8
Tres días después del encuentro en el espigón, marcado por el viento, la lluvia y el dolor, Louise envió a su padre una postal. Para entonces, ya lo había llamado para contarle que había conseguido localizar a Aron. La conexión con Sveg era de una claridad sorprendente y ella había sentido muy próxima la voz de su padre, que le pidió que saludara a Aron de su parte y le transmitiese sus condolencias. Ella le describió los vistosos papagayos que revoloteaban en tomo a la mesa de Aron y le prometió que le enviaría una postal. La tarjeta estaba plagada de papagayos rojos. Aron la esperaba en la cafetería en la que él solía recalar cada vez que iba a pescar. Louise escribió la postal en la misma tienda donde la compró y la echó en el buzón que había junto al hotel en el que habría pasado la noche si no hubiese encontrado a Aron en el espigón.
¿Qué le escribió a su padre? Que Aron vivía como un ermitaño en una confortable cabaña de madera construida en medio del bosque, que había adelgazado y, sobre todo, que sufría la pérdida de su hijo.
«Tenías razón. Habría sido una actitud irresponsable no ir en su busca. Tú tenías razón y yo estaba equivocada. No sólo hay papagayos rojos también los hay azules, quizá de color turquesa. No sé cuánto tiempo me quedaré».
Después bajó a la playa. Hacía un día frío de cielo despejado y apenas si soplaba la brisa. Unos niños jugaban con un balón viejo, una pareja de ancianos paseaba a sus perros de color negro. Louise recorría la playa casi por la orilla misma.
Pasó con Aron tres días. En el amanecer que siguió a aquella primera y larga noche, cuando ella tomó las manos de él entre las suyas, Aron le preguntó si tenía dónde alojarse. En su casa había dos dormitorios y ella podía utilizar uno. ¿Qué planes tenía? ¿Había llegado a destrozarla el dolor? Ella no respondió, pero sí aceptó el dormitorio que él le ofrecía, fue a buscar su maleta y durmió hasta media tarde. Cuando despertó, Aron se había marchado. Le había dejado en el sofá una nota, escrita con aquellos garabatos suyos. Se había ido al trabajo. «Soy vigilante de los árboles de un pequeño bosque tropical. Hay comida. Puedes sentirte como en casa. El dolor es insoportable».
Se preparó un plato sencillo, se puso la ropa de más abrigo que encontró en la maleta y se llevó el plato a la mesa del porche. Los mansos papagayos no tardaron en posarse a su lado con la esperanza de compartir su comida. Contó hasta doce papagayos. «Un ágape», se dijo. «El último antes de la crucifixión». Por un instante, y por primera vez desde el día en que cruzó el umbral del apartamento de Henrik, la embargó el sosiego. En efecto, tenía a alguien más con quien compartir su dolor. A Aron podía confiarle todas las dudas y todo el miedo que la inundaban. La muerte de Henrik no se debía a causas naturales; nadie podía negar los somníferos, pero la muerte de Henrik debía de tener otra causa. Su hijo se había suicidado, sin suicidarse, en realidad.
Existe otra verdad. Relacionada, de algún modo, con todo ese asunto del presidente Kennedy y su cerebro desaparecido. Y si hay alguien que pueda ayudarme a descubrir esa verdad, ese es Aron.
Cuando Aron regresó del trabajo, ya había anochecido. Se quitó las botas, la miró tímidamente y se dirigió al cuarto de baño. Después fue a sentarse junto a ella en el sofá.
—¿Viste mi mensaje? ¿Has comido?
—Sí, con los papagayos. ¿Has sido tú quien los ha vuelto tan dóciles?
—No. Simplemente, no le tienen miedo al hombre, puesto que nunca los han perseguido para enjaularlos. Más bien he sido yo quien se ha acostumbrado a compartir mi pan con ellos.
—Decías en tu nota que vigilabas un bosque. ¿A eso te dedicas? ¿De eso vives?
—Había pensado mostrártelo mañana. Sí, me dedico a cuidar los árboles, a pescar y a mantenerme apartado. Esto último es mi principal trabajo. Y tú me has asestado uno de los golpes más duros de mi vida al encontrarme con tanta facilidad. Ni que decir tiene que me alegro de que fueses tú quien vino a darme tan terrible noticia. Tal vez habría empezado a preguntarme por qué Henrik había dejado de escribirme y, tarde o temprano, lo habría averiguado por mí mismo. Tal vez por pura casualidad. Y jamás habría superado la conmoción. Pero, por fortuna, has sido tú la mensajera.
—¿Qué fue de todos aquellos ordenadores tuyos? Tú, que ibas a salvar al mundo de la pérdida de cuantos recuerdos se crean en nuestro tiempo. En una ocasión me dijiste que los unos y los ceros de todos los ordenadores del mundo eran demonios que podían despojar al hombre de su historia.
—Sí. Durante mucho tiempo tuve una fe ciega en ello. Nos sentíamos como si estuviésemos a punto de salvar al mundo de una epidemia devastadora causada por el virus del vacío, la gran muerte que llevaban consigo los papeles en blanco. Los archivos huérfanos de documentos, corroídos por un cáncer incurable y que convertirían nuestro tiempo en un misterio irresoluble para quienes viviesen en el futuro. Creíamos plenamente que íbamos a encontrar un sistema de archivo alternativo capaz de conservar nuestra civilización para la posteridad. Buscábamos una alternativa a los unos y los ceros. O, mejor, intentábamos dar con una fórmula que impidiese que los ordenadores, un día, se negaran a desvelar su contenido.
»Creamos una fórmula, un código fuente, que vendimos después a un consorcio estadounidense. Nos dieron por él una cantidad asombrosa de dinero. Además, también promovimos una relación contractual que nos garantizaba que la patente se liberaría en todos los países después de transcurridos veinticinco años, de modo que todos podrían usarla sin tener que pagar derechos. Un día, me vi en una calle de Nueva York con un cheque por valor de cinco millones de dólares en la mano. Me quedé con uno y regalé el resto. ¿Me comprendes?
—No del todo, pero sí lo más importante.
—Si quieres, puedo explicártelo con detalle.
—Ahora no. ¿Le diste algo a Henrik?
Aron se encogió de hombros y la observó inquisitivo.
—¿Por qué iba a darle dinero?
—Bueno, no me habría parecido descabellado que le hubieses ofrecido a tu hijo una suma que pudiese contribuir a sus gastos.
—Mis padres nunca me dieron dinero. Y aún hoy les estoy agradecido por ello. Nada resulta más pernicioso para un hijo que darle aquello que debe ganar por sí mismo.
—¿Y a quién le diste ese dinero?
—Había mucho donde elegir. Se lo di todo a una pequeña fundación australiana que trabaja para proteger la dignidad de la población aborigen. Su vida y su cultura, si nos prestamos a simplificarlo un tanto. Podría haber donado el dinero a la investigación para la prevención y tratamiento del cáncer, para la preservación de los bosques tropicales o para la lucha contra las crecientes plagas de langosta en África oriental. Saqué una de los cientos de papeletas que había puesto en el sombrero. Y resultó ser la de Australia. Así que doné el dinero y aquí me vine. Nadie sabe que fui yo. Y esa es mi mayor satisfacción. —Aron se puso de pie—. Necesito dormir unas horas. El cansancio acentúa mi desasosiego.
Louise se quedó sentada en el sofá, desde donde no tardó en oír sus ronquidos, que rodaban como olas por su conciencia. Eran los mismos que ella recordaba de otro tiempo.
Por la noche, la llevó a un restaurante que parecía suspendido, como el nido de un águila, de lo más alto de un acantilado. Estaban prácticamente solos en el establecimiento, a cuyo camarero Aron parecía conocer bien, hasta el punto de que se fue con él a la cocina.
La cena se convirtió en un nuevo recordatorio del tiempo en que ella y Aron vivían juntos. Pescado y vino. Aquel era su plato de las celebraciones. Louise recordó unas singulares vacaciones que pasaron de acampada y durante las cuales comieron los lucios que Aron pescaba del fondo de las oscuras aguas de un lago. Aunque también habían comido bacalao y merluza en el norte de Noruega y lenguado en Francia.
Él le hablaba a través de su elección del menú. Era su manera de acercarse a ella, su manera de averiguar con suma cautela si Louise había olvidado lo que hubo entre ellos o lo que tal vez aún estuviese vivo.
Ella sintió un escalofrío de nostalgia. El amor no podía resucitar, como tampoco podían recuperar a su hijo muerto.
Aquella noche, los dos durmieron. Ella despertó en una ocasión con la sensación de que alguien había entrado en su habitación. Pero no vio a nadie.
Al día siguiente, Louise se levantó temprano para acompañarlo al pequeño bosque tropical del que Aron era responsable. Aún no había clareado cuando abandonaron la casa. Los papagayos rojos no estaban.
—Vaya, veo que has aprendido a madrugar —comentó ella.
—La verdad es que no me explico cómo pude vivir tantos años odiando los madrugones.
Atravesaron Apollo Bay en coche. El bosque se hallaba en un valle que descendía hasta el mar. Aron le explicó que eran los restos de una gran masa forestal que, antiguamente, ocupaba el sur de Australia. Ahora era propiedad de una fundación privada financiada por una de aquellas personas que, al mismo tiempo que el propio Aron, cobró algunos millones por los derechos del código fuente que vendieron en su día.
Aparcaron en una explanada cubierta de gravilla. Los altos eucaliptos formaban ante ellos un muro imponente. Un sendero zigzagueaba pendiente abajo hasta desaparecer.
Empezaron a caminar. Aron iba el primero.
—Pues ya ves, cuido del bosque, vigilo que no haya incendios y que no arrojen desperdicios. Me lleva media hora hacer la ronda completa. Por lo general, suelo observar a las personas que lo recorren a menudo. Muchos tienen, cuando regresan, el mismo aspecto que cuando iniciaron el paseo. A otros se los ve cambiados. Este bosque acoge una parte importante de nuestro espíritu.
El sendero describía una pronunciada pendiente. Aron se detenía de vez en cuando y señalaba algo. Le hablaba de los árboles, de su edad, de sus nombres, de los arroyuelos que se extendían a sus pies y por los que discurría el agua, la misma agua de hacía millones de años.
Louise experimentó la sensación de que Aron estaba mostrándole su propia vida, cómo había cambiado.
En lo más profundo del valle, en el corazón de la espesura, había un banco. Aron lo limpió con la manga de su cazadora. La humedad goteaba exuberante por doquier. Se sentaron en medio de aquel bosque silencioso, húmedo, frío. Louise pensó que Aron amaba aquel bosque, al igual que amaba los interminables bosques de la lejana Härjedalen.
—Vine aquí para perderme —confesó Aron.
—Tú que no podías vivir sin gente a tu alrededor. Y, de pronto, ¿quisiste estar solo?
—Sucedió algo.
—¿El qué?
—No me creerías.
Se oyó un aleteo entre los árboles, entre las serpentinas de las enredaderas y las lianas, y un pájaro alzó el vuelo para desaparecer hacia la lejana luz del sol.
—Perdí algo cuando comprendí que no podía seguir viviendo con vosotros. Os traicioné a ti y a Henrik, pero también, y en la misma medida, me traicioné a mí mismo.
—Eso no explica nada.
—No hay nada que explicar. Ni yo mismo me entiendo. Esa es la verdad pura y dura.
—Yo lo interpreto como una huida. ¿No podrías, por una vez en tu vida, decir la verdad, lo que pasó?
—No puedo explicártelo. Algo se quebró de pronto. Tenía que alejarme. Me pasé un año entero bebiendo sin parar, deambulando por ahí, gastando dinero, quemando puentes tras de mí. Después di con aquella pandilla de insensatos que habían decidido salvar la memoria del mundo. Así nos llamábamos, «los protectores de la memoria». He intentado quitarme la vida con el alcohol, con el trabajo, con la desidia, con la pesca o alimentando a los papagayos rojos hasta morir. Y he sobrevivido a todo.
—Mira, Aron, ahora necesito que me ayudes a comprender qué ha sucedido en realidad. La muerte de Henrik es también mi muerte. No soy capaz de volver a la vida sin antes haber comprendido qué ocurrió. ¿Qué estuvo haciendo durante los meses previos a su muerte? ¿Con quiénes se relacionaba? ¿Qué estaba pasando? ¿Habló contigo de todo ello?
—Bueno, Henrik dejó de escribirme de improviso hace unos tres meses. Hasta entonces solía recibir una carta suya cada semana.
—¿Conservas esas cartas?
—Sí, las guardo todas.
Louise se levantó del banco.
—Necesito que me ayudes. Quiero que revises unos discos compactos que he traído conmigo. Son copias de documentos de su ordenador, que, por cierto, no encontré. Quiero que hagas lo que tan bien sabes hacer, que bucees en ese mar de unos y ceros para desvelar el contenido de estos discos.
Siguieron el sendero, que ascendía en abrupta pendiente, hasta volver al punto de partida. Un autobús escolar lleno de niños acababa de aparcar allí. Los pequeños empezaron a corretear enseguida con sus chubasqueros de vivos colores.
—Los niños me infunden alegría —aseguró Aron—. Ellos adoran la altura de los árboles, el secreto de los barrancos, los arroyos que sólo se oyen y que no pueden verse.
De regreso a la casa de los papagayos, Aron entró en una tienda para comprar algo de comida. Louise lo acompañó. Parecía conocer a todo el mundo, y esto la sorprendió. ¿Cómo reconciliar aquel hecho con su deseo de pasar inadvertido? Cuando subían la quebrada pendiente de la montaña, le preguntó acerca de ello.
—No saben ni cómo me llamo ni dónde vivo exactamente. Existe una diferencia entre conocer a alguien y saber de él. Los tranquiliza que mi rostro les resulte familiar. Yo pertenezco a este lugar. Y, en realidad, ellos no quieren saber más. Les basta con que yo sea una persona que aparece entre ellos con regularidad, que no plantea problemas y que paga sus cuentas.
Ese mismo día, Aron cocinó para los dos, otra vez pescado. Cuando se sentaron a comer, él parecía más aliviado, pensó ella. «Como si hubiese desaparecido el peso que lo agobiaba, no el dolor, sino algo que guarda relación conmigo».
Después de comer, Aron le pidió que le refiriese nuevamente cómo se desarrolló el funeral y que le hablase de la joven llamada Nazrin.
—¿No te habló nunca de ella en sus cartas?
—Jamás. Si hablaba de alguna mujer, nunca mencionaba su nombre. Les asignaba un cuerpo y un rostro, pero en ningún caso un nombre. Henrik era, en muchos sentidos, una persona curiosa.
—Era como tú. De pequeño y, después, de adolescente, siempre pensé que era como yo. Pero ahora tengo la certeza de que se parecía a ti. Creí que, si vivía el tiempo suficiente, Henrik habría dado la vuelta al mundo y, después, habría vuelto a mi lado.
El llanto se abrió paso por su garganta. Aron se levantó, salió y puso en la mesa un poco más de mijo para los pájaros.
Después, por la tarde, se acercó y dejó ante ella dos montones de cartas.
—Estaré fuera unas horas —anunció—, pero volveré.
—Sí —afirmó ella—. Sé que ahora no te esfumarás.
Louise sabía, aun sin haberle preguntado, que iba a pescar al puerto. Empezó a leer las cartas y se dijo que, con toda certeza, quería dejarla que las leyera a solas. Aron siempre había sido comprensivo con la necesidad de soledad. Ante todo, con su propia soledad. Pero quién sabe si no había aprendido ya a respetar también las necesidades ajenas.
Dos horas le llevó la lectura de aquellas cartas. Fue un viaje doloroso a un paisaje desconocido, el paisaje de Henrik sobre el que ella nunca había sabido demasiado, a juzgar por lo que iba averiguando a medida que se adentraba en él. Nunca había comprendido a Aron. Pero ahora descubría que también su hijo había vivido protegido por una fortificación. Louise sólo había conocido la superficie. Sus sentimientos hacia ella eran sinceros, la quería. Sin embargo, sus pensamientos más íntimos habían sido un enigma para ella. Mientras leía, aquello la torturaba como unos celos sordos que no conseguía eliminar. ¿Por qué nunca habló con ella como lo había hecho con Aron? Después de todo, ella lo había educado y había asumido su responsabilidad, mientras que Aron había vivido en su mundo de alcohol y ordenadores.
No le quedó más remedio que sincerarse. Las cartas le procuraban un tormento indecible y la hacían sentirse enojada con su hijo muerto.
Pero ¿qué descubrió en ellas que no hubiese sabido con anterioridad? ¿Qué la llevó a constatar que ella había conocido a un Henrik, en tanto que el que se había mostrado a Aron era otro muy distinto? Henrik se dirigía a Aron en un idioma extraño para ella. Intentaba desarrollar razonamientos y, a diferencia de lo que contaba en las cartas que le enviaba a ella, describir sus sentimientos, sus ideas en los momentos de inspiración.
Apartó las cartas y salió un momento al porche. El mar ejecutaba a lo lejos una danza gris, los papagayos aguardaban en las copas de los eucaliptos.
Yo también estoy dividida. Ante un hombre como Vassilis, era una persona, con Henrik, era otra, y soy otra diferente con mi padre; con Aron, ¡Dios sabe como quién me he comportado! Unos delgados hilos unen esos fragmentos de los que estoy compuesta. Pero el conjunto es frágil, como una puerta desvencijada que cuelga de sus bisagras.
Volvió a las cartas. Se extendían por un periodo de nueve años. Al principio eran espaciadas y después, según las épocas, cada vez más regulares. Henrik describía en ellas sus viajes. En Shanghai, por ejemplo, anduvo vagando por el famoso paseo marítimo, fascinado por la habilidad de los artesanos chinos que recortaban siluetas. «Se las arreglan para recortar las siluetas de modo que en ellas se hace patente parte del interior de la persona. Me pregunto cómo lo harán». En noviembre de 1999 estuvo en Phnom Penh, camino de Angkor Vat. Louise rebuscaba en su memoria, pero Henrik jamás le había hablado de aquel viaje; simplemente, le mencionó que había estado en varios países asiáticos en compañía de una amiga. En dos de las cartas dirigidas a Aron la describía como «hermosa, callada y muy delicada». Viajaron juntos por el país, sobrecogidos por el «intenso silencio que sucedió a todo el horror que allí se había desarrollado. He empezado a comprender a qué quiero dedicar mi vida. A reducir el sufrimiento, al menos lo poco que esté en mi mano, y a ver la grandeza de las cosas pequeñas». A veces sonaba sentimental, casi sensiblero en la descripción del inmenso dolor que le producía el mundo en general.
Pero en ningún pasaje de esas cartas aludía al cerebro desaparecido del presidente Kennedy. Tampoco el aspecto de ninguna de las jóvenes a las que describía coincidía con el de Nazrin.
Lo más sorprendente, lo que más dolor le causaba, era que en ningún momento la mencionaba a ella. Ni una palabra sobre su madre y sus excavaciones bajo el ardiente sol griego. Ni una alusión a la relación que mantenían, a sus confidencias. Con aquel silencio, Henrik la negaba. Comprendía que probablemente fuese por deferencia hacia su padre; pese a todo, lo sintió como una traición. Ese silencio la atormentaba.
Se obligó a seguir leyendo, prestando gran atención cuando llegó a las últimas cartas. Entonces empezó a ver lo que, tal vez inconscientemente, había estado esperando: un sobre con un matasellos legible. «Lilongwe, Malawi, mayo de 2004». Aludía a una experiencia sobrecogedora vivida en Mozambique, una visita que realizó a un lugar en el que cuidaban a personas enfermas y moribundas. «El desastre es tan insoportable que uno sólo puede guardar silencio. Pero también es, ante todo, estremecedor. En Occidente, la gente no tiene ni idea de lo que sucede. Hemos renegado de los últimos bastiones del humanismo y ni siquiera estamos dispuestos a ayudar a defender a estas personas, para frenar la expansión de la enfermedad o para contribuir a que los moribundos lleven una vida digna, por corta que esta sea».
Había dos cartas sin sobre. Louise supuso que Henrik había vuelto a Europa cuando las escribió. Habían sido enviadas con un intervalo de dos días, el 12 y el 14 de junio de ese mismo año. Traslucían una inestabilidad extrema: una de las cartas expresaba abatimiento; la otra, alegría. En una se rendía, en la otra aseguraba: «He hecho un descubrimiento aterrador que, pese a todo, me infunde determinación. Aunque también miedo».
Leyó esas frases varias veces. ¿A qué se refería? ¿De qué descubrimiento hablaba? ¿De qué determinación, de qué miedo? ¿Cómo había reaccionado Aron al recibir aquella carta?
Releyó las cartas una vez más, intentando descifrar un mensaje entre líneas, pero nada halló. En la última carta, la fechada el 14 de junio, había una última alusión al miedo: «Tengo miedo, pero haré lo que debo hacer».
Se tendió en el sofá. El contenido de las cartas bombeaba en su sien como un flujo de sangre agitada.
Yo sólo conocía una ínfima parte de su persona. Aron tal vez llegase a conocerlo mejor. Pero, ante todo, llegó a conocerlo de un modo muy distinto.
Aron volvió a casa cuando ya había anochecido y traía algo de pescado. Cuando, en la cocina, Louise se puso a pelar patatas a su lado, él intentó besarla. Ella se apartó. Fue un gesto por completo inesperado; en ningún momento se imaginó que él fuese a intentar una aproximación de esa naturaleza.
—Creí que querías.
—¿Que quería qué?
Él se encogió de hombros.
—No sé. Perdona, no era mi intención.
—Por supuesto que era tu intención. Pero no queda ya nada de eso entre nosotros. Al menos, no por mi parte.
—No volverá a ocurrir.
—No, desde luego que no volverá a ocurrir. No he venido hasta aquí para buscarme un hombre.
—¿Tienes alguno?
—Lo mejor que podemos hacer en estos momentos es dejar en paz nuestras vidas privadas. ¿No era eso lo que solías decir tú, que no había que escarbar demasiado en el otro?
—Sí, eso decía y eso mismo sigo pensando hoy. Pero dime si hay en tu vida alguien con intención de quedarse en ella —insistió entonces Aron.
—No, no hay nadie.
—Tampoco yo tengo a nadie.
—No es necesario que respondas a una pregunta que no te he formulado.
Aron la miró sorprendido. Su voz empezaba a sonar chillona, reprobadora.
Comieron en silencio. La radio estaba encendida y emitía noticias del país. Una colisión de ferrocarriles en Darwin, un asesinato en Sydney.
Después tomaron café.
Louise fue a buscar los discos y los documentos que había traído de Estocolmo y los dejó en la mesa ante Aron. Él se quedó mirándolo todo sin tocarlo.
Aron se marchó de nuevo. Ella oyó el motor del coche al arrancar y no lo vio volver hasta después de medianoche. Para entonces, ella se había dormido, pero el ruido de la puerta al cerrarse la despertó. Lo oyó moverse en silencio por la casa. Ya creía que él se había dormido cuando, de pronto, oyó que encendía el ordenador y empezaba a teclear. Con sumo cuidado, se levantó de la cama y lo observó por la rendija de la puerta entreabierta. Aron, tras colocar bien el flexo, estudiaba con atención lo que le mostraba la pantalla. De pronto, ella recordó el tiempo en que vivían juntos, el alto grado de concentración que convertía su rostro en un espectáculo de estatismo. Por primera vez desde que lo encontró en el espigón bajo la lluvia, sintió una oleada de gratitud en su interior.
Ahora sí está ayudándome. Ya no estoy sola.
Louise durmió inquieta aquella noche. De vez en cuando, se levantaba para observarlo desde la puerta y lo veía trabajar con el ordenador o leer los documentos de Henrik que ella le había llevado. Hacia las cuatro de la mañana, Aron se tumbó en el sofá, con los ojos abiertos.
Poco antes de las seis, Louise oyó un leve ruido en la cocina y se levantó. Lo encontró junto a los fogones, preparando café.
—¿Te he despertado?
—No. ¿Has dormido algo?
—Un poco —le contestó Aron—. Lo suficiente, al menos. Ya sabes que nunca duermo demasiado.
—Bueno, por lo que yo recuerdo, eras capaz de dormir hasta las diez y las once, si se terciaba.
—Quizá, pero sólo cuando llevaba mucho tiempo trabajando duro.
Ella notó cierta impaciencia en su voz y decidió deponer las armas enseguida.
—¿Qué tal ha ido?
—Pues ha sido una experiencia muy extraña la de intentar introducirme en su mundo. Me he sentido como un ladrón. Henrik levantó barreras infranqueables para los extraños, y yo tampoco he podido atravesarlas. Era como si estuviera batiéndome en duelo con mi propio hijo.
—¿Qué has podido descubrir?
—Antes tengo que tomarme un café. Y tú también. Cuando vivíamos juntos, esa era una norma tácita, la de no hablar nunca de cosas serias antes de haber desayunado en solemne silencio. ¿Lo recuerdas?
Louise no lo había olvidado. Tenía grabada en su memoria la serie interminable de mudos desayunos que compartieron día tras día.
Se tomaron, pues, el café. Los papagayos revoloteaban sobre la mesa de madera, alborotados y lanzando sus rojos destellos. Llevaron las tazas a la cocina y se sentaron en el sofá. Ella estaba preparada para reaccionar si él volvía a acercarse como la víspera. Pero él pulsó el botón de inicio del ordenador y esperó a que se iluminase la pantalla, que se encendió al son de monótonos tambores.
—Compuso la música él mismo. No es difícil si eres un profesional de la informática, pero para un aficionado resulta bastante complejo. ¿Acaso había estudiado Henrik algo de informática?
No lo sabes, puesto que nunca estabas. Y en sus cartas no te cuenta en ningún momento a qué se dedicaba o qué estudiaba. Sabía que, en realidad, no te interesaba lo más mínimo.
—No, creo que no.
—¿Y qué hacía? Me contó que estaba estudiando, pero no el qué.
—Cursó un semestre de historia de las religiones en Lund. Pero no tardó en aburrirse. Después se sacó el permiso para conducir taxis y se ganaba la vida instalando persianas.
—¿Y podía vivir de eso?
—Era muy ahorrativo, incluso cuando viajaba. Decía que no quería decidir a qué dedicarse en la vida hasta no estar totalmente seguro. En cualquier caso, nunca trabajó con ordenadores, salvo como simple usuario. ¿Qué has encontrado?
—En realidad, nada.
—¡Pero si has estado despierto toda la noche!
Él le lanzó una mirada.
—Sí, ya me pareció oír que estabas despierta.
—Pues claro que estaba despierta, pero no quería molestarte. Bien, ¿qué has encontrado?
—He logrado forjarme una idea de cómo utilizaba su ordenador. Pero no he conseguido abrir todas esas puertas cerradas, todos esos muros y callejones sin salida que construyó, y que son muy reveladores acerca de lo que Henrik ocultaba.
—¿Y qué ocultaba?
Aron adoptó un repentino aire de preocupación.
—Miedo. Es como si no hubiese escatimado esfuerzos para construir todas las barreras imaginables, con el único propósito de impedirle a todo el mundo el acceso a lo que escondía en su ordenador. Estos discos son una válvula de seguridad alojada en lo más hondo de las profundidades de Henrik. También yo solía proteger el contenido de mis aparatos, pero jamás lo hice de ese modo. Es un trabajo magnífico. Yo soy un ladrón habilidoso en este terreno y no es frecuente que se me resistan los accesos, si me propongo encontrarlos. Pero se me resisten en este caso.
El miedo. Aquí lo tenemos otra vez. Nazrin hablaba de alegría. Pero el propio Henrik hablaba sin cesar del miedo durante los últimos meses de su vida. Y también es el miedo lo primero que ha descubierto Aron.
—El contenido de los ficheros que puedo abrir no aporta ninguna información interesante. Lleva en ellos la contabilidad de su pésima economía y parece que tiene contacto con varios portales de ventas por Internet, sobre todo de libros y películas. He estado dándome cabezazos contra sus muros de acero toda la noche.
—¿Y no has encontrado nada raro o inesperado?
—Bueno, creo que sí. Algo que no estaba en su lugar, guardado entre las carpetas del sistema. Me detuve ante ello por pura casualidad. ¡Fíjate!
Louise se inclinó para acercarse a la pantalla. Aron le señaló el fichero.
—Un fichero pequeño que nada tiene que ver con el sistema. Lo más extraordinario es que no intentó esconderlo en absoluto. Aquí no hay contraseñas ni códigos de seguridad de ninguna clase.
—¿Y por qué crees que lo hizo?
—En realidad, sólo se me ocurre un motivo. ¿Por qué deja alguien un fichero a la vista cuando se molesta en esconder todos los demás?
—¿Tal vez porque quiere que lo encuentren?
Aron asintió.
—Desde luego, es una posibilidad. Lo que revela ese fichero es que Henrik tiene un apartamento en Barcelona. ¿Lo sabías?
—No.
Louise recordó la B que había visto en los diarios de su hijo. ¿Sería el nombre de una ciudad, y no el de una persona?
—Pues tiene un pequeño apartamento en una calle que lleva el curioso nombre de Pasaje de Cristo. Se encuentra en el casco antiguo de la ciudad, en pleno centro de Barcelona. Además, ha anotado el nombre de la portera, señora Roig, y lo que paga de alquiler. Si no he entendido mal, lleva cuatro años alquilando ese apartamento, desde diciembre de 1999. Parece que firmó el contrato el último día del milenio pasado. ¿Tú sabes si Henrik sentía debilidad por los rituales? ¿Las noches de Año Nuevo? ¿Si enviaba mensajes en una botella? ¿Si era importante para él firmar un contrato un día determinado?
—Jamás se me había ocurrido. Aunque le gustaba volver a lugares que ya había visitado.
—En ese aspecto, la humanidad se divide en dos grupos: los que odian volver y los que adoran hacerlo. Tú ya sabes a cuál de los dos pertenezco yo. Y tú, ¿en cuál estás?
Louise no respondió. Atrajo la pantalla hacia sí y leyó lo que ponía. Aron se levantó y salió a ver a sus pájaros. De repente, ella temió que desapareciera otra vez.
Se puso el abrigo y salió también.
Los pájaros levantaron el vuelo y desaparecieron refugiándose en los árboles. Los dos se quedaron de pie, el uno junto al otro, contemplando el mar.
—Un buen día, veré aparecer por ahí un iceberg —dijo Aron—. Estoy convencido.
—A mí me traen sin cuidado tus icebergs. Quiero que vengas conmigo a Barcelona y me ayudes a comprender qué le pasó a Henrik.
Aron no respondió, pero ella estaba segura de que, en esta ocasión, haría lo que le pedía.
—Voy a bajar al puerto a pescar un rato —anunció al cabo de unos instantes.
—De acuerdo. Pero procura encontrar a alguien que te sustituya para cuidar el bosque mientras estás ausente.
Dos días más tarde, se despidieron de los rojos papagayos y pusieron rumbo a Melbourne. Aron vestía un arrugado traje marrón. Louise había pagado los billetes de avión, pero no protestó cuando Aron le reembolsó el dinero. A las diez y cuarto subieron a un avión de la compañía Lufthansa que los conduciría a Barcelona vía Bangkok y Frankfurt.
Iban hablando de lo que harían cuando llegasen a su destino. No tenían la llave del apartamento y tampoco sabían cómo reaccionaría la portera. ¿Qué sucedería si la mujer se negaba a dejarlos entrar? ¿Habría un consulado sueco en Barcelona? Les resultaba imposible prever cómo se desarrollarían los acontecimientos. Pero Louise insistía en que debían hacer preguntas. Con el silencio no avanzarían nada, y tampoco se acercarían a Henrik. Y entonces sólo podrían buscarlo a tientas.
Cuando Aron se quedó dormido con la cabeza sobre su hombro, ella se puso tensa, pero lo dejó descansar así.
Veintisiete horas más tarde aterrizaban en Barcelona. Y por la noche, tres días después de abandonar a los papagayos rojos, se vieron ante el edificio que se alzaba en un callejón sin salida que llevaba el nombre de Pasaje de Cristo.
Aron le tomó la mano y entraron juntos en el edificio.