XXIV

Algo que sólo puedo calificar de grave obstáculo para mi atención —un golpe que, al principio, cuando me puse de pie de un salto, apenas me permitió asir al niño a ciegas, acercarlo a mí y, mientras buscaba apoyo en el mueble más próximo, mantenerlo instintivamente de espaldas a la ventana— me impidió advertir de inmediato cómo acogió él mi solicitud. La aparición con la que yo ya había debido habérmelas se cernía sobre nosotros: ahí estaba Peter Quint, bien visible, como un centinela delante de una cárcel. Lo que vi acto seguido fue que desde fuera había llegado hasta la ventana y entonces me percaté de que —pegado al cristal y con mirada feroz— ofrecía una vez más a aquella sala su blanca faz de condenado. Para dar idea, aunque imprecisa, de lo que experimenté dentro de mí ante aquel espectro, basta con decir que en un segundo adopté una decisión; creo, sin embargo, que ninguna mujer igualmente abrumada habrá recobrado jamás en tan corto lapso la lucidez para decidir cómo proceder. Tan horrorizada como estaba ante aquella presencia inmediata, comprendí —al ver y afrontar lo que vi y afronté— que había de mantenerla ignota para el niño. La inspiración —no puedo darle otro nombre— se debió a que podía —así lo sentí— conseguirlo… ¡y cuán voluntaria y trascendentalmente! Era como luchar contra un demonio para salvar un alma humana y, cuando así lo hube apreciado, vi que ésta, asida ante mí con mis trémulas manos, tenía una encantadora frente infantil toda rociada de sudor. El rostro cercano al mío estaba tan pálido como el apoyado en el cristal y, al cabo de un instante, emitió un sonido ni quedo ni débil, sino como venido de mucho más lejos, que libé cual vaharada de fragancia.

«Sí… la cogí».

Al oírlo, lancé un gemido de gozo, lo rodeé con mis brazos y lo estreché contra mí y, mientras lo mantenía junto a mi pecho y sentía —junto con la fiebre repentina de su cuerpecito— el intenso latido de su corazón, no apartaba la vista del ser que había en la ventana y lo vi moverse y cambiar de postura. Lo he comparado con un centinela, pero su lenta vuelta recordó más bien por un instante el merodeo de una fiera desconcertada. Sin embargo, mi valor se había intensificado tanto, que, para no dejarlo translucir demasiado, hube de atenuar, por decirlo así, mi ardor. Entretanto, había vuelto a aparecer en la ventana el feroz fulgor de aquel rostro y el canalla miraba fijamente, como al acecho. La convicción de que ya podía yo desafiarlo, así como la absoluta certeza —ya entonces— de la inadvertencia del niño, fue lo que me hizo proseguir. «¿Para qué la cogiste?».

«Para ver lo que decías sobre mí».

«¿Abriste la carta?».

«Sí que la abrí».

En aquel momento, después de haber separado un poco a Miles de mí, yo tenía la vista puesta en su rostro, que mostraba —una vez eclipsado el sarcasmo— cuán atroces habían sido los estragos de la angustia. Lo prodigioso fue que al final, gracias a mi éxito, su entendimiento había quedado suspendido y su capacidad de comunicación interrumpida: percibía una presencia, pero no sabía de qué y menos aún que yo también la notaba y sí que sabía. ¿Y qué importaba aquella clase de problema cuando, al volver la vista a la ventana, vi que la perspectiva se había despejado y que, merced a mi triunfo personal, la influencia se había extinguido? Ahí no había nada. Pensé que mi causa estaba ganada y que sin duda iba a conseguirlo todo. Di rienda suelta a mi júbilo: «¡Y no encontraste nada!».

Lo negó, pensativo y acongojado, con la cabeza. «Nada».

«¡Nada, nada!», casi grité de alegría.

«¡Nada, nada!», repitió con tristeza.

Le besé la frente, que tenía empapada. «¿Y qué hiciste con ella?».

«La quemé».

«¿Que la quemaste?». Había de ser entonces o nunca. «¿Como hiciste en la escuela?».

¡Oh, lo que eso trajo a colación! «¿En la escuela?».

«¿Cogiste cartas… u otras cosas?».

«¿Otras cosas?». Parecía estar pensando en algo muy lejano y que, pese a la inmensa angustia que le producía, no por ello dejaba de revivir. «¿Que si robé?».

Me sentí enrojecer hasta la raíz del cabello y dudé si sería más extraño formular semejante pregunta a un caballero o verlo exhibir una indulgencia que daba idea cabal de la magnitud de su caída. «¿Era por eso por lo que no podías regresar?».

Lo único que sintió fue una leve, pero penosa, sorpresa. «¿Sabías tú que no podía volver?».

«Lo sé todo».

Me respondió con una mirada larga y cargada de extrañeza. «¿Todo?».

«Todo. Entonces, ¿sí que…?». Pero no pude repetirlo. Miles sí que pudo, con toda sencillez. «No, no robé». La expresión de mi rostro debió de mostrarle que no lo ponía en duda; sin embargo, mis manos —aunque por puro cariño— lo zarandearon, como para preguntarle por qué —si no había habido motivo alguno— me había tenido atormentada durante meses. «Pues, ¿qué hiciste entonces?».

Paseó una mirada vagamente afligida por el techo de la sala e inspiró dos o tres veces, como si le costara respirar. Parecía que estuviera en el fondo del mar y alzase la vista hacia una tenue luz verde. «Es que… dije cosas».

«¿Nada más?».

«Para ellos fue suficiente».

«¿Para expulsarte?».

¡La verdad es que nunca un «expulsado» había dado tan pocas explicaciones como aquella personita! Pareció sopesar mi pregunta, pero con una actitud distante y casi de impotencia. «En fin, supongo que no debería haberlo hecho».

«Pero ¿a quién se las dijiste?».

Hizo esfuerzos evidentes por recordar, pero no lo consiguió: se le había disipado. «¡No lo sé!».

Me sonrió apenas, con el desconsuelo de su rendición, que era en verdad casi tan completa en aquel momento, que yo debería haber cejado entonces en mi empeño, pero estaba embobada… cegada por mi victoria, aunque incluso entonces el propio efecto que debería haberlo acercado mucho más a mí ya había producido una separación mayor. «¿A todo el mundo?», pregunté.

«No, sólo a…». Se limitó a hacer un leve y triste movimiento de cabeza. «No recuerdo sus nombres».

«¿Tantos fueron, entonces?».

«No… sólo algunos: los que me caían bien».

¿Los que le caían bien? Me parecía estar flotando, en lugar de hacia la claridad, hacia una obscuridad mayor y, al cabo de un minuto, mi propia compasión me inspiró un temor atroz de que tal vez fuera inocente. Por un momento me resultó desconcertante e insondable, pues, si él hubiese sido inocente, ¿qué diantres era yo? Paralizada, mientras duró, por la mera enunciación de la pregunta, aflojé un poco, con lo que, tras lanzar un profundo suspiro, se apartó otra vez de mí y, cuando se volvió hacia la ventana despejada, tuve la dolorosa sensación de que ya no había nada allí de lo que protegerlo. «¿Y repitieron lo que les dijiste?», proseguí al cabo de poco.

No tardó en alejarse un poco de mí, sin dejar de jadear, y también con el aire de quien se encuentra recluido —aunque ya no enojado por ello— contra su voluntad. De nuevo alzó la vista, como antes, para mirar el sombrío cielo, cual si nada quedara de lo que hasta entonces lo había sostenido, salvo una angustia indescriptible. «Oh, sí», aun así respondió… «debieron de repetirlo… a los que les caían bien», añadió.

Parecía, en cierto modo, menos de lo que yo esperaba, pero le di vueltas. «¿Y llegaron a oídos…?».

«¿De los maestros? ¡Oh, sí!», respondió con sencillez. «Pero yo no pensaba que lo contarían».

«¿Los maestros? No… nunca lo dijeron. Por eso te lo pregunto».

Volvió otra vez hacia mí su hermosa carita febril. «Sí, fue muy grave».

«¿Muy grave?».

«Lo que dije —supongo— algunas veces: como para que escribieran a casa».

No tengo palabras para expresar el exquisito patetismo inherente a la contradicción entre semejante aserto y su autor; sólo sé que, un instante después, me oí soltar con vulgar contundencia: «¡Menudas tonterías!». Pero a continuación mi voz debió de resultar bastante severa. «¿Qué cosas eran ésas?».

Mi severidad iba dirigida a su juez, a su verdugo, y, sin embargo, lo hizo apartarse de nuevo y ese movimiento me impulsó a saltar —de un solo brinco y con un grito irreprimible— hacia él. Pues allí estaba otra vez —pegado al cristal, como para malograr su confesión y detener su respuesta— el espantoso autor de nuestra desdicha: la pálida faz del condenado. Sentí un vahído al esfumarse mi victoria y reanudarse mi lucha, por lo que la fiereza de aquel auténtico salto no fue sino una gran traición. En pleno acto lo vi tratar de adivinar y, al advertir que incluso entonces continuaba sumido en la obscuridad y que para él la ventana seguía estando despejada, di rienda suelta a mi arrebato para convertir el clímax de su desconsuelo en la prueba misma de su liberación. «¡Basta, basta, basta!», grité a mi visitante, mientras trataba de apretar al niño contra mí.

«¿Es que está ella aquí?», preguntó Miles, jadeando, al captar con sus ojos, aun sellados, hacia dónde se dirigían mis palabras. Entonces —al dejarme atónita su extraño «ella», que, con exclamación ahogada, repetí— me contestó con furia repentina: «¡La señorita Jessel! ¡La señorita Jessel!».

Acogí, estupefacta, su suposición, secuela en cierto modo de lo que habíamos hecho a Flora, pero no por ello dejé de querer demostrarle que se trataba de algo mejor aún. «No es la señorita Jessel, pero está ante la ventana… ¡justo delante de nosotros! Ahí está… el monstruo cobarde, ¡por última vez!».

Al oírme decir aquello, su cabeza se movió un segundo como la de un perro desconcertado tras un rastro y después se estremeció cual si le faltaran el aire y la luz, se revolvió contra mí, hecho una furia, perplejo, lanzando en vano miradas iracundas a su alrededor, sin atinar a ver, aunque entonces, para mí, llenaba la sala, como el sabor del veneno, aquella presencia inmensa, abrumadora. «¿Es él?».

Yo estaba tan resuelta a conseguir plena confirmación, que adopté una actitud gélida para desafiarlo. «¿A quién te refieres?».

«A Peter Quint… ¡malvada!». Volvió a mirar en derredor con expresión de súplica convulsa. «¿Dónde?».

Aún resuenan en mis oídos su suprema rendición al nombrarlo y su homenaje a mi fervor. «¿Qué importa él ahora, cielo? ¿Qué va a importar jamás? Yo te tengo», dije y, mirando a la fiera, grité, «¡mientras que él te ha perdido para siempre!». Entonces, como prueba de mi labor, «¡ahí, ahí!», dije a Miles.

Pero él ya se había vuelto bruscamente, había mirado otra vez con rabia y no había visto otra cosa que el día sereno. Con el golpe de la pérdida de la que yo estaba tan orgullosa, él gritó como una criatura lanzada a un abismo y el abrazo con el que lo recuperé podría haber sido el de salvarlo de la caída. Pues sí, lo cogí, lo sostuve… cabe imaginar con cuánta pasión, pero, al cabo de un minuto, empecé a darme cuenta de lo que sostenía en realidad. Estábamos solos con el día sereno y su corazoncito, desposeído, había dejado de latir.