XVII

Por la noche, me puse a ello, pero apenas si llegué a empezar. El tiempo había vuelto a cambiar, fuera soplaba un vendaval y yo me quedé un buen rato en mi habitación, sentada a la luz de la lámpara, junto a Flora, que reposaba a mi lado, y ante una hoja de papel en blanco, mientras escuchaba el azote de la lluvia y el batir de las ráfagas. Al final, salí con una vela en la mano; crucé el pasillo y me detuve un momento ante la puerta de Miles. Mi permanente obsesión me había movido a escuchar por si advertía algún indicio de que no hubiera conciliado aún el sueño y justo entonces hubo uno, aunque no de la índole que yo esperaba. Su voz cascabeleó. «¿Sí…? Hola. Vamos… entra». ¡Una nota de alegría en la tiniebla!

Entré con la luz y me lo encontré en la cama, totalmente despierto, pero muy tranquilo. «A ver, ¿qué andas haciendo?», preguntó con una naturalidad en la que en vano habría buscado la señora Grose —se me ocurrió— una prueba de que «algo iba mal».

Me quedé ante él con la vela en la mano. «¿Cómo has sabido que estaba yo ahí?».

«Pues porque te he oído, como es natural. ¿O acaso te crees que no has hecho ningún ruido? Pero ¡si pareces un escuadrón de caballería!», y soltó una carcajada deliciosa.

«Entonces, ¿no estabas dormido?».

«¡En realidad, no! Suelo quedarme despierto, pensando».

Yo había dejado la vela, a propósito, no muy lejos y después, cuando me tendió una mano cariñosa, me había sentado al borde de su cama. «¿Y en qué es», pregunté, «en lo que piensas?».

«¿En qué podría ser, querida, sino en ti?».

«Por mucho que me enorgullezca tu aprecio, nunca podría yo aceptar semejante ofrenda. Habría preferido con mucho que durmieras».

«Es que también pienso, verdad, en este extraño asunto nuestro».

Noté que tenía fría su firme manita. «¿A qué extraño asunto te refieres, Miles?».

«Pues al de tu forma de educarme… ¡y a todo lo demás!».

Contuve la respiración un momento e incluso a la trémula luz de la candela pude ver que me sonreía desde la almohada. «¿Qué quieres decir con “todo lo demás”?».

«Pero ¡si ya lo sabes! ¡De sobra lo sabes!».

Me quedé muda un momento, aunque tuve la sensación —mientras retenía su mano en la mía y seguíamos mirándonos a los ojos— de que con mi silencio parecía enteramente aceptar su censura y de que tal vez no hubiera en aquel instante una relación tan fabulosa como la nuestra en todo el mundo real. «Desde luego, volverás a la escuela», dije, «si es eso lo que te preocupa, pero no a la de antes: hemos de encontrar otra mejor. ¿Cómo iba yo a saber que era eso lo que te preocupaba, si nunca me lo habías dicho, si jamás me habías hablado de ello?». Su rostro despejado y atento, con su suave blancura, lo volvió por un momento tan conmovedor como un paciente melancólico en un hospital de niños y yo habría dado todos mis bienes terrenales —pensé, al ocurrírseme ese símil— por ser la enfermera o la hermanita de la caridad que podría haber contribuido a curarlo. En fin, aun no siendo así, ¡tal vez pudiese ayudar! «¿Sabes que nunca me has dicho ni una palabra sobre tu escuela —me refiero a la anterior— y nunca la has mencionado siquiera?».

Pareció asombrarse y sonrió con el mismo encanto, pero lo hizo, evidentemente, para ganar tiempo; esperó: buscaba ayuda. «¿De verdad que no?». No me correspondía a mí dársela, ¡sino a aquel engendro con el que yo me había encontrado!

Algo en el tono de su voz y en la expresión de su rostro, al responderme así, infligió un dolor a mi corazón como nunca lo había sentido; me resultó indescriptiblemente conmovedor ver el desconcierto de su cabecita y cómo —presa del hechizo que pesaba sobre él— se afanaba con sus escasos recursos por aparentar inocencia y coherencia. «No, nunca, desde el momento en que volviste. Nunca me has hablado de ninguno de tus maestros ni de ninguno de tus compañeros ni de la menor cosa que te ocurriera jamás en la escuela. Nunca —no, nunca— has dejado translucir, querido Miles, nada de lo que allí pudo haber ocurrido, conque puedes imaginarte en qué obscuridad me hallo. Hasta que te has manifestado, como lo has hecho, esta mañana, apenas habías aludido a cosa alguna de tu vida anterior. Parecías demostrar una tan plena aceptación del presente…». Resultaba extraordinario que mi absoluto convencimiento de su secreta precocidad (o lo que podríamos llamar una ponzoñosa influencia que yo apenas osaba expresar) lo hiciera parecer —a pesar del leve atisbo de su inquietud interior— tan asequible como una persona mayor, me obligase a aceptarlo casi como un par intelectual. «Pensaba que querías seguir como hasta ahora».

Me dio la impresión de que, al oír esto, se sonrojó ligeramente. En todo caso, lo negó con un gesto lánguido —como un convaleciente algo fatigado— de la cabeza. «Que no, que no. Lo que quiero es marcharme».

«¿Estás cansado de Bly?».

«Oh, no. Me gusta Bly».

«Pues, ¿entonces…?».

«Pero ¡si tú ya sabes lo que necesita un niño!».

No lo sabía —pensé— tan bien como Miles y eludí de momento el apuro. «¿Quieres ir a casa de tu tío?».

De nuevo, al oír aquellas palabras mías, movió —con su encantadora expresión irónica— la cabeza en la almohada. «Vamos, ¡no puedes escabullirte así!».

Guardé silencio un momento y fui yo entonces —creo— quien se demudó. «Pero, cielo, ¡si no quiero escabullirme!».

«Es que no puedes, aunque quieras. ¡No puedes, no puedes!», añadió, sin apartar su preciosa mirada. «Mi tío ha de venir aquí y deberéis tomar una decisión».

«Si así lo hacemos», me apresuré a replicar, «puedes estar más que seguro de que será la de mandarte lejos de aquí».

«Pero ¿no entiendes que eso es precisamente lo que pretendo? Tendrás que contarle… cómo te desentendiste de ese asunto: ¡tendrás que contarle muchísimas cosas!».

Con tal júbilo lo dijo, que me infundió cierto ánimo —al menos de momento— para seguir afrontándolo. «¿Y cuántas, Miles, tendrás que contarle tú? ¡No faltan cosas que querrá preguntarte!».

Se quedó pensándolo. «Es muy probable, pero ¿qué cosas?».

«Las que nunca me has contado a mí: para que pueda decidir qué hacer contigo. No puede enviarte de vuelta…».

«Pero ¡si yo no quiero volver! —me interrumpió—. Quiero cambiar de aires».

Lo dijo con una serenidad admirable, con una alegría franca, irreprochable, y sin duda fue esa actitud precisamente lo que más me hizo imaginar el patetismo, la aberrante tragedia infantil, que supondría su probable reaparición, al cabo de tres meses, con semejante bravuconería y aún más deshonra. Entonces me abrumó la idea de que nunca podría soportarlo y me dejé llevar por mi sentimiento. Me abalancé sobre él y, movida por la compasión, lo abracé con ternura. «¡Mi pequeño Miles, mi querido niño…!».

Yo tenía la cara pegada a la suya y él, tomándoselo simplemente con indulgencia y buen humor, me permitió besarlo. «¿Qué, señora mía?».

«¿No hay nada —de verdad nada— que quieras decirme?».

Apartó un poco la cara, se volvió hacia la pared y levantó la mano para mirársela como suelen hacer los niños enfermos. «Ya te lo he dicho… te lo he dicho esta mañana».

¡Ay, qué pena me dio! «¿Que lo único que quieres es que no te moleste?».

En sus palabras había incluso un curioso atisbo de dignidad que me hizo soltarlo y, sin embargo, quedarme —cuando me hube incorporado lentamente— a su lado. Bien sabe Dios que nunca había pretendido incomodarlo, pero, en vista de su actitud, tuve la sensación de que el mero hecho de darle la espalda habría sido abandonarlo o —para ser más exactos— perderlo. «Acabo de empezar una carta para tu tío», dije.

«Pues entonces, ¡acábala!».

Esperé un minuto. «¿Qué ocurrió antes?».

Alzó otra vez la vista hacia mí. «¿Antes de qué?».

«Antes de que volvieras y antes de que te fueses». Se quedó un rato en silencio, pero sin dejar de mirarme a los ojos. «¿Que qué ocurrió?».

Me hizo —el sonido de sus palabras, en las que me pareció advertir por primera vez un ligerísimo temblor de aquiescencia— caer de rodillas junto a la cama y aprovechar una vez más la oportunidad de recuperarlo. «¡Mi pequeño Miles, mi querido Miles, si supieras cuánto me gustaría ayudarte! Tan sólo eso, nada más, y antes preferiría morir que hacerte sufrir o causarte algún mal. Antes preferiría morir que tocarte ni un solo cabello. Mi querido Miles» —por fin se lo solté, aun cuando acabara yendo demasiado lejos—, «¡sólo quiero que me ayudes a salvarte!». Pero en seguida me di cuenta de que, en efecto, había ido demasiado lejos. La respuesta a mi súplica fue instantánea, pero cobró la forma de un torbellino y un frío extraordinarios, una ráfaga de aire helado y una sacudida de la habitación tan tremenda como si, con la ventolera, se hubiese abierto de golpe la ventana. El niño lanzó un alarido, que, perdido como quedó en medio del estruendo, podría haber parecido —aun estando tan cerca de él como yo— una manifestación —indistintamente— de júbilo o de terror. Me puse otra vez de pie de un salto y reparé en la obscuridad. Así permanecimos un momento hasta que, al mirar a mi alrededor, me di cuenta de que las cortinas echadas no se habían movido y la ventana estaba bien cerrada. Entonces exclamé: «Pero ¡si se ha apagado la vela!».

«¡He sido yo quien la ha apagado, querida!», dijo Miles.