XX

Como había ocurrido en el cementerio con Miles, ya no podíamos eludir la cuestión. Después de que aquel nombre jamás se hubiera pronunciado entre nosotras, cosa a la que tanta importancia había atribuido yo, comprendí —al ver la rápida y afligida mirada de la niña— que haber roto ese silencio había sido en verdad equiparable a hacer añicos un cristal. Se sumó al grito, más estridente que mi violencia, que la señora Grose —como para detener el golpe— interpuso en el mismo instante: el alarido de un ser asustado —o, mejor dicho, herido— que al cabo de unos segundos complementó, a su vez, mi propio grito ahogado. Cogí a mi compañera del brazo. «¡Está ahí! ¡Está ahí!».

La señorita Jessel se encontraba frente a nosotras, en la orilla opuesta, exactamente como la otra vez, y recuerdo que la primera sensación que me embargó fue —cosa extraña— la alegría de haber conseguido una prueba. Ella estaba allí y yo no erraba; ella estaba allí y yo no era cruel ni estaba loca. Estaba allí, ante la pobre y asustada señora Grose, pero sobre todo ante Flora, y tal vez no hubiese momento tan extraordinario de aquel período monstruoso como cuando —convencida de que aquel ser pálido, rapaz y perverso no dejaría de captarlo y entenderlo— le dirigí conscientemente un mensaje inarticulado de gratitud. Se erguía en el lugar que mi amiga y yo acabábamos de abandonar y en todo el recorrido de su deseo no se había perdido ni una pizca de maldad. Aquellas primeras visión y angustia tan vívidas fueron cosa de segundos, durante los cuales el aturdido vistazo que la señora Grose dirigió hacia donde yo había indicado me pareció una señal suprema de que también ella había visto por fin, al tiempo que me hacía mirar precipitadamente hacia la niña. Al revelárseme cómo afectó a Flora, me sobresalté mucho más, a decir verdad, que si sólo me la hubiese encontrado presa también del desasosiego, pues un auténtico abatimiento no era, naturalmente, lo que me había esperado. Prevenida y en guardia como estaba a consecuencia de nuestra persecución, la niña no soltaría prenda alguna, por lo que me impresionó al instante mi primera vislumbre de aquella precisamente que yo no había imaginado. Verla sin que su sonrosada carita se crispara ni fingiese siquiera mirar hacia el prodigio que yo había anunciado, sino sólo volverse hacia mí con una expresión circunspecta y severa, una expresión totalmente nueva y sin precedentes y con la que parecía leerme el pensamiento, acusarme y juzgarme, fue un golpe que en cierto modo transformó a la propia niña en la presencia misma que podía amedrentarme. Me amedrentó, si bien mi certeza de que ella veía perfectamente nunca fue tanta como en aquel instante y, ante la inmediata necesidad de defenderme, reclamé, apasionada, su testimonio. «Mira, desventurada: ella está allí… allí, allí, allí, ¡y tú la ves tan bien como a mí!». Poco antes, yo había dicho a la señora Grose que en esas ocasiones no era una niña, sino una mujer vieja, muy vieja, y nada habría podido confirmar tan asombrosamente aquella descripción como el semblante que, por toda respuesta, se limitó a mostrarme —sin deferencia ni reconocimiento alguno en sus ojos— en señal de la más profunda —y en verdad repentina y totalmente firme— censura. Yo estaba en aquel momento —si es que consigo reconstruir toda la situación— más consternada por lo que bien podría llamar su actitud que por ninguna otra cosa, aunque a la vez cobré conciencia de que también había de vérmelas —y denodadamente— con la señora Grose. Mi granada compañera —justo después, en cualquier caso— lo eclipsó todo, excepto su encendido rostro y su estentórea y escandalizada protesta: un auténtico arrebato de rotunda desaprobación. «Pero ¡qué espanto, señorita! ¿Dónde demonios ve usted algo?».

No pude por menos de agarrarla, aún más rauda, porque, mientras ella hablaba, la horrible y palpable presencia permanecía, nítida e impertérrita. Ya había durado un minuto y perduró, mientras yo —asiendo a mi colega y orientándola hacia ella no sin brusquedad— seguía señalando con insistencia. «¿No la ve usted exactamente igual que nosotras? ¿De verdad que no y en este preciso momento…? ¿Ahora mismo? Pero ¡si es tan grande como una hoguera! Pero ¡si basta con mirar, querida! ¡Mire…!». Miró, como también yo, y con su quejido de negación, repugnancia y lástima —en el que su piedad se confundía con el alivio de haberse librado— me dio la impresión —que incluso entonces me conmovió— de que, si hubiera podido, me habría respaldado. Buena falta me habría hecho, porque, con el duro golpe que recibí al comprobar que sus ojos estaban sellados sin remedio, sentí que mi situación se desmoronaba pavorosamente, sentí —vi— que mi pálida predecesora aprovechaba mi derrota desde su posición y, por encima de todo, me percaté de lo que a partir de aquel instante habría de afrontar en la increíble actitud de la pequeña Flora. La señora Grose se apresuró a respaldar con vehemencia esa actitud, prorrumpiendo, jadeante —justo cuando por entre mi zozobra se insinuaba un prodigioso triunfo íntimo—, en exclamaciones tranquilizadoras.

«No está allí, niñita mía; allí no hay nadie… ¡y nunca has visto nada, cielo! ¿Cómo iba a poder la pobre señorita Jessel… si está muerta y sepultada? Nosotras lo sabemos, ¿verdad, mi amor?», y apeló, atropelladamente, a la niña: «Todo esto es un mero error, es aprensión, una broma… ¡y ahora mismo nos vamos a casa lo antes posible!».

Al oír esto, nuestra compañera se había apresurado a reaccionar rápidamente con un insólito y escrupuloso decoro y ya estaban, por decirlo así, unidas de nuevo —y la señora Grose otra vez de pie— en dolorosa oposición a mí. Flora seguía clavando en mí su pequeña máscara de censura y en aquel preciso instante rogué a Dios que me perdonara por haberme parecido —al verla aferrada al vestido de nuestra amiga— que su incomparable belleza infantil se había apagado de pronto, se había esfumado del todo. Ya lo he dicho: tenía, literalmente, una expresión de horrenda severidad; se había vuelto ordinaria y casi fea. «No sé lo que quieres decir. No veo a nadie. No veo —ni nunca he visto— nada. Eres cruel. ¡No me gustas!». Luego, después de esta declaración, que podría haber sido la de una vulgar y descarada chiquilla de la calle, estrechó más a la señora Grose y hundió en sus faldas su espantosa carita. En aquella postura lanzó un lamento casi furioso. «Llévame de aquí, llévame de aquí… ¡Ah, aléjame de ella!».

«¿De mí?», gemí.

«De ti… ¡De ti!», gritó.

La propia señora Grose miró hacia mí, consternada, mientras que yo nada podía hacer sino volver a comunicarme con la figura que —en la orilla opuesta y sin moverse, tan rígida aún como si captara, a pesar de la distancia, nuestras voces— permanecía allí, tan vívida, para desgracia mía, como ausente estaba para mi servicio. La desdichada niña había hablado exactamente como si le hubieran transmitido cada una de sus palabritas hirientes, por lo que, presa de la más absoluta desesperación en vista de todo lo que había de aceptar, no pude por menos de mover, apenada, la cabeza ante ella. «Si alguna vez hubiese abrigado dudas, ya no me cabría ninguna. Llevo tiempo con la atroz verdad a cuestas y ahora ha llegado a atenazarme demasiado. Es evidente que te he perdido: me he inmiscuido y tú —al dictado de ella— has encontrado», dije, mientras volvía de nuevo la mirada al otro lado del estanque, hacia nuestra testigo infernal, «la manera más sencilla y perfecta de afrontarlo. He hecho todo lo posible, pero te he perdido. Adiós». Dirigí a la señora Grose un imperioso y casi frenético «¡Váyase, váyase!», ante lo cual —con infinita zozobra, pero aferrando en silencio a la niña y claramente convencida, pese a su ceguera, de que algo espantoso había ocurrido y algún cataclismo había caído sobre nosotras— se retiró, tan rauda como pudo, por donde habíamos venido.

De lo primero que ocurrió después de que me dejaran sola no guardé recuerdo. Sólo supe que, al cabo —supongo— de un cuarto de hora, el olor de una humedad gélida y una molesta anfractuosidad me habían hecho comprender que, angustiada como estaba, debía de haberme arrojado de bruces al suelo y haber dado rienda suelta a una congoja desenfrenada. Debí de yacer un buen rato allí, llorando y sollozando, porque, cuando alcé la cabeza, casi había llegado la noche. Me levanté y miré un momento, a la luz crepuscular, el gris lago y su orilla, vacía y fantasmal, y emprendí, desmoralizada, el difícil camino de regreso a casa. Cuando llegué a la cancela, la barca, para sorpresa mía, había desaparecido, lo que me permitió comprobar de nuevo el extraordinario dominio que tenía Flora de la situación. Pasó aquella noche, en virtud de la más tácita y afortunada —podría añadir, si no resultara esta palabra tan grotesca— de las disposiciones, con la señora Grose. No vi a ninguna de las dos a mi regreso, pero, en cambio, disfruté —a modo de ambigua compensación— de un buen rato con Miles. Disfruté —no puedo usar otra expresión— tanto de su compañía, que fue como si ésta hubiese sido mayor que nunca. Ninguna de las noches que había pasado en Bly había sido tan ominosa como aquélla, a pesar de lo cual —y también de los abismos de consternación que se habían abierto bajo mis pies— en el propio ocaso reinaba —literalmente— una gratísima tristeza. Al llegar a la casa, ni siquiera había buscado al niño; me había limitado a ir derecha a mi habitación para cambiarme de ropa y allí me bastó un vistazo para comprobar fehacientemente la animosidad de la niña: todas sus pertenencias habían desaparecido. Cuando, poco después, me sirvió el té —junto a la chimenea del aula— la sirviente habitual, no formulé —respecto de mi otro pupilo— pregunta alguna. Puesto que ya había conseguido la libertad que anhelaba… ¡que la disfrutara hasta el final! Pues en efecto la disfrutó y consistió —al menos en parte— en presentarse a eso de las ocho y sentarse a mi lado en silencio. Cuando retiraron el servicio del té, yo había apagado las velas y me había acercado más al fuego: sentía un frío mortal y tuve la sensación de que nunca más volvería a entrar en calor. De modo, que, cuando él apareció, estaba sentada a la lumbre y sumida en mis cavilaciones. Se detuvo un momento junto a la puerta como para contemplarme; después, como queriendo participar en ellas, se acercó al otro lado del hogar y se dejó caer en una silla. Nos quedamos ahí sentados en el más absoluto silencio y, aun así, sentí que quería estar conmigo.