XVIII

Al día siguiente, después de la clase, la señora Grose encontró un momento para decirme en voz baja: «¿Ha escrito usted, señorita?».

«Sí, he escrito», aunque no añadí —por la hora que era— que la carta, sellada y con la dirección correspondiente, seguía en mi bolsillo. Ya habría tiempo suficiente para enviarla antes de que el mensajero fuera al pueblo. Entretanto, mis alumnos no habrían podido brindarme una mañana más brillante, más ejemplar. Fue exactamente como si los dos se hubiesen propuesto quitar importancia a cualquier roce reciente. Lograron las proezas aritméticas más vertiginosas, elevándose muy por encima de mi humilde alcance, y —más animados que nunca como estaban— se les ocurrieron lindezas geográficas e históricas. Desde luego, era evidente, en el caso concreto de Miles, que pretendía exhibir la facilidad con la que podía superarme. Aquel niño, tal como lo recuerdo, vivía, en verdad, en un ambiente de belleza y desdicha que sería imposible describir con palabras; había en él una distinción muy personal que se translucía en todos sus impulsos; nunca hubo una criaturita real —todo franqueza y espontaneidad para quien no lo conociera— que resultase ser un caballerito tan ingenioso y extraordinario. Constantemente había yo de precaverme contra el arrobamiento en el que me hacía caer —al contemplarlo— mi condición de iniciada y contener las miradas improcedentes y los suspiros de desánimo con los que sin cesar abordaba el enigma —si bien acababa abdicando— de lo que podía haber hecho aquel caballerito para merecer un castigo. Aun suponiendo que, en virtud de los tenebrosos prodigios que yo ya conocía, se le hubiera revelado la existencia del mal, el sentido de la justicia que había en mí anhelaba una prueba de que hubiese llegado a hacerse realidad.

De todos modos, nunca se había mostrado tan caballeroso como cuando, después de que almorzáramos temprano aquel infausto día, se me acercó y me preguntó si me gustaría que tocara el piano para mí media hora. Jamás habría podido David —al tocar para Saúl— demostrar mayor sentido de la oportunidad. Fue, literalmente, una encantadora manifestación de tacto, de magnanimidad, como diciendo sin ambages: «Los caballeros de verdad, cuyas historias tanto nos gusta leer, nunca abusan de su ventaja. Ya entiendo lo que quieres decir: que, para que estés tranquila y yo no te vaya detrás, dejarás de preocuparte y de espiarme, no estarás tan pendiente de mí, me permitirás ir y venir. Pues bien, vengo, como ves… pero ¡no me voy! Ya habrá tiempo para eso. Me encanta, de verdad, tu compañía y sólo pretendo demostrarte que, si me he rebelado, ha sido por una cuestión de principio». No ha de resultar difícil imaginar si decliné su invitación ni si dejé de acompañarlo otra vez, de la mano, hasta el aula. Se sentó al viejo piano y tocó como nunca y, si hubiera quien pensase que más le habría valido estar pateando un balón, yo sólo podría decir que estoy totalmente de acuerdo, pues, al cabo de un lapso en el que, bajo su influencia, acabé perdiendo totalmente la noción del tiempo, me sobresalté con la extraña sensación de haber cometido el desliz de quedarme —literalmente— dormida. Era después del almuerzo y estábamos junto a la chimenea y, aun así, no había dormido en realidad ni un ápice; tan sólo había hecho algo mucho peor: había olvidado. ¿Dónde habría estado Flora en todo ese tiempo? Cuando se lo pregunté a Miles, siguió tocando un momento antes de responder y después sólo atinó a decir: «Pero, querida, ¿cómo voy a saberlo?», y, encima, soltó una alegre carcajada que inmediatamente después —como si hubiera sido un acompañamiento vocal— prolongó en un canto incoherente, extravagante.

Fui derecha a mi habitación, pero su hermana no estaba en ella; después, antes de bajar las escaleras, miré en otras. Como no la hallé en parte alguna, había de estar, seguro, con la señora Grose, a quien, por consiguiente, me apresuré a buscar, animada por esa idea. La encontré en el mismo sitio que la noche anterior, pero acogió mi rápida demanda con el mayor asombro y temor. Había supuesto que, después de comer, me había llevado yo a los dos niños y con toda la razón, porque, salvo en aquella —y primerísima— oportunidad, yo nunca había perdido de vista a la niña sin dejarla a cargo de alguien. Claro, que podía estar entonces con las criadas, por lo que lo primero sería ir a buscarla, aunque sin dar muestras de alarma, cosa que acordamos de inmediato, pero, cuando, diez minutos después, nos reunimos, según lo convenido, en el vestíbulo, fue sólo para comprobar que, tras discretas indagaciones, ninguna de las dos había podido dar con ella. Allí, sin ser vistas, compartimos en silencio nuestras inquietudes durante unos instantes y noté que mi amiga me devolvía con creces las que yo le había infundido desde el primer momento.

«Estará arriba», dijo entonces, «en alguna de las habitaciones en las que no ha mirado usted».

«No, está lejos». Había llegado yo a esa conclusión. «Ha salido».

La señora Grose se me quedó mirando. «¿Sin sombrero?».

Como es natural, también mi expresión lo decía todo. «¿No va siempre sin sombrero esa mujer?».

«Pero ¿está con ella?».

«¡Sí que está con ella!», declaré. «Hemos de encontrarlas».

Tenía cogida del brazo a mi amiga, pero, al oír semejante interpretación de lo ocurrido, no reaccionó, de momento, a mi apremio, sino que, por el contrario, se dejó vencer por el desasosiego. «¿Y dónde está el señorito Miles?».

«¡Ah! Está con Quint. Están en el aula».

«¡Por Dios, señorita!».

Nunca —comprendí y así lo expresaría, supongo, el tono de mi voz— había emitido yo un dictamen con tanta certeza y serenidad.

«El ardid ha surtido efecto», proseguí. «Han conseguido lo que se proponían. Mientras él se las ingeniaba del modo más divino para entretenerme, ella ha aprovechado para salir».

«“¿Divino?”», repitió, perpleja, la señora Grose. «¡Pues entonces infernal!», respondí casi con alegría, «porque, ¡hasta ha pensado en cómo lograrlo también él! Pero ¡venga conmigo!».

Se había quedado mirando con desaliento hacia el piso superior. «¿Va usted a dejarlo…?».

«¿Tanto tiempo con Quint? Sí… no me preocupa eso ahora».

En semejantes momentos, ella siempre acababa aferrándose a mi mano y así pudo entonces retenerme un poco más, pero, tras un instante de sorpresa ante mi repentina pasividad, exclamó: «¿Por lo de su carta?».

A modo de respuesta, me apresuré a buscar la carta, la extraje, la sostuve en alto y, tras desasirme, fui a dejarla sobre la gran mesa del vestíbulo. «Luke la llevará», dije, al regresar. Me dirigí a la puerta principal y la abrí; ya estaba en la escalera.

Mi compañera seguía resistiéndose: la tormenta de la noche y las primeras horas de la mañana había amainado, pero la tarde estaba húmeda y nublada. Descendí hasta el camino de entrada, mientras que ella se quedó en la puerta. «¿Y sale sin abrigarse?».

«¿Qué puede importarme, cuando la niña también va desabrigada? No puedo perder tiempo vistiéndome», exclamé, «y, si usted ha de hacerlo, ahí se queda. Mientras tanto, pruebe a ver qué puede hacer arriba».

«¿Con ellos?». Ante aquella perspectiva, la pobre mujer corrió a reunirse conmigo.