19

De repente, en algún lugar del trayecto, el motor se detuvo. Pisó y pateó el acelerador como para obligar al coche a continuar. El indicador del depósito de la gasolina marcaba que estaba medio lleno, el indicador de la temperatura se encontraba en la zona de color verde.

«Causa de la muerte, desconocida», sentenció para sí encolerizada a la vez que asustada. «El maldito coche se muere cuando más lo necesito».

Escrutó la oscuridad. En ningún lugar se atisbaba el menor punto de luz. No se atrevía a bajar la ventanilla del coche y, menos aún, a abrir la puerta. Estaba prisionera en el coche averiado y se vería forzada a permanecer allí hasta que apareciese alguien que pudiera ayudarle.

Observó atenta, en el espejo retrovisor, cualquier indicio de que se acercase alguien en la oscuridad. El peligro estaba a su espalda, no ante ella. Una y otra vez intentó arrancar el motor, pero en vano. Finalmente, volvió a encender los faros y se obligó a salir del coche.

El silencio se abalanzó sobre ella como si alguien hubiese arrojado un manto por encima de su cabeza. La rodeaba una nada infinita y muda. Sólo oía su propia respiración. Inspiraba el aire como si estuviese exhausta.

Huyo a la carrera. El miedo me persigue. Quienes le cortaron el cuello a Umbi están aquí, muy cerca de mí.

Se estremeció de temor y se dio la vuelta. Pero allí no había nadie. Logró abrir el capó y se quedó en pie, con la mirada fija en un mundo desconocido.

Recordaba lo que Aron le había dicho en una ocasión, al principio de su matrimonio, en el tono más desdeñoso de que era capaz. «Nadie que no aprenda lo más básico acerca del funcionamiento de un motor y sobre lo que puede reparar por sí mismo debería estar en posesión del permiso de conducir».

Louise jamás había aprendido nada sobre motores; de hecho, odiaba ensuciarse las manos de grasa. Pero, ante todo, se había negado a seguir el arrogante consejo de Aron.

Cerró el capó de un violento golpe cuyo eco terminó por perderse en la noche.

¿Qué era lo que había dejado escrito Shakespeare? «Has cargado tu cañón con un doble rayo». Así se describía Aron a sí mismo. Era el hombre del doble rayo, nadie podía domeñar sus fuerzas. ¿Qué habría dicho ahora, si la viera en un coche que había dejado de funcionar en el corazón de la noche africana? ¿Le habría soltado uno de sus pedantes discursos acerca de lo inútil que era? Eso hacía, en efecto, cuando estaba de mal humor, lo que conducía a uno de aquellos prolongados enfrentamientos en los que medían sus fuerzas hasta que terminaban por arrojarse los tiestos a la cabeza.

«Y, pese a todo, lo amo», admitió para sí mientras se acuclillaba para orinar junto al coche. «He intentado sustituirlo por otros, pero siempre he fracasado. Al igual que Porcia, me dediqué a esperar a mis pretendientes. Ellos danzaban y saltaban y ejecutaban acrobacias, pero al final, para cuando empezaba el último acto, todos habían sido rechazados. ¿Será este mi último acto? Creía que me quedarían aún veinte años, por lo menos. Cuando Henrik murió me precipité, en el transcurso de unos segundos, a lo largo de todo el drama, de modo que ahora no queda más que el epílogo».

Subió al coche y siguió observando por el espejo retrovisor. Pero no vio ningún foco que aclarase la oscuridad. Sacó el móvil y marcó el número de Aron. El número marcado no se encuentra disponible en este momento.

Después marcó el del apartamento de Henrik. «… Ya sabes lo que tienes que hacer… You know what to do». Se echó a llorar y se contuvo para no dejar un mensaje en el contestador. Llamó a Artur. La conexión era muy buena, sin ecos, y la voz de su padre sonaba cercana.

—¿Dónde estás? ¿Y por qué llamas a estas horas? ¿Estás llorando?

—Se me ha parado el motor en una carretera comarcal desierta.

—¿Estás sola?

—Sí.

—¡Entonces estás loca! ¿Cómo te atreves a atravesar sola África en plena noche? Puede pasarte cualquier cosa.

—Ya me ha pasado cualquier cosa. El coche se ha parado. Tengo gasolina, la temperatura no es demasiado alta y no se ha encendido ningún otro indicador. No es mucho peor que se te pare el coche en las montañas de Härjedalen, ¿no crees?

—¿No hay nadie a quien puedas pedirle ayuda? ¿Es un coche de alquiler? En ese caso, la compañía tendrá un número de emergencias, digo yo.

—Quiero que me ayudes. Me enseñaste a cocinar, eres capaz de arreglar un viejo tocadiscos roto e incluso sabes disecar pájaros.

—Estoy preocupado por ti. ¿De qué tienes miedo?

—No tengo miedo. Y tampoco estoy llorando.

Su padre rugió al otro lado del hilo telefónico. El alarido la alcanzó como un golpe directo.

—¡No me mientas! Ni siquiera cuando tienes la posibilidad de ampararte en un teléfono.

—¡No me grites! ¿Por qué no me ayudas?

—¿Funciona el encendido?

Louise dejó el móvil sobre su rodilla, giró la llave y puso a trabajar el motor de arranque.

—Suena bien —aseguró Artur.

—Entonces, ¿por qué no arranca el coche?

—No lo sé. ¿Tiene muchos baches la carretera?

—Es como conducir por una carretera en pleno deshielo.

—Puede que algún cable se haya soltado.

Volvió a encender los faros, abrió el capó por segunda vez y siguió sus instrucciones. Intentó arrancar el coche por segunda vez, pero el resultado fue el mismo.

Se cortó la comunicación. Ella lanzó un grito en la oscuridad, pero la voz de Artur había desaparecido. Volvió a marcar el número, pero la voz de una mujer se disculpó en portugués. Colgó y deseó que Artur lograse restablecer el contacto.

Pero no sucedía nada. La oscuridad inundaba el coche. Marcó el número que aparecía indicado en el contrato de alquiler. No obtuvo respuesta, y no había contestador ni mensaje alguno.

La luz lejana de unos focos se reflejó en el retrovisor. Sintió el azote del miedo. ¿Qué debía hacer? ¿Dejar el coche y ocultarse en la oscuridad? Era incapaz de moverse. La intensidad de la luz crecía a sus espaldas y estaba convencida de que el coche la destrozaría. En el último momento, el vehículo se apartó y no tardó en ver un camión desvencijado que, con un ruido atronador, pasaba de largo.

Sintió como si hubiese pasado un caballo sin jinete.

Aquella fue una de las noches más largas de su vida. Aguzó el oído en la oscuridad, a través de la ventanilla medio abierta, al tiempo que intentaba vislumbrar alguna luz. De vez en cuando volvía a marcar el número de Artur, siempre sin éxito.

Poco antes del amanecer, giró de nuevo la llave en el contacto. Y el coche arrancó. Contuvo la respiración, pero el motor siguió funcionando.

Ya avanzada la mañana, llegó a las inmediaciones de Maputo. Por todas partes se veían mujeres de hombros erguidos que caminaban a pleno sol sobre el polvo rojo del camino portando sobre sus cabezas bultos enormes y con niños colgados de sus espaldas.

En el caos del tráfico y rodeada del humo negro de los autobuses y los camiones, fue buscando el camino.

Necesitaba ducharse y cambiarse de ropa, además de dormir unas horas. Pero no quería ver a Lars Håkansson. De modo que buscó hasta dar con la casa en la que vivía Lucinda, que, seguramente, estaría durmiendo tras una larga noche de trabajo en el bar. No tenía otra salida. Sólo ella podía ayudarle en aquellos momentos.

Aún en el coche, marcó una vez más el número de Artur mientras pensaba en algo que él le había dicho en una ocasión.

Ni Dios ni el Diablo desean tener competencia. Y por esa razón los seres humanos nos vemos abocados a la soledad de nuestra tierra de nadie.

Notó que su padre estaba cansado. Lo más probable era que hubiese estado despierto toda la noche. Aunque él jamás lo admitiría. A ella no le estaba permitido mentir, pero él sí se había arrogado tal derecho.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás?

—Pues resulta que el coche arrancó así, de repente. Ya estoy de vuelta en Maputo.

—¡Malditos móviles!

—No digas eso. Son estupendos.

—¿No es hora ya de que vayas pensando en marcharte de ahí?

—Sí, muy pronto, pero aún no. Ya hablaremos más tarde. Casi no me queda batería.

Se despedía ya cuando vislumbró a Lucinda junto a la fachada de la casa con una toalla enrollada en la cabeza. Salió del vehículo pensando en que aquella noche interminable había llegado a su fin.

Lucinda la miró inquisitiva.

—¿Tan temprano?

—Esa pregunta debería hacértela yo. ¿Cuándo te fuiste a la cama?

—No suelo dormir mucho. Quizá por eso estoy siempre cansada, pero ya ni siquiera me doy cuenta.

Lucinda rechazó paciente a unos niños, tal vez sus hermanos, sus primos o sus sobrinos antes de llamar a una chica adolescente, que limpió un par de sillas de plástico que había a la sombra de la casa y les llevó dos vasos de agua.

De repente, la joven detectó el desasosiego de Louise.

—Ha pasado algo, ¿verdad? Por eso has venido tan temprano.

Louise resolvió decirle la verdad. Y le habló de Christian Holloway y de Umbi, de la oscuridad en la playa y de la larga noche que había pasado en el coche.

—Tuvieron que verme —aseguró Louise—, tuvieron que oír lo que dijimos. Siguieron a Umbi y, cuando comprendieron que estaba a punto de revelarme algo importante, lo mataron.

Era evidente que Lucinda la creía, que creía cada una de sus palabras, cada detalle. Cuando hubo terminado de hablar, Lucinda permaneció largo rato sin decir nada. Un hombre empezó a aporrear una plancha metálica que pretendía convertir en parte de un tejado. Lucinda le lanzó un grito y el hombre cesó en el acto y fue a esperar sentado a la sombra de un árbol.

—¿Estás segura de que Henrik estaba involucrado en un caso de chantaje al hijo de Christian Holloway?

—No, no tengo ninguna certeza. Tan sólo intento pensar con calma, con claridad y con lógica. Pero todo es tan escurridizo… Ni siquiera en mis más terribles fantasías podría imaginarme a Henrik como un chantajista. ¿Y tú?

—Por supuesto que no.

—Necesito un ordenador con conexión a Internet. Tal vez pueda encontrar esos artículos y comprobar si ese Steve era el hijo de Christian Holloway. Entonces habré encontrado algo que encaje.

—¿Que encaje con qué?

—No lo sé. Algo que encaje en todo este rompecabezas, aunque no sé cómo. Tengo que empezar por alguna parte. Lo que estoy haciendo es empezar y empezar de nuevo, una y otra vez.

Lucinda se puso de pie.

—Hay un cibercafé por aquí cerca. Fui allí una vez con Henrik. No tardo nada en vestirme y te acompaño.

Lucinda entró en la casa. Los niños se quedaron mirando a Louise. Esta les sonrió y ellos le devolvieron la sonrisa. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, pero los niños siguieron sonriendo.

Louise ya se había enjugado las lágrimas cuando Lucinda volvió. Cruzaron la larguísima calle, llamada calle Lenin, hasta que Lucinda se detuvo ante un horno que compartía el local con un teatro.

—Debería haberte ofrecido algo para desayunar.

—No tengo hambre.

—Sí tienes hambre, pero no quieres admitirlo. Nunca he comprendido por qué a los blancos les cuesta tanto decir la verdad acerca de naderías. Si uno duerme bien, si ha comido, si no piensa en otra cosa que en cambiarse de ropa…

Lucinda entró en la tahona y, cuando salió, llevaba una bolsa de papel que contenía dos panecillos redondos. Tomó uno y le dio el otro a Louise.

—Esperemos que todo se aclare y termine de una vez.

—Umbi ha sido la segunda persona a la que he visto muerta en mi vida. Henrik fue la primera. ¿No tiene conciencia la gente?

—La gente casi nunca tiene conciencia. Los pobres, porque no pueden permitírselo; los ricos, porque piensan que tener conciencia va a costarles dinero.

—Henrik sí tenía conciencia. Yo se la proporcioné.

—¡Anda ya! Henrik era como la mayoría.

Louise alzó la voz, antes de contradecirla:

—¡Henrik no era como la mayoría!

—Henrik era una buena persona.

—No, era mucho más.

—¿Acaso se puede ser más que una buena persona?

—Él deseaba el bien para los demás.

Lucinda chasqueó ruidosamente los dientes produciendo un fuerte clic. Después se llevó a Louise a la sombra del toldo extendido sobre la ventana de una zapatería.

—Desde luego que era como los demás. No siempre se portaba bien. Si no, dime, ¿por qué me hizo esto a mí?

—No te entiendo.

—Me contagió el sida. Él me lo transmitió. La primera vez que me preguntaste lo negué, porque pensé que ya estabas sufriendo bastante. Pero ya no puedo ocultarlo más. Ha llegado el momento de decir la verdad. Si es que no la has adivinado tú misma.

Lucinda arrojó aquellas palabras a la cara de Louise. Ella no replicó, pues comprendió que Lucinda tenía razón. Louise había sospechado la verdad desde que llegó a Maputo. Henrik le había ocultado a ella su enfermedad y el hecho de que tuviese un apartamento en Barcelona. Después de su muerte, se vio obligada a reconocer que no conocía a su hijo. Ignoraba cuándo se había producido aquel cambio y pensaba que, sin duda, fue materializándose de forma paulatina, sin que ella se percatase de nada. Henrik no quería que su madre notase que estaba convirtiéndose en otra persona.

Lucinda echó a andar, sin esperar respuesta alguna por parte de Louise. El vigilante apostado a la puerta de la zapatería observó curioso la actitud de las dos mujeres. Al verlo, Louise se indignó de tal modo que se acercó al hombre y le espetó en sueco:

—No tengo ni idea de lo que estás mirando. Pero esta mujer y yo nos queremos. Somos amigas. Estamos enfadadas, pero nos queremos. —Dicho esto, corrió hasta alcanzar a Lucinda y le tomó la mano—. No lo sabía.

—Tú creías que yo le contagié el virus. Diste por supuesto que había sido la puta negra quien le había transmitido la enfermedad.

—Jamás te he considerado una prostituta.

—Los hombres blancos creen que las mujeres negras están siempre disponibles, donde sea y cuando sea. Si una hermosa joven negra de veinte años le asegura a un obeso hombre blanco que lo ama, él la cree. Hasta ese punto creen ellos que su poder es superior cuando visitan un país pobre. Henrik me contó que, en Asia, sucede lo mismo.

—Supongo que Henrik jamás te consideró una prostituta, ¿no?

—Si quieres que te sea sincera, no lo sé.

—¿Te ofreció dinero?

—Bueno, eso no es requisito indispensable. Muchos hombres blancos piensan que debemos estar agradecidas por poder abrirnos de piernas.

—Es repugnante.

—Y puede serlo aún más. Si te cuento lo que pasa con niñas de ocho o nueve años…

—No quiero oírlo.

—Henrik sí. Por desagradable que fuese, él sí quería oírlo. «Quiero saber para comprender por qué no quiero saber», me decía. Al principio, creí que sólo pretendía llamar la atención. Pero después comprendí que pensaba lo que decía.

Lucinda guardó silencio. Para entonces, ya habían llegado al cibercafé, que estaba en un edificio de ladrillo recién restaurado. Unas mujeres, sentadas sobre alfombras, vendían sus productos sobre la acera. Antes de entrar, Lucinda compró unas naranjas. Louise intentó retenerla en la calle.

—Ahora no. Ya hablaremos de ello más tarde. Pero tenía que contarte la verdad.

—¿Cómo se enteró Henrik de que estaba enfermo?

—Se lo pregunté, pero no quiso decírmelo. Así que no puedo hablarte de lo que no sé. Sin embargo, cuando supo que me había contagiado el virus, se quedó destrozado. Incluso habló de quitarse la vida. Conseguí convencerlo de que, si él no lo sabía, no podía considerarse culpable. Lo único que yo pretendía averiguar era si él lo sabía, pero me aseguró que no. Después me prometió que me conseguiría todas las medicinas que existen para frenar la enfermedad. Me daba quinientos dólares al mes. Y aún sigo recibiéndolos.

—¿De dónde viene ese dinero?

—No lo sé. Me lo ingresan en una cuenta bancaria. Me prometió que, aunque a él le ocurriese algo, yo seguiría recibiendo el dinero durante veinticinco años. Y así es: el 28 de cada mes recibo puntualmente la misma cantidad en la cuenta que él me abrió. Es como si aún estuviese vivo. Desde luego, no puede ser su espíritu el que se dedique a realizar transacciones monetarias una vez al mes.

Louise calculó mentalmente. Seis mil dólares al año durante veinticinco años daba como resultado la desorbitada suma de ciento cincuenta mil dólares, es decir, un millón de coronas, aproximadamente. Henrik debió de morir millonario.

Miró por la ventana para ver el interior del cibercafé. ¿No se habría quitado la vida, después de todo?

—Me figuro que lo odiabas.

—No tengo fuerzas para odiar. Tal vez todo lo que nos sucede esté predeterminado.

—La muerte de Henrik no estaba predeterminada.

Entraron en el local, donde les asignaron un terminal. Frente al resto de las mesas había jóvenes con uniformes escolares que, concentrados y en silencio, observaban las pantallas de sus ordenadores. Pese al aire acondicionado, hacía un calor húmedo en la sala. Lucinda se enojó, pues la pantalla estaba sucia. Cuando el dueño acudió para limpiarla, le arrebató el trapo para hacerlo ella misma.

—Durante los largos años de dominio colonial, aprendimos a hacer lo que se nos ordenaba. Y ahora estamos aprendiendo, aunque despacio, a pensar por nosotros mismos. Sin embargo, hay aún muchas cosas que no nos atrevemos a hacer. Por ejemplo, pasar un paño por la pantalla del ordenador hasta que quede limpia.

—Dijiste que habías venido alguna vez a este local con Henrik, ¿no es cierto?

—Sí, él quería buscar algo en Internet. Algo relacionado con China.

—¿Crees que podrías encontrar la página ahora?

—Quizá. Déjame pensar. Busca tú primero lo que querías consultar. No tardaré en volver. El Malocura no se las arregla solo. Y tengo que ir a pagar una factura de electricidad.

Lucinda se marchó y su figura desapareció bajo la intensa luz del sol. El sudor corría bajo la fina camisa de Louise. Un instante después, le llegó el olor de sus propias axilas. ¿Cuándo fue la última vez que se lavó? Entró en la red e intentó recordar las páginas que ella y Aron habían visitado en Barcelona. Recordaba los diarios, pero no lo que había leído en cada uno. Los artículos habían sido publicados en los años 1999 y 2000, de eso estaba segura. En primer lugar, buscó en el archivo del Washington Post, pero no halló ni una alusión a Steve Nichols o a Steve Holloway. Se enjugó el sudor del rostro y entró en el archivo del New York Times. Media hora después, ya había revisado todo el año 1999. Siguió buscando en el año 2000. Y casi de inmediato, halló el artículo que habían leído en el ordenador que Henrik tenía en España. Un hombre llamado Steve Nichols se había quitado la vida tras haber sido víctima de un chantaje. Los chantajistas amenazaron con hacer público que tenía el virus del sida y cómo lo había contraído. Louise leyó el artículo de cabo a rabo y buscó las diversas referencias que se indicaban, pero no halló ninguna que relacionase a Steve Nichols con Christian Holloway.

Se acercó al mostrador y compró una botella de agua. Unas moscas revoloteaban pertinaces en tomo a su cara sudorosa. Apuró el agua y volvió al ordenador. Empezó entonces a buscar por el nombre de Christian Holloway y entró en varios portales de organizaciones que trabajaban con enfermos de sida. A punto estaba de rendirse cuando, de repente, Steve Nichols apareció de nuevo. Había una fotografía de un joven con gafas, la boca pequeña y una tímida sonrisa, unos años mayor que Henrik, tal vez. No tenía el menor parecido con Christian Holloway.

Steve Nichols hablaba de la organización sin ánimo de lucro en la que trabajaba, A for Assistance, que operaba en Estados Unidos y Canadá ayudando a los afectados por el sida a llevar una vida digna. Pero no revelaba que él mismo estaba enfermo. Nada se decía allí de ningún chantaje, tan sólo que realizaba un servicio desinteresado a favor de los enfermos.

Cuando ya iba a darse por vencida, apareció una pequeña ventana con datos biográficos.

Steve Nichols, nacido en Los Angeles el 10 de mayo de 1970; madre, Mary-Ann Nichols, padre, Christian Holloway.

Golpeó con fuerza el tablero de la mesa y el responsable, un joven negro vestido de traje y corbata, la miró con curiosidad. Ella le hizo una seña con la mano para tranquilizarlo y le dijo que acababa de encontrar lo que buscaba. Él asintió comprensivo y volvió a concentrarse en su periódico.

El descubrimiento la conmovió. Aún ignoraba lo que aquello podía implicar. Christian Holloway sufría por la muerte de su hijo, pero ¿qué había más allá de su sufrimiento? ¿Tal vez un espíritu vengativo que intentaba averiguar quién o quiénes se hallaban tras el chantaje que llevó a su hijo al suicidio?

Al cabo de un rato, Lucinda regresó, tomó una silla y se sentó. Louise le reveló su descubrimiento.

—Sin embargo, no lo veo claro. Si hubiese ocurrido hace veinte años, habría sido distinto. Pero ahora, no. ¿De verdad crees que alguien se suicidaría hoy por miedo a que se descubriese que tenía el sida?

—Tal vez fue por miedo a que se descubriese que se lo había contagiado un hombre o una prostituta…

Louise comprendió que Lucinda bien podía tener razón.

—Me gustaría que localizaras lo que Henrik estuvo buscando el día que estuvisteis aquí. ¿Sabes manejar un ordenador?

—Que sea camarera de un bar y que, de vez en cuando, haya vivido mi vida como una mujer que se vende en el mercado no significa que no sepa manejar un ordenador. Por si quieres más detalles, fue Henrik quien me enseñó.

—No quería decir eso…

—Tú sabrás mejor que nadie lo que querías decir.

Louise se percató de que había vuelto a herir el orgullo de Lucinda. Le pidió una disculpa que la joven aceptó con un breve gesto de asentimiento, sin pronunciar palabra. Se intercambiaron los asientos y la mano de Lucinda comenzó a teclear.

—Me dijo que quería información sobre algo que había sucedido en China. ¿Cómo se llamaba la página web?… —La joven se esforzaba por recordar—. ¡Aids Report! —exclamó al cabo—. Eso es.

Empezó a buscar mientras sus dedos se deslizaban ágiles sobre el teclado.

De pronto, a Louise le vino a la mente una ocasión en que, siendo Henrik muy pequeño, ella había intentado que aprendiese a tocar el piano. Sus manos no tardaron en convertirse en martillos que aporreaban el instrumento con jubiloso brío. Después de tres clases, el profesor de piano le propuso que enseñase a Henrik a tocar el tambor.

—Fue en el mes de mayo —recordó Lucinda—. El viento soplaba con fuerza y revolvía la arena. A Henrik le entró algo en el ojo izquierdo y yo le ayudé a sacárselo. Después, entramos y nos sentamos allí, junto a la ventana. —Señaló uno de los rincones de la sala, antes de continuar—. Acababan de abrir el local. Los ordenadores eran nuevos y el propio dueño, un hombre de Pakistán, de la India o quizá de Dubai, estaba aquí. Un mes después de abrir el negocio, huyó del país. El dinero que había invertido en el local procedía de un gran golpe de tráfico de drogas realizado a través de Ilha de Mozambique. No sé quién es el dueño ahora. Tal vez nadie lo sepa. Por lo general, eso significa que el propietario es alguno de los ministros del país.

Lucinda siguió buscando en el archivo de artículos y enseguida halló lo que esperaba. Apartó la silla para dejar que Louise lo leyese por sí misma.

Se trataba de un artículo claro, nada ambiguo. A finales del otoño de 1995, un hombre se presentó en la provincia china de Henan para comprar sangre. Para los campesinos de aquellos pueblos pobres constituía una oportunidad de oro para conseguir algo de dinero. Por otro lado, nunca habían imaginado que sus cuerpos pudieran reportarles ningún beneficio económico que no proviniese de su duro trabajo. Sin embargo, ahora no tenían más que tumbarse en una camilla y dejar que les sacasen medio litro de sangre. El hombre que la compraba y sus ayudantes sólo estaban interesados en el plasma, por lo que volvían a transferir la sangre a los cuerpos de los campesinos. No obstante, no limpiaban bien las agujas. Resultó que un hombre del pueblo había estado de viaje en una provincia cercana a la frontera con Tailandia. El hombre vendió también su sangre, pero el virus del sida volvió a entrar en sus venas al igual que ahora se transfería a las de otros campesinos. En una investigación sanitaria llevada a cabo en 1997, los médicos descubrieron que gran parte de los habitantes de varios pueblos de la zona tenía el virus del sida. Muchos de los afectados ya habían fallecido o estaban gravemente enfermos.

Entonces se puso en marcha la segunda fase de lo que Aids Report llamaba «La catástrofe de Henan». Un día, un equipo de médicos se presentó en uno de los pueblos para ofrecer a los enfermos un nuevo medicamento llamado BGB-2, un tratamiento comercializado por Cresco, una compañía farmacéutica de Arizona que desarrollaba diversas formas de antivirales. Los médicos repartían la medicina gratis entre los campesinos al tiempo que les prometían que no tardarían en sanar. Pero el BGB-2 no había obtenido la aprobación de las autoridades sanitarias chinas. No sabían siquiera de su existencia ni conocían a los médicos y las enfermeras que acudieron a Henan con el medicamento. En realidad, nadie sabía si el BGB-2 funcionaba ni cuáles eran sus posibles efectos secundarios.

Unos meses más tarde, algunos de los campesinos tratados con el medicamento sufrían fiebres muy altas, quedaban sin fuerzas y empezaban a sangrar por los ojos y a presentar erupciones cutáneas de difícil curación. Y murieron más y más. De repente, los médicos y las enfermeras desaparecieron y nunca más se habló del BGB-2. La compañía de Arizona negó conocer ningún dato al respecto, se cambió el nombre y se trasladó a Inglaterra. El único castigado fue el hombre que había ido de pueblo en pueblo comprando plasma. Fue condenado por delito fiscal grave y ejecutado tras haber sido sentenciado a muerte por un tribunal.

Louise se estiró para descansar la espalda.

—¿Has terminado de leer? Henrik estaba indignado. Y yo también. Los dos pensamos igual.

—¿Que podía suceder aquí lo mismo?

Lucinda asintió.

—Los pobres reaccionan igual en todas partes. ¿Por qué no habían de intentarlo aquí?

Louise se esforzaba por ordenar sus pensamientos. Estaba cansada, hambrienta, sedienta y, ante todo, desconcertada. Y se veía obligada a defenderse constantemente de la visión de la cabeza de Umbi, de la visión de la muerte que abría sus fauces ante ella.

—¿Sabes si Henrik había entrado ya en contacto con Christian Holloway y la actividad que desarrolla en Xai-Xai cuando vinisteis aquí?

—No, fue mucho después.

—¿Antes de que empezase a cambiar?

—Al mismo tiempo, aproximadamente. Una mañana, cuando él vivía en casa de Lars Håkansson, vino a verme y me pidió que le mostrase dónde había un cibercafé. Tenía prisa y, por una vez, lo vi impaciente.

—¿Por qué no utilizó el ordenador de Lars Håkansson?

—No me lo dijo. Recuerdo que le pregunté, porque me extrañó.

—¿Y qué te contestó?

—Movió la cabeza con gesto inquieto y me pidió que me apresurase.

—¿No dijo nada más? ¡Intenta recordar! Es importante.

—Vinimos al café, que, como te digo, acababan de abrir. Recuerdo que lloviznaba y se oían truenos en la distancia. Le dije que tal vez hubiese un corte en el suministro eléctrico si la tormenta se acercaba a la ciudad.

En este punto, Lucinda guardó silencio. Louise intuyó que rebuscaba en su memoria. La imagen del cuerpo sin vida de Umbi volvió a aparecer en su mente. Un pobre campesino que vivía entre enfermos de sida moribundos y que tenía algo crucial que decirle. Louise sintió un escalofrío, pese al calor y la humedad que reinaban en el local. Pensó que apestaba a sudor.

—Por el camino, iba mirando a su alrededor, ahora lo recuerdo. Incluso se detuvo en dos ocasiones y se dio la vuelta. Me sorprendió tanto que ni siquiera le pregunté por qué lo hacía.

—¿Sabes si vio algo?

—No, sólo sé que continuamos caminando. Después, se dio la vuelta una vez más. Y eso fue todo.

—¿Te dio la impresión de que tuviese miedo?

—No sabría decirte. Tal vez sólo estuviese preocupado y yo no supe darme cuenta.

—¿Recuerdas alguna otra cosa?

—Pasó delante del ordenador menos de una hora. Sabía muy bien lo que buscaba.

Louise intentó recrear lo sucedido. Los dos jóvenes, sentados ante la mesa del rincón. Desde allí, Henrik podía ver la calle con tan sólo alzar la cabeza. Sin embargo, él quedaba oculto tras el monitor.

Optó por acudir a un cibercafé porque no quería dejar ninguna pista en el ordenador de Lars Håkansson.

—¿Recuerdas si entró alguien mientras él trabajaba?

—Estaba cansada y tenía hambre. No bebí nada y me había tomado un bocadillo grasiento. Había gente entrando y saliendo, pero no recuerdo ningún rostro.

—¿Qué sucedió después?

—Copió el artículo, lo grabó en un disquete y nos marchamos. Empezó a llover justo cuando llegábamos a mi casa.

—¿Se volvió a mirar también por el camino de regreso?

—No lo recuerdo.

—¡Inténtalo!

—¡Estoy intentándolo! Pero no lo recuerdo. Echamos a correr para evitar la lluvia. Llovió a mares durante varias horas. Las calles estaban inundadas. Y, efectivamente, hubo un corte en el suministro eléctrico; duró hasta bien entrada la tarde.

—¿Se quedó en tu casa?

—Creo que no alcanzas a comprender las consecuencias de la lluvia en África. Es como si hubiese un montón de mangueras abiertas chorreando agua sobre nuestras cabezas; a menos que sea estrictamente necesario, nadie sale a la calle.

—¿Te dijo algo sobre el artículo? ¿Por qué quería leerlo? ¿Cómo había sabido de su existencia? ¿Qué tenía que ver con Christian Holloway?

—Cuando llegamos a casa, me preguntó si podía quedarse a dormir. Se acostó en mi cama. Les dije a mis hermanos que guardasen silencio. Y, claro está, no me hicieron caso. Pero él logró conciliar el sueño. Pensé que tal vez estuviese enfermo. Parecía que llevara mucho tiempo sin dormir. Cuando despertó, era más de media tarde y había escampado. El aire era fresco y dimos un paseo hasta la playa.

—¿Seguía sin decirte nada?

—Me contó algo de lo que había oído hablar en una ocasión, una historia que jamás había olvidado. Creo que ocurrió en Grecia, o quizás en Turquía, hacía ya mucho tiempo. Un grupo de personas se ocultaron en una cueva para no ser vistos por el enemigo invasor. Tenían comida para varios meses y en el interior de la cueva había agua que goteaba del techo. Pero sus enemigos los descubrieron. Hace unos años hallaron la cueva y encontraron los restos de los antiguos fugitivos. También hallaron una vasija de cerámica en el suelo. La habían utilizado para recoger el agua que goteaba del techo. Con el paso de los años, las gotas de agua habían formado una estalagmita que cubría la vasija. Henrik me contó que esa era para él la imagen perfecta de la paciencia. La fusión de la vasija y el agua. Ignoro quién le había contado aquella historia.

—Yo se la conté. El descubrimiento de la cueva en Grecia, en el Peloponeso, causó gran sensación. Yo estuve presente cuando se produjo el descubrimiento.

—Pero ¿qué hacías tú en Grecia, exactamente?

—Estaba trabajando allí, como arqueóloga.

—Yo no se lo que es eso.

—Busco el pasado. Vestigios de personas. Tumbas, cuevas, viejos palacios, manuscritos… Excavo para sacar a la luz lo que existió hace mucho tiempo.

—Jamás he oído que haya arqueólogos en mi país.

—Tal vez no haya muchos, pero sí que los hay. ¿Te contó Henrik de dónde había sacado aquella historia?

—No.

—¿Nunca te habló de mí?

—Jamás.

—¿Ni de su familia?

—Me contó que su abuelo era un artista muy famoso, célebre en el mundo entero. También me habló mucho de su hermana Felicia.

—Él no tenía ninguna hermana. Era mi único hijo.

—Sí, ya lo sé. Pero, según me dijo, era su hermana por parte de padre.

Por un instante, Louise pensó que bien podía ser verdad. Aron podía haber tenido hijos con otra mujer y no habérselo revelado a Louise. En tal caso, sería la mayor de las humillaciones, pues se lo había contado a Henrik pero no a ella.

Pero no, no podía ser verdad. Henrik jamás habría logrado mantener eso en secreto, aunque Aron se lo hubiese rogado. No existía tal hermana. Henrik se la había inventado. De ahí que ella no lo supiera. Por otro lado, no recordaba que él se hubiese quejado nunca de no tener hermanos… Ella se habría acordado.

—¿Te enseñó alguna fotografía de su hermana?

—Sí, y aún la tengo.

Louise creyó que iba a volverse loca. No existía ninguna hermana, no existía ninguna Felicia. ¿Por qué se la habría inventado Henrik?

Llena de impaciencia, se puso de pie.

—No quiero seguir aquí ni un minuto más. Necesito comer algo, y dormir.

Salieron del local y recorrieron las calles bajo un calor paralizante.

—Dime, ¿Henrik soportaba bien el calor?

—Le encantaba. Aunque no sé si lo soportaba bien.

Lucinda la invitó a entrar en su reducida vivienda. Louise saludó a su madre, una anciana encorvada de manos firmes y fuertes, el rostro surcado de arrugas y la mirada afable. Había niños por todas partes, de todas las edades. Lucinda les dijo algo en su idioma y los pequeños se apresuraron a salir por la puerta, protegida tan sólo por una cortina que ondeaba al viento.

Lucinda desapareció tras otra cortina. Desde la habitación a la que había entrado se oía el carraspeo de un aparato de radio. Al cabo de unos minutos, volvió con una fotografía en la mano.

—Me la dio Henrik. Son él y su hermana Felicia.

Louise tomó la fotografía y se acercó a una de las ventanas. Era una instantánea de Henrik con Nazrin. Examinó lo que tenía ante sí, tratando de comprenderlo. Las ideas se arremolinaban en su cerebro, pero todas eran confusas. ¿Por qué habría hecho algo así? ¿Por qué le había hecho creer a Lucinda que tenía una hermana?

Después de un instante, le devolvió la fotografía y declaró:

—Esa joven no es su hermana. Es una amiga suya.

—No te creo.

—Te aseguro que Henrik no tenía hermanos.

—¿Y por qué iba a mentirme?

—No lo sé. Pero, créeme, la chica de la foto es una amiga suya, que se llama Nazrin.

Lucinda no replicó y dejó la instantánea sobre la mesa.

—No me gusta la gente que miente.

—No acabo de explicarme por qué te dijo que tenía una hermana llamada Felicia.

—Mi madre no ha dicho una mentira en toda su vida. Para ella sólo vale la verdad. Mi padre, en cambio, no ha dejado de mentirle sobre otras mujeres que, según él, no existían, sobre dinero que había ganado y luego perdido… Se pasa la vida mintiendo, salvo cuando dice que jamás habría salido adelante en la vida sin mi madre. Los hombres mienten.

—También las mujeres lo hacen.

—Ya, pero ellas lo hacen para defenderse. Los hombres combaten a las mujeres de muchas formas. Y una de sus armas más habituales es la mentira. Ahí tienes a Lars Håkansson, que hasta quería que me cambiase el nombre y me llamase Julieta. Aún sigo sin comprender cuál será la diferencia. ¿Acaso una Julieta se abre de piernas de un modo diferente al mío?

—No me gusta el modo en que hablas de ti misma.

De repente, Lucinda se quedó muda y parecía reacia a seguir hablando. Louise se levantó y la joven la acompañó hasta el coche. Se despidieron sin acordar cuándo volverían a verse.

Louise se equivocó de camino varias veces hasta que logró dar con la casa de Lars Håkansson. El vigilante de la puerta dormitaba a pleno sol. Al verla, se levantó como un rayo, le hizo un saludo militar y le abrió la puerta. Celina estaba tendiendo ropa y Louise le dijo que tenía hambre. Una hora más tarde, cerca de las once de la mañana, ya se había duchado y había comido algo. Se tumbó en la cama al fresco del aire acondicionado y se durmió enseguida.

Cuando se despertó, ya atardecía. Eran las seis de la tarde, había dormido varias horas. Las sábanas estaban húmedas y recordó que había tenido un sueño.

Aron estaba en la cima de una lejana montaña. Ella había estado deambulando por una ciénaga interminable en el corazón de Härjedalen. En el sueño, se hallaban lejos el uno del otro. Henrik leía un libro sentado sobre una roca, junto a un alto abeto. Cuando ella le preguntó qué leía, él le mostró un álbum de fotos. Pero ella no conocía a una sola de las personas retratadas.

Apartó su ropa sucia y, con cierto cargo de conciencia, la dejó en el suelo para que se la lavasen. Después, entreabrió la puerta y aguzó el oído. No se oían voces en la cocina. La casa parecía desierta.

Se dio una ducha, se vistió y bajó la escalera. Por todas partes se oía el sordo zumbido del aire acondicionado. Había sobre la mesa una botella de vino empezada. Se sirvió una copa y se sentó en la sala de estar. Desde la calle le llegó el parloteo de los vigilantes. Las cortinas estaban echadas. Paladeó el vino mientras se preguntaba qué habría sucedido desde que ella salió de Xai-Xai. ¿Quién habría encontrado el cuerpo de Umbi? ¿La habría relacionado alguien con lo acontecido? ¿Quiénes serían las personas que se habían ocultado entre las sombras?

Sintió que el pánico empezaba a hacer presa en ella ahora, cuando ya había descansado. Un hombre que quería transmitirme cierta información en el mayor de los secretos resulta brutalmente asesinado. La víctima podría haber sido Aron.

De repente, sintió náuseas y se precipitó a vomitar al cuarto de baño. Después, se derrumbó en el suelo del baño, como si un torbellino la obligase a descender. ¿No iría ya camino de la profunda laguna de negras aguas de Artur?

Permaneció sentada en el suelo sin preocuparse al ver una cucaracha que, presurosa, pasó ante ella para desaparecer por el agujero del azulejo que había tras las tomas de agua.

He de empezar a componer el rompecabezas. Hay varios indicios que debería ser capaz de interpretar. Procederé igual que con las vasijas antiguas, iré probando con paciencia de estalagmita.

La imagen a la que consiguió dar forma le resultó insoportable.

En primer lugar, Henrik descubre que tiene el virus del sida. Después se entera de que están llevándose a cabo experimentos inhumanos con personas, con el fin de encontrar una vacuna o un remedio contra la enfermedad. Por si fuera poco, parece que está involucrado de algún modo en un chantaje al hijo de Christian Holloway, el cual termina quitándose la vida.

Probó a juntar las piezas de distintas maneras, dejando un hueco allí donde no encajaba ninguna de las piezas. Pero los fragmentos no se dejaban interpretar de forma definitiva.

Al cabo de un rato, examinó la imagen desde el lado opuesto. No es lógico que un chantajista cuente con que su víctima se suicide. Lo que se pretende es que el dinero abonado garantice a la víctima que el silencio no se romperá.

Si Henrik no había contado con que el chantaje abocaría al suicidio a Steve Nichols, ¿cómo reaccionó al enterarse de su muerte? ¿Con resignación? ¿Con vergüenza y remordimiento?

Las piezas permanecían mudas. No le proporcionaban respuesta alguna.

Intentó avanzar un paso más. ¿No sería que Henrik había estado chantajeando a un chantajista? ¿Eran amigos él y Steve Nichols? ¿Supo Henrik a través de él de la actividad de Christian Holloway en África? ¿Sabría Steve Nichols lo que en realidad sucedía en Xai-Xai, disimulado tras el hermoso decorado de un caritativo trabajo altruista?

Todo se detuvo cuando llegó al último eslabón de la cadena de pensamientos. ¿Sería la muerte de Umbi un indicio de algo que bien podía compararse con lo sucedido en la lejana provincia de Henan?

Estaba medio tumbada en el suelo del cuarto de baño, con la cabeza apoyada contra la taza del inodoro. El aire acondicionado se superponía a cualquier otro sonido. Pese a todo, supo enseguida que tenía a alguien detrás. Volvió rápidamente la cabeza.

Y allí estaba, observándola, Lars Håkansson.

—¿Te encuentras mal?

—No.

—Entonces, ¿qué demonios haces tumbada en el suelo del baño? Si me permites que te lo pregunte…

—Acabo de vomitar y no tenía fuerzas para levantarme.

Dicho esto, se puso de pie y cerró la puerta delante de sus narices. El corazón le latía desaforado a causa del miedo.

Cuando salió del cuarto de baño, lo encontró sentado con un vaso de cerveza en la mano.

—¿Estás mejor?

—Estoy bien. Supongo que habré comido algo que me ha sentado mal.

—Si llevases aquí dos semanas, te preguntaría si te duele la cabeza o si has tenido fiebre.

—No, no tengo malaria.

—Todavía no. Pero, si no recuerdo mal, no estás tomando ningún medio profiláctico, ¿no es cierto?

—Así es.

—¿Qué tal fue el viaje a Inhaca?

—¿Cómo sabes que he estado allí?

—Alguien te vio.

—¿Alguien que sabe quién soy?

—¡Exacto! Alguien que sabe quién eres.

—Me dediqué a comer, a dormir y a nadar. Y además, conocí a un hombre que pinta cuadros.

—¿De delfines? ¿De mujeres de grandes pechos bailando en corro? Es un hombre muy curioso que llegó un buen día a las costas de Inhaca; un destino fascinante el suyo.

—Me cayó bien. Tenía pintado un retrato de Henrik, de su rostro, en medio de otros muchos rostros.

—Bueno, los cuadros que yo he visto y en los que ha intentado plasmar el semblante de personas vivas no eran demasiado buenos. No puede decirse que sea un artista; en mi opinión, carece por completo de talento.

Louise se indignó ante el tono de su interlocutor.

—Ya. En fin, los he visto peores. Sobre todo, he visto a muchos artistas encumbrados más por sus pretensiones que por el talento del que, sin lugar a dudas, carecían.

—Por supuesto que mis apreciaciones sobre lo que es o no arte de calidad no pueden compararse con las de una arqueóloga profesional. Por mi condición de consejero del Ministerio de Sanidad del país, mis temas de discusión suelen ser otros bien distintos.

—¡Ajá! ¿Y de qué habláis?

—Pues del hecho de que no haya sábanas limpias, o simplemente sábanas, en las camas de los hospitales del país. Es lamentable. Y más lamentable aún es que, año tras año, libremos una cantidad de dinero destinada a la adquisición de sábanas, que, al igual que el dinero, desaparecen en los bolsillos sin fondo de funcionarios y políticos corruptos.

—¿Y por qué no elevas una protesta?

—Porque eso sólo conduciría a que yo perdiese mi puesto y fuese enviado a mi país. Tengo otras vías. Intento que les suban el sueldo a los funcionarios, pues el que tienen asignado es absurdamente bajo, para atenuar las circunstancias que los mueven a la corrupción.

—¿No son necesarias dos manos para que haya corrupción?

—Por supuesto que sí. Hay muchas manos deseosas de escarbar en los millones de las subvenciones. Tanto de donantes como de beneficiarios.

En ese momento, sonó el teléfono móvil de Håkansson, que respondió en portugués con suma parquedad.

—Lo siento, pero esta noche he de dejarte sola —le dijo al acabar—. Se celebra una recepción en la embajada alemana que requiere mi presencia. Alemania financia una gran parte de la sanidad en este país.

—Me las arreglaré, no te preocupes.

—No olvides cerrar bien la puerta. Lo más probable es que vuelva tarde.

—¿Por qué eres tan cínico? Te lo pregunto porque no te esfuerzas lo más mínimo por ocultarlo.

—El cinismo es un medio de defensa. La realidad se nos manifiesta a una luz algo más suave si la contemplamos a través de ese filtro. De lo contrario, no sería difícil perder el norte y dejar que todo se hundiese.

—¿Hacia qué fondo?

—Hacia un abismo sin fin. Muchas personas están convencidas de que el futuro del continente africano ya no tiene remedio. A quienes tengan la desgracia de nacer aquí sólo les espera una serie infinita de épocas tortuosas. ¿Quién se preocupa, en realidad, del futuro de este continente? Nadie salvo quienes tienen intereses concretos, ya sean los diamantes sudafricanos, el petróleo angoleño o los talentos futbolísticos nigerianos.

—¿Eso es lo que piensas?

—Sí y no. Sí en lo que respecta a la visión del continente. La gente no quiere saber nada de África, pues consideran que reina aquí un caos desmedido. Y no porque, sencillamente, no es posible colocar a todo un continente en el rincón de la vergüenza. En el mejor de los casos, podemos mantener la cabeza del coloso por encima del nivel del agua con las ayudas humanitarias y las subvenciones, hasta que ellos mismos encuentren los métodos para salir a flote. Si existe algún lugar del planeta en que la rueda deba descubrirse de nuevo, es este. —Dicho esto, se levantó dispuesto a marcharse—. He de cambiarme. Pero me encantará continuar la conversación más tarde. ¿Has encontrado algo o a alguien que pueda ayudarte en tu búsqueda?

—Sí, no dejo de encontrar cosas nuevas.

Su anfitrión la observó pensativo, asintió y desapareció en dirección al piso superior. Louise oyó que estaba duchándose. Un cuarto de hora más tarde bajaba la escalera.

—Se me ocurre que tal vez haya hablado demasiado, ¿no? No creo que se me pueda calificar de cínico, aunque sí de sincero. No hay nada que turbe tanto a las personas como la sinceridad. Vivimos en la era de la mentira.

—Lo que tal vez signifique, a su vez, que la imagen de este continente no es la verdadera.

—Esperemos que tengas razón.

—Encontré dos correos electrónicos que Henrik había enviado desde tu ordenador. Aunque yo creo que uno de ellos lo escribiste tú mismo. ¿Por qué lo hiciste?

Lars Håkansson la observó en actitud de alerta.

—¿Por qué iba yo a falsificar un correo electrónico de Henrik?

—No lo sé. Para despistarme a mí.

—¿Y con qué objeto?

—No lo sé.

—Te equivocas. Si Henrik no estuviera muerto, te habría echado de mi casa.

—Sólo intento comprender.

—No hay nada que comprender. Te aseguro que no es mi estilo falsificar correos electrónicos de otras personas. En fin, mejor será que olvidemos este incidente.

Lars Håkansson fue a la cocina. Ella oyó un clic, después una puerta que se cerraba con llave. Håkansson regresó, salió de la casa y cerró la puerta principal. El coche arrancó, la verja se abrió y se cerró. Louise se había quedado sola. Subió al primer piso y se sentó al ordenador, pero no llegó a encenderlo. No tenía fuerzas.

La puerta del dormitorio de Lars Håkansson estaba entreabierta. Terminó de abrirla con el pie. Tenía la ropa revuelta y amontonada en el suelo. Ante la enorme cama había un televisor, una silla atestada de libros y periódicos, un escritorio con tintero y un gran espejo colgado en la pared. Se sentó en el borde de la cama e intentó ponerse en el lugar de Lucinda. Después, se levantó y se dirigió al escritorio. Recordaba haber visto uno igual en su niñez. Artur se lo había mostrado en una ocasión en que visitaron a unos parientes suyos muy ancianos, entre ellos un leñador que, cuando ella era muy pequeña, ya había cumplido los noventa. Podía evocar aquel escritorio con toda claridad. Tomó algunos de los libros que había sobre la silla. La mayor parte trataba de la sanidad en los países pobres. Tal vez hubiese sido injusta con Lars Håkansson. Tal vez fuese un hombre que trabajaba duramente por el continente, en lugar de un cínico observador.

Se fue a su habitación y se tumbó en la cama. Tan pronto como reuniese fuerzas, se prepararía algo de comer. El continente africano la hacía sentirse exhausta.

El rostro de Umbi no cesaba de surgir en su mente, como deslizándose a través de la oscuridad.

Se despertó con un respingo.

En el sueño, ella se encontraba en la residencia de ancianos donde vivía el nonagenario pariente de su padre, muy viejo, con los brazos trémulos, que se había convertido en un despojo humano tras una larga y dura vida como leñador.

Ahora lo veía todo claro. Tenía seis o siete años.

El escritorio estaba contra una de las paredes de la habitación de aquel anciano. Sobre él descansaba una fotografía en blanco y negro de personas que pertenecían a una época muy distinta. Podría tratarse de los padres del anciano.

Artur abrió la tapa del escritorio y extrajo uno de los cajones que había en el interior. Después, le dio la vuelta y le mostró un compartimento oculto, un cajón que se abría en sentido contrario, desde la parte posterior.

Se levantó y volvió al dormitorio de Lars Håkansson. Era el cajón superior de la izquierda. Lo sacó y le dio la vuelta. Nada. Se sintió avergonzada por haberse dejado engañar por el sueño. Pese a todo, sacó también el resto de los cajones.

El último tenía también un compartimento secreto, un cajón grande que contenía varios blocs de notas. Tomó el primero y lo hojeó. Era una agenda con anotaciones dispersas. En cierto modo, le recordó a las anotaciones de Henrik. Letras, indicaciones horarias, cruces, signos de admiración…

Hojeó la agenda hasta llegar al día en que ella misma aterrizó en Maputo. La página estaba totalmente en blanco, nada de horas ni de nombres. Avanzó hasta llegar al día anterior. Incrédula, clavó la mirada en lo que halló escrito: una L y, después, dos X. Aquello no podía significar más que una cosa, que ella había estado en Xai-Xai. Pero ¿cómo había sabido él de su viaje a esta ciudad?

Retrocedió unas cuantas páginas y leyó otra anotación: «CH Maputo». Aquello podía significar que Christian Holloway había estado en Maputo. Pero Lars Håkansson le había dicho que no conocía a Holloway.

Dejó el bloc y cerró el cajón. Los vigilantes guardaban silencio en la calle. Comenzó a pasear por la casa y comprobó que las puertas y las ventanas estaban cerradas con llave y las rejas estaban echadas.

Había, detrás de la cocina, una pequeña habitación en la que se ponía a secar la ropa antes de plancharla. Tanteó la ventana, y vio que estaba medio abierta. Tampoco la reja estaba cerrada. La colocó en su lugar. Y reconoció el ruido. Volvió a abrirla. De nuevo el mismo ruido. Al principio, no supo decir por qué le resultaba familiar. Después, cayó en la cuenta. Lars Håkansson había entrado en la cocina segundos antes de marcharse. Sí, y entonces ella había oído ese mismo ruido, como un clic.

«Me dijo que lo cerrase todo», recordó. «Pero lo último que hizo fue dejar abierta una ventana. De modo que alguien pueda entrar…»

Sintió un pánico instantáneo. ¿No estaría tan excitada que no sabía ya distinguir entre lo que era realidad objetiva y lo que eran imaginaciones suyas? Aunque cabía la posibilidad de que ella interpretase cuanto sucedía a su alrededor de un modo erróneo y exagerado, no se atrevió a permanecer allí. Encendió todas las luces de la casa y reunió su ropa. Las manos le temblaban cuando abrió todas las cerraduras de la puerta de entrada. Era como si escapase de una prisión con las llaves del vigilante. Casualmente este dormía cuando ella salió. El hombre se despertó sobresaltado y le ayudó a colocar el equipaje en el maletero.

Se fue directamente al hotel Polana, en el que se había alojado las primeras noches. Ella misma subió las maletas a su habitación, pese a las amables protestas del recepcionista, y una vez allí se sentó, temblorosa, en el borde de la cama.

Tal vez estuviese confundida y veía sombras donde debía haber visto personas, tramas donde no había más que coincidencias. Habían sido demasiadas emociones.

Permaneció sentada en la cama hasta que hubo recuperado el sosiego. Se informó en recepción de que el primer vuelo de Maputo a Johannesburgo salía a las siete de la mañana. Le ayudaron a reservar un billete. Después de cenar, regresó a su habitación y se colocó junto a la ventana, desde donde contempló la piscina vacía. «No sé qué es lo que veo», se dijo. «Me encuentro en medio de algo cuya naturaleza ignoro. Hasta que no me encuentre lejos, no seré capaz de comprender qué provocó la muerte de Henrik».

Presa de la más absoluta desesperación, pensó que Aron tenía que estar vivo. Un día, volvería a presentarse ante ella.

Poco antes de las cinco de la mañana, partió rumbo al aeropuerto. Dejó las llaves del coche en el buzón de la compañía en la que alquiló el automóvil, fue a recoger su billete y, poco antes de pasar el control de seguridad, descubrió a una mujer que fumaba junto a la entrada del edificio de la terminal. Era una joven que trabajaba con Lucinda en el bar. Louise no sabía su nombre, pero estaba segura de que era ella.

Había estado a punto de abandonar el país sin despedirse siquiera de Lucinda y se sintió avergonzada.

Se acercó a la joven, que la reconoció enseguida, y le preguntó en inglés si podía transmitirle un mensaje a Lucinda. La chica asintió y Louise desprendió una hoja de su agenda y escribió: «Me marcho. Pero no soy de esas personas que desaparecen para siempre. Volveré a ponerme en contacto contigo».

Dobló la nota y se la entregó a la muchacha, que se quedó mirándose las uñas.

—¿Adónde va?

—A Johannesburgo.

—¡Ojalá estuviera en su lugar! Pero no lo estoy. Lucinda recibirá su mensaje esta noche.

Después, pasó el control de seguridad. A través de una ventana se veía el enorme artefacto en la pista de salida.

Creo que empiezo a intuir algo acerca de la realidad de este continente. En la pobreza, unas fuerzas brutales se extienden sin hallar resistencia. Los miserables campesinos chinos o sus igualmente miserables hermanos y hermanas africanos son tratados como ratas. ¿Qué vio Henrik? Aún ignoro lo que sucede en el mundo secreto creado por Christian Holloway. Pero ya dispongo de una serie de piezas. Y encontraré más. A menos que me dé por vencida. A menos que pierda el valor.

Se encontraba entre los últimos pasajeros que subieron a bordo. El avión cobró velocidad y despegó. Lo último que vio antes de atravesar las delgadas nubes fueron los pequeños pesqueros, con las velas hinchadas al viento, rumbo a tierra.