XV
El asunto quedó prácticamente zanjado, en vista de que no lo seguí. Fue una lastimosa capitulación ante la angustia, pero, por mucho que así lo comprendiera, no por ello conseguí recuperarme. Me quedé sentada allí, en mi tumba, y cavilando sobre el significado cabal de lo que me había dicho mi amiguito; cuando lo hube entendido plenamente, di también con el pretexto —para justificar mi ausencia— de que me avergonzaba ofrecer a mis pupilos y al resto de la congregación semejante ejemplo de impuntualidad. Lo que pensaba sobre todo era que Miles había podido conmigo y que buena prueba de ello sería —para él— aquel desmoronamiento embarazoso. Había descubierto en mí un gran temor, que probablemente aprovecharía a fin de obtener —para sus propios fines— más libertad: el de deber abordar el intolerable asunto de las razones para su expulsión de la escuela, porque precisamente entrañaría afrontar los horrores que ocultaba. La de que su tío viniese a hablar conmigo al respecto era una solución que, lógicamente, yo debería haber deseado alcanzar entonces, pero me sentía tan poco capaz de afrontarla, fea y dolorosa como era, que me limité a postergarla. Para gran desasosiego mío, el niño tenía toda la razón, tanta, que habría podido decirme: «O aclaras con mi tutor el misterio de este alto en mis estudios o no esperes que siga llevando a tu lado una vida tan poco natural para un niño». Lo que era tan poco natural en el caso del niño que yo tenía a mi cargo era la repentina revelación de semejante lucidez y del designio que abrigaba.
Eso fue lo que de verdad me dejó hundida, lo que me impidió entrar. Di la vuelta a la iglesia, perpleja, indecisa; comprendí que ya me había desacreditado ante él de forma irreparable. Así, pues, ya nada podía yo hacer y apretujarme junto a él en el banco habría sido un esfuerzo excesivo: se habría sentido mucho más seguro que nunca, al cogerme del brazo y tenerme allí sentada durante una hora en estrecho y mudo contacto con tan elocuente comentario sobre nuestra conversación. Por primera vez desde su llegada, quise alejarme de él. Al detenerme junto al ventanal que daba al este y oír las voces de la ceremonia, sentí un impulso que, de habérselo permitido mínimamente, habría podido dominarme —no me cabía la menor duda— por completo. Podría haber puesto un fácil fin a mi aprieto alejándome del todo. Ahí tenía la oportunidad de hacerlo y nadie había que pudiera impedírmelo: podía abandonarlo todo, dar media vuelta y batirme en retirada. Bastaba con regresar corriendo a la casa —en la que apenas quedaba nadie por estar la mayoría de la servidumbre en la iglesia— a hacer algunos preparativos. En una palabra, nadie habría podido reprocharme que me apresurara a escapar. ¿Qué clase de huida habría sido, si no me hubiese marchado hasta la hora de cenar? Faltaban un par de horas, al cabo de las cuales mis pupilos fingirían —era como si los viese— asombrarse inocentemente de mi incomparecencia en su séquito.
«Pero ¿qué has hecho, granujilla, tunanta? ¿Cómo se te ocurre abandonarnos —y dejarnos tan preocupados, que no hemos podido concentrarnos, ¿no te das cuenta?— en la mismísima puerta?». No iba a poder afrontar semejantes preguntas ni —cuando las formularan— sus ojitos encantadores, aunque falsos; sin embargo, era tan exactamente así lo que habría de encarar, que, al resultarme cada vez más evidente, al final renuncié.
Opté —al menos respecto de aquel momento inmediato— por la huida; salí al instante del cementerio y volví sobre mis pasos a través del parque, sumida en mis cavilaciones. Cuando llegué a la casa, me parecía estar del todo decidida a escapar. La quietud dominical, tanto en los alrededores como en el interior, donde no encontré a nadie, me infundió una gran sensación de oportunidad. Así, si me apresuraba, podría huir sin una escena, sin decir palabra. Debería hacerlo, sin embargo, con extraordinaria celeridad y el gran asunto por ventilar era el del vehículo. Recuerdo que, atormentada, en el vestíbulo, por las dificultades y los obstáculos, me desmoroné al pie de la escalera… me desplomé de pronto ahí, en el primer peldaño, y entonces advertí con repulsión que había sido exactamente allí donde —más de un mes atrás y en la obscuridad de la noche— había visto —igualmente abrumada por maldades— el espectro de la más espantosa de las mujeres. Eso fue lo que me permitió incorporarme; acabé de subir y, aturdida como estaba, me dirigí al aula, donde había objetos que me pertenecían y debía recoger, pero, al abrir la puerta, recuperé la visión de repente. Ante lo que vi, volví a hacer acopio de fortaleza.
A la clara luz del mediodía, vi sentada ante mi propia mesa a una persona a quien, sin mi experiencia anterior, habría tomado a primera vista por una criada que se hubiese quedado a cuidar de la casa y —aprovechando una de las pocas ocasiones en las que no era observada y la mesa del aula, mis plumas, la tinta y el papel— había emprendido la ardua tarea de escribir una carta a su amado. Se notaba el esfuerzo con el que, mientras los brazos descansaban sobre la mesa, apoyaba —manifiestamente cansada— la cabeza en las manos; sin embargo, en el momento en que lo advertí, ya había observado que, pese a mi entrada, su actitud, extrañamente, persistía. Entonces fue cuando —con el mero acto de anunciarse— su identidad se reveló con claridad meridiana al cambiar de postura. Se puso de pie, pero no como si me hubiera oído, sino con una melancolía indescriptible y solemne, colmada de indiferencia y desapego, y ahí, a cuatro metros de distancia, tenía ante mí a mi vil predecesora, con toda su deshonra y su tragedia, pero, justo cuando fijé la mirada para intentar recordarla, la espantosa imagen desapareció. Vestida de negro y obscura como la medianoche y con su demacrada belleza y su inefable aflicción, me había mirado con la parsimonia suficiente para dar a entender que ella tenía tanto derecho de sentarse a mi mesa como yo de ocupar la suya. Durante aquellos instantes, experimenté la estremecedora sensación de que la intrusa era yo. Precisamente para protestar contra esa idea, me oí a mí misma lanzar —pero dirigiéndome, en realidad, a ella— un alarido: «¡Mujer espantosa y miserable!», que, por la puerta abierta, resonó en el largo pasillo y la casa vacía. Me miró como si me hubiera oído, pero yo ya me había recuperado y despejado. Un instante después, nada había ya en el cuarto, salvo el sol y la sensación de que debía quedarme.