como si mantuviese con Aron una conversación o le escribiese una carta. Si estaba vivo, comprendería lo que ella quería comprender y le ayudaría a interpretar aquello que ella aún ni sospechaba.

Henrik murió en su cama de Estocolmo, con el cuerpo atiborrado de somníferos. Llevaba pijama y se había tapado con la sábana hasta la barbilla. Así fue su final, pero ¿era también el final de una historia o era algo que aún persistía? ¿Era la muerte de Henrik tan sólo un eslabón de una larga cadena? Algo descubrió en África, entre los moribundos de Xai-Xai. Algo que hizo que su repentina alegría o, más bien, el abatimiento que ya no lo caracterizaba, tal y como lo había expresado Nazrin, se convirtiese en miedo. Sin embargo, había también vestigios de ira, de deseos de rebelarse. Pero ¿rebelarse contra qué? ¿Contra algo que él llevaba en su interior? ¿Contra el hecho de que sus pensamientos, su cerebro, estuviesen siendo robados o escondidos, tal y como había sucedido con el cerebro de Kennedy después de su asesinato en Dallas? ¿O sería más bien él quien tenía el propósito de introducirse en el cerebro de otra persona?

Louise proseguía su razonar a tientas, como a través de los espesos bosques de Sveg, donde la broza y la maleza llegaban a imposibilitar el tránsito.

En Barcelona tenía alquilado un apartamento cuya existencia todos ignoraban y disponía de mucho dinero. Recopilaba artículos sobre extorsiones a enfermos de sida. Y una especie de miedo empezó a crecer en su interior. Pero ¿de qué tenía miedo? ¿Acaso comprendió demasiado tarde que se había adentrado en un territorio en el que se exponía a serios peligros? ¿Habría visto algo que no debía ver? ¿Habría reparado alguien en su presencia o habrían logrado leerle el pensamiento?

En todo aquello faltaba una pieza. Henrik había estado siempre solo, pese a que siempre se había rodeado de otras personas: Nazrin, Lucinda, Nuno da Silva, Lars Håkansson, a quien le unía una incomprensible amistad. Pero estaba solo. Estas personas apenas si aparecen en sus notas, casi nunca las menciona.

Debieron de existir otros hombres y mujeres. Henrik no era un lobo solitario. ¿Quiénes serían los demás? ¿Estarían en Barcelona o en África? A mí me habló a menudo de la maravilla del mundo electrónico, con el que podía crearse una red de alianzas con gente de todo el mundo.

Se dio por vencida. Aquello no le llevaba a ningún lado; la capa de hielo era demasiado delgada y sus pies terminaban siempre por atravesarla. «Soy demasiado impaciente y hablo sin haber terminado de escuchar. Debo seguir buscando otras piezas, aún no ha llegado el momento de empezar a colocar las que tengo para ver cuál es el motivo del rompecabezas».

Bebió agua de una botella que se había llevado del restaurante. El insecto había desaparecido del techo. Louise cerró los ojos.

La despertó el timbre del teléfono, que vibraba y parpadeaba sobre la mesita. Contestó adormilada, oyó un ruido, alguien que escuchaba al otro lado, pero la comunicación terminó por interrumpirse.

Era poco más de medianoche. Se sentó en el borde de la cama. ¿Quién habría llamado? Aquel silencio nada le decía. Las notas de una melodía se oían tenues desde el bar del hotel y decidió ir allí. Si tomaba algo de vino, tal vez lograría volver a conciliar el sueño.

El bar estaba prácticamente desierto. Un hombre mayor, a todas luces europeo, estaba sentado en un rincón en compañía de una africana muy joven. Louise sintió un profundo malestar. Por un instante, se imaginó al obeso hombre blanco desnudo y echado sobre aquella muchacha negra que no podía tener más de diecisiete o dieciocho años. Y Lucinda, ¿se habría visto también ella obligada a vivir aquella experiencia? ¿Habría presenciado Henrik algo similar a lo que ella veía en ese momento?

Se tomó dos copas de vino, una detrás de otra, firmó la cuenta y salió del bar. Soplaba una cálida brisa nocturna. Pasó junto a la piscina y dejó atrás las luces de las ventanas. Jamás había contemplado un firmamento como el que ahora se extendía sobre su cabeza. Buscó con la mirada hasta que creyó descubrir la constelación de la Cruz del Sur. Aron la había descrito en una ocasión como «la salvadora de los marinos del hemisferio sur». Aron siempre la sorprendía con sus conocimientos inesperados acerca de los más diversos temas. También Henrik había mostrado a veces un misterioso interés por lo inesperado. Cuando tenía nueve años, quería escaparse de la escuela para viajar hasta la morada de los caballos salvajes de las estepas del Kirguistán. No obstante, no se marchó, pues no quería dejarla sola. En otra ocasión, aseguró que pensaba convertirse en marino y aprender a llevar un velero él solo. Pero no para dar la vuelta al mundo en el más breve tiempo posible; tampoco para demostrar que podría sobrevivir. Su sueño era comprobar que podía vivir a bordo de una embarcación durante diez, quizá veinte años, sin poner un pie en tierra.

Louise sintió que el dolor acudía a su corazón. Henrik jamás se convirtió en marino ni en buscador de caballos salvajes en las estepas rusas. Pero estaba consiguiendo convertirse en una buena persona hasta que alguien le puso un pijama a modo de mortaja.

Había llegado a la playa. Había marea alta y las olas rodaban deslizándose hasta la orilla. La oscuridad engullía el perfil de los pesqueros que descansaban sobre la arena. Se quitó las sandalias y bajó hasta el rompeolas. Al sentir el calor, se sintió transportada al Peloponeso. Como una potente oleada, le invadió la nostalgia. Añoraba su trabajo en las grutas polvorientas, a los compañeros del equipo, a los estudiantes, curiosos pero descuidados, a los amigos griegos… Añoraba verse en la oscuridad, ante la casa de Mitsos, y fumarse uno de sus cigarrillos mientras los perros ladraban y el tocadiscos reproducía melancólicas piezas de música griega.

Un cangrejo pasó corriendo sobre uno de sus pies. Se divisaban en la distancia las luces de la ciudad de Maputo. Y de nuevo le vino a la mente Aron: «La luz puede recorrer largos trechos sobre aguas oscuras. Imagínate la luz como un caminante que se aleje o que se acerque a ti cada vez más. En la luz hallarás tanto a tus amigos como a tus enemigos».

Aron había añadido algo más, recordó Louise. Pero el hilo de sus pensamientos se interrumpió.

Contuvo la respiración. Alguien se ocultaba entre las sombras, alguien que la observaba. Se dio la vuelta. Oscuridad, la luz del bar a una distancia que se le antojaba infinita. Estaba aterrada y el corazón se le salía del pecho. Allí había alguien que la vigilaba.

Empezó a gritar, a aullar en medio de la noche, hasta que vio la luz de unas linternas que se aproximaban desde el hotel. Cuando las luces la bañaron, se sintió como un animal.

Dos hombres se acercaban, el jovencísimo de recepción y uno de los camareros del bar. Le preguntaron qué la había hecho gritar, si estaba herida o si le había mordido una serpiente.

Ella negó con un simple gesto, tomó la linterna que llevaba el recepcionista e iluminó con ella la playa. No se veía a nadie. Pero había habido alguien. Estaba convencida.

Regresaron al hotel. El recepcionista la acompañó hasta su habitación. Una vez allí, se tumbó en la cama, resignada a soportar la vigilia hasta el amanecer. Sin embargo, finalmente, logró dormirse. En su ensoñación recreó el vuelo de los papagayos rojos de Apollo Bay. Eran muchos, una gran bandada, en mudo aleteo.