5
La habitación del hotel la recibió en silencio. Las habitaciones en las que la gente entra y sale constantemente no acumulan recuerdos. Se colocó junto a la ventana y se quedó contemplando el barrio de Gamla Stan; observó el tráfico y pensó que el ruido no traspasaba los gruesos cristales. La grabación de los sonidos de la realidad estaba cortada.
Se había llevado algunos de los archivadores más voluminosos. El escritorio era pequeño, así que extendió los documentos sobre la cama y retomó la lectura. Pasó casi toda la noche leyendo. Entre las tres y media y las cuatro y cuarto, cayó dormida entre los archivadores, cuyo contenido se había esparcido por la cama como un mar de papeles. Con un sobresalto, se despertó y se aplicó a continuar la lectura. Pensó que estaba clasificando la información sobre Henrik que tenía ante sí igual que hacía su trabajo de arqueóloga. ¿Por qué estudiaba su hijo con tanto ahínco algo que había sucedido con el presidente Kennedy hacía más de cuarenta años? ¿Qué buscaba exactamente? ¿Qué información se ocultaba en aquellos documentos? ¿Cómo busca uno lo que otro andaba buscando? Era como una de las muchas ánforas de la antigüedad griega ante las que ella se había visto a lo largo de toda su vida: un montón de piezas rotas, sin ordenar, que ella debía unir y dar vida como si se tratase de un Ave Fénix surgida de un montón de cenizas milenarias; precisaba de una buena dosis de paciencia para no ceder al desaliento y domeñar los rebeldes trozos que no parecían dispuestos a dejarse unir. Pero, y ahora, ¿cómo debía proceder? ¿Cómo pegar los trozos que Henrik había dejado?
Una y otra vez rompía a llorar durante la noche. O tal vez se pasó la noche llorando sin cesar y sólo cobraba conciencia de ello cuando, a ratos, las lágrimas cesaban. Leyó todos aquellos documentos desconcertantes que Henrik había recopilado, la mayor parte escritos en inglés, en ocasiones fragmentos fotocopiados de libros o de compilaciones de documentos, otras veces impresiones de documentos informáticos procedentes de la biblioteca de la universidad o de instituciones privadas.
Todo giraba en torno a un cerebro desaparecido. El cerebro del presidente asesinado.
Al alba, agotada, se estiró sobre la cama e intentó sintetizar lo más importante de cuanto había leído.
En noviembre de 1963, hacia las doce del mediodía, central time, el presidente John Fitzgerald Kennedy recibió un disparo cuando, junto con su mujer, cruzaba en un coche descubierto el centro de Dallas. Tres disparos salieron del arma, tres proyectiles que cruzaban el aire a la velocidad del rayo y transformaban cuanto había en su camino en una sanguinolenta masa de carne y huesos y ligamentos. El primer disparo alcanzó al presidente en la garganta; el segundo falló; pero el tercero le impactó en la cabeza y le abrió un orificio por el que salieron propulsados con gran violencia fragmentos de masa encefálica. El cuerpo del presidente fue trasladado aquel mismo día desde Dallas en el Airforce Number One. Lyndon Johnson juró el cargo de presidente a bordo del avión; a su lado estaba sentada Jackie, con la ropa ensangrentada. Después practicaron la autopsia del cadáver del presidente en un hospital naval. Un telón ocultaba cuanto sucedía, nadie sabía lo que ocurría en realidad. Muchos años después se aseguró que el cerebro del presidente Kennedy —los restos que habían quedado tras la autopsia— había desaparecido. Pese a que se llevaron a cabo varias investigaciones en un intento por aclarar lo sucedido, nunca dieron con el cerebro. Lo más probable era que Robert Kennedy, el hermano del presidente asesinado, se hubiese hecho cargo de esos restos y los hubiese enterrado. Pero nadie lo sabía con certeza. Y, pocos años más tarde, Robert Kennedy murió, también asesinado. El cerebro del presidente Kennedy estaba desaparecido sin remedio.
Con los ojos cerrados y tendida en la cama, intentaba entender todo aquello. «¿Qué buscaba Henrik?» Revisó mentalmente las notas que su hijo había escrito en los márgenes de los documentos.
«El cerebro del presidente muerto es como un disco duro. ¿Acaso alguien tenía miedo de que fuese posible descodificar el cerebro al igual que se descodifica un disco duro para obtener huellas de textos que, en realidad, deberían haber estado borrados?»
Henrik no contestaba a la pregunta.
Se tumbó de lado y observó el cuadro que había en la pared, junto a la puerta del cuarto de baño. Tres tulipanes en un jarrón de color beige, sobre una mesa de madera oscura, y un tapete blanco. «Un cuadro bastante malo», sentenció. «No respira. Y las flores no despiden ningún perfume».
En uno de los archivadores, Henrik había intercalado una página entera escrita por él y extraída de algún bloc; en ella intentaba responder al enigma de por qué podía desaparecer un cerebro.
«El miedo a que resulte posible liberar los últimos y más secretos pensamientos de una persona muerta. Como taladrar una caja fuerte o robar los diarios del archivo más secreto de cualquiera. ¿Se puede llegar más hondo en la vida privada de una persona que robando sus pensamientos?»
Louise no comprendía quién tenía miedo de qué. ¿Qué creía Henrik que podía contar el presidente muerto? ¿Una historia concluida ya desde hace tiempo? ¿Qué tipo de historia buscaba Henrik?
«Debe de ser una pista falsa», resolvió. Se sentó sobre la cama y buscó el papel en el que él había hecho sus anotaciones. Comprobó que Henrik había escrito demasiado deprisa. La letra era bastante mala, había muchas tachaduras y la puntuación era escasa. Por si fuera poco, parecía haberlo escrito sin un apoyo, tal vez sobre sus rodillas. Abordaba allí la hipótesis del «trofeo»:
«Una cabellera puede ser la mayor de las presas de caza, al igual que la cornamenta de un alce o la cabeza de un león. Así pues, ¿por qué un cerebro no habría de considerarse también como un trofeo? Pero ¿quién es el cazador?».
Luego había escrito el nombre de Robert Kennedy, seguido de un signo de interrogación.
El tercer posible motivo era «la alternativa desconocida»:
«Algo que no podemos imaginar siquiera. Mientras el cerebro siga desaparecido, esta tercera alternativa no debe desestimarse. No puedo pasar por alto el elemento desconocido».
En el aún oscuro amanecer, se levantó y se dirigió hasta la ventana. Llovía y los faros de los coches despedían destellos. Se vio obligada a apoyarse en la pared para no caerse. ¿Qué buscaba su hijo? Se notaba mareada y sentía que no podía seguir en la habitación por más tiempo.
Poco después de las siete, ya había recogido todos los papeles; tras pagar la habitación, se sentó en el comedor del hotel ante una taza de café.
Un hombre y una mujer que estaban sentados a la mesa contigua leían en voz alta réplicas de una obra de teatro. El hombre era de edad muy avanzada y leía con sus ojos miopes el texto de su papel, que sujetaba con manos temblorosas. La mujer llevaba un abrigo rojo y leía con voz monótona. La obra trataba de una ruptura, la escena se desarrollaba en un vestíbulo o tal vez en el descansillo de una escalera. Pero Louise no fue capaz de determinar si era él o ella quien dejaba al otro. Apuró el café y salió a la calle. La lluvia había cesado. Enfiló la pendiente que conducía al apartamento de Henrik. El cansancio le provocaba una especie de vacío, y le parecía que los sentimientos le provocaban escozor. No pienso ir más allá del siguiente paso. Un paso detrás de otro, ni uno más.
Se sentó ante la mesa de la cocina y evitó mirar las migas de pan, que seguían sobre la mesa. Hojeó de nuevo la agenda. La letra B mayúscula aparecía con frecuencia. Se imaginó que correspondería a un nombre como Birgitta, Barbara, Berit… En ningún lugar había nada parecido a una aclaración. ¿A qué venía, por otro lado, aquel interés por el presidente Kennedy y su cerebro? Algo había obsesionado a su hijo, pero ¿sería real lo que buscaba o sería un símbolo? ¿Existiría aquella ánfora quebrada o sería un espejismo?
Se obligó a abrir la puerta del ropero y tanteó los bolsillos de las prendas. No halló más que monedas de poco valor, la mayoría suecas, y algún que otro euro. En el bolsillo de una cazadora encontró un sucio billete de autobús, tal vez de metro. Se llevó el billete a la cocina y lo sostuvo bajo la lámpara. Madrid. O sea, que Henrik había estado en España. A ella no se lo había mencionado; en tal caso, lo habría recordado. Por lo general, eso era lo único que le decía de sus viajes, dónde había estado; pero jamás por qué. Le revelaba el destino, nunca la intención.
Volvió al armario. En el bolsillo de un pantalón halló restos de una flor seca que se pulverizó entre sus manos. Nada más.
Se aplicó a revisar las camisas. Entonces llamaron a la puerta. Dio un respingo, como si el timbre la hubiese herido. El corazón le latía con violencia mientras se dirigía hacia el vestíbulo para abrir. Pero no era Henrik, sino una joven de baja estatura y cabello oscuro, al igual que los ojos y un abrigo abotonado hasta la barbilla.
La joven la miró con cierta reserva.
—¿Está Henrik?
Louise se echó a llorar. La joven retrocedió unos pasos apenas perceptibles.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó asustada.
Louise no era capaz de responder. Se dio la vuelta y volvió a la cocina. Desde allí, oyó cómo la joven entraba y cerraba la puerta sin hacer ruido.
—¿Qué hace aquí? —insistió.
—Henrik ha muerto.
La joven se sobresaltó y empezó a respirar con celeridad. Estaba de pie, inmóvil, mirando fijamente a Louise.
—¿Quién eres tú? —preguntó Louise.
—Me llamo Nazrin y salgo con Henrik…, bueno, salí con él. Desde luego, somos amigos. Él es el mejor amigo que una puede tener.
—Pues ha muerto.
Louise se levantó y sacó una silla para la muchacha, que seguía con el abrigo abotonado. Cuando Louise le contó lo sucedido, Nazrin negó con un gesto despacioso.
—Henrik no puede haber muerto —replicó cuando Louise hubo concluido.
—No. Yo pienso como tú. No puede haber muerto.
Louise aguardaba la reacción de Nazrin, pero lo hacía en vano, pues la joven no parecía comprender lo que había sucedido. Con suma cautela, Nazrin empezó a hacer preguntas.
—¿Estaba enfermo?
—No, nunca estuvo enfermo. Tuvo algunas enfermedades infantiles, como el sarampión, pero fueron tan leves que apenas nos dimos cuenta. Cuando era adolescente, pasó una época en que a menudo le sangraba la nariz, pero no le duró mucho. Él decía que sangraba porque la vida transcurría con demasiada lentitud.
—¿Qué quería decir con eso?
—No lo sé.
—Pero no puede haber muerto así, sin más. Esas cosas no suceden.
—No, no suceden. Y aun así, eso es lo que ha pasado. Las cosas que nunca suceden son las peores que le pueden suceder a uno.
Louise sintió de repente una ira creciente ante el hecho de que Nazrin no se hubiese echado a llorar. Para ella era como si la joven estuviese ultrajando a Henrik.
—Quiero que te marches —le soltó a bocajarro.
—¿Por qué?
—Viniste aquí para ver a Henrik, pero él ha dejado de existir. Así que puedes irte.
—Él me contó que jamás te había hablado de mí. Uno no puede vivir sin secretos, decía.
—¿Eso te dijo?
—Sí. Y también me dijo que fuiste tú quien se lo enseñó.
La ira de Louise empezó a atenuarse. Y se sintió avergonzada.
—Tengo miedo —confesó—. Estoy temblando. He perdido a mi único hijo. He perdido mi propia vida. Y lo único que hago es esperar aquí sentada a que se produzca mi propia descomposición.
Nazrin se levantó y entró en la otra habitación. Louise la oyó sollozar. La joven estuvo allí largo rato. Cuando regresó, se había desabotonado el abrigo y sus ojos oscuros aparecían enrojecidos.
—Habíamos quedado hoy para dar el «gran paseo». Así lo llamábamos. Solíamos salir de la ciudad bordeando el agua y caminábamos tanto como podíamos aguantar. Durante el camino de ida, debíamos guardar silencio. A la vuelta, ya podíamos hablar.
—¿Cómo es que te llamas Nazrin y no tienes acento?
—Nací en el aeropuerto de Arlanda. Mi familia llevaba allí dos días esperando que les asignaran un campo de refugiados. Mi madre me dio a luz en el suelo, junto al control de pasaportes; todo sucedió muy deprisa. Así que nací en Suecia. Ni mi madre ni mi padre tenían pasaporte. Pero a mí, que nací allí, en el suelo, me dieron la ciudadanía sueca enseguida. Aún hoy, uno de los policías del control de pasaportes me llama de vez en cuando.
—¿Cómo os conocisteis Henrik y tú?
—En un autobús. Íbamos en asientos contiguos. Él se echó a reír al tiempo que señalaba una pintada que alguien había hecho con rotulador en la pared del autobús. Pero a mí no me pareció divertido en absoluto.
—¿Qué ponía?
—Pues la verdad es que no lo recuerdo. Después, un buen día se presentó en mi trabajo. Yo soy enfermera en una clínica dental. Tenía la boca llena de algodón y decía que le dolía una muela.
Nazrin se quitó el abrigo. Louise observó su cuerpo y trató de imaginársela desnuda con Henrik.
Estiró el brazo sobre la mesa y posó su mano sobre el brazo de Nazrin.
—Tú tienes que saber algo. Yo estaba en Grecia. Tú estabas aquí. ¿Sucedió algo? ¿Lo notaste cambiado?
—No, estaba contento. Mucho más de lo que lo había estado últimamente; en realidad, lo nuestro se había convertido para él en una especie de amistad. Pero a su vuelta lo vi muy animado.
—Pero ¿por qué? ¿Qué había pasado?
—No lo sé.
Louise vio que Nazrin le decía la verdad. «Es como excavar en capas de sedimentos removidas», se dijo. «Incluso un experto arqueólogo puede tardar bastante en comprender que ha alcanzado una nueva capa de tierra. Y es posible cavar en los restos de un terremoto sin notarlo hasta mucho después».
—¿Cuándo te diste cuenta de que estaba más contento de lo habitual?
La respuesta la sorprendió.
—A la vuelta de su último viaje.
—¿Un viaje? ¿Adónde?
—No lo sé.
—¿No solía decirte adónde iba?
—No siempre. En esta ocasión, no me había dicho nada. Fui a buscarlo al aeropuerto. Venía de Frankfurt, pero el viaje había sido muy largo. Y no sé de dónde venía.
Sintió un dolor agudo, como una intensa punzada en una muela. Henrik había hecho escala en Frankfurt, como ella. Su avión procedía de Atenas. ¿De dónde procedía el avión de Henrik?
—Algo tuvo que decirte. Algo tuviste que notar tú. ¿Estaba bronceado? ¿Te trajo algún regalo?
—No me dijo nada. Y estaba bronceado casi siempre. Lo noté mucho más contento que cuando se marchó. Y en cuanto a los regalos, nunca me hacía ninguno.
—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
—Tres semanas.
—¿Y no te dijo adónde iba?
—Pues no.
—¿Cuándo emprendió aquel viaje?
—Hace un par de meses, más o menos.
—¿Y tampoco te explicó por qué no te revelaba cuál era su destino?
—Me dijo que era su pequeño secreto.
—¿Eso te dijo?
—Eso, exactamente.
—¿Y no te trajo ningún regalo, ningún recuerdo?
—Ya te lo he dicho. Él nunca me hacía regalos adquiridos en un comercio. En cambio, me escribía poemas.
—¡Ah! ¿Y de qué trataban?
—De la oscuridad.
Louise la miró inquisitiva.
—¿Te regaló unos poemas que había escrito durante el viaje y que trataban de la oscuridad?
—Así es. Eran siete poemas, uno por cada tres días. Todos hablaban de personas extrañas que vivían en una oscuridad perpetua. Gente que había abandonado la búsqueda de salidas.
—Eso suena muy sombrío.
—Eran terribles.
—¿Los conservas aún?
—Bueno, él quiso que los quemara cuando los hubiese leído.
—¿Y por qué?
—Sí, a mí también me extrañó. Dijo que, una vez leídos, no eran necesarios.
—¿Era eso normal? ¿Solía pedirte que quemaras lo que escribía después de haberlo leído?
—No, nunca, sólo en aquella ocasión.
—¿Te habló alguna vez de un cerebro desaparecido?
Nazrin la miró sin comprender.
—John Kennedy fue asesinado en Dallas en 1963. Tras la autopsia, su cerebro desapareció.
La joven negó con un gesto.
—No sé de qué me hablas. En 1963 yo ni siquiera había nacido.
—Pero habrás oído hablar del presidente Kennedy, ¿no?
—Es posible.
—¿Henrik no te habló nunca de él?
—¿Por qué había de hacerlo?
—Es simple curiosidad. He encontrado en su apartamento un montón de documentos que tratan de él. Y de un cerebro desaparecido.
—Pero ¿por qué iba a interesarle a Henrik algo así?
—No lo sé. Pero creo que es importante.
Se oyó un chasquido en la ranura para el correo y las dos, sobresaltadas, lanzaron un grito. Nazrin fue al vestíbulo y regresó con algunos folletos publicitarios con ofertas de chuletas ahumadas y ordenadores. Los dejó sobre la mesa de la cocina, pero no volvió a sentarse.
—No puedo quedarme ni un minuto más. Siento como si estuviese asfixiándome.
De repente, estalló en incontenible llanto. Al verla, Louise se levantó para abrazarla.
—¿Por qué crees que lo vuestro terminó? —le preguntó a la joven cuando esta se hubo calmado—. Quiero decir, ¿por qué crees que el amor pasó a ser amistad?
—Bueno, para él fue así. Pero yo seguía amándolo. Y esperaba que todo volviese a ser como antes.
—¿De dónde procedía su alegría? ¿De la existencia de otra mujer?
Nazrin respondió sin dudar. Louise comprendió que la joven ya se había formulado antes esa pregunta.
—No había ninguna otra mujer.
—¡Ayúdame a comprender lo ocurrido! Tú tenías una perspectiva distinta de su personalidad. Yo era su madre. Y una madre nunca ve a sus hijos con claridad. La esperanza o la preocupación desfiguran la imagen.
Nazrin volvió a sentarse. Louise notó que su mirada vagaba nerviosa por la pared de la cocina, como si buscase un punto en el que fijarla.
—Tal vez no me haya expresado con exactitud —admitió la joven—. Quizá debiera hablar más bien de una pena que desapareció de repente, en lugar de referirme a la inesperada aparición de un sentimiento de alegría.
—Henrik no solía estar abatido.
—Es posible que a ti no te lo dejase ver. Lo has dicho tú misma. ¿Ante quién se muestra un hijo tal y como es? Desde luego, no ante sus padres. En el autobús, cuando vi por primera vez a Henrik, estaba riendo. Pero el Henrik al que tuve oportunidad de ir conociendo después era una persona muy seria. Él era como yo. Veía el mundo como una desgracia cada vez mayor que se encaminaba hacia la catástrofe definitiva. La pobreza en el mundo lo llenaba de indignación. Intentaba expresar su ira, pero siempre le resultaba más fácil expresar el dolor. Era demasiado débil, creo yo. O tal vez nunca fui capaz de ver cómo era por dentro. Para mí era un idealista fracasado. Pero tal vez no fuese así. Siempre estaba planeando algo, oponerse de algún modo. Recuerdo que un día, sentados a esta misma mesa, él ocupaba el asiento que tú ocupas ahora, y me dijo: «Cada uno debe constituir su propio movimiento de resistencia. No hay que esperar a que lo hagan los demás. Este mundo horrible exige que cada uno preste su contribución. Cuando se produce un incendio, nadie pregunta de dónde va a salir el agua. Simplemente, hay que apagar el fuego». Recuerdo que pensé que a veces sonaba patético, como un sacerdote. Tal vez todos los sacerdotes sean unos románticos, ¿quién sabe? A veces me hastiaba su gravedad, ese dolor que era como una dura superficie que yo intentaba resquebrajar a martillazos. Era un salvador del mundo que, ante todo, se compadecía a sí mismo. Pero bajo esa gravedad subyacía aún otra cuya naturaleza nunca supe determinar. Y esa gravedad, ese dolor, eran expresiones fracasadas de su ira. Cuando intentaba enfadarse, parecía un niño asustado. Y todo eso había cambiado cuando regresó de ese último viaje.
Nazrin guardó silencio y Louise notó que se esforzaba por rebuscar en su memoria.
—Enseguida noté que algo había sucedido. Ya en el aeropuerto, se movía más despacio, casi como si dudase. Sonrió al verme. Pero recuerdo que me dio la impresión de que no esperaba que nadie estuviese allí para recibirlo. Parecía el de siempre, intentaba ser el de siempre, pero se le veía ausente, incluso cuando hicimos el amor. Yo no sabía si debía ponerme celosa o no. Pero si hubiese habido otra mujer, él me lo habría dicho. Intenté sonsacarle dónde había estado, pero él negó con un gesto. Cuando empezó a deshacer la maleta, vi que había tierra de color rojizo en las suelas de unas zapatillas y le pregunté por ella, pero no sólo no me contestó sino que, además, se enojó. Después, de repente, cambió por completo. Se puso más contento, más animado, como si se hubiese librado de un peso invisible. Empecé a observar que, cuando yo llegaba por las tardes, él estaba cansado, pues se había pasado toda la noche despierto. Pero nunca me contaba qué había estado haciendo. Estaba escribiendo algo. Siempre estaba comprando archivadores nuevos. Hablaba sin cesar de la ira que había que liberar, de todo lo que estaba oculto y debía desvelarse. A veces sonaba como si estuviese citando la Biblia, como si estuviese transformándose en una especie de profeta. Yo intenté bromear sobre eso en cierta ocasión. Y él se puso furioso. Fue la única vez que lo vi verdaderamente enfadado. Llegué a creer que iba a pegarme. Alzó la mano con el puño cerrado y, si yo no hubiese gritado, me habría dado un puñetazo. Sentí miedo. Me pidió perdón, pero yo no creí que fuese sincero.
Nazrin volvió a callar. A través de la pared de la cocina se oían ruidos procedentes del apartamento contiguo. Louise reconoció una música. Era parte de la banda sonora de una película cuyo título no recordaba.
La joven ocultó el rostro entre las manos. Louise esperaba inmóvil, aunque no sabía qué exactamente.
Nazrin se levantó.
—Tengo que irme. No aguanto más.
—¿Dónde puedo localizarte?
Nazrin le anotó su número de teléfono en uno de los folletos publicitarios. Luego se dio la vuelta con el abrigo en la mano y se marchó. Louise oyó el eco de sus pasos en la escalera y el portal al cerrarse.
Minutos después, ella misma salió del apartamento. Fue caminando hacia el barrio de Slussen, tomando las calles al azar, pero se mantuvo siempre muy cerca de las fachadas de las casas, por miedo a sufrir un ataque de pánico. Ya en Slussen, paró un taxi y pidió que la llevaran al parque de Djurgården. El viento había amainado y el aire soplaba más templado. Anduvo deambulando por entre los árboles pintados de otoño y volvió a ocupar su mente con las palabras de Nazrin.
Un dolor que cesaba, más que una alegría que aparecía de pronto. Un viaje acerca del cual él no quiso contarle ningún detalle.
¿Y la obsesión? ¿Y todos aquellos archivadores? Estaba convencida de que lo que Nazrin había observado en la actitud de su hijo era precisamente eso, todo lo que ella había leído sobre el presidente muerto y su cerebro. El interés de Henrik por el cerebro del presidente asesinado no le venía de antiguo. Era algo reciente.
Siguió caminando por la arboleda y vagando por sus propios pensamientos. A veces no estaba segura de si las hojas de los árboles crujían en su mente o si lo hacían bajo sus pies.
De pronto, recordó la carta de Aron que había encontrado en el apartamento de su hijo. La sacó del bolsillo y la abrió.
Era muy breve.
«Ningún iceberg aún. Pero no me rindo. Aron».
Se esforzó por comprender esas frases. ¿Iceberg? ¿Era una especie de código? ¿Un juego? Volvió a guardar la carta en el bolsillo y reanudó su paseo.
Ya avanzada la tarde, regresó al apartamento de Henrik. Alguien había dejado un mensaje en el contestador. «Hola, soy Iván. Te llamaré más tarde». ¿Quién sería Iván? Tal vez Nazrin lo supiera. Estaba a punto de llamarla, cuando cambió de idea. Entró en el dormitorio de Henrik y se sentó sobre el colchón. Se sentía mareada, pero se obligó a permanecer allí.
En una estantería del dormitorio había una fotografía de los dos.
Habían emprendido un viaje a Madeira cuando él tenía diecisiete años. Durante la semana que pasaron en las islas, habían hecho una excursión a Curral das Freiras, y él decidió que volvería diez años más tarde. Aquello constituiría un objetivo vital. A Louise le invadió una suerte de ira ante la idea de que alguien les hubiese arrebatado aquel viaje. «La muerte es tan desesperadamente larga», se dijo, «tan infinitamente larga… Jamás volveremos a visitar juntos Curral das Freiras. Jamás».
Paseó la vista por el dormitorio. Algo había despertado su atención. Buscó con la mirada. Una librería que había en la pared con dos hileras de volúmenes la hizo detenerse. En un primer momento, no supo de qué se trataba. Después observó que los lomos de algunos libros de la hilera inferior sobresalían de los demás. Tal vez Henrik no fuese demasiado ordenado, pero jamás hubiera dejado eso así. ¿Habría algo oculto detrás de aquellos libros? Se levantó de la cama y tanteó con una mano detrás de los volúmenes. Y encontró dos libretas muy delgadas. Las sacó y se las llevó a la cocina. Eran dos libritos sencillos, escritos a lápiz, bolígrafo, pluma, rotulador y plagados de una caligrafía desgarbada. El texto estaba en inglés. En la portada de uno de ellos se leía Memorias para mi hija Paula.
Louise lo hojeó y halló no sólo textos, sino también flores secas, la piel de una lagartija, algunas fotografías de colores desvaídos y un dibujo hecho con ceras de colores que representaba el rostro de un niño. Leyó el texto y comprendió enseguida que era de una mujer que iba a morir, que había contraído la enfermedad del sida y que escribía aquel cuaderno para sus hijos, para que, cuando ella ya no estuviese, ellos la recordaran. «No lloréis demasiado, sólo lo suficiente como para regar las flores con que adornéis mi tumba. Estudiad y aprovechad vuestra vida. Aprovechad vuestro tiempo».
Louise miró el rostro negro de la mujer que se atisbaba en una de las fotografías cuyos colores habían desaparecido casi por completo. La mujer sonreía directamente a la cámara, al dolor de Louise y a su impotencia.
Leyó el otro cuaderno. Memorias de Miriam para su hija Ricki. No había aquí fotografías, los textos eran breves y daban la impresión de haber sido escritos de forma compulsiva. Nada de flores secas y algunas hojas en blanco. Además, terminaba abruptamente en mitad de una frase inacabada: «Hay tantas cosas que quisiera…».
Louise intentó completarla. Que Miriam quería dejar dichas. O hechas.
Como las que yo quería decirte a ti, Henrik. O hacer. Pero has desaparecido, te me escondes. Y, ante todo, me has dejado con un tormento insufrible: no sé por qué desapareciste. No sé qué buscabas ni qué te condujo a este final. Estabas vivo y no querías morir. Pese a todo, estás muerto. No lo comprendo.
Louise contemplaba los cuadernos que tenía sobre la mesa de la cocina.
Tampoco comprendo por qué tenías esos libros de memorias de dos mujeres que murieron de sida. Ni por qué los escondías detrás de otros libros en tu estantería.
Poco a poco, fue colocando las piezas en su mente. Eligió en primer lugar las más grandes. Esperaba que funcionasen como imanes y que atrajesen hacia sí las otras piezas, hasta que empezase a surgir de ellos una imagen completa.
La tierra roja de las suelas de tus zapatos. ¿Cuál fue tu destino?
Contuvo la respiración e intentó detectar una pauta.
He de ser paciente. Tal y como me ha enseñado la arqueología, sólo podemos atravesar todas las capas de la historia con energía y paciencia. Nunca con premura.
Louise salió del apartamento al anochecer. Se alojó en otro hotel de la ciudad y llamó a Artur para decirle que no tardaría en volver. Después buscó la tarjeta de visita que le había dado Göran Vrede y lo llamó a casa. El hombre parecía adormilado. Acordaron que ella acudiría a su despacho a las nueve de la mañana siguiente.
Se tomó algunas botellitas que había en el minibar antes de caer vencida por un sueño inquieto hasta algo después de la medianoche. Permaneció despierta hasta el amanecer.
Las piezas seguían mudas.