VII
Después de aquel episodio, recurrí, en cuanto pude, a la señora Grose y no puedo hacer una relación inteligible de cómo arrostré el intervalo. Sin embargo, aún me oigo exclamar, al tiempo que me arrojaba, lisa y llanamente, en sus brazos: «Lo saben… es demasiado monstruoso: ¡lo saben, lo saben!».
«¿Qué demonios…?». Sentí su incredulidad, mientras ella me asía en sus brazos.
«Pues todo lo que nosotras sabemos… ¡y sólo Dios sabe qué más!». Después, cuando nos desasimos, se lo expliqué y tal vez sólo entonces me lo explicara incluso a mí misma con total coherencia: «Hace dos horas, en el jardín», apenas podía articular palabra, «¡Flora ha visto!».
La señora Grose reaccionó como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. «¿Se lo ha contado ella?», preguntó, anhelante.
«Ni una palabra… eso es lo horrible. ¡Se lo ha guardado para sí! Una niña de ocho años, ¡esa niña!». Seguía resultándome imposible transmitir mi estupor al respecto.
Naturalmente, el asombro de la señora Grose iba en aumento. «Entonces, ¿cómo lo sabe usted?».
«Estaba allí… Lo he visto con mis propios ojos: he visto que se daba cuenta perfectamente».
«¿De que él estaba allí?».
«No; él, no… ¡ella!». Mientras hablaba, caí en la cuenta de que mi rostro expresaba cosas prodigiosas, pues las iba viendo reflejadas en el de mi compañera. «Esta vez… era otra persona, pero su figura también inspiraba un horror y una repulsión inconfundibles: una mujer vestida de negro, pálida y espantosa —¡y con un aire y una cara, además!— al otro lado del lago. Yo estaba allí con la niña… tranquila, por ser la hora que era, y en eso que se ha presentado».
«Se ha presentado, ¿cómo?… ¿De dónde venía?». «¡De donde vienen siempre! Simplemente ha aparecido y ahí se ha quedado… pero no tan cerca».
«¿Y no se ha aproximado?».
«No, aunque, por el efecto y la sensación que causaba, ¡podría haber estado tan cerca como usted!».
Mi amiga, obedeciendo a un extraño impulso, dio un paso atrás. «¿No la había visto nunca?».
«Nunca, pero la niña sí y usted también». Entonces, para demostrarle que no hablaba por hablar, añadí: «Mi predecesora… la que murió».
«¿La señorita Jessel?».
«La misma. ¿No me cree usted?», la acosé.
Se volvió a derecha e izquierda, con desesperación. «¿Cómo puede usted estar segura?».
Con mi estado de nervios, semejante pregunta me provocó un arrebato de impaciencia. «Pregúntele a Flora… ¡ella sí que lo está!». Pero, nada más pronunciar estas palabras, me contuve. «No, por el amor de Dios, ¡ni se le ocurra! Lo negará… ¡dirá una mentira!».
Su desconcierto no impidió a la señora Grose protestar instintivamente. «Pero ¿cómo puede decir una cosa así?».
«Porque no me cabe duda. Flora no quiere que yo lo sepa».
«Entonces lo hará sólo para preservarla a usted». «No, no… ¡es algo mucho más profundo! Cuanto más lo pienso, mejor lo entiendo y, cuanto mejor lo entiendo, más miedo me da. ¡Lo que no sé es si no habrá algo que no entienda… y no tema!».
La señora Grose intentó seguir mi razonamiento. «¿Quiere decir que teme volver a verla?».
«¡Oh, no! Eso no tiene la menor importancia… ¡ahora!». Entonces me expliqué. «Lo que temo es no verla».
Mi compañera tan sólo dio muestras de abatimiento. «No entiendo».
«Pues que la niña siga con ese asunto —como seguramente hará— sin que yo me entere».
Ante esa posibilidad, la señora Grose se desmoronó por un momento, si bien en seguida se repuso, como impelida por el brío que le infundió la persuasión de lo que, si cedíamos un ápice, habríamos de arrostrar en realidad. «¡Huy, Dios mío!… ¡No debemos perder la calma! Al fin y al cabo, ¡si a ella no le importa…!». Hasta se permitió una broma macabra. «¡Tal vez le guste!».
«¿Gustarle cosas así… a una renacuaja como ella?».
«¿Acaso no es eso una prueba de su bendita inocencia?», tuvo el valor de preguntar mi amiga.
Casi me convenció, de momento. «Hemos de aferrarnos a ella… ¡y no claudicar! Si no es una prueba de lo que dice usted, lo será de… ¡Dios sabe qué! Porque esa mujer es un auténtico horror».
Al oírme, la señora Grose clavó los ojos en el suelo un momento, al cabo del cual, tras alzarlos, dijo: «Dígame cómo lo sabe».
«Entonces, ¿reconoce usted que lo era?», exclamé. «Dígame cómo lo sabe», se limitó a repetir mi amiga. «¿Que cómo lo sé? ¡Porque la he visto! Por la forma en que miraba».
«¿A quién? ¿A usted?… ¿Con tanta maldad?».
«No, por Dios… eso habría podido soportarlo. A mí ni me ha mirado. Sólo ha clavado la vista en la niña».
La señora Grose procuró comprender. «¿Que ha clavado la vista en ella?».
«¡Y con unos ojos horribles!».
Miró fijamente a los míos, como si hubieran podido parecerse a ellos. «¿De desagrado quiere usted decir?».
«¡Dios nos libre! No. De algo mucho peor».
«¿Peor todavía…?». Quedó en verdad perpleja.
«Con una determinación… indescriptible, como con una intención feroz».
La hice palidecer. «¿Intención?».
«De apresarla». La señora Grose, tras posar brevemente su mirada en la mía, se estremeció y se acercó a la ventana y, mientras estuvo mirando por ella, yo acabé lo que estaba diciendo: «Eso es precisamente lo que sabe Flora».
Al cabo de unos instantes, se volvió. «¿Dice usted que esa persona iba vestida de negro?».
«De luto… con ropa bastante humilde, casi raída, pero era —eso sí— de una belleza extraordinaria». Entonces comprendí hasta dónde había iluminado yo por fin, pincelada a pincelada, a la víctima de mi confidencia, pues vi claramente que sopesaba mis palabras. «Sí, muy, muy hermosa», insistí, «extraordinariamente hermosa, pero infame».
Regresó poco a poco a mi terreno. «La señorita Jessel… era, en efecto, infame». Una vez más, cogió mi mano entre las suyas y la apretó con fuerza, como para fortalecerme ante la alarma aún mayor que podría infundirme semejante revelación. «Los dos eran infames», dijo por fin.
Conque una vez más afrontamos juntas la situación durante un rato y debo reconocer que haber llegado a verla con tanta claridad me sirvió en cierto modo de ayuda. «Le agradezco», le dije, «que haya tenido la inmensa consideración de no habérmelo dicho hasta ahora, pero ha llegado —ahora sí— el momento de destaparlo todo». Pareció asentir, pero sin salir aún de su mutismo, por lo que proseguí: «Debo saberlo ahora mismo. ¿De qué murió ella? Vamos, reconozca que había algo entre ellos».
«Había de todo».
«¿Pese a la diferencia…?».
«Claro: de rango, de condición». Lo soltó con tristeza. «¡Es que ella era una dama!».
Me quedé pensando y volví a entender. «Sí, claro… ella era una dama».
«Y él, tan sumamente inferior», dijo la señora Grose. Me dio la impresión de que no hacía falta insistir demasiado —en su presencia— sobre el lugar correspondiente a los sirvientes en la escala social, pero nada podía impedirme deplorar, como mi compañera, el grado de degradación de mi predecesora. Había un modo de hacerlo y lo hice, con tanta mayor facilidad cuanto que ya tenía una idea clara —basada en los testimonios— acerca del difunto hombre «de confianza», tan astuto y gallardo, del señor: insolente, desenvuelto, consentido, depravado. «Ese tipo era un canalla».
La señora Grose se quedó pensativa, como si tal vez no dejara de ser oportuno matizar un poco. «Nunca he visto a ninguno como él. Hacía lo que quería».
«¿Con ella?».
«Con todos».
Entonces fue como si en los propios ojos de mi amiga hubiese vuelto a aparecer la señorita Jessel. En cualquier caso, me pareció por un instante evocarla con la misma nitidez con que la había visto en el estanque y exclamé con decisión: «¡Y seguramente era eso lo que también quería ella!».
La expresión de la señora Grose indicaba que así había sido, en efecto, pero al mismo tiempo dijo: «¡Pobre mujer!… ¡Lo pagó muy caro!».
«Entonces, ¿sí que sabe usted de qué murió?», pregunté.
«No, no sé nada. Preferí no enterarme y me alegro de no haberlo hecho. ¡Di gracias al Cielo de que estuviera muy lejos!».
«Sin embargo, alguna idea tenía…».
«¿Del verdadero motivo por el que se marchó? Sí, claro; de eso, sí. No habría podido quedarse. Tratándose de una institutriz, ¡imagínese! Y lo que ocurriría después me lo figuré… y sigo figurándomelo: algo espantoso».
«No tanto como lo que me figuro yo», respondí, tras lo cual debí de mostrarme —pues tenía más que plena conciencia de ello— como abatida por la derrota y desperté una vez más su compasión; al volver a sentir su afecto, mi resistencia se derrumbó. Estallé —como en la ocasión anterior la había hecho estallar yo a ella— en lágrimas y me apretó, maternal, contra su pecho, donde me deshice en llanto. «¡No lo consigo!», sollocé, desesperada. «¡No los salvo ni los protejo! Es mucho peor de lo que pensaba: ¡están perdidos!».