V
Lo supe en cuanto volvió a aparecer —tras doblar la esquina de la casa— ante mi vista. «Pero ¡por el amor de Dios! ¿Qué le pasa…?». Llegaba sofocada y sin aliento.
No respondí hasta que estuvo bastante cerca. «¿A mí?». Bonita cara debía de tener yo en aquel momento. «¿Se me nota?».
«Está usted tan blanca como el papel. Tiene un aspecto horrible».
Al oír aquello, me quedé pensando: ya podía abordar sin escrúpulos cualquier inocencia. Dejé —como por ensalmo— de sentir sobre los hombros la obligación de respetar la de la señora Grose en todo su frescor y, si acaso vacilé un instante, no fue por haberle ocultado algo. Le tendí la mano y la tomó; apreté la suya un momento, complacida de sentirla a mi lado. Su leve respingo de sorpresa fue como una muestra de apoyo. «Ha venido usted a buscarme para ir a la iglesia, claro, pero no puedo ir».
«¿Ha ocurrido algo?».
«Sí. Ahora tengo que contárselo. ¿Me ha visto una cara muy extraña?».
«¿A través del cristal? ¡Espantosa!».
«Es que», dije, «me he llevado un susto». En los ojos de la señora Grose se veía claramente que no quería experimentarlo, pero también que conocía de sobra sus obligaciones para no estar dispuesta a compartir conmigo cualquier grave inconveniente. ¡Ah, resultaba innegable que debía compartirlos! «Lo que acaba usted de ver hace unos minutos desde el comedor ha sido consecuencia de ello. Lo que yo he visto —justo antes— ha sido mucho peor».
Me apretó la mano. «¿Qué ha sido?».
«Un hombre muy extraño que miraba hacia dentro».
«¿Y quién era ese hombre tan extraño?».
«No tengo la menor idea».
La señora Grose lanzó en vano una mirada escrutadora a nuestro alrededor. «Entonces, ¿dónde se ha metido?».
«Tampoco lo sé».
«¿Era la primera vez que lo veía?».
«No… ya lo había visto en otra ocasión, en la torre antigua».
No pudo reprimir una mirada más inquisitiva. «Entonces, ¿se trata de un desconocido?».
«¡Sin la menor duda!».
«Y, sin embargo, no me lo había contado».
«No… tenía mis razones, pero como ya lo ha adivinado usted…».
Los asombrados ojos de la señora Grose rebatieron esa afirmación. «Pero ¡si no he adivinado nada!», dijo con toda sencillez. «¿Cómo iba a poder hacerlo, si ni siquiera usted se ha hecho una idea?».
«Ni la más remota».
«¿Sólo lo vio usted en la torre?».
«Y en este lugar, hace un momento».
La señora Grose volvió a mirar en derredor. «¿Qué hacía en la torre?».
«Se limitó a mirarme, sin moverse».
Se quedó pensativa. «¿Era un caballero?».
No necesité pensarlo. «No». Me miró, más asombrada todavía. «No».
«Entonces, ¿no era nadie de por aquí? ¿Nadie del pueblo?».
«No, nadie… nadie. No le dije nada, pero lo comprobé».
Suspiró, algo aliviada: tanto mejor así, curiosamente, mas no le duró mucho. «Pero si no es un caballero…».
«¿Qué es, entonces? Es un monstruo».
«¿Un monstruo?».
«Es… ¡ignoro, bien lo sabe Dios, lo que pueda ser!». La señora Grose miró en derredor una vez más; clavó la vista en la lejanía más obscura y después, tras calmarse, se volvió hacia mí de pronto y me soltó sin la menor lógica: «Ya deberíamos estar en la iglesia».
«¡No estoy yo como para ir a la iglesia precisamente!».
«¿No le sentaría bien?».
«Pero ¡no a ellos…!». Señalé la casa con un gesto de la cabeza.
«¿A los niños?».
«No puedo dejarlos solos ahora».
«¿Tiene usted miedo…?».
Respondí con decisión. «Tengo miedo de él».
Al oír aquello, el ancho rostro de la señora Grose me mostró, por primera vez, el tenue y remoto brillo de una conciencia más sagaz: en cierto modo reconocí en él el tardío despertar de una idea —relacionada, supuse, con su deseo, entonces manifiesto, de saber más— que no le había inspirado yo, si bien aún me resultaba bastante obscura, y que ella podía —se me ocurrió al instante y ahora me viene a la memoria— revelarme. «¿Cuándo ocurrió… lo de la torre?».
«Hacia mediados de mes y a esta misma hora».
«¿Cuando era casi de noche?», preguntó la señora Grose.
«Oh, no; todavía no. Lo vi como la veo a usted».
«Entonces, ¿cómo entró?».
«¿Y cómo salió?», respondí riendo. «¡No tuve ocasión de preguntárselo! Como ve, esta tarde», proseguí, «no ha podido entrar».
«Entonces, ¿sólo espía?».
«¡Espero que se limite a eso!». Ya me había soltado la mano y se apartó un poco. Aguardé un instante y después le ordené: «Váyase a la iglesia. Adiós. Yo debo vigilar».
Se volvió hacía mí lentamente. «¿Teme por ellos?». Cambiamos de nuevo una larga mirada. «¿Usted no?». En lugar de responder, se acercó más a la ventana y por un momento pegó la cara al cristal. «Como ve, podía observar perfectamente», proseguí mientras tanto.
Ella no se movió. «¿Cuánto tiempo se ha quedado?».
«Hasta que he salido y he venido a encararlo».
La señora Grose se volvió por fin y vi algo más en su rostro. «Yo no habría podido salir».
«¡Yo tampoco!». Volví a reírme. «Pero lo he hecho. Debo cumplir con mi deber».
«Y yo con el mío», replicó, tras lo cual añadió: «¿Qué aspecto tiene?».
«Me moría de ganas de decírselo, pero no se parece a nadie».
«¿A nadie?», repitió.
«No lleva sombrero». Y, al advertir —por su expresión de contrariedad— que mi respuesta ya le parecía un atisbo de descripción, me apresuré a añadir una pincelada tras otra. «Tiene el pelo rojo, de un rojo muy intenso, y muy rizado y la cara pálida y alargada, facciones regulares y atractivas y unas patillas cortas y bastante curiosas, tan rojas como su pelo. Las cejas son un poco más obscuras; parecen muy arqueadas y da la impresión de que podrían moverse mucho. Los ojos son penetrantes, extraños… increíblemente, pero lo único que puedo afirmar con certeza es que son bastante pequeños y penetrantes. Tiene boca grande y labios finos y, a excepción de las patillas, va bien afeitado. Por su aspecto, me da la sensación de que podría ser actor».
«¡Actor!». Resultaba imposible parecerlo menos, en cualquier caso, que la señora Grose en aquel momento.
«Jamás he visto ninguno, pero así me los imagino. Es alto, brioso y va muy tieso», continué, «pero nunca —¡jamás!— diría que es un caballero».
Mientras yo hablaba, mi compañera había palidecido; se quedó mirándome con ojos como platos y su afable boca abierta. «¿Un caballero?», dijo, confusa, atónita, con voz entrecortada: «¿Un caballero, ése?».
«Entonces, ¿lo conoce?».
Se veía que intentaba contenerse. «Pero ¿es apuesto?».
Encontré la manera de ayudarla. «Muchísimo».
«¿Y va vestido…?».
«Con la ropa de otro. Es elegante, pero no es suya».
Soltó un gemido que no dejaba lugar a dudas: «¡Es del señor!».
Recobré el hilo. «Entonces, ¿sí que lo conoce usted?».
Titubeó apenas un instante. «¡Quint!», exclamó.
«¿Quint?».
«Peter Quint… ¡su propio criado, su ayuda de cámara, cuando venía por aquí!».
«¿Quién? ¿El señor?».
Aún boquiabierta, pero sin dejar de mirarme a la cara, ató todos los cabos. «Nunca se ponía su sombrero, pero sí que se ponía… en fin, ¡echamos en falta unos chalecos! Estaban los dos aquí… el año pasado. Después el señor se marchó y Quint se quedó solo».
Yo la seguía, pero a trompicones. «¿Solo?».
«Solo con nosotros». Y añadió, como desde más adentro: «Al mando».
«¿Y qué ha sido de él?».
Permaneció en suspenso tanto rato, que me sentí aún más desconcertada. «También se fue», desembuchó por fin.
«¿Adónde?».
Entonces puso una expresión extraordinaria. «¡Sólo Dios lo sabe! Murió».
«¿Que murió?», casi chillé.
Fue como si se cuadrara, se plantase con mayor firmeza para expresar tamaño portento. «Sí. El señor Quint está muerto».