IX
Esperé y esperé y el transcurrir de los días alivió en parte mi consternación. De hecho, bastaron unos pocos sin apartar la vista de mis pupilos y sin que ocurrieran más incidentes para borrar, como con una esponja, las cavilaciones dolorosas y hasta los recuerdos odiosos. He hablado de sucumbir ante su extraordinario encanto infantil como algo que yo podía cultivar y en adelante no dejé de recurrir a aquel venero —y no ha de resultar difícil imaginar por qué— en busca del bálsamo que pudiera brindarme. Desde luego, me resultó insólito —eso sí— el esfuerzo de resistirme a aceptar —y no tengo palabras para expresarlo— lo que acababa de descubrir. No obstante, mayor tensión aún me habría producido sin duda, de no haber sido eficaz tan a menudo. Solía preguntarme cómo podían mis pupilos dejar de suponer que se me ocurrían ideas extrañas acerca de ellos y el hecho de que, por esa razón, fueran tanto más interesantes no contribuía precisamente a ocultárselas. La posibilidad de que viesen hasta qué punto resultaban muchísimo más interesantes así me hacía temblar. Suponiendo —como, al cavilar, en cualquier caso, solía hacer yo— lo peor, empañar de alguna manera su inocencia había de ser por fuerza —puros como eran y estando, como estaban, predestinados al fracaso— motivo de más para correr riesgos. A veces, movida por un impulso irresistible, me daba por estrecharlos contra mi corazón. En cuanto lo hacía, solía pensar: «¿Qué les parecerá una cosa así? ¿No dejará translucir demasiado?». Habría sido fácil perderse en tristes y absurdas disquisiciones sobre lo mucho o poco que dejaría translucir, pero, en realidad, las horas de paz que aún disfrutaba se debían —me parece a mí— a que el encanto inmediato de mis compañeros —aun ensombrecido por la posibilidad de que fuera premeditado— seguía siendo un hechizo eficaz, porque, si bien pensé que tal vez pudiese a veces despertar sospechas con los brotes de mi renovada pasión por ellos, también recuerdo haberme preguntado si no habría algo raro en el apreciable aumento de sus propias manifestaciones de afecto.
En aquel período, me daban muestras de un cariño extravagante y preternatural, lo cual, después de todo, era tan sólo —reflexioné— una reacción deliciosa en unos niños acostumbrados al trato solícito y a los abrazos. He de reconocer que las atenciones que tanto me prodigaban surtían un efecto tan balsámico en mis nervios, que me parecía no haber tenido nunca la impresión —podríamos decir— de que estuvieran, literalmente, haciéndolo con algún propósito. Nunca habían ansiado —creo yo— hacer tantas cosas por su pobre protectora; me refiero —puesto que se sabían las lecciones cada vez mejor y eso era, desde luego, lo que más había de agradarle— a sus diversas formas de distraerla, entretenerla y sorprenderla: leerle textos breves, contarle historias, representarle charadas, abalanzarse sobre ella disfrazados de animales y de personajes históricos y, sobre todo, asombrarla con «pasajes» que habían aprendido de memoria en secreto y podían declamar sin interrupción. Jamás acabaría de extenderme —por más que me lo propusiera incluso ahora— sobre el extraordinario concepto personal —sometido, a su vez, a un criterio todavía más estricto— que por aquel entonces me merecía, en mi fuero interno, el desempeño de sus tareas. Desde el principio me habían demostrado tener facilidad para todo, una aptitud general que, partiendo de la nada, alcanzaba alturas extraordinarias. Aceptaban sus deberes como si les encantaran y se recreaban alardeando de su memoria, que, de puro exuberante, obraba pequeños milagros de lo más espontáneos. No sólo se me aparecían disfrazados de tigres y romanos, sino también de personajes shakespearianos, astrónomos y navegantes. Tanto era así, que guardaba estrecha concomitancia —supongo— con algo para lo cual todavía no he hallado otra explicación: me refiero a la calma forzada con que me tomaba yo la necesidad de buscar otra escuela para Miles. Lo que recuerdo es que, por el momento, me conformaba con no plantearme aquel asunto, actitud que debió de inspirarme la asombrosa y constante exhibición de su inteligencia. Era demasiado listo para que una institutriz inepta, la hija de un párroco, pudiese echarlo a perder y el hilo más extraño, si no el más brillante, en la trama de mis cavilaciones que acabo de mencionar era la impresión —si me hubiese atrevido a desarrollarla— de que estaba sometido a la influencia ejercida sobre su parva vida intelectual por un estímulo formidable.
Sin embargo, si bien era fácil pensar que se pudiese aplazar la vuelta a la escuela de semejante niño, al menos tan digno de mención resultaba el indescifrable misterio de que un director de escuela le hubiera «dado la patada». Permítaseme añadir que, cuando estaba con ellos en aquella época —y procuraba no estar sin ellos casi nunca—, ninguna pista me llevaba demasiado lejos. Vivíamos en una nube de música, afecto, aciertos y funciones teatrales domésticas. Los dos niños tenían un oído finísimo, pero el mayor, en particular, estaba dotado de una maravillosa habilidad para captar y reproducir. El piano del aula estallaba en toda suerte de fantasías estremecedoras y, cuando no era así, se confabulaban por los rincones, tras lo cual uno de ellos salía de lo más animado para «reaparecer» de otra guisa. Yo también tenía hermanos y no era nada nuevo para mí que las niñas pequeñas podían idolatrar ciegamente a los niños. Lo más increíble de todo era que hubiese un niño en el mundo capaz de demostrar tamaña consideración para con alguien inferior en edad, sexo e inteligencia. Estaban extraordinariamente compenetrados y decir que nunca reñían ni se quejaban sería un elogio demasiado burdo para la índole de su dulzura. Puede que a veces —cuando me dejaba llevar por la tosquedad— advirtiera yo, en efecto, indicios de pequeños acuerdos entre ellos, conforme a los cuales uno me entretenía, mientras el otro se escabullía. Toda diplomacia entraña —supongo— cierto candor, pero, si mis pupilos la practicaban conmigo, lo hacían, desde luego, sin la menor zafiedad. La que, tras la calma, estalló con zafiedad fue enteramente la otra parte.
La verdad es que me resisto a dar un paso tan atroz, pero debo hacerlo. Al proseguir con la relación de lo que de horroroso había en Bly, no sólo desafío al más crédulo, cosa que poco me importa, sino que, además, revivo —y se trata de un asunto muy distinto— mis propios sufrimientos, me esfuerzo de nuevo por llegar hasta el final. De pronto hubo un momento a partir del cual todo se redujo —así me parece, al mirar atrás— a puro padecer, pero al menos he alcanzado el meollo y la forma más rápida de salir consiste sin duda en seguir adelante. Un día, al anochecer, palpé —sin que nada lo anunciara ni preparase— la frialdad de la impresión que había experimentado la noche de mi llegada y a la que, si mi estancia posterior hubiese sido menos accidentada, probablemente habría atribuido poca importancia —por haber sido mucho más leve entonces, como ya he dicho— al recordarla. No me había acostado aún; estaba leyendo, sentada junto a un par de velas. En Bly había un cuarto lleno de libros antiguos, en parte novelas del siglo pasado, cuya pésima fama había llegado —pero nunca un simple ejemplar, ni siquiera extraviado— hasta mi solitario hogar y había despertado la curiosidad inconfesada de una joven como yo. Recuerdo el libro que tenía en las manos —Amelia de Fielding— y también que estaba del todo despierta. Recuerdo, además, la certeza en general de que era tardísimo y mi renuencia en particular a mirar el reloj. Por último, la blanca colgadura que cubría con sus pliegues, al estilo de aquel entonces, la cabecera de la camita de Flora —parece que estuviera aún viéndola— envolvía, como me había cerciorado mucho antes, la perfección del descanso infantil. Recuerdo, en resumen, que, si bien estaba muy absorta en la lectura, me encontré de pronto —al pasar una página y con su hechizo totalmente disipado— levantando la vista del libro y clavándola en la puerta de mi alcoba. Me quedé escuchando un momento, mientras recordaba la vaga sensación que había tenido la primera noche de que algo indefinible rondaba por la casa, y advertí el suave hálito de la ventana abierta, que movía apenas la persiana entornada. Entonces, con todas las muestras de una deliberación que, si hubiera habido alguien para admirarla, habría parecido magnífica, dejé el libro, me puse de pie y, tras tomar una vela, salí del cuarto y desde el pasillo, en el que mi luz apenas si se notó, cerré la puerta sin hacer ruido y eché la llave.
Ahora no puedo decir lo que me movió ni lo que me guió, pero seguí por el pasillo con la vela en alto hasta llegar a ver el ventanal que dominaba el gran ángulo de la escalera. En aquel instante, tres cosas me llamaron la atención; fue como ver destellos sucesivos, pero casi simultáneos. Al hacer un gesto brusco, se me apagó la vela y, junto a la ventana descubierta, advertí que, con la retirada de las sombras ante el alba, resultaba innecesaria. Así, un instante después, vi que había alguien en la escalera. Aunque he hablado de sucesión, no tardé ni un segundo en tensarme para afrontar un tercer encuentro con Quint. El aparecido había llegado al rellano a media altura, es decir, al punto más cercano a la ventana, donde, al verme, se detuvo en seco y clavó la vista en mí exactamente como había hecho desde la torre y desde el jardín. Me conocía tan bien como yo a él, conque, a la fría y tenue luz del crepúsculo matutino, reflejada —arriba— en el ventanal y —abajo— en el lustre de la escalera de roble, nuestras miradas se enfrentaron con la misma intensidad. En aquella ocasión no me cupo duda de que tenía ante mí a un ser vivo, despreciable y peligroso, pero eso no era lo más sorprendente; prefiero reservar tal distinción para una circunstancia muy dispar: la de que el pavor me había abandonado indiscutiblemente y ya nada quedaba en mí que rehusara hacerle frente y medirse con él.
Tras aquel momento extraordinario, sentí una angustia tremenda, pero no —gracias a Dios— terror, y él lo sabía: caí magníficamente en la cuenta al cabo de un instante. Comprendí, con el implacable rigor de la confianza, que, si me mantenía firme durante un minuto, dejaría de haber de vérmelas —por un tiempo al menos— con él y lo que sucedió durante ese minuto fue —por consiguiente— tan humano y tan horrible como un encuentro de verdad: horrible precisamente por ser humano, tan humano como haberme encontrado yo sola, de madrugada en una casa dormida, con un enemigo, un aventurero, un delincuente. El silencio sepulcral de nuestra prolongada mirada a tan corta distancia fue lo que infundió a todo aquel horror —en sí ya inmenso— su único cariz de irrealidad. Aun cuando en semejante lugar y a semejante hora me hubiera encontrado a un asesino, al menos habríamos hablado, algo habría sucedido —en la vida real— entre nosotros; si nada hubiese ocurrido, alguno de nosotros se habría movido. Tanto se prolongó aquel momento, que poco habría faltado para que yo misma dudara de estar viva. No puedo expresar lo acontecido a continuación sino diciendo que el silencio mismo, testimonio en cierto modo de mi fortaleza, pasó a ser el elemento en el cual vi desaparecer la figura, en el cual la vi —con los ojos clavados en la malvada espalda que ninguna joroba podría haber desfigurado más— nítidamente volverse —como podría haber visto hacerlo, al recibir una orden, al pobre desgraciado que en tiempos la encarnó— y perderse en la obscuridad en la cual se fundía la siguiente vuelta de la escalera.