14

Apoyada en la ventana, observó cómo el sol surgía de las aguas. En una ocasión, cuando era pequeña, su padre le contó un cuento en el que el mundo era una biblioteca gigantesca abarrotada de amaneceres y de crepúsculos. Louise jamás había comprendido del todo lo que Artur quería decirle ni cómo los movimientos del sol podían compararse con la escritura. Tampoco ahora, mientras contemplaba cómo la luz se extendía sobre la superficie del agua, era capaz de captar su idea.

Consideró la posibilidad de llamarlo para preguntárselo, pero desistió enseguida.

En cambio, se sentó en el pequeño balcón y marcó el número del hotel de Barcelona. Le respondió Xavier. No habían tenido noticias ni del señor Cantor ni de la policía. Si hubiesen sabido algo acerca del señor Cantor, el señor Castells se lo habría comunicado.

—Claro que tampoco hemos recibido ninguna mala noticia —gritó el recepcionista, como si la distancia entre Barcelona y el sur de África fuese demasiado grande para mantener una conversación en un tono normal.

La conexión se cortó pero ella no volvió a llamar, puesto que le habían confirmado sus sospechas. Aron seguía desaparecido.

Se vistió y bajó al comedor. El viento del mar era refrescante. Había terminado de comer cuando alguien se dirigió a ella llamándola por su nombre, «señora Cantor», aunque con el acento en la última sílaba. Cuando se volvió a mirar, halló el rostro barbudo de un hombre mulato, tan europeo como africano. Tenía una mirada despierta. Cuando hablaba, dejaba al descubierto sus dientes cariados. Era corpulento, de baja estatura e impaciente.

—¿Louise Cantor?

—Sí, soy yo.

Su inglés tenía un fuerte acento portugués, pero era fácil de comprender. Sin preguntar siquiera, el hombre colocó una silla frente a ella y tomó asiento. A la camarera, que ya se dirigía hacia ellos, la despachó con un gesto de la mano.

—Soy Nuno da Silva, amigo de Lucinda. Me ha dicho que estaba aquí y que Henrik había muerto.

—No sé quién es usted.

—Por supuesto que no lo sabe. No llevo aquí ni un minuto.

—¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Conocía a mi hijo?

—Nuno da Silva. Soy periodista. Henrik vino a verme hace unos meses. Me hizo unas preguntas, preguntas importantes. Estoy acostumbrado a que la gente me solicite, pero casi siempre es en vano.

Louise intentó recordar si en algún pasaje de las notas de Henrik había leído su nombre, pero no halló en su memoria a ningún Nuno da Silva.

—¿Qué tipo de preguntas?

—En primer lugar, dígame qué ha ocurrido. Según Lucinda, Henrik murió en su cama. ¿Dónde estaba su cama?

—¿Por qué me hace una pregunta tan extraña?

—Porque me dio la impresión de ser un joven con tendencia a cambiar su cama de sitio con frecuencia, un muchacho en movimiento constante. Cuando lo conocí, pensé enseguida que me recordaba a mí mismo hace veinticinco años.

—Murió en Estocolmo.

—Yo visité esa ciudad en una ocasión. Fue en 1974. Los portugueses perdían sus guerras en las colonias africanas y los militares estaban a punto de rebelarse en Lisboa. Se celebraba una conferencia, y aún sigo sin saber quién pagó mi viaje y me consiguió el visado. Pero fue muy alentador ver a tantos jóvenes suecos, tan seguros en su país, sin la menor experiencia de los horrores de la guerra o de la opresión colonial, apoyar nuestra causa con tanto ardor. Aunque también pensé que era un país de lo más curioso.

—¿En qué sentido?

—Verá, durante todo el día no hacíamos más que hablar de libertad. Pero resultaba imposible encontrar un lugar donde tomarse una cerveza después de las diez de la noche. Todo estaba cerrado o el alcohol estaba prohibido. Y nadie supo explicarme por qué. Así que los suecos nos comprendían a nosotros, pero no a sí mismos. En fin, ¿qué le pasó a Henrik?

—Los médicos certificaron que su cuerpo contenía una gran dosis de somníferos.

—¡Él jamás se habría suicidado! ¿Es que estaba enfermo?

—No, no estaba enfermo.

«¿Por qué miento? ¿Por qué no le digo que tal vez fuese el miedo a la enfermedad lo que lo mató? Quizá porque yo aún no creo que sea así. Es cierto que estaba enfermo, pero él habría luchado contra la enfermedad. Y no me lo habría ocultado».

—¿Cuándo ocurrió?

—El 17 de septiembre.

El hombre de cabello oscuro reaccionó con vehemencia.

—¡Pero si me llamó por teléfono pocos días antes!

—¿Está seguro?

—Soy periodista, pero también editor de un periódico; mi pequeño diario fotocopiado sale todos los días menos los domingos. Así que tengo un almanaque incorporado en mi cerebro. Me llamó un martes y, según dice, usted lo encontró muerto el viernes siguiente.

—¿Qué quería?

—Hacerme unas preguntas cuya respuesta no podía esperar.

El comedor empezaba a llenarse de huéspedes que acudían a desayunar, en su mayor parte sudafricanos altaneros de barrigas hinchadas. Louise vio que Nuno estaba cada vez más irritado.

—Nunca vengo a este lugar. No hay nada en él que hable de la realidad de este país. Este hotel bien podría estar en Francia, en Inglaterra o, por qué no, en Lisboa. Aquí han barrido la pobreza, le prohíben mostrarse.

—Pensaba irme hoy mismo.

—Henrik jamás habría puesto un pie aquí, a no ser que algún asunto se lo hubiese exigido.

—¿Como cuál?

—Por ejemplo, verse con su madre para decirle que debería dejar este hotel. ¿No podemos sentarnos fuera?

Se levantó sin esperar su respuesta y cruzó rápidamente la terraza.

—Una excelente persona —le comentó la camarera a Louise—. Él cuenta lo que todos los demás callan. Pero se arriesga demasiado.

—¿Por qué?

—La verdad siempre es peligrosa. Nuno da Silva no tiene miedo. Es muy valiente.

Nuno estaba apoyado en la barandilla y miraba el mar, como ausente. Ella se colocó a su lado. Un toldo extendido que se mecía a la leve brisa los protegía del sol.

—Vino a verme con sus preguntas. Aunque eran más bien afirmaciones. Y comprendí enseguida que estaba sobre alguna pista.

—¿Qué clase de pista?

Nuno da Silva movió la cabeza en gesto impaciente. No le gustaba que lo interrumpiesen.

—Nuestro primer encuentro se inició con una catástrofe menor. Se presentó en la redacción del periódico y me preguntó si quería convertirme en su Virgilio. Yo apenas presté atención a lo que me decía, pero claro que conocía a Virgilio y a Dante. Pensé que era un estudiante entrado en años que, por alguna razón inescrutable, deseaba hacerse notar. De modo que le contesté de mala manera. Le dije que se fuese al cuerno y que dejase de molestarme. Entonces se disculpó, no buscaba a ningún Virgilio y él no era ningún Dante, sólo quería hablar. Le pregunté por qué había acudido precisamente a mí, y me explicó que Lucinda le había aconsejado que se pusiera en contacto conmigo. Pero, sobre todo, porque aquellos con quienes hablaba terminaban por mencionar mi nombre, tarde o temprano. Yo soy la confirmación viviente de lo desesperante que es la situación aquí y ahora. Soy casi el único que cuestiona el estado de las cosas, el abuso de poder, la corrupción. Le pedí que esperase un poco, porque tenía que terminar un artículo. Sin decir nada, se sentó en una silla dispuesto a esperar. Cuando terminé, salimos fuera. Mi periódico tiene sus locales en un viejo garaje situado en una finca. Así que nos sentamos sobre unos bidones de gasolina que hemos juntado para que sirvan de banco, bastante incómodo, por cierto. Pero son asientos muy prácticos, puesto que te agota sentarte a descansar en ellos. La holgazanería suele dar dolor de espalda.

—Pues no es el caso de mi padre. Él trabajaba como talador de árboles. Tiene la espalda destrozada, pero le aseguro que no es por holgazán.

Nuno da Silva fingió no haberla oído.

—Henrik había leído algunos artículos míos sobre el sida. Estaba convencido de que yo tenía razón.

—¿A propósito de qué?

—Sobre las causas de la epidemia. No me cabe la menor duda de que los chimpancés muertos y las personas que comieron carne de mono están relacionados con la enfermedad. Pero el que un virus tan habilidoso para ocultarse, para esconderse, para transformarse y resurgir constantemente bajo nuevas apariencias no haya contado con alguna ayuda para difundirse, ¡eso no me lo creo! Nadie me convencerá de que este virus no tiene su origen en algún laboratorio secreto, de esos que el gobierno norteamericano buscó en vano en Irak.

—¿Existe alguna prueba de lo que dice?

La impaciencia de Nuno da Silva se transformó en enojo manifiesto.

—Siempre se exigen pruebas inmediatas para lo evidente. Y suelen encontrarse, tarde o temprano. Lo que los antiguos colonos solían decir en su época sigue vigente: «África sería el paraíso en la Tierra, de no ser por tanto maldito africano como la habita». El sida es un instrumento para eliminar a los negros de este continente. El que mueran unos cuantos homosexuales de Estados Unidos y algunos con una vida sexual normal es una pérdida menor. Esa cínica idea puedes descubrirla en cualquiera de las personas que se creen con derecho a dominar el mundo. Henrik razonaba como yo. Pero tenía su propio añadido, que recuerdo literalmente: «Los hombres de África están exterminando a las mujeres».

—¿Qué quería decir con eso?

—Las mujeres tienen muy pocas posibilidades de protegerse. El dominio masculino en este continente es devastador. Aquí predominan tradiciones patriarcales, que no pretendo defender en modo alguno, pero eso no les da derecho a los laboratorios de Occidente a destruirnos.

—¿Qué pasó después?

—Hablamos durante una hora, más o menos. Henrik me gustó. Le propuse que escribiera sobre ello en los periódicos europeos, pero me respondió que era demasiado pronto. «Todavía no». Lo recuerdo muy bien.

—¿Por qué cree que lo dijo?

—Quería seguir una pista, pero no me reveló cuál. Me di cuenta de que no deseaba hablar de ello. Después nos despedimos. Le pedí que volviese a visitarme, pero nunca lo hizo. —El hombre echó un vistazo a su reloj—. Tengo que irme.

Ella intentó retenerlo.

—Alguien lo mató. Y tengo que saber quién fue y por qué lo hizo.

—Le he contado todo lo que me dijo. No sé qué buscaba. Aunque puedo imaginármelo.

—¿Y qué es lo que se imagina?

Él negó con un gesto.

—Son figuraciones mías. Nada más. Es posible que lo que averiguó resultase una carga demasiado pesada de llevar. La gente puede morir por saber demasiado del sufrimiento ajeno.

—Pero dice usted que él tenía una pista, ¿no?

—Bueno, yo creo que esa pista estaba en su interior. Era un pensamiento. En realidad, nunca comprendí de verdad lo que quería decir. La conexión que él buscaba no estaba nada definida. Hablaba del contrabando de drogas, de grandes cargamentos de heroína procedentes de las plantaciones de opio de Afganistán. De embarcaciones que atracaban por las noches en los muelles de Mozambique, de motoras que recogían cargas, de transportes realizados en la oscuridad a través de fronteras no vigiladas hacia Sudáfrica y, desde allí, hacia el resto del mundo. Aunque las sumas que se han de pagar para sobornar a policías, empleados de aduanas, fiscales, jueces, empleados estatales y, por supuesto, a los ministros implicados, sean desorbitadas, los beneficios son enormes. Los estupefacientes mueven hoy día tanto dinero como la totalidad de la industria turística. Más que la fabricación de armamento. Henrik hablaba, aunque no con demasiada claridad, de la relación entre este hecho y la epidemia del sida. Pero ignoro de dónde obtuvo la información. En fin, tengo que marcharme ya.

Se despidieron ante el hotel.

—Voy a alojarme en casa de un empleado de la embajada sueca llamado Lars Håkansson.

Nuno da Silva hizo una mueca.

—Sí, una persona interesante.

—¿Lo conoce?

—Soy periodista y, por tanto, es mi obligación conocer todo aquello que hay que conocer. Tanto sobre las personas como sobre la realidad.

Le estrechó la mano con toda rapidez, se dio la vuelta y se perdió en la calle. Era evidente que tenía prisa.

El intenso calor empezaba a atormentarla y regresó a su habitación. Era imposible malinterpretar la expresión de Nuno da Silva. Lars Håkansson no le inspiraba el menor respeto.

Miró al techo intentando decidir cuál de sus arcos tensaría. ¿Debía evitar a Lars Håkansson? Sin embargo, Henrik había vivido en su casa. «Tengo que conocer los lugares en los que Henrik haya dejado huella», resolvió.

Eran las nueve y cuarto cuando llamó a Artur. Por el tono de su voz, comprendió que había estado esperando su llamada. A Louise se le hizo un nudo en la garganta. Tal vez hubiese estado esperando despierto toda la noche…

Ahora sólo estamos él y yo. Los demás han desaparecido.

Pensó que lo tranquilizaría saber que todo iba bien y que iba a mudarse a casa de un empleado de la embajada sueca. Artur, por su parte, le contó que ahora nevaba con más intensidad y que habían caído más de diez centímetros durante la noche. Además, había encontrado un perro muerto en la carretera cuando salió a buscar el periódico.

—¿Qué le había pasado?

—Pues no vi indicios de que lo hubiesen atropellado. Parecía más bien que le habían volado la cabeza de un disparo y que lo habían arrojado después a la carretera.

—¿Lo conocías?

—No. No era de por aquí. Pero me pregunto cómo puede nadie odiar tanto a un perro.

Tras la conversación telefónica, se quedó tumbada en la cama. ¿Cómo puede nadie odiar tanto a un perro? Pensó en lo que le había contado Nuno da Silva. ¿Tendría razón al decir que la terrible epidemia de sida había sido causada por una conspiración cuyo objetivo sería exterminara los habitantes del continente africano? ¿Formaría parte Henrik de esas «pérdidas menores» de las que hablaba? A ella se le antojaba un puro despropósito. Tampoco le parecía verosímil que Henrik lo hubiese creído así. No habría defendido una teoría relacionada con una conspiración que no superase una revisión exhaustiva.

Se sentó en la cama y se arropó con la sábana. El aire acondicionado la hacía estremecer y le erizaba la piel de los brazos.

¿Qué pista sería la que Nuno da Silva creyó que Henrik seguía? Una pista que se hallaba en su interior. ¿Cuál era el arco que había tensado Henrik? ¿Hacia dónde apuntaba su flecha? No lo sabía, pero sentía que se acercaba a un descubrimiento importante.

Lanzó una maldición, en voz alta. Después se levantó y se mantuvo largo rato bajo el agua fría de la ducha, hizo su maleta, y acababa de pagar la habitación cuando llegó Lars Håkansson.

—Precisamente estaba pensando que, si yo hubiese sido varón, mi padre me habría llamado Lars.

—Un nombre excelente. Fácil de pronunciar en todos los idiomas, salvo, tal vez, para los hablantes de chino mandarín. Lars Herman Olof Håkansson. Lars por mi abuelo paterno, Herman por mi abuelo materno, que era oficial de marina, y Olof por Olof Skötkonung[5]. Con ellos como santos patronos, me paseo yo por la vida.

Ya, pero a Lucinda querías llamarla Julieta. ¿Por qué te excitaba el hecho de cambiarle el nombre?

Le pidió que escribiese su dirección en un papel y fue a dejárselo a la recepcionista, indicándole que, cuando una joven llamada Lucinda acudiese a preguntar por ella, se lo entregase.

Lars Håkansson estaba algo apartado, perdido en sus pensamientos, pero ella habló en voz baja para que él no la oyese.

La casa estaba en una calle llamada Kaunda, en el barrio de los diplomáticos, plagado de banderas de un sinfín de países. Villas rodeadas de gruesos muros, vigilantes uniformados, perros ladradores. Atravesaron una verja metálica y un hombre que estaba trabajando en el jardín tomó sus maletas, pese a que Louise insistió en llevarlas ella misma.

—La casa la mandó construir un médico portugués —le explicó Lars Håkansson—. En 1974, cuando los portugueses finalmente comprendieron que los negros no tardarían en liberarse, se marchó. Dicen que dejó un barco de vela en el puerto y un piano que se pudrió en el muelle, porque nunca lo cargaron a bordo de la embarcación que partía hacia Lisboa. El Estado se quedó con las casas vacías. Ahora, el Estado sueco alquila esta. Es decir, que mi alquiler lo pagan los contribuyentes suecos.

Un jardín rodeaba la casa. En la parte posterior se erguían algunos árboles de gran altura. Un pastor alemán encadenado la observaba reticente. En el interior de la casa había dos sirvientas, una vieja, otra joven.

—Graça —dijo Lars Håkansson mientras Louise saludaba a la mujer de más edad—. Se encarga de la limpieza, aunque es demasiado mayor para eso. Pero ella quiere seguir. Creo que soy la decimonovena familia sueca para la que trabaja.

Graça agarró las maletas de Louise con decisión y empezó a subir con ellas las escaleras. Louise miró aterrada a la escuálida mujer.

—Celina —volvió a presentar Lars Håkansson, y Louise saludó a la mujer joven—. Es muy despierta y cocina bastante bien. Si necesitas algo, pídeselo a ella. Aquí, durante el día, siempre hay alguien. Esta noche llegaré tarde. Cuando tengas hambre, no tienes más que decirlo y te servirán lo que quieras. Celina te mostrará tu habitación.

Håkansson estaba ya en el jardín, a punto de abrir la verja, cuando Louise le dio alcance.

—¿Es la misma habitación que usaba Henrik?

—Creí que te gustaría que así fuese. De lo contrario, puedes acomodarte en otra. La casa es grande. Según dicen, el doctor Sá Pinto tenía una familia muy numerosa. Y había un dormitorio para cada hijo.

—No, sólo quería saberlo.

—Bien, pues ya lo sabes.

Louise volvió a entrar en la casa. Celina la esperaba junto a la escalera. Graça había bajado del piso superior y se la veía ir y venir por la cocina. Louise siguió a Celina escaleras arriba a través de la casa, que era toda ella de un blanco reluciente. Entraron en una habitación en la que la humedad había amarilleado el enlucido de la pared y se percibía un ligero olor a moho. De modo que allí había dormido Henrik. La habitación, no muy grande, estaba ocupada principalmente por una cama. La ventana tenía una reja, como en una cárcel. Su bolso estaba sobre la cama. Abrió la puerta del armario, que no contenía más que un palo de golf.

Se quedó inmóvil junto a la cama e intentó imaginarse a Henrik en aquella habitación. Pero su hijo no estaba allí. No encontraba su rastro.

Deshizo la maleta y buscó hasta dar con un cuarto de baño, después de haber echado un vistazo al amplio dormitorio de Lars Håkansson. ¿Habría dormido Lucinda, o Julieta, como él pagaba por llamarla, en aquella cama?

Un intenso malestar la azotó con toda su fuerza. Bajó de nuevo a la planta baja, sacó el corcho de una botella de vino medio vacía y se la llevó a los labios.

Demasiado tarde, descubrió que Graça la observaba junto a la puerta entreabierta.

A las doce, le sirvieron una tortilla. Le pusieron la mesa como si estuviese en un restaurante, pero ella apenas si tocó la comida.

«El vacío que se crea antes de tomar una decisión», reflexionó. «En realidad, soy consciente de que debería irme de aquí lo antes posible».

Se tomó el café en la parte posterior de la casa, donde el calor no apretaba tanto. El perro yacía tumbado entre cadenas y la contemplaba alerta. Poco a poco, el sueño se apoderó de ella. Despertó al notar que Celina le rozaba ligeramente el hombro.

—Tiene visita —anunció la mujer.

Louise se incorporó adormilada. Había soñado con Artur y con algo que había ocurrido cuando ella era niña. De nuevo habían salido a nadar por las oscuras aguas de la laguna. Eso era cuanto recordaba.

Cuando entró en el comedor, vio que Lucinda la esperaba sentada.

—¿Estabas dormida?

—Mi dolor y mi sueño se confunden. Nunca he dormido tanto y tan poco como desde que murió Henrik.

Celina entró en el comedor y preguntó algo en su lengua africana. Lucinda respondió y Celina se marchó. Louise pensó que la joven se movía con tal ligereza…, como si sus pies no tocasen el suelo de madera de color castaño oscuro.

—¿De qué hablabais? No he entendido ni una palabra.

—Me ha preguntado si quería beber algo, pero le he dicho que no y le he dado las gracias.

Lucinda iba vestida de blanco y llevaba zapatos de tacón alto. Tenía el pelo trenzado y anudado en la parte alta de la cabeza.

Lucinda es muy hermosa. Y ha compartido la cama con Henrik, igual que con Lars Håkansson.

La idea le resultó de lo más desagradable.

—Me gustaría hablar contigo mientras damos un paseo en coche —propuso Lucinda.

—¿Adónde?

—Fuera de la ciudad. A un lugar que significaba mucho para Henrik. Volveremos esta misma noche.

El coche de Lucinda estaba a la sombra de un jacarandá en flor. Algunas flores color azul lavanda habían caído sobre el capó rojo. Era un coche viejo y abollado. Cuando Louise entró, percibió un agradable olor a fruta.

Atravesaron la ciudad. En el coche hacía mucho calor, y Louise tenía el rostro vuelto hacia la ventanilla abierta para sentir mejor el aire. El tráfico era caótico, los vehículos se cruzaban desde todas partes. Pensó que, si hubieran estado en Suecia, a la mayoría de aquellos coches se les habría negado el permiso de circulación. Pero no estaban en Suecia, estaban en un país de África oriental y Henrik había estado allí poco antes de morir.

Se acercaban a las afueras de la ciudad: almacenes destrozados, todas las aceras en mal estado, coches oxidados y un interminable fluir de gente. Cuando se detuvieron ante un semáforo en rojo, Louise vio a una mujer con un gran cesto en la cabeza, y a otra que hacía equilibrio con dos zapatos de tacón rojos, también con un cesto sobre la cabeza. «Cargas y más cargas por todas partes», concluyó Louise. «Como las que veo sobre las cabezas de las mujeres. Y en su interior llevarán otras cargas que yo sólo puedo sospechar».

Lucinda giró en un cruce suicida donde los semáforos no funcionaban, y avanzó con determinación a través de la maraña de vehículos. Louise distinguió un indicador en el que se leía Xai-Xai.

—Vamos hacia el norte —explicó Lucinda—. Si siguieras en esta dirección, llegarías a tu país. Luego giraremos hacia el este.

Dejaron atrás un gran cementerio. Junto a la verja de entrada se agolpaban varios cortejos fúnebres. De repente, ya estaban fuera de la ciudad; el tráfico disminuyó y en torno a la carretera menudeaban casas bajas de barro y chapas de hojalata. La naturaleza empezó a dominar: alta hierba y, en la distancia, altas montañas, todo en distintos tonos de verde. Lucinda se concentraba en la conducción. Hileras de camiones sobrecargados y autobuses que vomitaban negras nubes de gases bloqueaban la carretera y apenas si había posibilidades de adelantar. Louise observaba a la gente que había en los campos. Vio a algunos hombres, pero la mayoría eran mujeres, azadas que se alzaban para luego caer, espaldas dobladas y, a lo largo de los arcenes, un constante río de personas a pie.

—Este es el coche de Henrik —le dijo Lucinda de pronto.

Acababa de adelantar a uno de los autobuses que echaban humo y la carretera se extendía ante ellas recta y despejada.

—Lo compró por cuatro mil dólares —continuó—. Pagó demasiado por él. Cuando se marchó, me pidió que se lo cuidase hasta que él volviera. Supongo que ahora es tuyo.

—No, no es mío. Pero ¿para qué necesitaba un coche?

—Le gustaba conducir. Sobre todo, desde que empezó a visitar el lugar al que ahora vamos.

—Todavía no sé qué lugar es ése.

Lucinda no respondió y Louise no volvió a preguntarle sobre ello.

—El coche se lo compró a un danés que lleva viviendo aquí muchos años y tiene un pequeño taller de mecánica. Todo el mundo conoce a Carsten, un hombre amable con una tripa enorme, casado con una mujer negra, menuda y bajita, de Quelimane. Siempre están discutiendo, en particular los domingos, cuando salen a pasear por la playa. A todo el mundo le encanta oírlos discutir, pues se ve claramente que se quieren mucho.

Estuvieron en el coche algo más de una hora, la mayor parte del tiempo en silencio. Louise seguía con la mirada el cambiante paisaje. A veces le parecía poder recrear el entorno invernal de Härjedalen con sólo sustituir por blanco el verde y el marrón del paraje. También existía allí la naturaleza griega del Peloponeso. «Con las piezas de la naturaleza pueden construirse todos los tipos de paisaje», se decía.

Lucinda fue reduciendo y torció para salir de la carretera, hasta llegar a una parada de autobús y un pequeño mercado. La tierra del camino estaba pisoteada y en algunos puestos vendían cerveza, refrescos y plátanos. Unos niños que llevaban neveras entre sus manos se acercaron al coche a la carrera. Lucinda les compró dos botellas de agua con gas y le dio una a Louise antes de espantar a los pequeños, que la obedecieron enseguida sin empeñarse en intentar venderles sus paquetes de galletas sudafricanas.

—Solíamos venir aquí —reveló Lucinda.

—¿Tú y Henrik?

—A veces no comprendo tus preguntas. ¿Con quién, si no, iba yo a venir aquí? ¿Con alguno de mis antiguos clientes?

—No tengo la menor idea de la vida que Henrik llevaba en este país. ¿Qué era lo que quería? ¿Adónde vamos?

Lucinda contempló a unos niños que jugaban con un cachorro de perro.

—La última vez que vinimos aquí, me dijo que le encantaba este lugar. Aquí se terminaba el mundo; o empezaba, tanto da. Aquí nadie podría encontrarlo.

—¿Eso dijo?

—Sí, recuerdo perfectamente sus palabras. Le pregunté a qué se refería, porque no acababa de entenderlo. A veces era tan dramático… Pero cuando me habló del principio y el fin del mundo, estaba muy tranquilo. Era como si el miedo que siempre lo doblegaba desapareciese de repente, al menos, durante un instante fugaz.

—¿Y qué te respondió?

—Nada. Guardó silencio. Y después nos fuimos. Eso fue todo. Que yo sepa, nunca volvió aquí. No sé por qué se fue de Maputo. Ni siquiera sabía que pensaba irse. De pronto, ya no estaba. Y nadie sabía nada.

Igual que Aron. El mismo modo de huir, sin decir una palabra, sin una explicación. Igual que Aron.

—Sentémonos a la sombra —propuso Lucinda al tiempo que abría la puerta del coche. Louise la siguió hasta un árbol cuyo tronco se curvaba formando un nudoso banco en el que había sitio para las dos—. Sombra y agua —dijo Lucinda—. Son cosas que solemos compartir en los países cálidos. ¿Qué es lo que se comparte en los países fríos?

—El calor. Un griego famoso le pidió una vez a un poderoso general, que le había prometido cumplir su mayor deseo, que lo que quería era que se apartase, porque le quitaba la luz del sol.

—Tú y Henrik os parecéis. Los dos mostráis la misma especie de… impotencia.

—¡Gracias!

—No era mi intención herirte.

—No, te lo agradezco de verdad, porque dices que me parezco a mi hijo.

—¿No es más bien al contrario, que tu hijo se parece a ti? En eso somos distintas tú y yo. Yo no creo que nadie pueda rastrear su origen en el futuro. No puedes acercarte a lo desconocido por venir sin ser consciente en todo momento de lo que hubo antes.

—Sí, por esa razón he dedicado toda mi vida a la arqueología. Sin los fragmentos y los susurros del pasado, no hay presente, ni futuro, ni nada. Tal vez tengamos más puntos en común de los que tú crees, ¿no?

Los niños que jugaban con el flaco perrillo pasaron corriendo ante ellas. El polvo se alzaba de la tierra reseca describiendo remolinos.

Lucinda dibujó con el pie algo que parecía una cruz rodeada por un círculo.

—Vamos camino de un lugar en el que Henrik experimentó un intenso gozo, tal vez incluso algo parecido a la felicidad. Se compró el coche sin explicar para qué lo necesitaba. A veces desaparecía durante varias semanas, sin decir una palabra. Una noche, se presentó en el bar, mucho después de la medianoche, se quedó allí hasta que terminó mi jornada y me llevó a casa en el coche. Me habló de un hombre llamado Christian Holloway, que había levantado varios poblados en los que los enfermos de sida recibían cuidados y atención médica. El lugar que él había visitado no tenía nombre, puesto que Holloway predicaba la humildad y hasta un nombre se le antojaba una arrogancia. Los que recibían los cuidados no pagaban por ello. Y los que trabajaban allí lo hacían voluntariamente; muchos eran europeos, aunque también había norteamericanos y asiáticos. La ayuda que ofrecían era gratuita y vivían con sencillez. No pertenecían a ninguna secta religiosa. Henrik decía que no necesitaban ningún dios, puesto que lo que hacían era divino. Aquella mañana, vi en él algo que nunca había detectado antes. Había logrado atravesar el muro de desesperación contra el que tan duramente había estado luchando.

—¿Qué ocurrió después?

—Se marchó la mañana siguiente. Tal vez quería compartir su alegría con otras personas, lejos de aquí. Había encontrado algo que colocar en el otro lado de la balanza, antes de que el desastre se alzase finalmente con la victoria. Con esas palabras lo dijo; a veces sonaba patético, la verdad. Pero sentía lo que decía. Henrik era así. Había presenciado la injusticia, había visto que el sida era una peste a la que nadie quería acercarse. Ignoro en qué medida influía el hecho de que él mismo estuviese enfermo. Y tampoco sé cómo contrajo el virus. Ni cuándo. Pero cada vez que lo veía, me decía que quería llevarme al poblado de Holloway, pues allí habían vencido la bondad y la consideración. Finalmente, un día, me llevó allí. Una sola vez.

—¿Por qué dejó el poblado y regresó a Europa?

—Tal vez encuentres allí la respuesta a tus preguntas.

—Estoy impaciente. ¿Cuánto queda?

—Estamos a mitad de camino, más o menos.

El paisaje cambiaba: ora era tórrido, ora verde. Llegaron a una llanura que se extendía junto a un ancho río, cruzaron un puente y atravesaron la ciudad llamada Xai-Xai. Inmediatamente después, Lucinda giró para tomar una carretera que parecía conducir directamente a una interminable zona boscosa. El coche iba dando trompicones sobre el piso irregular.

Veinte minutos más tarde, un poblado de cabañas blancas apareció de improviso ante sus ojos. Había, además, algunos edificios de mayores dimensiones, agrupados en torno a una explanada de arena. Lucinda frenó y aparcó a la sombra de un árbol antes de apagar el motor.

—Aquí es. El poblado de Christian Holloway.

Estoy cerca de Henrik. Él estuvo aquí hace tan sólo unos meses.

—Henrik dijo que las visitas siempre eran bienvenidas —explicó Lucinda—. La bondad no ha de ser secreta para nadie.

—¿Fueron esas sus palabras?

—Bueno, creo que se lo oyó decir a Holloway o a alguno de sus colaboradores.

—Pero ¿quién es ese hombre, en realidad?

—Según Henrik me contó, un señor muy rico. No estaba seguro, pero me dijo que había amasado una gran fortuna gracias a varias patentes de maquinaria que facilitaba la búsqueda de petróleo en el fondo marino. Es rico y muy reservado.

—Pues, por lo que dices, no da la impresión de ser una persona capaz de dedicar su vida a los enfermos de sida.

—¿Y por qué no? Conozco a muchas personas que han roto con su vida anterior.

Lucinda salió del coche, dando así por concluida la conversación. Louise permaneció sentada. El calor y el sudor le pegaban la ropa al cuerpo. Tras unos minutos, también ella salió del coche y fue a colocarse junto a Lucinda. Una pesada calma reinaba en el lugar. Louise se estremeció pese al calor. Sentía un creciente malestar. Aunque no se veía a nadie, sentía como si unos ojos ocultos la observaran.

Lucinda señaló un pequeño estanque cercado.

—Henrik hablaba de aquel estanque y de un viejo cocodrilo.

Se acercaron un poco. Las aguas del estanque eran pantanosas. En la embarrada orilla vieron un gran cocodrilo. Tanto Lucinda como Louise se sobresaltaron. Medía, como mínimo, cuatro metros de longitud. Los restos sangrientos de las patas traseras de un conejo o de un mono pendían por entre las mandíbulas de la bestia.

—Henrik me contó que tiene más de setenta años. Christian Holloway le aseguró que era su ángel de la guarda.

—¡Vaya! Un cocodrilo con alas blancas.

—Los cocodrilos existen desde hace millones de años. Nos asustan por su aspecto y sus hábitos alimentarios. Pero nadie puede negarles el derecho a existir como tampoco su extraordinaria capacidad para sobrevivir.

Louise movió la cabeza despacio.

—Aun así, no acabo de comprenderlo. Me gustaría hablar con Holloway. ¿Sabes si está aquí?

—No lo sé. Henrik dijo que no solía dejarse ver. Siempre estaba rodeado de penumbra.

—Rodeado de penumbra… ¿Eso decía Henrik?

—Sí, lo recuerdo muy bien.

Entonces se abrió la puerta de uno de los edificios de mayor tamaño. Una mujer blanca vestida con ropa clara de hospital salió y se acercó hasta ellas. Louise se dio cuenta de que iba descalza. Llevaba el pelo corto, era muy delgada y su rostro estaba cubierto de pecas. Parecía tener la misma edad que Henrik.

—Bienvenidas —las saludó la joven en un portugués bastante deficiente.

Louise le contestó en inglés. La chica cambió enseguida de idioma y se presentó como Laura. «Tres eles», observó Louise. «Lucinda, yo y, ahora, Laura».

—Mi hijo, Henrik Cantor, trabajaba aquí —explicó—. ¿Lo recuerdas?

—Bueno, yo llegué de Estados Unidos hace tan sólo un mes.

—Al parecer, dijo que cualquiera podía visitar este lugar.

—Sí, todo el mundo es bienvenido. Os lo enseñaré. Pero os advierto que el sida no ofrece un espectáculo agradable. No sólo mata a la gente y destroza su cuerpo, sino que además engendra un temor que puede resultar difícil de soportar.

Lucinda y Louise se miraron.

—Yo soporto la visión de la sangre y de la gente asustada —aseguró Lucinda—. ¿Y tú?

—Pues, en una ocasión, fui la primera en llegar al lugar de un accidente de tráfico. Había sangre por todas partes y una persona que tenía la nariz desprendida del rostro; la sangre no cesaba de manarle de la herida. Y lo aguanté. Al menos, logré ocultar para mí misma lo espantoso que era aquello.

Desde el exterior y el intenso sol, Laura las condujo hasta el interior de las casas y las cabañas. Louise pensó que accedía a una penumbra semejante a la de las iglesias, pues también allí reinaba una mística extraña creada por minúsculas ventanas. Christian Holloway vivía rodeado de penumbra. Un hedor asfixiante a heces y orina les golpeó el rostro en las cabañas, donde los enfermos yacían sobre camillas o sobre esteras extendidas directamente en el suelo. A Louise le costaba ver con claridad los semblantes. Lo único que distinguía era el brillo de los ojos, los quejidos y los olores, que sólo desaparecían cuando, por un instante, salían de nuevo al sol cegador para dirigirse a la siguiente cabaña. Fue como retroceder a través de los siglos y acceder a un espacio lleno de esclavos que esperaban ser transportados. Le susurró a Laura una pregunta y la joven respondió que las personas que se entreveían en la oscuridad eran moribundos que jamás volverían a ver la luz del sol, no había ya ayuda posible para ellos, se encontraban en el último estadio, donde lo único que podía hacerse era aliviarles el dolor. Lucinda iba como por su cuenta, algo apartada. Laura, parca en palabras, las conducía silenciosa a través de la oscuridad y el sufrimiento. Louise pensó que las civilizaciones antiguas, y en especial la griega, cuyos enterramientos ella se dedicaba a excavar, habían tenido concepciones muy claras sobré la muerte y los moribundos, así como sobre las estaciones de espera que precedían y seguían al tránsito de la vida a la muerte. Es como si estuviese recorriendo el reino de la muerte con Virgilio y con Dante.

Aquello parecía no tener fin. Iban de casa en casa y, por doquier, oían lamentos, estertores, voces susurrantes, palabras que regurgitaban marmitas invisibles, voces desesperadas, resignadas. La destrozó por dentro oír el llanto de un niño, eso era lo peor, los niños a los que no veía, pero que sabía moribundos.

En la oscuridad entrevió a jóvenes de raza blanca que, inclinados sobre los enfermos, les ofrecían vasos de agua, medicinas y suaves palabras de consuelo. Louise vio a una chica de muy corta edad, con un brillante aro en la nariz, que sostenía en su mano otra que no era más que huesos.

Intentó imaginarse a Henrik en medio de aquel infierno. Sí, podía atisbarlo allá dentro. Desde luego que él podría haber estado allí. No le cabía la menor duda de que su hijo tenía la fuerza suficiente como para ayudar a aquellas personas.

Cuando dejaron la última casa y Laura las llevó a una habitación con aire acondicionado donde había un frigorífico con agua fría, Louise le preguntó si podía hablar con alguien que hubiese conocido a Henrik. Laura se marchó dispuesta a averiguarlo.

Lucinda seguía muda y se negó a beber el agua que había sobre la mesa. De repente, abrió una puerta que daba a otra habitación interior. Se dio la vuelta y miró a Louise.

La sala estaba repleta de cadáveres. Los cuerpos estaban tendidos en el suelo, sobre esteras y cubiertas con sucias sábanas; una infinidad de muertos. Louise retrocedió horrorizada y Lucinda cerró la puerta.

—¿Por qué no nos ha enseñado esta habitación? —preguntó Lucinda.

—¿Para qué?

Laura volvió al cabo de un rato acompañada de un hombre que rondaría la treintena. Tenía la cara cubierta de salpullido y las saludó sin firmeza. Se llamaba Wim, era inglés y se acordaba muy bien de Henrik. Louise resolvió no contarle que Henrik había muerto. No soportaba la idea de más muertos en ese momento. Henrik no era como estos que acababa de ver; era una visión demasiado descarnada para imaginárselo en la misma sala que todos esos cuerpos amontonados.

—¿Erais amigos? —preguntó Louise.

—Bueno, él era muy reservado. Muchos se obligan a serlo, para aguantar mejor.

—¿Había alguien con quien mantuviese una relación más estrecha?

—Aquí somos todos amigos.

¡Responde a lo que te pregunto! No estás ante Dios, sino ante la madre de Henrik.

—Bueno, pero no estaríais siempre trabajando, ¿verdad?

—Casi siempre.

—¿Qué recuerdas de él?

—Era amable.

—¿Sólo eso?

—Ya te he dicho que no hablaba mucho. Yo apenas si sabía que era sueco.

Wim pareció comprender que había sucedido algo.

—Pero ¿por qué me lo preguntas?

—Porque espero obtener algunas respuestas. Pero ya veo que no las hay. Gracias por acceder a hablar conmigo.

Louise sintió una cólera repentina ante el hecho de que aquel joven pálido y endeble estuviese vivo mientras que Henrik estaba muerto. Lo consideraba una injusticia que jamás podría aceptar. Dios se carcajeaba con crueldad como un cuervo sobre su cabeza.

Salió de la habitación y se abandonó al calor paralizante. Laura les mostró las zonas privadas de aquellos que se ofrecían a ayudar a los enfermos, los dormitorios, las mosquiteras cuidadosamente colgadas, el comedor común, con su fuerte olor a detergente.

—¿Por qué viniste tú aquí? —preguntó de pronto Lucinda.

—Para ayudar, para hacer algo útil. No soportaba más mi propia pasividad.

—¿Tú has conocido a Christian Holloway en persona?

—No.

—¿Ni siquiera lo has visto?

—Sólo en fotografías.

Laura señaló una de las paredes del comedor, sobre la que se veía una fotografía enmarcada. Louise se acercó para verla mejor. Reproducía el rostro de un hombre de perfil, el cabello cano, los labios finos y la nariz puntiaguda.

Algo llamó su atención, pero no supo decir qué exactamente. Contuvo la respiración y volvió a mirar el retrato. Una mosca zumbaba ante el cristal que lo protegía.

—Tenemos que volver —observó Lucinda—. No me gusta conducir de noche.

Dieron las gracias a Laura y regresaron al coche. Laura las saludó con la mano y se marchó. La explanada aparecía de nuevo desierta. Lucinda puso el motor en marcha; ya estaban a punto de partir, cuando Louise le pidió que esperase. Salió del coche y echó a correr cortando el aire ardiente de camino al comedor.

Volvió a observar el retrato de Christian Holloway. Entonces cayó en la cuenta.

Era el perfil de Christian Holloway.

Una de las siluetas negras que Henrik tenía en su bolsa reproducía el perfil del hombre cuya fotografía estaba contemplando.