VIII

Lo que yo había dicho a la señora Grose no dejaba de ser cierto: el asunto que le había planteado presentaba abismos y posibilidades en los que no me atrevía a indagar; así, pues, cuando volvimos a vernos, presa todavía del estupor, convinimos en que —por difícil que resultara, en efecto, hacerlo sin omitir todo lo que parecía más incontrovertible en nuestra prodigiosa experiencia— no debíamos dejarnos llevar por fantasías extravagantes ni perder la cabeza, aunque perdiéramos todo lo demás. A las tantas de aquella noche, mientras el resto de la casa dormía, tuvimos otra conversación en mi alcoba y ella no pudo por menos de corroborar que yo había visto exactamente lo que había visto. Me di cuenta de que, para que no decayera su convicción ni un ápice, bastaba con preguntarle cómo habría podido yo —en caso de que me lo hubiese «inventado»— brindarle una descripción completa y con todo lujo de detalles de cada uno de los aparecidos, un retrato ante cuya exhibición ella los había reconocido y los había nombrado al instante. Naturalmente, ella quiso olvidar —¿y quién podría habérselo recriminado?— todo el asunto, pero yo me apresuré a asegurarle que mi propio interés en él se había transformado de golpe en la búsqueda de una salida. Convine, cordial, con ella en la probabilidad de que a fuerza de repeticiones —pues las habría, no nos cabía duda— acabaría acostumbrándome al peligro, con lo que manifestaba sin ambages que mi propia exposición había pasado a ser de pronto el menor de mis agobios. Lo intolerable era mi nueva sospecha, pero, incluso para aquel apuro, las últimas horas del día habían procurado cierto alivio.

Cuando me separé de ella, después de mi primer estallido, regresé, desde luego, con mis pupilos, pues asocié con el remedio adecuado para mi desánimo aquella sensación mía de su encanto como un recurso del que en verdad podría valerme y que nunca me había fallado aún. Dicho de otro modo, había vuelto, sencillamente, a abstraerme en la singular compañía de Flora y con ello había comprendido —¡y resultaba casi un lujo!— que mi niña podía poner su lúcido dedito en la llaga. Ella me había observado, sumida en tiernas conjeturas, y después me había lanzado a la cara la acusación de haber «llorado». Yo pensaba que las feas huellas se habían esfumado, pero ante tan inconcebible bondad podía, literalmente, alegrarme —de momento, en todo caso— de que no hubieran desaparecido por completo. Escrutar las profundidades de aquellos ojos azules y atribuir su hermosura a un ardid propio de una astucia precoz habría sido caer en un cinismo frente al cual yo prefería, desde luego, abjurar de mi criterio y —en la medida de lo posible— de mi desazón. No podía abjurar por el mero deseo de hacerlo, pero podía repetir a la señora Grose —como lo hice entonces, una y otra vez, en la madrugada— que, al oír las voces de nuestros amiguitos en el aire, estrecharlos contra nuestro corazón y sentir su fragante rostro pegado a nuestras mejillas, todo —salvo su desamparo y su belleza— se desmoronaba. Fue una lástima que, para zanjar aquel asunto de una vez por todas, hubiese de reiterar en cierto modo las mismas muestras de sutileza gracias a las cuales mi manifestación de serenidad —por la tarde, junto al lago— había resultado un prodigio. Fue una lástima verme obligada a confirmar mi propia certeza de aquel momento y repetirme lo que se me había presentado como una revelación: que el inconcebible vínculo sorprendido por mí entonces debía de ser algo habitual para las dos. Fue una lástima haber debido expresar de nuevo con voz trémula los motivos por los cuales ni siquiera había yo dudado —¡vana ilusión!— que la pequeña había visto a nuestra visitante, tal cual yo veía a la propia señora Grose, y había querido hacerme suponer —precisamente por lo que había visto en realidad— que no veía y, sin manifestarlo, había tratado al mismo tiempo de adivinar si yo lo hacía, a mi vez. Fue una lástima que necesitara recapitular el prodigio de actos nimios con los cuales pretendió distraerme: un aumento perceptible de movimientos, mayor intensidad en el juego, cantos, un parloteo absurdo y una invitación a retozar.

Sin embargo, si no me hubiera entregado a aquel repaso —y precisamente para demostrar que resultaría infructuoso—, me habrían pasado inadvertidos los dos o tres leves motivos de consuelo que todavía me quedaban. No habría podido, por ejemplo, aseverar ante mi amiga que estaba segura —y no era poco decir— de que yo al menos no me había delatado. No me habría visto impulsada por la fuerza de la necesidad, por la desesperación —casi no sé cómo llamarlo— de mi alma, a apelar a otra ayuda intelectual, como la que me procuraría poner a mi colega entre la espada y la pared. Ella, poco a poco, me había contado —bajo presión— muchas cosas, pero a veces un pequeño detalle esquivo en el punto menos indicado me rozaba todavía la frente como el ala de un murciélago y recuerdo que en aquella ocasión sentí la necesidad —porque la casa dormida y la conjunción de nuestro peligro y nuestra vigilia parecían contribuir a ello— de dar el último tirón a la cortina. «No me creo algo tan espantoso», recuerdo que dije; «no, que quede bien claro, querida, que no lo creo, pero, si así fuera, ahora necesitaría, verdad, que me explicara usted —eso sí: sin guardarse nada, ni un ápice, vamos— una cosa. ¿A qué se refería cuando —afligidas como estábamos, antes de que Miles regresara, por la carta de su escuela— negó, ante mi insistencia, haber querido decir que él nunca había sido, literalmente, “malo”? No lo ha sido, en verdad, “nunca” durante estas semanas en las que yo misma he convivido con él y lo he observado tan de cerca; se ha mostrado siempre como un pequeño prodigio de bondad y encanto. Así, pues, si no hubiera tenido —como tenía— algún motivo para poner un reparo, habría podido usted perfectamente haberlo dicho a su favor. ¿Cuál era su reparo y a qué aspecto de su observación personal se refería?».

Se trataba de una pregunta bastante directa, pero la ligereza no era precisamente lo que nos caracterizaba y, en cualquier caso, antes de que el gris amanecer nos instara a separarnos, yo había obtenido mi respuesta. Aquello a lo que mi amiga se refería resultó muy esclarecedor. Era —ni más ni menos— que durante un período de varios meses Quint y el niño habían estado siempre juntos. Se trataba, en realidad, de la propia prueba fehaciente de que ella se había atrevido a criticar la improcedencia, a insinuar el despropósito, de una alianza tan estrecha e incluso había llegado a ese respecto hasta el extremo de franquearse con la señorita Jessel, quien, con mucha altivez, le había pedido que se ocupara de sus asuntos, y entonces la buena mujer había abordado directamente al pequeño Miles. Lo que le manifestó —añadió ante mi insistencia— fue su desagrado por que un señorito olvidara su condición.

Desde luego, volví a insistir para que prosiguiese. «¿Le recordó que Quint era un simple sirviente?».

«¡Y que lo diga usted! Lo malo fue, en primer lugar, su respuesta».

«¿Y qué más?». Esperé. «¿Acaso contó a Quint lo que usted le había dicho?».

«No, eso no. ¡Eso es algo que él precisamente no habría hecho!». Aún podía impresionarme. «No me cupo duda, en cualquier caso», añadió, «de que no lo hizo, pero negó ciertas cosas».

«¿Qué cosas?».

«Que hubieran andado por ahí los dos juntos, como si Quint fuese su tutor —¡y qué tutor!— y la señorita Jessel se ocupara sólo de la jovencita; que se hubiera ido con aquel sujeto, quiero decir, y hubiese pasado horas con él».

«Entonces, ¿recurrió a evasivas al respecto? ¿Negó haberlo hecho?». Como apenas me cupo duda de su asentimiento, me apresuré a añadir: «Ya veo: mintió».

«¡Oh!», suspiró la señora Grose, dando a entender que carecía de importancia, como, de hecho, corroboró con la siguiente aclaración: «Mire: al fin y al cabo, a la señorita Jessel no le preocupaba. No se lo prohibió».

Me quedé pensando. «¿Lo adujo como justificación?». Entonces volvió a abatirse. «No, nunca lo mencionó».

«¿Nunca se refirió a ella en relación con Quint?». Advirtió —y se sonrojó a ojos vistas— adónde quería yo llegar. «Pues no dejó traslucir nada. Lo negó», repitió. «Lo negó».

¡Señor, cómo le insistí entonces! «Así, pues, ¿dedujo usted que él sabía lo que se traían entre manos aquellos dos sinvergüenzas?».

«No sé… ¡no sé!», gimió la pobre mujer.

«Sí, querida; sí que lo sabe», respondí, «pero carece usted de mi tremenda determinación y, por timidez, decoro y delicadeza, no quiere reconocer siquiera la idea que en el pasado —cuando, sin mi ayuda, tenía que debatirse en silencio— más la mortificaba, pero ¡al final conseguiré sacárselo! Algo que vio usted en el niño le sugirió», proseguí, «que estaba ocultando y encubriendo la relación entre ellos».

«Es que él no podía impedir…».

«¿Que usted se enterara de la verdad? ¡Ya me lo imagino! Pero ¡por Dios santo!», me puse a pensar vertiginosamente. «¡Hay que ver en lo que debieron de convertirlo, entonces!».

«Pues, en nada que le impida ahora ser bueno, ¿verdad?», suplicó, desconsolada, la señora Grose.

«¡Ahora comprendo por qué puso usted una expresión tan extraña», insistí, «cuando le dije que había llegado una carta de su escuela!».

«¡Dudo que la mía fuese tan extraña como la de usted!», me soltó con franqueza. «Y, si resulta que era tan malo entonces como parece, ¿cómo puede ser tan angelical ahora?».

«Pues sí… ¡Y si también resulta que era un demonio en la escuela…! ¿Cómo? Pero ¿cómo? En fin», dije, atormentada, «tendrá que preguntármelo otra vez, aunque no podré decirle nada hasta dentro de unos días, pero ¡vuelva a hacerlo!», exclamé de tal modo, que mi amiga me miró de hito en hito. «De momento, no debo dejarme arrastrar en ciertas direcciones». Mientras tanto, volví a su primer ejemplo —aquel al que se había referido ella en primer lugar— de la capacidad del niño para cometer —¡por fortuna!— un desliz de vez en cuando. «Si Quint, como dijo usted al reconvenir a Miles en aquel momento, era un simple sirviente, una de las cosas que éste le diría —no puedo por menos de deducir— es que también usted lo era». Una vez más, su aquiescencia me movió a proseguir: «¿Y usted se lo perdonó?».

«¿Acaso no lo habría hecho usted?».

«¡Claro que sí!». Y en aquella quietud intercambiamos exclamaciones de insólito contento. Después proseguí: «El caso es que mientras se juntaba con aquel hombre…».

«La señorita Flora se quedaba con aquella mujer. ¡Les iba de maravilla a todos!».

Y a mí, a mi vez, me venía —pensé— pero que muy bien: quiero decir que cuadraba exactamente en el aciago panorama que en aquel preciso momento me prohibí contemplar, pero hasta tal punto logré poner coto a su expresión, que de momento no voy a arrojar aquí más luz al respecto que la ofrecida por el recuerdo de mi comentario final a la señora Grose: «Sus mentiras y su insolencia son —debo confesarlo— manifestaciones propias del natural despuntar en él de un hombrecito, pero menos gratas de lo que esperaba oírle a usted. Aun así», reflexioné, «me bastan, porque me hacen sentir más que nunca la necesidad de estar alerta».

Un minuto después, me sonrojé al ver en el rostro de mi amiga cuánto más fácil le había resultado a ella perdonarlo que a mi ternura encontrar forma alguna —me parecía— de hacerlo a partir de su relato. Así quedó patente cuando, al despedirse de mí a la puerta del aula, me dijo: «¿No lo acusará usted de…?».

«¿Mantener una relación que me oculta? Recuerde que de momento, a falta de más pruebas, no acuso a nadie». Y, antes de cerrar la puerta tras ella, que se disponía a dirigirse por otro pasillo a su alcoba, concluí: «Debo esperar y nada más».